El pueblo: esto es, según la definición vigente de
legisladores modernos, el conjunto de los habitantes de un país a quienes un
poder estatal declara suyos. Estando sometidos al mismo poder estatal, éstos
forman –sin considerar sus diferencias y oposiciones naturales y sociales– un
colectivo político. Su compromiso a la idéntica soberanía con su programa es la
causa común que representan como pueblo.
1. El producto y la
base del poder
Un monopolio del poder sobre un territorio y los
individuos que viven en él no se establece para reprimirles. Nombrarles
súbditos o ciudadanos aspira a utilizarles, reclama el reconocimiento práctico
de la soberanía, o sea, que ellos fomenten los asuntos estatales. El interés en
un inventario humano no se acaba para ningún Estado con el formalismo que hoy
en día se celebra con la extensión de un pasaporte infalsificable. Viceversa:
Los súbditos y ciudadanos se acreditan como pueblo organizando su vida social
–sus actividades económicas, sus necesidades, y por tanto su mutuo contacto–
según cómo lo prevé el poder público. Las exigencias de éste con respecto a la
cooperación de sus súbditos, las que tienen como objetivo el aumento de la
riqueza y el poder de la nación, se llaman “la ley y el orden” y organizan las
condiciones de vida de la población para convertir sus rendimientos en
servicios provechosos para el programa de la nación.
Estos servicios se rinden con seguridad siempre que las
masas requeridas no dediquen ninguna reflexión al hecho de que una soberanía no
solamente les impone tributos y –según las coyunturas de “la historia”– reclama
sus vidas y medios de vida; sino que además tiene la competencia de definir y adjudicar
con su orden las posiciones sociales y de clasificar la sociedad con su
definición de derechos y deberes en pobres y ricos, estamentos y clases..., es
decir, que tiene la autoridad de decidir sobre la naturaleza y el alcance de
los intereses que puedan perseguir los diferentes sectores de la población.
Para ello “sólo” hace falta percibir todas las obras de los soberanos
políticos, que forman y cuidan la sociedad gobernada, desde la perspectiva de
afectados impotentes. Esta perspectiva no es para nada una creación de
reclamantes modernos, sino la pauta históricamente acreditada para la práctica
del pueblo: En el reglamento interno decretado por el Estado tanto los súbditos
de un príncipe como los electores de un congreso legislativo hallan ni más ni menos
que sus condiciones de vida, con las que hay que arreglárselas. La costumbre de
tomar las obras e instituciones de la soberanía por “las condiciones
existentes”, afanarse en ellas y adaptarse a ellas, y esforzarse con las
oportunidades y limitaciones de la propia posición social, ha caracterizado a
través de toda la historia a un pueblo universalmente útil. Dedicándose a
defenderse contra intereses opuestos a los propios y en muchos casos dotados de
medios superiores; siempre contando con que el poder le provee nuevas
exigencias y sacrificios, el pueblo reconoce su dependencia de las decisiones
del poder estatal. Un pueblo lo considera normal que una autoridad superior
“regule el orden”, no solamente porque no lo conozca de otra forma: Teniendo en
cuenta las dificultades que les emanan del respectivo orden aprenden a estimar
a sus patronos. Donde (sobre)vivir es luchar porque no paran de chocar contra
los intereses de otros miembros de la sociedad, los súbditos de todo tipo
tienen por útil un poder supremo que vigile “las reglas”. Es precisamente la
“seguridad” que esperan –que su propio interés sea elevado al rango de un
derecho protegido por la soberanía– lo que se convierte en el interés común que
une a los más diversos caracteres sociales y forma de ellos un pueblo. Al
obedecer y al contribuir a “su” soberanía, tanto los súbditos de un conde como
ciudadanos conscientes de su responsabilidad civil abstraen de sus intereses y
medios antagónicos, de los que les dotan los dirigentes, y apuestan por las bendiciones
de una poderosa instancia directiva.
Con esta convicción, cualquier pueblo se encuentra bien
armado para cumplir la misión especial de la que ningún Estado le pone a salvo
a su población. El ansia estatal de riqueza y poder no se limita –esto está
históricamente comprobado– a la explotación del territorio en posesión y de los
rendimientos de sus habitantes. Las exigencias de los Estados, que desde
tiempos inmemorables aspiran hacia la “globalización”, los pone en conflictos,
en los que siempre vence la fuerza superior, sea que actúe directamente o como
argumento de chantaje. Para ello, y para cualquier controversia menos directa
que la guerra, los dirigentes estatales suelen usar a su pueblo –¿a quién si
no?–. Y donde la población acepta y comprende la garantía de un reglamento
interno, por decirlo así, como un medio de vida cuya facilitación es asunto de
un poder soberano, se rinden los servicios exigidos. Una relación de voluntad
intacta entre pueblo y soberano no se trastorna por el hecho de que preparar y
llevar a cabo una guerra reclame puros sacrificios –sin la menor ficción de una
recompensa–. Es al revés: Es necesario que los gobernantes y gobernados se unan
al “nosotros” nacional, porque la alternativa es “existencia u ocaso de la
comunidad nacional”. Un pueblo lucha por sobrevivir cuando su soberano se ve
amenazado en sus “intereses vitales”.
La identidad que se acredita en el comportamiento frente a
Estados y pueblos ajenos es la misma abstracción como la que practica el pueblo
en su comportamiento cívico. El leve incremento que se registra en el caso de
guerra consiste en que los súbditos se dedican entonces exclusivamente al éxito
de la soberanía en su proyecto de medir fuerzas con sus enemigos, mientras que
en tiempos de paz aprueban el poder estatal y se comprometen a él basándose en
el interés particular que la gerencia política les ha concedido: reclaman
rendimientos estatales en su función de agricultores, trabajadores etc. Lo
mismo es el caso en aquellas relaciones exteriores que se organizan en forma de
una competencia pacífica: Si hay conflictos comerciales, un pueblo despierto se
ve afectado por los manejos del extranjero (la educación correspondiente
tampoco faltaba en épocas anteriores) en su posición de asalariados, campesinos
o artesanos; por supuesto con el adjetivo nacional detrás. Para que quede clara
esta abstracción, con la que los súbditos se hacen la ilusión de tener un
enlace positivo con los intereses extraterritoriales de su soberanía, y para
que a la vez aparezca como el más propio interés de la “base”, todas las
naciones tienen alabanzas y exaltaciones de la propia identidad, amenazada por
el extranjero y los extranjeros. Lo que según esta ideología es preciso
conservar y defender hasta en los días de la “globalización” alcanza desde el
estilo de vida y las costumbres tradicionales, la fe y la herencia, hasta el
idioma: Todas las características pre- o extra-estatales de un pueblo1 se citan
para proporcionar razones que sean verdaderamente buenas e inocentes para un comportamiento
agresivo, o por lo menos arriesgado, con las malas costumbres foráneas –¡como
si la conservación de las especies culturales hubiese sido el motor para la
soberanía política a través de los siglos!–.
2. El clamor por el
buen soberano
a) Para un pueblo decente no es una infamia servir como
base de un poder político y pasar las coyunturas de una vida entera como la
variable dependiente de los proyectos y decisiones que el soberano considere
necesarios: Los miembros del pueblo saben aprobar y justificar su voluntad de
atenerse a las directivas de un poder encima de ellos y de subordinarse y
servir toda la vida a una causa común con quienes tienen intereses opuestos a
los suyos:
- Siempre apropiada y hasta hoy en día muy contundente es
la referencia a la innegable “realidad” de las soberanías y sus respectivos
pueblos, que han existido en toda la historia y siguen existiendo en todas
partes del mundo; un hecho del que lógicamente se tiene que sacar la conclusión
que no hay remedio contra la ley natural o divina que crea Estados –según la
idea de que “la existencia de lo existente es inevitable”–.2
- A veces surge la sospecha (quizás incluso la crítica)
que como pueblo uno acepta que el Estado decrete las relaciones sociales de la
gente; que prescriba cómo y de qué manera se organiza el mutuo provecho, que
dote a algunos del poder de emplear y explotar a otros; que la soberanía
clasifique la sociedad en pobres y ricos, etc. Las voces del pueblo saben
oponerse igual de contundentemente a estas objeciones críticas contra las obras
del poder soberano. No niegan la “realidad” de amos y criados, chozas y
palacios, miseria y riqueza; Al contrario: cualquier “problema social” les
demuestra la necesidad de una soberanía que se dedique a remediar y solucionarlo.
Es que los pueblos se imaginan sus “condiciones de vida” sin el Estado que las
estableció – para autorizarle a solucionar todo tipo de inconvenientes. Ni a
los príncipes antiguos ni a los líderes modernos hace falta decírselo dos
veces: declaran, secundados por los ilustrados intelectuales contemporáneos, la
interpretación actualizada de la razón de Estado: ¡La soberanía está para
administrar la miseria con cuya creación no tiene nada que ver! ¡Para ello es
imprescindible!3
- Ninguna dificultad en absoluto causa la afirmación de
las agresiones estatales contra el extranjero a las que los ciudadanos tienen
derecho. Pues es verdad que en su aspiración a poder y gloria se excluyen
mutuamente los diferentes soberanos, que tienen a su mando la fuente de su poder,
los rendimientos y las carencias de sus respectivos pueblos, de los que se
aprovechan ampliamente y nunca tienen suficiente. Se excluyen porque al fin y
al cabo los Estados tienen que imponerse contra sus iguales. Por ello un buen
pueblo reconoce igualmente esa “realidad” y no adhiere a la utopía de que su
trabajo y sus productos podrían sumarse a los esfuerzos y riquezas de otros
pueblos y materias naturales de otras zonas geográficas sin que unos dominen a
otros, para que todos puedan disfrutar de una riqueza producida y administrada
en común. A este tipo de sueños se contrapone el hecho de que el “destino” de
un pueblo depende del rango que su soberanía logre conquistar en la competencia
de los imperios y las naciones. Un pueblo sabe esto por experiencia, está a
disposición siempre que sus dirigentes quieran conquistar fuentes de riqueza
adicionales en su cercano o lejano alrededor, y contribuye a que a su gobierno
no se le agote ni el arma del dinero ni el dinero para las armas ni el personal
para manejarlas. El agradecimiento de la patria no hace provechosa la
operación, pero sí que es cierta.
b) Por otra parte ningún pueblo fiel a su soberano puede
prescindir de hacer un balance y tomar a peso lo que los dirigentes hacen de
sus esfuerzos y sacrificios. Un patriota no sufre nunca una falta de malas
experiencias, que al mismo tiempo le dan el motivo y el derecho a criticar la
soberanía. No tiene que traicionar su “identidad” –eso demuestran los
testimonios históricos y actuales– cuando a base de estar decepcionado se pone
a hablar mal de los poderosos. Sin abandonar sus grandes esperanzas con
respecto a los deberes sociales de sus líderes sufre limitaciones y miseria sin
cesar, pero no las interpreta como obra de la soberanía, sino como consecuencia
de sus errores y su negligencia al gobernar; las propias carencias no se deben
a la servidumbre, la que un pueblo aprueba, sino a que los poderosos no saben
explotarla bien. Si los pueblos se vuelven críticos, complementan su “realismo”
–someterse a las autoridades es obligatorio siempre y en todas partes– por un
verdadero idealismo: Reclaman que se gobierne bien; y con esta exigencia
insisten en que merecen una buena consideración por servir sin condición a los
dueños de la riqueza y los dueños de la sociedad. Como si fuesen capaces o por
lo menos tuviesen la intención de establecer un precio por la concesión de
dejarse explotar y dirigir y de estar a la disposición de sus amos. No es
casualidad que lo que reciben nunca es mucho; lo calculan y establecen los patronos
económicos y políticos.
- Al querer diferenciar entre señores buenos y señores
malos, un pueblo crítico suele echar en falta una soberanía que sea activa. Las
ofertas modernas, elaboradas para el pueblo por cuerdos redactores, de que los
“responsables” en el gobierno son inactivos y dejan que pasen los problemas sin
inmutarse, tienen de hecho antecedentes históricos. También reyes y papas
solían dedicarse, según algunos de sus contemporáneos, a cosas indecentes –en
vez de ejercer la soberanía, es decir, de declarar nuevos deberes a sus
súbditos–. Y siempre que el gobernar una sociedad no funcionaba bien debido a
una presión exterior y/o disturbios en el interior, los pueblos ni estaban
desorientados ni aspiraban a organizarse una vida social apta para sus
necesidades y medios y a renunciar para ello a un poder que mandara sobre
ellos. Siempre buscaban su salvación en ponerse a disposición de una nueva
soberanía –por regla general directamente como tropa en aún indecisas luchas
por el poder–. Lo último lo solían hacer sobre todo en casos donde se
autoconcebían como víctimas de una soberanía no solamente mala (es decir
fracasada), sino –mucho peor– de una soberanía insoportable por ser extranjera,
impuesta al pueblo vencido por el predominio del enemigo, lo que en tiempos
antaños de hecho significaba pechar tributos o incluso entrar en esclavitud.
Sin embargo, para un separatismo activo –tampoco un invento moderno– ni importa
siquiera cómo la soberanía de origen extranjero trata a los súbditos conquistados,
o si les trata extraordinariamente mal del todo. En estas situaciones,
ambiciosos líderes populares siempre han sabido insinuar a las partes
descontentas del pueblo que la razón de los males es el “yugo extranjero”, la
falta de una soberanía autóctona, perdida en tiempos remotos y desde entonces
privada al pueblo. Propagaban una autonomía restablecida como garantía, incluso
como encarnación de una buena soberanía y lograban convencer a la gente de que
necesitaban soberanos que hablaran su idioma materno –fuera lo que fuera lo que
dijeran o prescribieran en él–.
- La misma crítica aspiración a un buen tratamiento por
parte de los poderosos es la pauta para el patriota en los asuntos de
explotación y pobreza. Lo que despierta el interés de los historiadores
especializados en el pueblo llano no lo son tanto los servicios cotidianos de
los súbditos, sino mucho más sus enfrentamientos con los económicamente
poderosos, quienes les hacen la vida difícil a la mayoría del pueblo. Por muy
raro que parezca: campesinos y obreros en lucha tienen una alta reputación en
los estudios de épocas anteriores. Esto tiene dos razones. Una de ellas se debe
al punto de vista de los observadores de juzgar todos los enfrentamientos
antiguos y más recientes entre las clases según lo que contribuyeron de forma
positiva o negativa a la constitución actual de la sociedad en la que viven y
que aprecian altamente. Por eso no pueden evitar de calificar las luchas de
clases no sólo como perturbaciones de respetables casas reales y momentos
retardantes en un proceso imparable de desarrollo, sino también como
precursores de un progreso. Éste último lleva, en esto están seguros,
directamente hacia el nacimiento del orden que existe hoy en día y que supera a
sus predecesores.
La segunda razón por la que se acaparan movimientos en los
que una crítica se convirtió en lucha, para alabar la soberanía actual, tiene
su base en los movimientos mismos. Ya que por muy poco que las masas rebeldes
conocieran las relaciones sociales de hoy (supuesto destino de sus
actividades), en un sentido sí que convalidan a los amantes del arte de
gobernar moderno: En sus luchas por el respeto a sus intereses de clase, los
“humillados y ofendidos” nunca dejaron de ser un pueblo. Se adherían al alto
valor de la justicia y exigían su consecución por parte del poder oficial. Por
muy inequivocable y enérgicamente que este poder demostrara que el papel que
prevé para la gente pobre es el de ser explotada, los movimientos “históricos”
insistían en ganar el favor del poder político para sus peticiones. Esperaban
que éste tomara en consideración las necesidades más urgentes de las clases
miserables, quienes meramente reclamaban lo justo; deshacerse de su clase y de
su soberanía no ha sido nunca parte de su programa. Ni siquiera del programa
del movimiento obrero más exitoso que superó sus ideas comunistas iniciales y
consiguió convertir todas las “cuestiones sociales” inclusive su solución en el
mandato del gobierno.
En este sentido no se puede negar a los representantes y
admiradores de los Estados-naciones modernos que éstos no sólo lograron
apoderarse de los territorios de las soberanías anteriores: Su herencia incluye
la imperturbable voluntad de los súbditos de poner su situación material, por
muy insoportable que sea, en manos de la soberanía gobernante. Un pueblo no
sólo sabe que su bienestar depende de las obligaciones que impone su soberanía:
reconoce esta competencia y acepta que le prescriba la medida útil de
rendimiento y pobreza que resulte de los cálculos de los dirigentes. Como éstos
le suelen conceder demasiado poco, el descontento del pueblo no sólo se refiere
a su situación material, sino también al gobierno. Pero un pueblo acostumbrado
a relativizar sus intereses materiales en la necesidad de sus dirigentes no tiene
problemas en superar este mal crónico: Le gustan las comparaciones en las que
contrastan tan bien las exigencias de su soberanía con los tormentos de
súbditos en otras épocas y otras regiones. Aunque éstas no cambian nada en las
razones del descontento, sí que cambian bastante las reivindicaciones
populares.
c) La concienzuda distinción entre soberanos buenos,
mejores y peores es el motor de todo tipo de crítica popular, que nace de los
perjuicios de la subordinación practicada, pero que no quiere acabar con el
seguidismo, con la adherencia incondicional a la “propia” comunidad nacional.
Este arte de la crítica popular también da excelentes resultados al juzgar los
efectos que tienen las actividades de los gobernantes para sus pueblos, cuando
se pelean con el extranjero.
- Ni siquiera un pueblo moderno cree sin nada que
beneficie a los ciudadanos del país que sus líderes abran las fronteras a
mercancías, dinero, capital y personas extranjeros. El sano nacionalismo y
racismo que se cultivaba hasta hace poco incluso en las regiones más
civilizadas del mundo y que resultaba muy útil para los enfrentamientos
armados, sigue a veces tan vivo que los gobernadores tienen que propagar el
provecho de la amistad entre los pueblos tramada por ellos. Con ello despiertan
y estimulan la evaluación crítica de todos los negocios internacionales que
ellos llevan a cabo; y el pueblo obediente, y por tanto afectado, no deja de
encontrar razones para su sospecha. Sin la menor reflexión sobre las perfidias
del comercio internacional que tanto le importa al gobierno, amas de casa y
tenderos, gerentes de empresas y obreros ponderan y comparan el provecho y el
detrimento que sacan de él, y nunca se ponen muy entusiásticos. Las promesas
que se propagan junto a las iniciativas de la nación con respecto al mercado
internacional no corresponden nunca a las experiencias que hace la gente. Ni
siquiera el hecho de que el extranjero está abierto para todo tipo de deleites
turísticos es un mero placer, así que los líderes nacionales sufren duras
reprimendas por todas partes del pueblo. Sin embargo, el daño que causa la voz
popular tampoco es tan grave: Una vez acostumbrado a que el consumo y los
puestos de trabajo, la variedad y el precio de las mercancías, y la coyuntura
de la economía nacional entera dependen del comercio internacional, un pueblo
ilustrado transforma su descontento en un simple mandato al gobierno: que éste
imponga su voluntad contra el extranjero; considera intolerable que las
relaciones corran a “nuestras” expensas; la culpa para negociaciones fracasadas
la tienen los otros, cuya insistencia en sus propios beneficios recuerda a un
nacionalismo que creíamos superado y que “nosotros” no podremos aceptar...
Reflexionando sobre los gobiernos extranjeros y las exigencias de su industria,
sus obreros y campesinos, los pueblos modernos descubren exactamente los vicios
que ellos mismos practican. Escandalizándolos se comportan como los perfectos
súbditos de sus soberanos, de quienes exigen –instruidos por los medios de
comunicación nacionales– que sean intransigentes con el extranjero: les siguen
sirviendo como medios de una competencia de cuyos beneficiantes nunca han sido
previstos.
- Los pueblos estiman altamente la violencia; por lo menos
la que emana de su propia soberanía y que la sirve. Sus rendimientos en las
guerras de soberanos coronados, nobles o libremente elegidos son dignos de
respeto; igual que sus sacrificios –lo que justifica el “uso dual” de días
conmemorativos y monumentos nacionales–. Lo que es vergonzoso, sin embargo, son
los tímidos intentos que los pueblos continuamente llevan a cabo para
distanciarse de la guerra y presentarse como amantes de la paz. Con referencia
a las víctimas que causan las batallas –sobre todo aquellas con un éxito
dudable– los súbditos se presentan como si hubiesen aprendido de sus errores.
Hacen una comparación de la calidad de vida en el campo del honor con aquella
en su entorno cotidiano en el campo del trabajo y declaran que por lo menos
ellos preferirían la vida civil. Así culpan a sus líderes por las carnicerías
en las que ellos “sólo” participaban como regentados y bajo presión.4 No se les
ocurre impedir que los líderes continúen gobernando –como máximo, formulan
peticiones y piden al todopoderoso que mande paz, es decir que dejan la
autoridad de decidir sobre la guerra y la paz en las manos de los autorizados–.
Por consiguiente, una vez que otra la presidencia de imperios o repúblicas
averigua cuándo los manejos de otra soberanía empiezan a ser incompatibles con
los “intereses vitales” de su nación y por tanto también con que sus súbditos
sigan con su existencia civil. Si resulta que tal existencia no mejora, y
quizás ni aumente siquiera el poder y la gloria de la nación, debido a los
cuales se ha tenido que cancelar la época de la paz, la capacidad popular de
distinguir vuelve a verse ante su próximo reto. El buen ciudadano conoce la
categoría de la guerra irracional –inútil, superflua– y pierde pocas palabras
sobre las demás categorías. Sin embargo, hasta en tiempos posmodernos también
conoce guerras justas, en las que el pueblo no sirve de “carne de cañón” para
fines absurdos, sino que con sus sacrificios abre camino a la libertad. Si tal
bien costoso forma la finalidad, la guerra se convierte en la medida adecuada
para establecer la paz; por lo menos aquella paz que hace beneficiosa la
guerra. Excepto si los resultados de la guerra se pueden llevar a cabo igual de
bien mediante “soluciones políticas”. Si éstas funcionan o no, lo decide un
buen soberano después de una cuidadosa reflexión –el mandato de forzar a otros
soberanos a doblar la rodilla, lo tiene seguro; sobre todo en un pueblo
crítico–. Lo que tales seguidores no soportan en absoluto son guerras perdidas:
De aquella subespecie, una comunidad es hasta capaz de aprender que ha caído en
la trampa de una engañosa imagen del enemigo, y que ha sido ab-usado. El deber
de quitarles el mandato a sus infieles líderes tampoco lo tiene que cumplir el
pueblo decepcionado: Ya ha puesto fin a su poder el enemigo victorioso ...
**
Sería totalmente equivocado reprocharle a un pueblo de ser
inconsecuente, por las contradicciones que lleva consigo su afirmación de la
soberanía. La abstracción que practica: la costumbre obstinada de afirmar su
soberanía, su disposición a someterse bajo una autoridad dotada de poder: esta
cualidad suya la manifiesta sin restricción. Es decir, sin reservas contra el
tipo de autoridad, sin reparos ni a la razón de la soberanía, ni a su
constitución, ni a los detalles de la respectiva “razón de Estado”. Democrática
o dictatorial, republicana o “por la gracia de Dios”, más religiosa o más bien
laica, exitosa o inferior en fuerzas: todas las características –también
mezcladas o alternantes– las puede tener la soberanía, siempre que el pueblo
tenga la suya propia.
3. Democracia y
capitalismo
Es verdad que lograron un avance histórico los pueblos del
mundo “occidental”. Con su decisión de atenerse a los máximos valores de su
Ilustración y poner el poder en manos de deputados elegidos por un voto libre,
igual y secreto, se liberaron, según su modesta autointerpretación, de
servidumbre y tiranía, y gobiernan, por decirlo así, a sí mismos: En su país
hay democracia. Claro está que con ello, ya lo dice el nombre de su régimen,
los ciudadanos políticamente emancipados del “mundo libre” ni acabaron con el
poder político que establece entre ellos un orden y sus mutuas relaciones
sociales, ni dejaron de depender de un poder monopolizado que establece y
regula sus relaciones sociales, de necesitarlo y de servirlo en sus asuntos, es
decir: de ser un pueblo. Más bien consiguieron una perfección difícil de
superar en la identificación objetiva y subjetiva de obligación y libertad,
querer y deber, y en comportarse en toda su existencia burguesa, autoconsciente
y adaptado a la vez, como producto y base de la soberanía dirigente:
Consiguieron relaciones sociales que se manifiestan como leyes naturales
emanantes de las circunstancias, y un tipo de libertad perfectamente útil para
las exigencias estatales.
a) Respecto a las costumbres y los métodos políticos, el
Estado moderno al estilo “occidental” se caracteriza por el hecho de que afirma
radicalmente el deseo popular de tener una buena soberanía, y de que le concede
un lugar oficial: no sólamente en el sentido de un deber moral de los regentes
y cierta necesidad práctica de alimentar el humor de los súbditos. La
democracia le toma la palabra al pueblo con su notorio descontento con las
circunstancias de su existencia y los regentes responsables de ellas, y le
concede tomar la decisión de cómo y sobre todo por quién quiere ser gobernado.
Su juicio mayoritario sobre el gobierno en el poder y sobre la oposición
siempre dispuesta a sustituirlo no es un simple refunfuñar sin consecuencias,
sino que periódicamente culmina según un fijado proceso en la decisión del
electorado, si los regentes actuales hicieron su asunto lo suficientemente bien
como para seguir gobernando, o si otro equipo subirá al poder. Este acto
electoral se basa en que la gestión de los intereses del pueblo que siempre tan
mal se atienden, la regulación de sus necesidades y la reglamentación de sus
esfuerzos productivos evidentemente ha de estar en manos de un poder superior;
o dicho de otra forma, que no existe más que un camino para un pueblo libre y
autodeterminado de dedicarse a las condiciones sociales de su existencia e
influirlas, que consiste en confiarlas a una buena soberanía. La democracia no
relativiza en nada la soberanía como tal: que un pueblo tenga un poder encima y
que sus derechos y obligaciones dependan de sus decisiones; al contrario, hace
que el pueblo afirme esta soberanía y la convalide con cada acto electoral, en
el que los antiguos o nuevos candidatos al poder son autorizados a gobernar –
durante un período electoral, y después de nuevo, es decir: al infinito.
Ejerciendo su libertad política en las elecciones, un pueblo moderno se adhiere
a que como pueblo necesita una autoridad directiva. Y la obtiene sin falta:
regentes cuya victoria electoral les certifica hasta las próximas elecciones
como los buenos soberanos a los que el pueblo tiene derecho. Así que se
devuelve justicia al descontento precisamente porque resulta en una nueva
autorización de líderes.
La gran oferta de la democracia a un pueblo libre consiste
en las alternativas entre las cuales ejerce su derecho a votar – es decir que
consiste en la lucha por el poder de los partidos y figuras que se sienten
destinados a dictarle al pueblo el futuro de sus condiciones de vida, de sus
necesidades, intereses y deberes. Las luchas por el poder de este tipo no las
inventó la democracia; forman una parte integrante de cualquier soberanía
política. Sin embargo, la democracia hace de ellas un acto continuo
minuciosamente organizado: una lucha competidora civil –con la intención y la
ejecución del mutuo asesinato moral inclusive– con un contenido extremamente
constructivo y útil para el Estado. Los adversarios políticos hacen todo para
superarse el uno al otro en la fehaciente demostración de su capacidad al
liderazgo – es decir que comparten por unanimidad la perspectiva principal de
que el gobierno está para dedicarse a nada más que a organizar la servidumbre
del pueblo a fin de hacer progresar la “causa nacional” con todo el poder
disponible, de forma eficaz y con éxito: Luchan por impresionar al pueblo en este
aspecto más que todos los demás.
b) La “causa común”, el contenido material de la soberanía
a la presentan su candidatura ante el pueblo los políticos competidores
democráticos, también ha tenido un retoque moderno en el transcurso de este
progreso civilizador: El gemelo político-económico de la democracia al estilo
“occidental” es la economía de mercado. La soberanía democrática reconoce
oficialmente las necesidades de la gente, definidas y limitadas por el poder,
reconoce que la gente necesita dinero, que preste los servicios que exige la
ley, y que esté descontenta –en todo aquello, el Estado reconoce la voluntad de
querer ser gobernado de la mejor forma posible–, entonces la “causa” nacional a
la que la soberanía obliga sus súbditos incluye el reconocimiento oficial de
que éstos persigan sus intereses –siempre que sean compatibles con el bien
común definido por el Estado. Los ciudadanos tienen la libertad y el deber de
dedicarse como individuos libres e iguales a ganarse la vida con los medios que
el reglamento impersonal de las leyes les garantiza como propiedad suya. No es
sólo un permiso, sino una obligación que se las arreglen y que mantengan a los
suyos tan bien como sean capaces de hacerlo, y de no desistir de esta tarea a
pesar de los obstáculos y fracasos prácticos. “¡Enriqueceos!” es el primer
imperativo económico del Estado democrático.
A un pueblo no hace falta decírselo dos veces. Según las
reglas de la economía de mercado libre, las que el poder legislativo le
prescribe y ofrece como su campo de ocupación, se dedica a ganar dinero – y
experimenta que el reconocimiento igual ante la ley, que se concede a todos los
intereses económicos conformes a las reglas, es enteramente otra cosa que la
igualdad de los intereses económicos, y que la libertad de probar ventura
adquiriendo propiedad implica trabas casi insoportables: Una vez liberado de la
servidumbre político-económica, el pueblo se reparte en muy diferente
proporción principalmente en las dos maneras complementarias de ganar dinero y
producir propiedad a través del trabajo. Una muy pequeña clase de negociantes
utiliza el mando particular del que el Estado libertario dota al dinero con su
igualitaria garantía de propiedad, de tal manera que hace trabajar a la otra
clase para aumentar su dinero – de éste tiene lo suficiente como para comprar
ese servicio económico; y no hace falta otra cosa que suficiente dinero para
hacerse más rico en el capitalismo. La gran mayoría realiza su aspiración al
éxito material trabajando por la afortunada élite; a cambio de una remuneración
que no les hace ricos, sino que reproduce la necesidad de procurarse el dinero
para el sustento en función del éxito de un empresario. Como mano de obra
nacional, esta clase desempeña el desafortunado papel doble de factor de producción
– la fuente de la propiedad nuevamente creada, que por tanto ha de ser
explotado de forma eficaz, y a la vez el factor de coste a minimizar; y el
individuo con su libre autodeterminación ni siquiera puede calcular con
seguridad con que le necesiten en este papel y le paguen salarios. Además hay
otra experiencia que no se pierde el ciudadano moderno que en su autorizado
egoísmo tanto se afana en su propiedad: Participar en la universal lucha
competidora por el dinero cuesta una fortuna en forma de impuestos y tributos.
El poder estatal le hace pagar a la población el servicio de obligarle a una
cooperación antagónica en su objetivo de ganar dinero – al fin y al cabo, él se
crea un pueblo útil para generar riqueza capitalista para aprovecharse de los
egoístas esfuerzos económicos particulares como fuente del poder estatal y como
instrumentos del éxito suyo en la competencia con sus iguales extranjeros.
Las consecuencias de esta relación tripolar entre el poder
estatal, el poder particular de mando económico y el servicio productivo para
la propiedad ajena –consecuencias para la vida individual que tampoco puede
esquivar “la clase media” situada en algún lugar entre el trabajo asalariado y
la acumulación de capital, con sus esfuerzos de ganar suficiente dinero– no son
agradables para la gran mayoría de la población en un país capitalista moderno.
Un pueblo libre no se interesa mucho por averiguar la necesidad
político-económica de su miseria. Estima su libertad, el reconocimiento oficial
e igualitario de sus intereses materiales por la soberanía que procura el
orden, y su derecho a enriquecerse, a pesar de todas las experiencias malas que
hace con estas garantías, y piensa “adelante” de forma constructiva. Primero y
sobre todo de tal manera que “comprende” la obligación de arreglárselas en su
sino político-económico como la tarea individual de toda la vida que no se
puede criticar de forma sincera, y que registra todas las consecuencias como
éxitos o fracasos individuales. Y si, segundo, una ciudadanía responsable sí
que se dedica a las “condiciones sociales” en las que las diferentes clases
luchan por la vida, mira con la legitimidad del pueblo cabal en general y desde
la perspectiva del electorado en particular, llena de descontento a su
soberanía, reclama que mejoren sus condiciones de vida – y aplica en sus
exigencias criterios que no se distinguen en nada de las máximas de éxito de un
poder estatal que organiza el capitalismo: Si todo está organizado de tal forma
que ganar dinero es la condición general para vivir, pero sólo se puede
realizar en dependencia de un crecimiento exitoso de la fortuna en manos de la
clase capitalista, entonces el Estado como el garante del bien común debe
procurar tal crecimiento ejerciendo su poder; y si necesita dinero para ello y
para las prestaciones sociales necesarias para ello, entonces el aumento de la
riqueza medida en dinero favorece sobre todo a aquellos que están y siguen
excluidos de ella. El éxito económico de la clase que con su dinero y en su
propio beneficio manda sobre el trabajo de la sociedad, es la preocupación
común de la nación, la del propio pueblo que cumple sus órdenes inclusive.
c) Así que está claro que siguen existiendo las
diferencias en las oportunidades, límites y exigencias que proporciona el bien
común de una sociedad capitalista a sus diferentes clases. Por consiguiente,
éstas tienen, con toda su buena voluntad, dificultades muy diferentes en
afirmar, desde su reconocida aspiración a ganar dinero, el consenso vigente
sobre el bien común capitalista. Relacionan con este bien común además
esperanzas muy opuestas y en su mayoría siempre decepcionadas, y se consideran
los unos a los otros como casos problemáticos o hasta enemigos del bien común,
tal y como ellos lo interpretan de forma interesada.
Frente a tales oposiciones, la razón del Estado
democrático demuestra su productividad política. Concede a todas las fracciones
de la sociedad clasista –en principio a todos sus ciudadanos– el permiso de
fundar un partido político, de participar en la competencia por el poder
estatal y de aspirar a corregir el manejo del monopolio de poder con el
objetivo de mejorar las condiciones de sus negocios, respectivamente de su
vida. El que precisamente esto sea el objetivo es la única condición, en el
fondo obvia y nada de restringente, al ejecutar este permiso; no se permite
usarlo para una intervención que ponga en peligro el sistema de la libertad de
votar y de ganar dinero. Tal oferta no se da solamente a los protagonistas de
los intereses político-económicos dominantes, sino igualmente a los
representantes de la mayoría del pueblo que se las apaña con el trabajo
asalariado. Y también la aceptan con gusto y la ponen en práctica, tanto los
grupos de presión de la clase alta como los abogados políticos del “pueblo
común”, ya que ambos tienen bastante que criticar en los gobernantes. Para la
alta sociedad, el bien común es, en principio, idéntico con el crecimiento de
su fortuna privada. Pero no pueden faltar fricciones ya que la clase dominante
consiste a su vez de fracciones que se hacen la competencia y que el Estado
nunca considera igualmente; además también se recurre a los ricos para
financiar los gastos del gobierno, lo que va en detrimento de la finalidad de
su riqueza, su aumento. Entonces abunda la crítica; y siempre se encuentran
representantes políticos que forman programas para una gestión más eficaz del
Estado a favor de “la economía”, y estos programas también impresionan a la
parte menos acaudalada de su audiencia. La vanguardia política de la mayoría
asalariada tiene aún más ocasiones, pero también más problemas para redefinir
las necesidades materiales de su clientela, tan difícilmente compatibles con el
éxito de la economía nacional, y para integrarlas en el bien común: Consideran
los estereotípicos apuros de la “gente baja” para deducir de ellos un catálogo
de peticiones al poder público, y proclaman la consideración de la mano de obra
nacional como la condición imprescindible de un éxito duradero del crecimiento
nacional. Con los programas correspondientes para ejercer la soberanía entran
en la competencia con sus adversarios “burgueses” por el aplauso de una mayoría
para su capacidad de liderazgo.
De esta forma se politizan los intereses sociales
antagónicos, es decir que se subordinan a las necesidades políticas de la
gestión estatal del capitalismo; posiciones incompatibles se hacen
comensurables siendo considerados como variantes de lo mismo: como versiones
diferentes de la “causa nacional” común y como ideas contendientes de
gestionarla. Esto tiene consecuencias muy opuestas para los diferentes
intereses de clase que así se reducen a un denominador común. Ante el “pueblo
normal” se interpreta su perjuicio sistemático como la condición permanente y
el límite inalterable de cualquier mejora, lo máximo que una soberanía bien
intencionada puede lograr. La gente normal es instruida de una paradoja, es
obligada a ella y es animada a afirmarla en su voto: la paradoja de que toda su
perspectiva de éxito incluye que sus necesidades vitales sean limitadas a lo
“políticamente realizable”, o sea: a una vida y un trabajo según los criterios
de la rentabilidad capitalista, y que no hay oportunidad sin renunciación. De
los ricos se exige la comprensión que para la efectiva generalización práctica
de su provecho particular hace falta una garantía en forma de un soberano
legislador, cuyas decisiones se tienen que aceptar y en cuya financiación hay
que tomar parte. Sin embargo, desde el punto de vista de la cultura democrática
esto sólo significa que todos tienen que “aceptar compromisos” y
“limitaciones”. De esta forma, la democracia apacigua los antagonismos
clasistas que crea: Todos los puntos de vista relevantes en la sociedad
coexisten en el pluralismo de conceptos competidores para la gestión política
de la nación.
Para el poder estatal democrático esto significa la
emancipación de cualquier proyecto o exigencia, incluso de cualquier
consideración soberana que no sea funcional para la administración efectiva del
capitalismo nacional. Siendo los partidos políticos el lugar donde colaboran
las clases y fracciones sociales, el Estado dedica todo su poder a las
necesidades del capital; se instala a sí mismo como el poder necesario y
emancipado de la sociedad clasista, y asume como tal la lucha competidora con
sus iguales – cualquier otra razón de Estado en el mundo es aniquilado. De
forma complementaria, el pueblo se emancipa de sus dependencias y su vasallaje
tradicionales que dejaron de ser funcionales; el pueblo mismo ya no es nada más
que la interacción oportuna, basada en la abstracción violenta de cualquier
incompatibilidad y antagonismo, de subdivisiones funcionales del capitalismo
nacional, y dedica toda su voluntad política, manifestada en elecciones libres,
a no ser otra cosa.
d) Las libertades democráticas y capitalistas no les
fueron regaladas sin más a los pueblos del occidente cristiano. Los soberanos
tradicionales en la Europa
avanzada y ya capitalista, legitimados por su descendencia noble y “por la
gracia de Dios”, tardaron mucho en entender que como los señores de la tierra y
precisamente para ser soberanos era preciso que dieran derecho a los intereses
materiales de sus súbditos estableciendo las reglas del mercado, y que les
sirvieran garantizando la libertad y la propiedad. Al principio los soberanos
identificaron a la clase de negociantes capitalistas con nada más que un
pujante y ambicioso “tercer estamento”; fueron los medios superiores de poder
en los que podían basarse los regímenes más abiertos en este aspecto, los que
generalizaron la comprensión de que una burguesía hábil para los negocios es un
apoyo extremamente valioso para el soberano: una clase social que transforma
por puro egoísmo, y por tanto de forma fiable y digna de apoyo, al pueblo
entero en una inmensa máquina para aumentar dinero y para producir cantidades
anteriormente desconocidas de riqueza abstracta, de las que el soberano puede
servirse para sus asuntos. Aún más dificultades tenían las dinastías en ver en
el miserable “cuarto estamento” de obreros sin propiedad alguna la variable
indispensable de la nueva economía política del crecimiento de capital, y en
reconocerlo como una parte de la ciudadanía nacional con los mismos derechos,
lo que tampoco le interesaba a la nueva clase dominante; de ahí que los
proletarios mismos tuvieran que rebelarse y luchar por su reconocimiento como
ciudadanos iguales. Esto es lo que hicieron y al final también lograron; bajo
la instrucción de los partidos socialdemócratas que revisaron o aclararon muy
pronto su programa inicial de una completa revolución del sistema en el sentido
de que no pretendían acabar con las relaciones clasistas del capitalismo, sino
colaborar en dominarlas y desarrollarlas con la idea de sostener la mano de
obra nacional. Por el permiso de colaborar en este sentido y asumir su sitio en
el pluralismo de los partidos estatales, “la izquierda” dio las gracias de
forma apropiada y contribuyó lo suyo a convertir al movimiento obrero en una
comunidad de votantes.
Digresión sobre la 'democracia popular' comunista y los 'movimientos populares de liberación'
Contrariamente a la socialdemocracia, los antiguos
partidos comunistas no se contentaron con conseguir para el proletariado el
derecho a ser parte indispensable del pueblo dentro del Estado democrático de
clases. Las clases trabajadoras, o sea los obreros industriales asalariados,
los pequeños empresarios explotadores de sí mismos, los campesinos y sus
peones: esta gente que paciente y honestamente produce la riqueza nacional sin
beneficiar mucho de ella, constituía para ellos, los comunistas de antaño, el
pueblo propiamente dicho, el fundamento real de la nación, los ciudadanos
verdaderos. Según este mismo concepto moral, la clase de los propietarios
inactivos parasitaba los esfuerzos de las masas y se les negaba rotundamente
cualquier derecho a ser ni siquiera una parte integral del pueblo y a tener
sitio en él. Un gobierno nacional auténticamente democrático, que en vez de
dejarse comprar y corromper por la burguesía se comprometiera con los
productores verdaderos de los medios de su poder, debía hacerle justicia al
pueblo trabajador como productor exclusivo de la riqueza social, eliminar la
clase de los explotadores y crear una comunidad de ,obreros y campesinos’.
No se les ocurrió a estos raros revolucionarios criticar
el oficio político y económico del pueblo de prestar con mucha voluntad y poco
provecho sus servicios a la comunidad. Al contrario: Según ellos, precisamente
este papel de servidores era la razón por la que la clase obrera junto a sus
aliados se merecía mucho honor, y el fundamento de su derecho a la posesión
exclusiva del Estado, y luchaban por un sistema de salarios justos en
recompensa de sus esfuerzos desinteresados; y esto con éxito en el imperio
derribado de los zares. Allí y en los países de su ,campo socialista’, que
iniciaron después de otra guerra mundial, arrebataron el aparato opresor del
Estado a los detentores reaccionarios del poder y recurrieron a los
instrumentos del poder de éstos para sustituir el cinismo del imperativo de
ganar dinero –poco con el propio trabajo, mucho más con el trabajo comprado–
por una nueva economía política. Esta combinaba sacar provecho del pueblo
entero según el modelo de la explotación capitalista, muy apreciado por los
revolucionarios como método de producción de la plusvalía, pero sin
capitalistas, con un sistema de previsión y cuidado social de las masas que, en
fin de cuentas, no se compaginaba muy bien con la producción de una máxima
plusvalía. El pluralismo de partidos políticos no cabía en este sistema porque el
pueblo trabajador tiene un solo interés que es precisamente éste: compaginar
con eficiencia la economía de la plusvalía con la previsión social y así ganar
la competencia de las naciones. Esta se convirtió en la rivalidad de los dos
sistemas que de aquí en adelante no sólo competirían por la producción de la
riqueza más impactante y el poder más contundente sino, en la convicción de los
dirigentes comunistas, también por la adhesión perfectamente democrática de los
pueblos a su Estado. Para el inevitable descontento de las propias masas tan
sólo quedaba un destinatario: los funcionarios del ,partido del proletariado’,
que gobernaba sin alternativa, o de su derivado, el ,frente popular’, y eso no
alentaba la deseada adhesión a la gran ‘causa socialista’. Este problema
tampoco se remediaba con que se organizaba el consentimiento que según el
programa del partido debía ser inevitable, contento y hasta enardecido y que,
en realidad, era inexistente. – Fuera como fuera, también es una forma posible
de hacer un Estado y gobernar a un pueblo. Consta que las democracias populares
no salieron vencedoras con su régimen alternativo de la competencia real con
los imperios capitalistas y según las reglas de éstos, y finalmente se dieron
por derrotadas.
“Un pueblo unido jamás será vencido” suena muy bien en
español o en portugués y ahí también hay que pensar en el pueblo “verdadero”,
es decir, el “pueblo llano” de obreros y campesinos, honestos trabajadores
desinteresados. Durante unas décadas la izquierda, sobre todo en Sudamérica,
ponía su confianza en esta invencible unidad popular y combatía, armas en mano
en ciertas épocas, las brutales dictaduras militares. Estas, sin embargo,
tenían las armas más potentes, el apoyo y al mismo tiempo el mandato de la
potencia mundial de Norteamérica. Por eso los revolucionarios sociales
sufrieron una derrota tras otra bajo su lema esperanzador. Sin embargo, esto no
hace perdonable el error político que se resume en la fórmula, emociante para
muchos, de la unidad invencible del pueblo. La confianza en ella es un
idealismo bienintencionado que pasa por alto el hecho de que también en las
dictaduras sudamericanas el pueblo estaba compuesto de grupos sociales con
intereses muy diversos y aún opuestos. Éstos no perciben todos la obligación estatal
a cooperar de manera productiva como sometimiento, ni mucho menos en el mismo
sentido. Además el pueblo ‘llano’, cuya unidad implora la izquierda, hace –en
primer lugar y necesariamente– de la adaptación el medio para ir tirando, está
acostumbrado a aguantar y superar su fracaso inevitable. Hay que apartar al
pueblo de esta mala costumbre, distanciarlo de su comunidad popular existente y
su lealtad hacia ella y agitarlo para un objetivo realmente provechoso,
realmente común, si se aspira a que su unidad ‘invencible’ sea más que la mera
abstracción de todas las diferencias sociales y políticas, es decir también de
todos los intereses materiales y políticos que en el mejor de los casos pueden
determinar a los hombres a oponer resistencia real. Pues una unidad tan
abstracta deja intactas las posiciones incompatibles, y por lo tanto sólo puede
existir mientras el mismo régimen impugnado combata de manera indiscriminada
cualquier tipo de oposición. Y en caso del éxito –de hecho, los dictadores
militares dimitieron, motivados no por una emancipación revolucionaria de las
masas oprimidas, ni mucho menos– la nueva unidad pasa a ser, por consiguiente,
la creación de un renovado poder estatal que obliga a todas las clases y
fracciones de su sociedad a prestar servicios nacionales tales y como él los
define.
***
Andando el tiempo todas las fracciones del pueblo
relevantes en la comunidad democrática, competidoras entre ellas, han ido
organizándose en partidos y conquistando su parte en la elaboración del bien
común ejecutado por el poder estatal. A tenor con sus éxitos en este objetivo
estos mismos activistas del pluralismo político han formulado la exigencia que
todos los sectores del pueblo, haciendo caso omiso de su diversidad, se
pusieran de acuerdo sin reserva alguna en su voluntad estatal común. El
pluripartidismo tiene que justificarse por la conciencia y el deseo a la unidad
de todos los ciudadanos con derecho de voto activo y pasivo –está pues bajo la
sospecha de hacer peligrar ese bien precioso–; hasta los demócratas modernos no
tienen confianza total en la dialéctica de su sistema de dominio, basado en el
reconocimiento de intereses divergentes y opiniones descontentas como método
político de asegurar paz y consenso. Desde siempre la desconfianza se ha dirigido
sobre todo contra los partidos de izquierda, que prometen en sus programas
trabajar por los intereses particulares de una clase que sin duda alguna está
siendo obsequiada con la existencia más onerosa en la comunidad popular, y que
por lo tanto tendría muchísimas razones para rechazar el orden imperante, y al
principio también mostró una fuerte inclinación a tendencias revolucionarias.
El objetivo de la lucha socialdemócrata fue que los “subprivilegiados” tuvieran
derechos iguales y una asistencia social, y ni siquiera para los mismos
socialdemócratas estaba decidido que este programa estaba destinado a integrar
a aquella gente en la ‘comunidad popular’ en la que iba a desempeñar el papel
de la clase baja y a contribuir así al éxito del Estado clasista democrático.
Sus adversarios políticos tenían muy claro que su política se prestaba o
incluso estaba determinada a distanciar al pueblo bueno, trabajador y modesto
de su destino, a engendrar una conciencia de clase “artificial” e inducirlo así
a una actitud de oposición hacia la comunidad y sus clases elevadas, a provocar
la “envidia social” –reproche común que todavía hoy día se hace a cualquiera
que no se conforma espontáneamente con que los ricos se hacen siempre más ricos
y los pobres más pobres– y a echar a perder a la comunidad nacional.
La sospecha de que –en vez de cerrar filas con sus
líderes– se fomentan intereses particulares, se admite la desunión, se generan
una “apatía política” y otras actitudes perjudiciales para el civismo nacional,
almas patrióticas y defensores críticos de un Estado fuerte la suelen extender
al proceso democrático como tal –a que los intereses tienen derecho a
organizarse políticamente y a la institución de las elecciones– en cuanto
encuentren motivos serios para preocuparse. Cuando uno tras otro gobierno
elegido les parece demasiado débil, la oposición demasiado irrespetuosa, la
nación demasiado carente de éxito, el pueblo demasiado dividido, entonces se
distancian no sólo de los gobernantes responsables, sino que manifiestan su
desconfianza hacia el sistema entero, pretendiendo que gobernantes obligados a
mendigar el favor de la mayoría de un pueblo con derecho igualitario al voto
son excesivamente considerados con grupos particulares y sobre todo con los
intereses problemáticos de las masas; que, en el fondo, funcionarios de un
partido son ineptos para unir al pueblo y llevarlo a éxitos nacionales.5 Cuando
la situación se vuelve francamente mala, hasta la política económica de la
comunidad, la economía de libre mercado no se salva de sospechas políticas: que
con su modo de despertar toda clase de intereses monetarios, con sus
recompensas para competidores despiadados este sistema económico –que entonces
vuelve a llamarse capitalismo al que se le pegan además unos adjetivos muy
feos– también es responsable del desbarajuste de la comunidad que en sí sería
totalmente armoniosa.
Nota sobre la
apoteosis fascista de la comunidad popular
Las objeciones corrientes contra el pluralismo
democrático, contra los defensores izquierdistas de una causa obrera que
difiere de la causa nacional y contra repercusiones del capitalismo en la moral
del pueblo, los fascistas las toman en serio haciendo de ellas su programa
político. El pueblo: su derecho a la vida, su éxito en la historia universal,
el poder que encarna bajo un liderazgo correcto, su unidad tan necesaria para
eso – esta es la causa a la que se dedican con supremo afán. Por eso son
enemigos jurados de todo lo que suena a proletariado y movimiento obrero: para
ellos no hay clases, sólo su cooperación como pueblo servicial, y la diferencia
entre servidores de buena o de mala voluntad. A este respecto son partidarios
declarados y activos del pueblo “modesto”, pues como tal integra a obreros
asiduos y, aunque pobres durante toda la vida, comprometidos a que con su
servicio obviamente desinteresado hacen que la nación prospere. Este aprecio
del pueblo modesto no se distingue mucho del que tienen sus enemigos
socialistas y comunistas, pero se basa en objetivos exactamente opuestos: mientras
que la izquierda radical identifica al ‘pueblo trabajador’ como la ciudadanía
auténtica y a sus intereses sociales como el verdadero bien común que el Estado
tiene que realizar; los fascistas, al revés, registran el pueblo modesto bajo
lo que éste contribuye a la causa del pueblo entero, o sea, al éxito universal
del poder que se basa en él. No sueltan el asunto hasta que los trabajadores
reconozcan su papel de servidores dentro de la comunidad como su propio destino
y hasta que sientan amor a la patria que alcanza honor y gloria gracias a sus
esfuerzos, gastos y cargas. El pueblo, tal como los fascistas lo aprecian, no
reivindica nada más que unos líderes que saquen lo máximo de él. Tiene derecho
a un gobierno que no deja nada a su libre albedrío, sino que le hace justicia
obligándole a cada uno a servir el poder del pueblo dentro y en la medida de su
condición y estado. Por eso los fascistas son enemigos de la democracia que a
su entender –y no sólo de ellos– permite que la voluntad de fracciones interesadas
–en marcado contraste con los honorables ‘estados’– se imponga como pauta de la
política traicionando el ideal abanderado por ellos de un liderazgo vigoroso. Y
con discernimiento crítico juzgan también el uso que de hecho se hace de su
venerable pueblo según los cálculos capitalistas: combaten el ‘capital
acaparador’ –o sea a capitalistas en cuyos negocios el fascista no está
dispuesto a ver una contribución a la riqueza de la nación, sino nada más que
un improductivo aprovechamiento egoísta–. Alientan al contrario a sus
competidores ‘creadores’, o sea a aquellos capitalistas a los que conceden el
mérito de desempeñar el papel de líderes económicos, que con el poder
particular de su propiedad sacan el máximo rendimiento de sus plantillas en
aras del bien común nacional.
El objetivo de todos los esfuerzos de los fascistas es
“depurar” al pueblo convirtiéndolo en una comunidad de lucha contundente, con
la cual el caudillo, designado como tal por el destino, comprobado por su
exitosa conquista del poder, acomete hazañas heroicas en la competencia
internacional, en la interpretación fascista una lucha de supervivencia y dura
“selección” entre los pueblos. Su programa comprende por lo tanto una extensa y
violenta limpieza moral: la depuración de todos los estados y capas sociales de
“elementos” que no comparten o hasta sabotean el espíritu de lucha propio del
pueblo –ante todo partidarios de la lucha de clases, pero también marginados
que “no quieren trabajar”, ociosos descuidados, discapacitados salen en la lista
negra y, además, capitalistas con ideas divergentes, liberales tenaces,
intelectuales demasiado distantes, hombres sin conciencia patriótica–: todos
ellos figuras antinacionales, ajenas al pueblo, ya que los fascistas defienden
inexorablemente la idea fija –que también los demócratas suelen tomar en
consideración como una posible interpretación– de que el ser humano por su
innata disposición natural está determinado a un partidismo incondicional a
favor de su pueblo, y sólo puede ser apartado de él a base de engaño y
corrupción. En este asunto, los fascistas –ante y además del empleo de su
pueblo en la lucha internacional de los pueblos– tienen que combatir a un
enemigo interior, que los nazis alemanes identificaron reinterpretando la
marginalización tradicional de los judíos en las autóctonas comunidades
populares europeas y radicalizándola hasta el extremo; siguiendo la misma
lógica, nacionalistas más modernos hallan en “los extranjeros” en su propio
país, precisamente la población más miserable, el obstáculo a que el pueblo
consiga lo que le corresponde. Éste último es una “raza superior”, cuya
primacía sobre otros pueblos reside literalmente en la sangre, como un derecho
natural innato; su pueblo ideal, los fascistas se lo imaginan como una comunidad
natural unida por el destino y similar a una manada de depredadores salida de
la historia universal.
Entre los ciudadanos democráticos descontentos, los
fascistas siempre encuentran partidarios; ni siquiera a Hitler le faltaban los
ayudantes voluntarios, ni para su „pangermánica guerra de liberación“ contra la Unión Soviética y
sus rivales imperialistas, ni para su campaña de exterminio contra los judíos.
Para un pueblo bien educado es poca cosa el reorientarse y pasar a dar la culpa
a la democracia por ofrecerle líderes incompetentes, responsables de todos los
agravios, sean particulares o generales, y por eso añorar al „hombre fuerte“
que lo manda a arremeter contra “parásitos del pueblo” o luchar con naciones
vecinas injustamente aventajadas. Su guerra mundial, sin embargo, la perdieron
los grandes fascistas del siglo XX; contra el Ejército Rojo, a lo que
contestaron los perdedores con revanchismo, y contra la democracia más
progresista, lo que hasta hoy impresiona mucho a los pueblos vencidos: pues ha
desacreditado radicalmente al fascismo respecto a sus propias normas.
***
Al escepticismo –ante todo al suyo propio– contra el
pluralismo democrático, los partidos democráticos encontraron poco a poco,
primero y de manera ejemplar en EE.UU, una respuesta adecuada convirtiéndose en
partidos populares en el sentido de que expresamente no representan el interés
de ningún grupo en particular –y menos de ninguna clase–, sino que quieren ser
‘eligibles’ para todos los sectores del pueblo. Todos los deseos surgidos de la
sociedad han de “poder identificarse” con su oferta programática y personal.
Estos partidos ya superaron hace tiempo la dificultad de interpretar y
redefinir reivindicaciones incompatibles entre sí y posiciones opuestas e
irreconciliables como momentos del bien común y del éxito del capital nacional,
“integrando” de esta manera a sus secuaces. Hacen ofertas para intereses ya
completamente politizados. Partiendo de las necesidades económicas
imperialistas de su nación se dirigen a cada sector de su pueblo en su papel
que desempeña en el capitalismo nacional, asignándole su función y su
importancia en el todo nacional, alaban a los capitalistas por crear empleos, a
los trabajadores por su comprensión y su voluntad de adaptación, a todos en fin
por el servicio que la comunidad les exige, y se recomiendan a sí mismos como
los líderes que actúan encima de todos los intereses privados y hacen cooperar
y funcionar exitosamente todo y a todos. En esta campaña acentúan unos rasgos
diferenciales de su partido para que les procuren por un lado el voto de un
buen número de votantes fijos y por otro el de la mayoría de los votantes
inconstantes. En este sentido cuidan su cultura política específica, compuesta
por una cestada ideológica de valores morales y de buenos modales en el trato
interno de los miembros del partido, por un estilo distintivo de presentarse
con gran efecto publicitario y por una gran cantidad de tradiciones, símbolos,
representantes memorables y modélicos. En este contexto vuelven sobre el asunto
de los intereses y posicionamientos particulares que defendieron y
protagonizaron en los comienzos del partido. De esta manera y con jefes
apropiadamente estilizados los partidos modernos facilitan la medida necesaria
de una alternativa política para que el pueblo democrático se interese por la
competencia de los candidatos al poder y para absorber el descontento que el
progreso del capitalismo no deja de producir continuamente hasta en los
ciudadanos con máxima voluntad de adaptación. Pues ellos tienen que hacer
frente a condiciones constantemente renovadas en el curso de la competencia
universal de las empresas y Estados capitalistas, condiciones generalmente cada
vez peores en cuanto a los imperativos de trabajar, ganar y gastar dinero; se
les exigen cada vez nuevos servicios, casi siempre más duros, y a cada vez más
gente no se le exige ya ningún servicio, lo que inicia para los despedidos una
carrera hacia la miseria. Los esfuerzos con los que el pueblo modesto trata de
arreglárselas y de ir tirando siempre acaban contrariados; se carga bastante su
voluntad de seguir ateniéndose a las reglas del juego a pesar de todo. Los
partidos se ocupan de la ira popular que siempre se acumula de nuevo, la
funcionalizan para su despiadada competencia por el poder y procuran de este
modo que se descargue en los dirigentes de los otros partidos. De esta manera
ayudan a que, bien ordenadamente, nuevos potentados asuman el mando o a que lo
vuelvan a asumir los de ayer.
e) La propaganda política que maduros partidos democráticos
hacen para que el descontento popular resulte en un voto a su favor, constituye
un capítulo especial de la dialéctica educación del pueblo, compuesta por
reverencias bien calculadas y difamaciones abiertas de las “bajas” masas
populares.
Las reverencias por parte de sus políticos democráticos se
las merecen los ciudadanos en su calidad de portadores de una voluntad al
Estado, en tanto que ésta llegue a parar como voto en su partido respectivo. El
aprecio de la ciudadanía con derecho al voto ya será problemático si dedica sus
simpatías mayoritariamente a los políticos del otro bando; según la firme
convicción de los demócratas resueltos a gobernar el pueblo, en este caso no se
ha servido sencillamente de su libertad de elección, sino cometido un error.
Este error resulta muy grave, el tiempo hasta que se pueda corregir en las
próximas elecciones se hace casi demasiado largo, y sufre mucho la simpatía de
los gobernantes y candidatos al poder decepcionados por su base electoral, en
el caso de que se manifieste una protesta perceptible (o sea, con cierto efecto
sobre el resultado de las elecciones) contra medidas progresistas en el campo
de la política social u otros que, por lo demás, no provocan disensión entre
los partidos establecidos, que, al contrario,
se consideran necesarias y se imponen de común acuerdo. Y una oposición
que es más que una floja protesta sin impacto alguno les provoca tanto como
para que el pueblo les caiga antipático en alto grado a sus dirigentes.
En tal situación –afortunadamente una excepción en
democracias que funcionan bien gracias a sus electores bien educados– el
discurso libre de autoritarismo que los responsables tienen con los ciudadanos
sin responsabilidad alguna se vuelve un tanto grosero. Contra la base que protesta
se esgrime el veredicto de que “se niegan a la realidad”: sin más aclaraciones,
sin cualquier argumento, por falso que sea, la triste realidad contra la que se
protesta y que se pide a los potentados que la cambien, funciona como prueba
indiscutible de la imposibilidad de cualquier alternativa y como instancia
contra cualquier motivo objetivo de la protesta. Siempre que se perciban voces
molestas, el contraste que hay entre la razón de Estado vigente y las
necesidades de las masas es culpa de los ‘perturbadores’, resultado de su
propia estupidez y la estupidez de su mala intención, su voluntad denegatoria.
Apacibles manifestantes son excluidos de la ciudadanía que, personificada en
sus dirigentes, se gobierna a sí misma; se les considera como la “calle” a la
que los mandatarios elegidos no deben ceder por la sencilla razón que
traicionarían la verdadera voluntad popular, manifiesta y fijada en su
elección. Es el deber de los partidos democráticos inmunizarse contra cualquier
descontento de los de abajo que no se dan por satisfechos con las alternativas
ofrecidas y tomar medidas rigurosas contra las víctimas rebeldes de una
política que desde su punto de vista no tiene alternativa. A los políticos que
quieren aprovechar tal agitación popular proscrita, sus colegas afirmadores de
la realidad y la opinión pública escandalizada les quitan la máscara de
embaucadores desvergonzados, improperio con el que las élites democráticas
expresan su desdén hacia aquella parte de la población que, cuales sean sus
razones y argumentos, se ve en situación de conflicto con la razón de Estado en
vigor, gentes que no pertencen ni al club de los adinerados cuyo enfado por los
impuestos y la burocracia tiene toda la razón, ni al grupo de aquellos
individuos modélicos, ideales de la sociedad civil, quienes se entienden bien
con la autoridad porque no se ven nunca realmente restringidos en su carrera
individualista hacia el éxito. Claro, no es que quieran excluir del pueblo
honrado a los malcontentos, sólo por estar molestos y haber votado por un
partido de protesta; por lo menos no mientras sigan siendo ‘accesibles’ a
alguno de los partidos populares que ‘cubren los márgenes’ de su lado
respectivo dentro del espectro político. Sólo es preciso recordarles que es un
error estúpido y abyecto el andar tras demagogos, palabra que significa
literalmente ‘líder de las masas’, pero que designa a los falsos líderes, los
que no tienen la licencia dispensada por el consenso de los demócratas
reconocidos y pone en evidencia que los sinceros anti-demagogos toman a su
pueblo por unas masas inmaduras, fácilmente manipulables que necesitan de los
jefes correctos que las lideren para que no sean seducidas por los falsos.
El menosprecio elitista hacia el pueblo llano por parte de
sus representantes políticos tiene su fundamento en la convicción que los
toscos intereses de las masas, aunque ya estén politizados, o sea hechos
conformes en máximo grado al bien común, no se adaptan nunca al cien por cien a
las exigencias de una nación que es plataforma de un capitalismo exitoso y una
potencia con ambición mundial. Sin embargo la oposición entre los intereses
populares y las exigencias del Estado ya no se trata como tema. Los
representantes democráticos del pueblo la constan y luego sólo se interesan por
plantarle al pueblo la ‘orientación’ adecuada, de manera que quiera cumplir
fielmente con lo que debe. Por eso los partidos que defienden una política más
favorable para el pueblo desviándose de las directrices generales en vigencia
no merecen nunca un debate real, sino que se ven atacados con el reproche de
que adoptan intereses populares considerados unánimemente como equivocados,
absurdos, ‘bajos’… con el solo fin de gustar al pueblo, acaparar sus votos para
poder dominarlo después. En cambio, los partidos populares que siguen las
pautas correctas buscan el aplauso de los electores para poder tenerlos bajo su
tutela en el sentido correcto, lo que no es, bien entendido, ni tutela ni mucho
menos seducción, sino liderazgo. Los demócratas mantienen la controversia con
sus adversarios disputándose el único comportamiento correcto con el pueblo:
Cuando engatusan al elector deben obrar prudentes, y tener en cuenta la falta
de madurez de las masas y lo equivocado de su intereses y asentir a sus
opiniones políticas para acaparar y corregirlas, y no para aprovecharlas.
Este tipo de disputa, los partidos lo mantienen con
fanatismo no sólo contra los disidentes de izquierdas o derechas, sino también
entre ellos en tanto como rivales con los idénticos objetivos políticos. No sólo
cuando se ponen en duda asuntos estatales que se entienden por sí mismos, sino
siempre que el adversario político ‘ocupa temas’ con los que posiblemente
encuentre demasiado eco favorable, los partidos democráticos se sirven de la
acusación de que sus rivales no quieran nada más que satisfacer los bajos
instintos del pueblo –sean cuales sean– en vez de sacar en claro, tal como lo
exige la ley moral del dominio democrático a su entender, la distancia
fundamental de los gobernantes en relación con los gobernados y sus deseos
irresponsables en el mismo acto en el que se solicitan los votos del pueblo. Se
les acusa de ‘populismo’ –recriminación interesante por parte de los
incondicionales de un sistema de dominio que en vez de denominarse por la
palabra latina de “pueblo” emplea el término griego–. La ética democrática
exige que la política no sólo practique su contraposición al pueblo, sino que
tampoco la pase en silencio. Su emancipación de todas las necesidades populares
es la condición imprescindible, su distanciamiento categórico de la insensatez
de las masas el criterio para conseguir el derecho a abalanzarse sobre el
pueblo y su voluntad política para acapararla en provecho del propio partido.
Sólo quien asegura con firmeza que no va a vacilar en tomar medidas impopulares
para el bien común –ya no importa cuales sean–, sólo éste tiene derecho a la
popularidad; sólo quien guarda la distancia que hay en cada momento entre la
razón del Estado y el reducido intelecto del pueblo tiene la licencia de
hacerse a una con el electorado de a pie y dejarse festejar como el patriarca
soberano y el potentado condescendiente en las fiestas populares. La demagogia
de quien logra esto atestigua su carisma – término cuyo origen está en el culto
de los griegos antiguos a sus dioses y que denomina el arte de convencer sin
argumentos, habilidad que encaja bastante bien con los políticos que encuentran
para su uso del poder el consentimiento de quienes se salen con las cargas.
Este aspecto tampoco lo cambia entonces la democracia: la
unión que crea entre gobernantes y gobernados tiene su base definitiva en el
que los jefes politicos infunden respeto y obedienca a sus súbditos con su
poder.
f) Por muy estrechos que estén ligados la democracia y el
capitalismo: está claro que un pueblo formal también funciona sirviendo al
capitalismo sin que haya democracia. Esto ya fue el caso en el Occidente
cristiano y en el Nuevo Mundo donde la sociedad clasista terminó encontrando en
la democracia su forma de dominación adecuada. Para someter a sus pueblos bajo
el imperativo de ganar dinero con el trabajo asalariado, con sus dos sentidos
opuestos, el pluralismo de partidos y las elecciones libres no sólo es que no
hacían falta; los soberanos tardaron mucho en introducir tales progresos, y si se
reivindicaron derechos de este tipo por parte de la sociedad, reaccionaron de
forma muy prudente, es decir, de tal forma que aseguraban que su cumplimiento
no causara desorden en el sistema de la propiedad productiva. En el resto del
mundo, que ‘fue integrado’ a la economía capitalista mundial hasta el último
cambio de milenio, los gobiernos también aplicaron métodos poco democráticos
para someter a sus poblaciones a condiciones capitalistas. En los casos más
prominentes de las últimas décadas, los partidos únicos que tenían el mando
indiscutido en el bloque socialista adaptaron los métodos político-económicos
de las grandes potencias mundiales económicas y los impusieron por la fuerza
sobre pueblos con los cuales, según su autointerpretación oficial, ya habían
superado la “etapa” de la explotación capitalista: Sin preguntar mucho,
anularon la tradicional asistencia a su ‘población obrera’ del ‘socialismo
real’ y le impusieron el papel de libres trabajadores asalariados, convirtieron
a los funcionarios en gerentes y propietarios e inculcaron a su pueblo la idea
de que el nuevo camino al éxito nacional a largo plazo también dotaría a la
gente ‘de a pie’ de parte del nivel de vida que ya podían contemplar en la
nuevamente creada jeunesse dorée. Sobre todo la República Popular
de China consigue éxitos admirados en el mundo entero insistiendo en su
indiscutido control sobre la sociedad clasista recientemente formada: Le
importa mucho implantar por la fuerza la explotación capitalista y la
competencia como ‘realidad’ que no tiene alternativa, con la cual por tanto sus
ciudadanos tienen que arreglárselas, y no quiere correr el riesgo de que,
mientras que no se hayan establecido firmemente el enriquecimiento particular y
la depauperación productiva y no se hayan aceptado como ‘hechos dados’, el
reconocimiento político de todos los intereses sociales, el pluralismo de
partidos y las elecciones libres puedan sugerir a sectores significantes de su
pueblo que quizá las nuevas condiciones mismas sean aún un tema a debate, o que
por lo menos se puedan evitar las “injusticias sociales” de este nuevo modo de
producción por un voto en contra.
Aquellos pueblos, por el contrario, que no tienen la
suerte de estar completamente sometidos a la explotación capitalista tienen
problemas con funcionar de forma democrática. Esto ya se ve en aquellos casos
en que los partidos únicos ex-‘comunistas’ copiaron además de las recetas del
éxito político-económico de sus antiguos enemigos las técnicas gubernativas de
ellos, sin que la nueva economía nacional de mercado libre ya hubiese producido
indicios –y menos aún pruebas– de éxito –por no hablar de oportunidades de
supervivencia para las masas sometidas a ella. En la Rusia post-soviética por
ejemplo, no faltan ni un intenso deseo popular por un buen soberano, ni
partidos competidores dispuestos a servirlo, pero tanto entre los políticos
como en el pueblo entrado en contacto con la pobreza moderna y la riqueza
reciente falta la convicción cierta e imperturbable de que la ‘transformación’
al capitalismo, a pesar de sus consecuencias desastrosas, es el único trayecto
nacional correcto. Existen ideas contrarias de un bien común, pero sólo desde
el mandato del segundo presidente hay fundamentos para un monopolio de fuerza
que imponga de forma práctica la nueva razón de Estado, la universal necesidad
de ganar dinero, como el bien común vigente, en el cual se tienen que orientar
todos los intereses de grupos y partidos. Bajo el presidente número 1 por lo
menos la ‘retirada del Estado’ y la democratización del país celebrada en el
mundo occidental provocó más anarquía de lo que los políticos democráticos en
tal estado de emergencia jamás permitirían.
En muchísimos otros Estados existen ‘la democracia y la
economía de mercado libre’, sin que ni siquiera una de las dos hubiera sido
introducida por los soberanos de estos países porque esperaran de ella algún
tipo de ventaja y menos aún porque la población autóctona se la hubiese pedido;
con el resultado correspondiente. El negocio del mercado mundial capitalista,
en el que intentan participar estos soberanos, hace algún uso del país y de sus
recursos, pero excluye a sectores mayores de la población de cualquier uso
capitalista, y por lo tanto también de cualquier participación significante en
el mercado mundial capitalista degradando medios pueblos hasta llegar a formar
la ‘superpoblación relativa’ del planeta, relativa al criterio decisivo de la
demanda de personal que tiene la economía capitalista global. No tiene sentido
hablar allí de un bien común: Los soberanos no disponen de ninguna economía
política que imponga a sus súbditos la obligación de sobrevivir en función de
su utilidad pública aumentando capitales y ganando dinero; la verdadera base
material de la soberanía no está en las masas, sus súbditos formalmente, sino
en los intereses de hombres de negocios extranjeros e imperialistas potentes, a
los que el público autóctono, mayoritariamente de ninguna utilidad, sólo causa
molestias.6 Claro, hasta en tales circunstancias se puede declarar que la gente
tiene derecho al voto, se pueden apuntar en listas electorales a jefes de
clanes, líderes de milicias, predicadores y otras personas honradas, colocar
urnas y solicitar a las masas que voten por uno de los símbolos pegadizos. Lo
que se manifiesta en tal tipo de elecciones es enteramente otra cosa que el
pluralismo de una voluntad estatal uniforme, ni mucho menos una que tenga su
fundamento material en los intereses politizados de una ‘sociedad civil’
pacificada. Tales votos reflejan más bien las relaciones de parentesco de un
clan, lealtades tribales, obediencias religiosas –o sea, desuniones
pre-políticas– o simplemente la miseria de personas que con mucho gusto aceptan
vender su voto, que en todo caso no les beneficia en absoluto, por una sopa
caliente. Caso que, por el contrario, en tales circunstancias un partido de
políticos ilustrados muestre una voluntad estatal sincera, movilice para sí las
masas superando todas las divisiones y frentes existentes y defina una ‘causa
del pueblo’ político-económica común que ofrezca a la población, en recompensa
de su servicio, un fundamento de su existencia, entonces está automáticamente
en una posición contraria a la función que ya tiene su país en el sistema del
capitalismo global, y, además, a las normas de una democracia libertaria con
pluralismo de opiniones y partidos que los guardias de las buenas costumbres
velan sin cejar desde las centrales del imperialismo. Pues los miembros líderes
de la familia de las naciones se decidieron admitir este avance en materia de
los derechos humanos después del suicidio político de su enemigo del
‘socialismo real’: Ya no disuaden a los dueños de Estados “inseguros” de
elecciones libres, en las que posiblemente salgan victoriosos partidos de
izquierdas con un programa que prevé crear un pueblo autóctono –en aquella
época pasada se solía decir que estos pueblos eran ‘aún no maduros para la democracia’–; más bien se
presentan como abogados fervientes de los pueblos que ansían la libertad, insisten
en que se cumplan los procedimientos formales democráticos en países que no
disponen de ningún bonum commune de vigencia general y de ninguna res publica
por cuya organización puedan competir unos políticos ambiciosos, y envían
observadores electorales que por tanto concentrarse en que se cumpla el
procedimiento formal de las elecciones no ven la locura que están ayudando a
poner en escena.
Una democracia que funciona supone, pues, un pueblo que
funcione de forma capitalista. La prueba negativa la aporta la cantidad de
pueblos cuyos soberanos tienen sus problemas con esta forma de Estado; la
positiva, todos aquellos ciudadanos ilustrados que toman la coacción a ganar
dinero por su materialismo hecho realidad, el derecho a hacerlo por la igualdad
verdadera, y la supervisión estatal por la garantía de su libertad, y no les
parece nada sospechoso a estos votantes descontentos afirmar una y otra vez el
dominio de sus soberanos.
4. La identidad
nacional en tiempos de la "globalización"
a) Los líderes, educadores y abogados del pueblo estiman altamente
su método de hacer que el pueblo participe en su propia dominación. Si comparan
la democracia con otros sistemas de dominación –“sistemas comparados” forma
hasta una propia disciplina en su cosmos científico–, elogian la libertad
política como el valor supremo de la historia de la humanidad, sin callar que
lo que más estiman de este principio constituyente es su contribución a la
continuidad y estabilidad de la soberanía política a través de todos los
cambios de personal y contra cualquier perturbación desde abajo. Sin embargo,
el que los ciudadanos tomen el partido de la patria por la libertad que se les
concede, les parece débil, superficial y de poca confianza, en cualquier caso
completamente insuficiente. Lo que exigen no es que sus ciudadanos tomen el
partido a base de razones –por muy malas que sean–, sino que sean partidarios
sin necesidad de una reflexión previa: reclaman una parcialdad inmediata por
ser parte del pueblo. No hay que tomar el partido de la nación, como si hubiese
algo que elegir y decidir; hay que sentirse conmovido por pertenecer a un
pueblo, tal y como conmueven las emociones naturales. Claro está que no debe
resultar un patriotismo “ciego” que tan fácilmente puede ser “abusado” por
antidemócratas: es importante que quede bajo control, es decir, bajo el control
de los soberanos oficiales, el entusiasmo natural por el destino de la sede
nacional del capital, y que no muestre feos excesos capaces de espantar a los
inversores de otros países y de causar detrimento a la imagen de la patria.
Pero un poco de orgullo sí que es oportuno: la percepción de la afirmación
total de la propia personalidad –en este caso respecto al hecho totalmente
impersonal de que uno pertenece a la nación a la que pertenece–. Hasta se habla
de la más íntima de las mociones afirmativas: del amor –a una creación tan
completamente asexuada que es la patria–. Afirmar el hecho de ser clasificado y
subordinado por la fuerza estatal, y hacerlo de manera considerada y a la vez
espontáneamente sentida: un tal absurdo es la idea que tienen los educadores
democráticos de una norma de obligatoriedad general que ha de cumplir un pueblo
bien educado.
Para promocionar esta emoción espontánea se toman medidas.
Primero y ante todo, de forma permanente y tan intransigente que resulta
imposible pasarla por alto, por parte de la crítica opinión pública, que en su
forma libertario-democrática, como ‘el cuarto poder’ independiente, hace sombra
a todo lo que los medios controlados por una dictadura serían capaces de
organizar respecto a la agitación del pueblo. Libremente y por propia
iniciativa, ya en su cobertura objetiva y neutral adopta la perspectiva de la
primera persona de plural, que comprende ni más ni menos que la nación: Actúa
como el órgano sensorial del pueblo y acapara a su público para una perspectiva
al mundo que ya es parcial antes de valorar y comentar los hechos: Con la
perspectiva del sujeto colectivo se combinan automáticamente la sensación de
que los sucesos le atañen a uno de alguna forma, y el interés en que “nosotros”
beneficiemos –respecto a un conflicto armado tanto como respecto al tiempo del
día siguiente–, que “nosotros” logremos lo que “nos” proyectemos –aumentar el
número de los niños por mujer, bajar el número de las personas en paro...–, que
“los nuestros” tengan éxito –en el fútbol o en la construcción de aviones– etc.
Si la nación logra lo que merece o no, cómo de bueno o malo las cosas están
para “nosotros”: en estos juicios se distinguen los comentarios y opiniones
expresamente declarados como tales; se da razón a cualquier descontento
particular, porque siempre hay alguien que le proporciona el adecuado
comentario crítico –sobre condiciones adversas, competidores astutos,
fracasados en las propias filas...–. El punto de vista de que al fin y al cabo
todo se centra en lo mejor “para todos nosotros” sigue completamente en vigor;
es el denominador común de la variedad de las opiniones libres, la base fuera
de cuestión de todos los juicios que merecen ser tomados en serio, y marca así
el ámbito de lo que cuenta entre las posiciones respetables.7
No obstante, a los abogados de un patriotismo verdadero,
no les parece suficiente en absoluto que la gente esté acostumbrada a la
perspectiva parcial nacionalista; ya que la variedad de las opiniones
preocupadas les demuestra que reina el particularismo de los intereses, y temen
la desunión. Quieren una identificación incuestionable y a la vez explícita del
pueblo con la causa nacional, que el pueblo tome del partido de un indisputable
‘nosotros’ nacional en que se basa cualquier orientación política. La
contradicción en este deseo no les molesta: La practican de forma metódica
propagando confesar el amor natural a la patria y poniendo en escena
oportunidades para él. Para esto, verdaderos demócratas recurren con
determinación a los medios que se han usado siempre y dondequiera que una
soberanía invoque su identidad con sus súbditos. Le presentan al pueblo el más
alto representante del Estado, preferiblemente una figura simbólica fuera y
encima de cualquier controversia entre los partidos políticos, como
representante de la voluntad general al Estado que reside profundamente en el
pueblo mismo, y celebran un culto alrededor de esta persona que la crítica
opinión pública comprende y desprecia en el caso de que no convenza y en países
ajenos como un ‘culto a la personalidad’; Por ejemplo hacen que esta autoridad
dé discursos en días festivos, que ya antes declaran como discursos
‘históricos’, que inaugure construcciones de importancia nacional, que reparta
condecoraciones con las que la comunidad nacional honra a sus ciudadanos
modelos, y en ellos se honra a sí misma, etc. Así los guardianes de la moral
correcta dotan al poder de un simpático ícono; para esta finalidad, muchas
democracias modernas hasta alimentan una monarquía con una infinita historia
familiar, en cuyos altibajos el miembro de familia burgués puede ver reflejada
su propia vida privada, elevada y generalizada en un asunto estatal, y creerse
que la soberanía es humana y hasta amable. Hay días festivos nacionales, un
requisito indispensable de la formación patriótica de un pueblo, que están para
conmemorar los momentos estelares de la historia nacional, preferiblemente
victorias importantes, como si el público los hubiera vivido en su propia piel.
Se conmemoran las víctimas como si hubieran sido amigos íntimos; así éstas
sirven de prueba para la grandeza de la patria, que no las sacrificó, sino para
la cual se sacrificaron, y que uno tiene que honrar como descendiente ya por el
honor a los antepasados abnegados. Según la máxima de la formación del pueblo,
de hecho eficaz en la práctica, de que el acto demostrativo de los rituales de
reverencia –siempre que nadie ría– trasciende a la convicción y causa
sentimientos de reverencia, se entona un himno pegadizo a la nación y se elogia
un trapo de colores inconfundibles: cosas con las que se empieza ya en la
niñez, para que en la fase infantil en la que los pequeños aún no dominan sus
propias circunstancias y tienen que adaptarse a muchas cosas sin comprender las
razones, ya se forme la convicción correcta, para que de adultos sigan
atrapados en ella.
No es que estos actos no tengan efectos. Los ciudadanos no
simplemente se acostumbran a estar sumisos bajo un poder estatal nacional y a
estrecharse de forma afirmativa en las condiciones de vida impuestas por él.
Esa “determinación” que se convierte en su ‘segundo natural’, lo reconocen como
el “carácter” de su propio colectivo popular y parte de su personalidad. Se
perciben a sí mismos como un grupo humano especial, unido y distinguido por la
historia y el paisaje, el idioma y la tradición y muchas cosas más, mucho más
allá de sus relaciones sociales reales que distan de ser cooperativas. En este
aspecto la élite intelectual le da completamente la razón al pueblo, y lo anima
e instruye ampliamente. Le atribuye un carácter que según ella se manifiesta en
una variedad de virtudes, pero también de faltas específicas, y que desemboca
en un estilo de vida particular. A sí mismos estos intelectuales se interpretan
y se ponen en escena como los representantes críticos y pensativos de la
cultura nacional; por un lado, profundamente “arraigados” en lo autóctono,
sobre todo en su idioma, cuyas profundidades intraducibles nadie es capaz de
percibir como ellos, y además en la continuidad e igualmente en las
discontinuidades trágicas de las tradiciones intelectuales de sus pueblos. Por
el otro lado, la distancia a las masas tampoco se esconde: con todos los
términos compuestos desde la educación popular hasta la danza popular, las costumbres
y el teatro populares ya lo demuestra el uso de la lengua que por el ‘pueblo’
se designa no simplemente el conjunto que comprende a todos los compatriotas,
sino que, con o sin democracia, el pueblo es la base inferior de un sistema de
dominación. Pero mientras que esta base no solamente aguante su servidumbre
sino que la acepte como su carácter popular, es digna de todo honor. Sus
costumbres populares no solamente se exponen en el museo de folklore, sino que
se cultivan igual que dialectos en peligro de extinción –a despecho de la
pequeña contradicción inherente en el poner en escena una costumbre para
conservarla–. Por muy poco que la sociedad clasista nacional tenga que ver con
una étnia –ni siquiera los etnólogos atribuirían esta etiqueta a una ‘sociedad
civil’ moderna–, la élite dirigente se esfuerza intensamente por una cultura
popular: por fingir que la comunidad del pueblo sea una verdadera unidad
natural.
Y es más que una ficción. El poder estatal mismo no se
contenta con exigir una “cultura dirigente” nacional y su fomento. Considera y
trata a sus nativos como base natural suya; no solamente en el sentido de la
definición legal de que los descendientes de sus ciudadanos o los niños nacidos
en su territorio estatal forman automáticamente parte de esta base sin que haga
falta nacionalizarlos. Hasta a la más moderna administración estatal de un
capitalismo nacional le importa tanto la nueva generación nacional, la
reproducción de la comunidad del pueblo, que al enterarse de estadísticas
demográficas problemáticas es capaz de tener miedo por la pervivencia de su
pueblo natural y hasta invierte dinero en una ‘política familiar’ activa
regalándolo a futuras madres y padres con el expreso fin de “subir el índice de
natalidad” nacional. Tal y como un pueblo bien educado insiste en tener su
propia soberanía, una soberanía nacional insiste en tener su propio pueblo;
como si sólo pudiese confiar al cien por cien en sus ciudadanos si éstos se
crearon a través de relaciones sexuales entre los nativos.8 Al parecer, también
el Estado burgués del siglo XXI no se conforma con ser reproducido día a día de
forma política y económica a través de la servidumbre habitual de sus
habitantes, sino que quiere serlo también de forma biológica a través de sus
niños y su vida familiar; no se conforma con determinar las condiciones de su
pueblo, sino que quiere estar amarrado en sus genes. En este sentido por lo
menos actúa sobre sus masas: con sus leyes, sus finanzas y, por supuesto, con
su agitación.
De esta forma, el ciudadano obtiene su identidad nacional.
Y ésta, la siente verdaderamente; como muy tarde, cuando tiene que ver con
extranjeros.
b) Había tiempos en las que la población de un país apenas
llegaba a ver a miembros de otros pueblos, a lo mejor ni sabía siquiera que
existían pueblos más allá de su inmediata vecindad y sólo entraba
verdaderamente en contacto con los súbditos de soberanos extranjeros cuando
éstos le hacían una visita con intención bélica o cuando el propio soberano la
mandaba a un asalto de tipo vasto: Los pueblos eran ajenos los unos a los
otros, y lo ajeno significaba peligro y enemistad. Fuera como fuera: Estos
tiempos se acabaron. Las fronteras están abiertas; no sólo para mercancías,
dinero y capital, sino –bajo condiciones y estrictamente controladas– también
para personas; la mano de obra extranjera se recluta a veces hasta
oficialmente, y no sólo deambula por sus puestos de trabajo, sino también en
público. Los pueblos saben el uno del otro; se conocen individuos de otra
nacionalidad, están presentes en la vida diaria. Los habitantes de las naciones
geopolíticamente importantes son informados –hasta “en tiempo real”– sobre los
sucesos en el mundo entero; muchos viajan a países lejanos para divertirse y
vuelven con grabaciones de vídeo. Y a la inversa, los aborígenes de las áreas
menos importantes del mundo saben en qué regiones residen el poder y la
riqueza; no son pocos quienes se juegan todo para llegar a los países con una
vida económica que funcione mejor que en su patria, y aparecen allí, caso que
lleguen y que se les deje, como la parte inferior del proletariado. Etcétera:
Apenas se puede hablar aún de personas ajenas; ni tampoco de que las
experiencias con los extranjeros sean mayoritariamente bélicas. Vista de forma
pragmática, el ciudadano llega a conocer a “los extranjeros” como sus iguales:
se esfuerzan en arreglárselas en la lucha vital en el capitalismo; vejados por
problemas de dinero y otras preocupaciones privadas bien conocidas; situados en
diferentes niveles económicos, tal y como los conoce de su propia cultura. Si
hace falta, también consiguen comunicar nativos y extranjeros sobre lo más
elemental con la ayuda de infinitivos y palabras inglesas.
Sin embargo, no es que se haya extinguido la actitud de
que los ciudadanos de otros países son por principio elementos ajenos. Con
respecto al Estado esto está claro: Una ley especial de extranjería decreta la
exclusión fundamental y la integración bajo condiciones de personas con
pasaporte extranjero –o incluso sin pasaporte alguno–, y hay autoridades
especializadas que vigilan a estas personas que pertenecen a un poder
extranjero. En el pueblo, esta actitud tampoco se ha relativizado, más bien se
ha concentrado y enfocado en su contenido elemental: En “los extranjeros” –sea
que los identifique como tales en su entorno, sea que sólo haya escuchado
hablar de ellos y les dedique una reflexión– el nativo moderno percibe, de
forma complementaria a sí mismo, el otro ‘nosotros’ nacional: un tipo de gente
que en el fondo se distingue del propio en un único aspecto, pero esta
diferencia es fundamental: con sus derechos y deberes, sus reclamaciones
habituales y su partidismo fundamental está fuera de la comunidad de la que el
nativo siente que forma parte, fuera del bien común al que se siente comprometido.
No es que “los extranjeros” sean extranjeros por actuar de forma extraña –en
sus actividades diarias hay muchas diferencias más entre las diferentes clases
sociales dentro de un pueblo– sino porque hacen exactamente lo mismo con un
partidismo fundamental a favor de otro país, orientándose en normas de orden
aceptadas que coordinan –no muy diferente a las propias máximas que coordinan
el propio conjunto nacional, pero esto está el punto clave– otro conjunto
nacional, y que reclaman a la gente como base de otra corporación política. El
extranjero, quiera o no, se registra meramente como una parte de ese otro
“nosotros” nacional con sus propias relaciones interesadas con el mundo; lo que
se califica de ajeno no es sólo algún u otro comportamiento que quizás difiera
de verdad, y el acento extraño al hablar, sino la persona entera. Como
representante de una actitud y una moral que son exactamente idénticas a las
propias, pero que definitivamente no son las propias, porque se refieren a otra
causa nacional, es una persona extranjera. Este “hallazgo” se lo explicita el
nativo con imágenes que saca de los esquemas que le proporciona su cultura
nacional sobre este tipo extraño de seres humanos, y toma el resultado por
experiencias que “se” han hecho con “aquella gente”.
El resultado todavía no es necesariamente polémico. Por el
contacto con los extranjeros, un nativo civilizado se ve retado a una reflexión
sobre la comunidad popular a la que él pertenece. Se percibe y se siente como
una parte, como representante de su propia nación y del tipo de gente que la
habita; comprometido a y responsable de esta nación aunque no esté de acuerdo
con lo que su gobierno está haciendo de momento o con lo que se suele
considerar como un rasgo esencial de su pueblo, y no quiera que le hagan
responsable para estos últimos aspectos. Con respecto a los extranjeros, un
ciudadano bien educado no permite que éstos ofendan a su patria; lo que hay que
criticar, lo critica él mismo y atestigua así la capacidad de la autocrítica
que tiene su colectivo nacional, el lado mejor de las virtudes nacionales. En
general opina que no se debe causar deshonra a la patria, y es capaz de sentir
vergüenza por sus compatriotas maleducados. De hecho siente orgullo por las
virtudes, los rendimientos y las hazañas de su pueblo, por obras
arquitectónicas y la cocina, hasta por paisajes, mujeres y otras cosas más...
Al extranjero se le concede un derecho a estimar altamente su propia patria;
sería extraño que éste mostrara afecto por su país y su pueblo.9 Pero claro
está que un extranjero no tiene derecho alguno a criticar la propia nación y
nacionalidad, tampoco de forma relativizada haciendo punta en la comparación de
las patrias. Nadie tiene derecho a quitarle a un pueblo decente la convicción
–aun dado el caso excepcional que no la ponga en práctica de forma ofensiva– de
que en resumidas cuentas ningún otro pueblo, por lo menos con respecto a ningún
aspecto de valor, pueda llegarle a la suela del zapato. La amistad entre los
pueblos incluye por tanto siempre un buen grado de desprecio. Éste por lo menos
no es ningún accidente, sino necesario: Haciendo honor a su respectiva
comunidad como el más alto valor, los pueblos están y siguen siendo
predispuestos en su dogma fundamentalista de la mutua incompatibilidad.
Como ya se ha dicho, no hay necesidad de que esto
signifique ya xenofobia. Pero al fin y al cabo cualquier pueblo está consciente
de sus derechos, contra todos los demás. Y esta conciencia jurídica está, en
cualquier momento, dispuesta a convertirse en enemistad.
c) Cuándo, contra quién y cómo esto sucede: También en
este aspecto el pueblo, fundamentalmente consciente de su honor y conocedor del
mundo desde su imperturbable perspectiva nacional, se adhiere fielmente a las
decisiones políticas de su soberanía. Es que ésta informa en todo detalle a sus
ciudadanos sobre sus proyectos y actividades, les explica en qué sentido es
necesaria y justa la lucha competidora a la que se dedica sin parar contra las
otras naciones por su prestigio en el mundo y las bases de este prestigio –las
fuentes de riqueza y el potencial de fuerza–; cuanto más violentas sus
actividades, tanto más los políticos las propagan como la ejecución de la
justicia que merece su pueblo debido a su grandiosa posición que se ha conquistado
o pronto conquistará gracias a su natural, con la bendición de Dios y por
encargo de la
Providencia.10 De esta forma, con los hechos que crea y con
su interpretación parcial que supone y reclama parcialdad, anuncia la directriz
al nacionalismo popular dirigido hacia el exterior, a los sentimientos del
pueblo hacia el extranjero y los extranjeros. La base popular por su parte,
figurándose en una lucha competidora de los caracteres populares en la que
lucha por su derecho natural al éxito, se acredita –sobre todo donde es
instruida de forma competente por una prensa libre y pluralista– como el eco
más o menos adecuado de los cálculos, las estrategias, los éxitos y fracasos de
sus líderes políticos, quienes hoy en día, sobre todo si gobiernan uno de los
centros del capitalismo global, reparten sus simpatías y enemistades
internacionales de forma muy diferenciada.
- Con sus iguales y con muchas naciones capitalistas menos
competitivas, las potencias dominantes emprenden su lucha competidora de
momento de manera cooperativa, “abriéndose” mutuamente con intenciones
interesadas y de forma chantajista sus mercados financieros y de mercancías;
esperan más beneficio si sus capitalistas nacionales participan en el
crecimiento económico en otras regiones que si se excluyen de oportunidades de
negocios, lo cual por supuesto tampoco está pasado de moda.11 Para la mayoría
de su pueblo, incluso para partes de su clase capitalista, esta estrategia
incluye perjuicios, que por tanto se explican en detalle: como condiciones de
un beneficio a largo plazo para todos; como necesidades que no pueden rehuirse
sin más; y los perjuicios que son a la vez inconvenientes en los cálculos
estatales se explican como actividades malintencionadas de la competencia. El
pueblo se deja instruir sobre los culpables, es animado en su mentalidad
competidora, pero tiene que aceptar ser frenado en su antipatía nacionalista
contra los vecinos que al fin y al cabo sí son útiles. Lo mismo es el caso, de
forma agudizada, cuando los Estados permiten la llegada de extranjeros que no
solamente traen dinero y lo dejan aquí, sino que hasta quieren ganar algo. En
los centros del comercio mundial capitalista, la mayoría de ellos son las
figuras más miserables del capitalismo ‘globalizado’ que se juegan todo para llegar,
pero los detrimentos necesarios y las exigencias de este sistema económico son
lo último que provoque animadversión y que despierte la mente crítica de un
pueblo civilizado moderno. Más bien el pueblo se queda –y sus representantes le
afirman en este sano juicio nacional– fiel a su convicción fundamental de que
“los extranjeros” no pintan nada “aquí”, se cree que “esa gente” con sus
esfuerzos a ganar dinero y a tener una vida privada quita a los nativos los
puestos de trabajo, las mujeres y el espacio vital...; y al final su “brote” de
xenofobia no es apoyado por la propia soberanía, por no hablar de ser animado a
ponerse en práctica, sino que es rechazado y obligado a respetar que sus
gobernantes se reserven el derecho a conceder la admisión de extranjeros bajo
diferentes aspectos de utilidad, de tipo económico y político, y que no se
toleren actividades xenófobas sin autorización. El pueblo tiene que refrenar
por tanto su fundamentalismo y practica, según las exigencias de la perspectiva
nacional vigente, traducida de forma variada por los medios de comunicación
libres, la virtud de la tolerancia: Sufre mentalmente de sus vecinos
extranjeros; les toma a mal cualquier éxito de sus competidores extranjeros –no
hace falta distinguir mucho entre éxitos en el crecimiento económico nacional y
aquéllos en el mundo del deporte: bajo la consigna de la ambición nacional todo
cuenta por igual–; pero se plantea aguantar su sufrimiento, soportar a los
compañeros extranjeros y no registrar completamente a los aliados competidores
de la propia nación como culpables de las malas intenciones foráneas, de las
que sería preciso reprocharles. La parte “moderada” de la ciudadanía
complementa su parcialdad nacional por el orgullo de no exagerarla –contrario a
diversos otros pueblos...–. Otros ciudadanos críticos sospechan más bien que
ellos mismos, sus compatriotas, pero sobre todo sus gobernantes olviden el sano
interés nacional, y desean más consciencia patriótica incorrumpida, que por
cierto sobra abundantemente en otras naciones. El gran resto tiene precisamente
esta falsa conciencia.
- A veces hay países registrados por las potencias
económicas mundiales como esferas útiles de negocios que se aprovechan de forma
imprevista de sus oportunidades y como competidores les causan problemas a sus
grandes padrinos –las antiguas naciones de la UE están haciendo tal tipo de experiencias con
sus nuevas adquisiciones en el este de Europa, EE.UU. las está haciendo con la República Popular
de China–. Los gobernantes en funciones reaccionan ante estos problemas según
la consigna “Cuanto más caros seamos, tanto mejores tenemos que ser”. A los
Estados competidores que llaman la atención de una forma tan indeseada, se les
anuncia con ello una política que moviliza la descollada riqueza capitalista y
el poder acumulado de chantaje de los que dispone una nación capitalista ‘de
categoría’, para asegurar y potenciar esta supremacía. El propio pueblo es
informado del hecho de que y del cómo está proyectado y será empleado de
instrumento en esta lucha: Mientras que no es “mejor”, es decir, útil y
necesario para mayores éxitos de la economía nacional en la competencia
internacional, es abaratado, o sea, empobrecido; su oportunidad a escapar el
empobrecimiento está exclusivamente en los éxitos en la competencia que se
pueden sacar de los rendimientos de su trabajo que sean económicos. Por
supuesto, el brutal contenido material de esta información pasa al segundo
plano detrás de la llamada ofensiva a la presunción nacionalista: El pueblo es
recordado a que desde siempre se presume a sí mismo –en qué aspecto da más bien
igual: absoluta y totalmente– como mejor que su mediocre vecindad, por no
hablar de la población hormiguera de ciertos países lejanos que sólo aparecen
impresionantes debido a su masa. Las limitaciones impuestas incentivan por lo
tanto la percepción de supremacía imperialista, que presupone la gerencia
democrática en sus ciudadanos como lo más evidente.
- Esta autoestima encuentra un campo de ocupación aún más
hermoso en la gran parte de las naciones del mundo que en la comparación global
de las sedes nacionales de capital cuentan entre la especie inferior o
desconsoladora. Con vistas a ellas, las naciones decisivas actúan como
potencias guardianes con derecho a cualquier intervención; la soberanía de las
entidades políticas vigiladas no cuenta para ellas. Las intervenciones que
consideren necesarias, para que no aparezca ningún “vacío de poder” –al fin y
al cabo, los aborígenes tienen que seguir estando bajo control– y para sacar de
estos países las riquezas que se puedan, las registran como una carga que
economizan minuciosamente. A sus pueblos se les abre la vista a un mundo de
pobreza que se debe, según las últimas investigaciones, a los fracasados
intentos de crear por todos lados Estados con una propia, quizás hasta
competidora economía nacional, respectivamente de promover con mucho dinero y
violencia un desarrollo en esta dirección, lo que no puede funcionar en las
circunstancias de aquellas regiones y con gente tan pobre. Lo que por el otro
tampoco puede ser son los intentos aventurados de valiosos jóvenes de estas
regiones para alcanzar nuestro “norte rico” y conseguir un trabajo: No es que
tengan otra oportunidad, pero ésta no se la conceden. Mientras esto se quede
claro, los pueblos mejor dotados están dispuestos a sentir compasión por las
víctimas del orden mundial moderno; caso que éstas se queden estrechas en sus
países y sean alcanzadas inocentes por catástrofes extraordinarias, incluso les
dan limosnas y en casos extremos hasta tienen dudas sobre los “excesos” de un
“descontrolado orden económico mundial”. Para salvar a los refugiados de la
miseria de naufragios en el Mediterráneo y desventuras similares, se pueden
aceptar también gastos estatales para campos de acogida en las cercanías de los
países natales, completamente conformes a los derechos humanos. Mientras que
éstos no se hayan construidos y algunos desesperados alcancen el “primer
mundo”, las autoridades competentes se reservan la decisión entre “tolerarlos”
y expulsarlos; y el pueblo lo entiende bien: Rechaza albergar “la miseria de
todo el mundo”, hasta se cree “extranjerizado”. Una minoría no tiene objeción
contra un poco de folklore en la ciudad; y cualquiera sabe de alguna familia
extranjera que merece una excepción humanitaria de la regla de que en principio
debe volver a donde “nosotros”, dicho sea de paso, echamos en falta todos los
derechos humanos; tanta generosidad la debe un pueblo de categoría a sí mismo.
Con ésta se acaba pronto, sin embargo, cuando la soberanía le informa de la
carga que suponen los “ilegales” para ella. Entonces queda bien claro que
tienen que ser segregados. La segregación funciona sin racismo alguno: El
criterio de esta exclusión es la pobreza extranjera.
- De vez en cuando los pueblos decisivos se ven
confrontados en las regiones menos decisivas no solamente con objetos de
vigilancia más o menos impotentes, sino con iniciativas autónomas: con
actividades no encargadas que causan perturbaciones; hasta con una rebelión que
degenera en el caso extremo en guerra y terrorismo.12 Entonces sus gobiernos se
ven inmediatamente autorizados y retados a intervenciones contra los enemigos
seleccionados; y la ciudadanía involucrada se ve competente, se deja explicar
por parte de portavoces del gobierno oficiales y muchos no-oficiales quién
tiene y quién no tiene razón, condena el ‘fundamentalismo’ falso, y en su
sentido universal de justicia no conoce freno para sus ideas de venganza
militante. Como los gobiernos imperialistas en la actualidad no lo consideran
por regla general necesario poner a sus naciones en estado de guerra –las
intervenciones militares se emprenden como luchas contra la delincuencia
internacional, por profesionales y de forma ‘asimétrica’, con medios mil veces
superiores a los Estados delincuentes–, sus pueblos se muestran extremamente
exigentes: No sólo están seguros de que tienen el derecho, incluso el deber, de
hacer con violencia que los potentados divergentes y sus seguidores vuelvan a
la razón; además reclaman de sus comandantes una victoria completa e
incondicional, sin que la carga de una guerra verdadera les moleste en su vida
civil.13 Estas exigencias no son nunca cumplidas por completo; las misiones
para ordenar el mundo ejecutadas con una fuerza superior irresistible cuestan
al menos mucho dinero que de una u otra manera se tiene que sacar de la
sociedad que lo produce, o sea que significa una carga adicional; y además hay
fallecidos. En este caso, como muy tarde, un pueblo bien educado deja de
entender las cosas e insiste en que su gobierno vuelva a poner todo en orden y
machaque a los “Estados canalla” que se oponen al régimen del “primer mundo”,
culminación de la historia de la humanidad y no-va-más de una constitución
estatal humana. En cuanto a los medios de fuerza necesarios, un pueblo
escandalizado tiene aún menos escrúpulos que sus profesionales militares.
- Con sus intereses de imponer orden en el mundo y sus
respectivos maniobras, las potencias decisivas del mundo democrático se
convierten fácilmente mutuamente en problema y límite: Tal y como organizaron
la paz mundial como un “occidente” unido, necesitan para mantener y imponerla
la cooperación de sus competidores más importantes, que a la vez les estorban
continuamente. Esto les cobra a sus estrategas del orden mundial algunas
muestras dialécticas de habilidad –y éstas también se explican ampliamente al
pueblo en la debida manera burda. De forma pluralista como se debe, la libre
opinión pública pondera los aspectos que califican a la propia nación y los que
califican a otras para el papel del guardián superior sobre la ética de la
política mundial; con qué derecho se puede reclamar ser el modelo político y la
tutela sobre el restante mundo de Estados que requieren una mano dirigente y
qué argumentos contundentes sirven para fundamentar esta reivindicación; cuán
dudosas y cuestionables parecen en comparación las respectivas ambiciones de
otros. Los pueblos ponen en cuestión la moral y la competencia de los
competidores en ordenar el mundo, llegan a conclusiones muy negativas – y
suprimen el paso obvio a una verdadera imagen del enemigo, porque (y mientras
que) sus gobiernos paran sus contiendas lejos de una desavenencia abierta y se
ahorran a sí mismos y a sus naciones el paso a una enemistad, que rompería de
hecho todas las calculaciones convertidas en costumbres en décadas del
‘burden-sharing’ (repartir cargas) intraimperialista. De esta forma, los
ciudadanos del “mundo occidental” en medio de su ficticio medir fuerzas
imperialista hasta se creen extremamente pacíficos y conciliadores.
5. El pueblo hoy: una
terrible abstracción en su forma pura
a) Fuera de cuestión está: Los pueblos modernos, también
aquellos con cultura democrática y una opinión pública crítica, tienen bastante
orgullo patriótico; la mentalidad de una rivalidad entre las naciones está viva
en todos los ámbitos, desde el deporte hasta las cifras del crecimiento del
PIB, al igual que la tendencia a menospreciar a otros pueblos; se marginan los
inmigrantes en cuanto se descubran en ellos síntomas de un comportamiento
divergente; la presunción nacionalista y el chovinismo están en uso, al igual
que imágenes del enemigo que se actualizan según la demanda; y los ciudadanos
libres hasta están dispuestos a la guerra como siempre. También fuera de
cuestión está, sin embargo: Los pueblos de hoy, sobre todo aquellos con la más
avanzada cultura democrática, son por principio cosmopolitas, tolerantes, de
humor civil y están dispuestos a respetarse mutuamente; en su autoconcepción,
el mundo entero es su casa –en sus vacaciones lo es también de hecho, en todas
partes donde haya una buena infraestructura turística–; instruidos por el
intercambio juvenil y la televisión están seguros –y en ello tienen razón– de
que la vida cotidiana con sus dudosos placeres de consumo y las definitivas
cargas del ganar dinero funciona, aunque muchísimo peor en otras regiones que
en el propio país, en todo el mundo básicamente según las mismas directrices;
la gente se entiende, aunque no entienda ninguna lengua extranjera. Y en cuanto
a la constitución interior y la convivencia en la propia comunidad nacional,
los pueblos modernos se semejan cada vez más: Sus esenciales relaciones
sociales tienen carácter material: son mediados por el dinero; los elementos
naturales de una familiaridad tribal o una ‘particularidad étnica’ que quizás
hayan desempeñado algún papel en la pre- y protohistoria de los pueblos
modernos, ya dejaron de hacerlo hace tiempo; costumbres y tradiciones
obsoletas, hasta religiones populares, se han reducido a folklore, a objetos de
una industria transnacional de placer, entretenimiento y diversión, a
argumentos publicitarios de agencias de viajes y comerciantes. Con su vida
diaria los ciudadanos modernos desmienten el rumor de que los pueblos aún están
constituidos y unificados por algún modo de vivir que caracterice a cierto tipo
de gente; asienten con la cabeza cuando se habla del “global village”; y si hay
pueblos que aún lo ven de forma diferente y siguen cerrados de mentalidad
fieles a las tradiciones, los contemporáneos liberales les cuentan entre los
definitivamente retrógrados.
De hecho, en su práctica cotidiana, los miembros de la
comunidad internacional moderna quitan de su identidad nacional, que siguen
sintiendo y apreciando, el atamiento a sus diferentes mundos de vida
nacionales; son precisamente los que se esfuerzan en inflar los residuos de
algún estilo de vida nacional en un idilio patria quienes ya superaron bastante
este avance. Realizan, por decirlo así, de forma pura lo que de hecho
materialmente les constituye como pueblos: Lo que les une es la colaboración
funcional que les prescribe un poder estatal que los tiene bajo su mando
exclusivo; su ‘identidad’ consiste en residir en una nación que compite con
otras por ser sede del capital mundial y que es administrada con este objetivo
por el gobierno nacional; lo que verdaderamente distingue a los habitantes de
las diferentes naciones es la posición que tienen sus Estados en su lucha por
la acumulación de la riqueza capitalista y la influencia sobre la política
mundial, y los esfuerzos que emprenden sus gobiernos en esta lucha competidora.
Esta verdad banal y brutal sobre “el carácter de los pueblos” se revela si los
ciudadanos modernos se emancipan de su “naturaleza popular”, o sea de los
residuos más o menos disfuncionales del nacimiento de su comunidad y de las
obsoletas condiciones locales de su existencia social, sin renunciar a ser un
pueblo.
b) Los fans de la idea popular en el lado europeo del
Océano Atlántico llevan mucho tiempo ya dándose cuenta de los síntomas de este
progreso civilizador, diagnostican desde la perspectiva de un patriotismo
ofendido la liquidación de su cultura occidental, lamentan una progresiva
“americanización” de las condiciones vitales en su nación; y probablemente ni
tienen siquiera la menor idea de cual es el aspecto en que tienen razón: el
pueblo de EE.UU. de hecho es el modelo perfecto no sólo respecto a fast food y
al arte cinematográfico, sino a la misma idea popular moderna. Allí se
constituye un pueblo entero desde el principio –en su época con esclavos negros
y algunos indios no exterminados como la componente “étnica”– como una sociedad
capitalista de clases compuesta por ciudadanos libres que, aunque no dejaron
atrás en Europa o en el este de Asia respectivamente su “carácter popular”, sus
peculiaridades nacionales y sus creencias sectarias, lo transformaron en su
colectivo asunto privado, como tal lo siguen cultivando y expresan con su
mentalidad orgullosa, hasta hoy no perturbada, de haberse creado en EE.UU. el
Estado que les corresponde, sólo un poco patas arriba la verdad de que la
autoimagen “popular” de su nación no tiene otro contenido que la adhesión a
esta potencia tan particularmente exitosa en el ámbito de la economía
capitalista y la influencia imperialista.
El término de la “globalización” data de una fecha más
reciente y comprende una completa visión del mundo que afirma una pérdida
universal de características nacionales, la imposibilidad de mantener “parques
naturales” nacionales para industrias no competitivas y “grupos sociales
marginados” y una disminución del poder de los Estados-naciones en general como
un destino impuesto por las leyes económicas y como un reto productivo a la
vez. En su ignorancia intencionada este tópico hace alusión al hecho de que el
capitalismo ha concluido exitosamente lo que Marx y Engels –honor a quien lo
merece– ya en su “Manifiesto comunista” habían entendido como el resultado
necesario de este modo de producción: La población mundial se ha constituido
hasta hoy en día como una sociedad clasista global: con una élite
inter-nacionalizada de dueños de dinero y negocios –con un apéndice cultural–;
con una impactante superpoblación de continentes enteros, desechada por inútil,
en su mayoría “campesinos” apenas capaces de subsistir; con una clase obrera
jerarquizada según la rentabilidad de su trabajo, cuyas partes más avanzadas
pagan cada avance tecnológico con la corrección de su ‘nivel de vida’ para
abajo y con el paso de las personas hechas superfluas a un pauperismo organizado
en todo detalle; con el personal de gigantescos aparatos de poder que tanto
necesita una libre economía mundial con su notórico rechazo contra la
‘burocracia’ para que funcione sin fricciones. La palabrería de la
“globalización” hace alusión a este triunfo devastador de la economía
capitalista y su perfeccionamiento por la rendición del sistema alternativo de la Unión Soviética y
la revisión total del socialismo chino –sin mencionar nada de ello–, para
implorar una tendencia imparable al derrocamiento de los Estados-naciones sobre
todo con respecto a una política social favorable al pueblo; tendencia que,
aunque quizás incómoda, se logrará superar con éxito por una dosis extra de
renuncia y rendimiento. Este mensaje cínico tiene a su vez su aspecto interesante.
De hecho anuncia una agudización brutal de la competencia entre los Estados.
Adopta la perspectiva estatal y reclama esfuerzos adicionales, refutando ya de
esta manera la propia afirmación de que los aparatos de poder estatales ya no
tienen influencia; toda la palabrería sobre la impotencia estatal aspira a que
los Estados empleen su poder sin vacilar contra las obsoletas “seguridades
sociales” de sus masas. Y suponiendo un destino sin causante al que están
sometidas las naciones, esta “teoría” pone patas arriba al tema que trata. Pues
la competencia a la que los Estados se ven desafiados sin querer, se la hace
nadie más que ellos mismos. Ellos son los soberanos políticos que garantizan
con su poder la existencia del sistema de explotación global y la perfecta
segregación clasista de la humanidad; y lo hacen enfrentándose continuamente y
en todos los ámbitos, luchando por su beneficio nacional del capitalismo
“globalizado” y por su parte en el mando sobre los Estados del mundo o su
posición en el “orden mundial” respectivamente. Pues es que se acabaron los
tiempos relativamente idílicos en comparación –esto también lo indica la
palabrería de la “globalización– cuando los reinos o repúblicas tenían que
hacer un esfuerzo extra para medir fuerzas de forma civilizada o violenta y de
sacar botín mediante la guerra o con medios pacíficos. En el mundo de hoy los
Estados-naciones actúan siempre y en todas sus actividades como competidores;
también la política interior tiene como objetivo el éxito de su economía nacional
y de su propio poder en la competencia; las naciones organizan su vida civil
interna como medio en el medir fuerzas imperialista que no conoce pausas y no
deja abierto ningún “enclave de la historia”. Para ello usan la parte de la
sociedad clasista mundial que está bajo su mando como el material de sus
intenciones.
Y con esta “causa común” un pueblo moderno tiene bastante
que hacer: ella es el contenido de su ‘identidad’.
c) A esta “causa común” un pueblo no dice ni ‘sí’ ni ‘no’,
sino “NOSOTROS!” No toma partido sino que se identifica con la existencia como
habitante de una nación en la lucha competidora global de las naciones que el
propio Estado le impone. Como pueblo, la gente renuncia a poner en claro sus
propias necesidades materiales de forma consecuente y crítica, a llevar a cabo
una generalización concreta de sus deseos y una mediación de sus intereses, y a
crear un orden destinado a satisfacer sus necesidades sin restricciones
sustanciales: todo esto, se lo dejan prescribir por parte de sus soberanos como
sus condiciones de vida, y abstraen de esta manera de sí mismos y de sus
propios intereses. Y manifiestan una gran capacidad a la abstracción también
con respecto al objetivo real de su colaboración que impone el Estado. El
contenido y el objetivo de las condiciones que les impone el Estado, la razón
política que gobierna su vida diaria y que la cambia continuamente, no les
interesa. Un pueblo enfrenta estas “realidades” más bien con un fijo prejuicio
idealista (del que se aprovecha, dicho sea de paso, la agitación oficial con el
lema de la “globalización” cuando le presenta a la gente las actividades de su
gobierno como una bienintencionada defensa contra las molestias inevitables y
como una lucha por “las mejores soluciones”): Toman el orden estatal por un
orden benéfico, necesario para facilitar el fondo sin el cual no fuese posible
una cooperación social con una división de trabajo y una mutua satisfacción de
necesidades. Las cosas a las que no les queda más remedio que adaptarse, porque
su poder estatal nacional aspira a que él mismo y su fuente de riqueza
capitalista progresen, los ciudadanos del mundo moderno las convierten en el
programa para su vida –en este aspecto igual que todos los pueblos respetables
anteriores–: Como “la cosa” no funciona de otra manera, es necesario que su
existencia funcione tal y como el Estado lo prevé, y por consiguiente debe
funcionar para su contento. Las condiciones de su existencia que predestina
para ellos el papel de la herramienta de la riqueza capitalista y del poder
estatal –y como alternativa sólo la miseria absoluta– las buscan tomar como
herramientas para ellos mismos, como el armamento para su lucha de toda la vida
por la suerte. A su inevitable fracaso responden, en lo que se refiere al
artífice y garante estatal de sus condiciones de vida, con un descontento que
sigue adhiriéndose tenazmente a abstraer de las verdaderas razones, la
destinación imperialista de la comunidad nacional, y de seguir fiel a la idea,
a pesar de todas las experiencias malas, de que en el fondo debería ser posible
conseguir el éxito bajo las condiciones imperantes; porque en el fondo el
Estado y la economía, es decir –¡precisamente!– el poder y el dinero estarían
para proporcionar a todos los recursos necesarios para un exitoso pursuit of
happiness –como si hiciese falta el poder particular del dinero y un
omnipresente poder soberano si realmente se tratara del bienestar general
concreto–. Por muy malo que sea el juicio del público descontento sobre el
gobierno en funciones: Los leales ciudadanos siempre presentan sus quejas en la
forma de un “nosotros” nacional y no dejan de afirmar su dependencia de la
lucha competidora que conduce su poder estatal y de buscar sus oportunidades
particulares para el éxito donde en realidad la nación desgasta para su propio
éxito a su población.
Un pueblo vive por lo tanto la ficción de una causa común
que a la vez satisfaga los asuntos imperialistas del poder estatal y los
intereses materiales de la gente; y dispone de ‘argumentos’ para declararse en
favor de esta ficticia causa común: de una ideología nacional que atribuye a su
existencia servil un destino mandado por la Providencia, una
misión divina, una característica racista –como por ejemplo el pueblo de
“poetas y pensadores” germánico– o algún otro sentido profundo. En este aspecto
los pueblos modernos han conseguido un logro notable: Creen en el método de
autorizar a los gobernantes de forma democrática a través del “votante” como la
garantía (quizás no excelente, pero única y por lo tanto) óptima de armonizar
las actividades estatales con la voluntad del pueblo de la mejor forma posible;
creen en que esta autorización democrática es el principio fundamental de la
“causa común” en la que coinciden los éxitos materiales de la nación y los de
sus habitantes. No es que renuncien por lo tanto a leyendas que apelan más bien
a la emoción; pero más allá de todas las ilusiones de este tipo los demócratas
sacan la certeza de que lo que tienen que hacer por obligación estatal
coincide, al fin y al cabo, también con lo que quieren en el fondo de su razón
cívica, de la ilusión propia del sistema democrático de que las elecciones de
figuras o partidos gobernantes les convierte –de alguna forma u otra, en última
instancia,...– en los dueños de la dominación que los elegidos ejercen sobre
ellos. Por este dogma democrático se dejan instruir en lo que concierne sus
convicciones e intenciones políticas; aprenden que fueron ellos quienes
pidieron en plena libertad más o menos las exigencias con las que les sorprende
su soberanía –realmente una maravilla del pensamiento abstracto–.
Es de esta manera como los ciudadanos modernos viven como
pueblo la abstracción radical de sus necesidades materiales y de su descontento
político. Y esto lo hacen –tal y como todos los pueblos anteriores– hasta la
última consecuencia. Cuando un Estado ataca a otro porque ve amenazados sus
“intereses vitales”, es decir que cuando usurpa la vida y los medios de vida de
súbditos extranjeros, pone en juego la vida de sus propios ciudadanos y
sacrifica la riqueza nacional, entonces un pueblo “reconoce” con ser reclamado
totalmente por parte de sus poderes supremos su identidad con las reclamaciones
violentas de éstos y no quiere otra cosa que el éxito “común” en cuanto antes;
y para la certeza de que tal éxito es un derecho fundamental se sirve de
leyendas heróicas nacionales, ideas de cruzadas y otras cosas más que doten de
un profundo sentido a los proyectos nacionales. Los pueblos democráticos en
particular coronan su disposición a la guerra además con la firme convicción de
ser los misioneros del único verdadero método de ejercer la soberanía y de
traerles a los pueblos que asaltan nada menos que la libertad. Aparte y además
de su entusiasmo misionero se permiten el lujo de un minucioso examen –asunto
preferido de la publicidad crítica– de si los gobernantes se adhirieron en sus
decisiones a la guerra al procedimiento democrático que prescribe la ley. Pues
de ello depende para un pueblo democrático si los gobernantes realmente ejercen
la voluntad popular a la guerra cuando lo emplean como material en su
expedición militar; si, en otras palabras, el pueblo de hecho mandó lo que
emprenden sus comandantes con él; es decir: si de hecho quiere lo que tiene que
hacer. Al final, claro está, también en la democracia lo que decide si la
guerra corresponde a la voluntad popular es la victoria del bien contra el mal.
Y si está convencido de que éste es el objetivo de la guerra, un pueblo
democrático no tiene escrúpulos de ser brutal, ni más ni menos que cualquier
otro pueblo o cualquier “asesino suicida”.
*
Fuera de cuestión está: Con ser cosmopolitas y
democráticos, los pueblos modernos siguen fieles a su carácter de pueblo. Y no
solamente esto: La espantosa abstracción que viven, la perfeccionan de una
manera difícil de superar. Mientras no cometan el error de desaparecer,
seguirán sirviendo para grandes hazañas.
Notas:
1 Puede que la prehistoria de algunos pueblos haya
empezado con comunidades tribales, o sea con verdaderas relaciones parentescas
primitivas; y con frecuencia jefes de clanes, movimientos subversivos, una
iglesia popular u otras autoridades similares adujeron todo tipo de rasgos
culturales comunes para que su rebaño popular se perciba y conserve como una
comunidad especial con derecho a una soberanía autóctona. Sin embargo, los
Estados y pueblos modernos se caracterizan por el hecho de haber dejado
definitivamente atrás tales relaciones primitivas: los monopolistas de poder
segregan con sus territorios también a sus mutuos pueblos. El que precisamente
en este mundo de Estados la segregación de la humanidad en pueblos se deduzca
de sus relaciones pre-políticas o naturales, y que se interprete el poder
estatal como desiderátum y producto de algún tipo de comunidad tribal, es una
majadería ideológica.
2 Entre los ciudadanos críticos, la pregunta retórica
“¿cómo debería funcionar si no?” representa desde siempre un argumento
contundente contra cualquier duda de si las relaciones de poder existentes son
verdaderamente necesarias. Tal objeción no aspira a dedicarse de forma sincera
a la pregunta de por qué de hecho son necesarias, a qué necesidades se deben
–como máximo se proyecta la idea de una necesidad justificante al “ser humano”,
que “por naturaleza” no funciona sin poder–; por no hablar de una dedicación a
explicar estas necesidades, lo que dicho sea de paso sería su crítica y el
primer paso hacia su abolición. Y una cosa es cierta: Si todo “debe funcionar”,
o sea, si todas las obligaciones sociales a las que la gente se ha acostumbrado
en sus respectivas sociedades “deben funcionar” de la manera conocida y
aceptada, es verdad que hay poca alternativa.
3 Cuando la crítica del Estado aún era un dominio de
intelectuales izquierdistas, que consideraban una infamia que la política
sirviera a la riqueza de los ricos y a la pobreza de los pobres y que esperaban
o exigían que una revolución acabara con el poder social y que su monopolista
“se extinguiera”, la referencia a vicios humanos a los que resulta difícil
atribuir (o fácil negar) una “razón social”, sobre todo a individuos violentos
–en realidad son en su mayoría gente que de alguna manera entendió mal su
lección de la “lucha por la vida” social– fue hasta elevado al rango de una
deducción del Estado: Las “ciencias políticas” aducen la delincuencia como
buena razón para la lucha policíaca contra el crimen, no para reducir el poder
estatal a este interesante servicio, sino para legitimarlo con toda la variedad
de sus quehaceres. Hoy día han cambiado los frentes de combate sin que los argumentos
hubieran mejorado: En la actualidad, a los políticos liberales que aspiran al
poder y que tienen ideas muy claras sobre las condiciones de vida y de trabajo
que quieren imponer a la gente por fuerza, y a expertos funcionarios que se
creen indispensables y mal retribuidos, la política social del Estado les
parece puro derroche de dinero, e introdujeron en la opinión pública el
honorable punto de vista que la asistencia a la gente pobre por parte de la
soberanía no existe por su pobreza (la que aspiran a hacer aprovechable para la
economía política), sino que la pobreza de la gente se debe a la asistencia
estatal en el fondo totalmente superflua; es decir que los pobres estarían
mejor sin Estado. Tomando en consideración el hecho de que el Estado moderno
toma esfuerzos para permitir sólo a escala limitada ciertos efectos
devastadores del modo de producción moderno sobre las condiciones de vida
naturales, ambiciosos representantes de intereses y lobistas de “la economía”
se convierten en enemigos declarados de “la burocracia” y propagan como
directriz para la actividad soberana de un Estado ideal que deje todo “a la
iniciativa privada”. Contra estas ideas objetan algunos expertos con conciencia
social o ecologista que sólo los ricos podrían permitirse “menos Estado”, y que
las masas sin embargo siguen dependientes de la seguridad social del Estado –lo
que no es precisamente una deducción, pero una bonita rehabilitación del
Estado, la que no critica los tormentos de la pobreza y no pone en duda el
carácter privado de la riqueza social, sino que sólo pretende mantener el orden
en estas condiciones–.
4 Los pacifistas tienen además una enorme conciencia de su
responsabilidad: Se sienten tan responsables por las actividades de su gobierno
que exigen de él que renuncie a las guerras, de las que ellos –por lo menos
también–se sentirían culpables.
5 En situaciones tan precarias, los educadores
democráticos se preocupan de que quizá la adhesión de su pueblo a la democracia
sea meramente cuestión del clima político, o sea que éste sólo funcione de
forma democrática en tanto que se le eviten pruebas más duras, mientras que en
tiempos de crisis quiere que le dirija la mano dura de un dictador. Los
políticos democráticos mientras tanto compiten por el mandato para facilitar la
prueba de que ellos comprenden bien este interés popular, que saben anticipar
su cumplimiento y que una democracia que ellos lideran logrará con facilidad lo
que sus críticos desconfiados sólo creen a un líder que está por encima de
todos los procedimientos democráticos capaz de llevar a cabo.
6 Este es el caso sobre todo precisamente en aquellas
regiones donde en las décadas después de la Segunda Guerra
Mundial unos militantes movimientos libertadores del pueblo, basándose en los
habitantes oprimidos y explotados de sus países –y nunca sin el interesado
apoyo extranjero–, convirtieron las colonias europeas en Estados soberanos o
heredaron una soberanía existente de dictadores primero apoyados y luego
abandonados por los EE.UU. La cualidad ‚revolucionaria” de las nuevas
soberanías era sobre todo ésta: de ser una soberanía propia del pueblo. En
muchos casos por lo menos emprendían el intento de sacar de sus súbditos
libertados una riqueza y un poder que impresionaran a sus dueños coloniales o a
sus soberanos vecinos respectivamente. Esta empresa la etiquetaban con
frecuencia con el título de ‚socialismo” , más el adjetivo nacional; por parte
con vistas a la Unión
Soviética y su ‚campo socialista” , del que aspiraban recibir
y muchas veces también recibían ayuda; por otra parte para designar la voluntad
política de abstraer de todas las líneas divisorias, diferencias,
incompatibilidades y oposiciones internas y crear un pueblo con una voluntad al
Estado; empresa para la cual fundaban partidos únicos según el modelo del
‚socialismo real” . Estos intentos fracasaron con regularidad, a veces
sufrieron su derrota en ‚guerras de representantes” de sus patronos
imperialistas; algunos „libertadores del pueblo“ –sobre todo aquellos
patrocinados por las democracias occidentales– ni siquiera intentaron tal tipo
de „camino de desarrollo“. En ambos casos, el resultado a principios del siglo
XXI son ejemplares de las nuevas clases de Estados denominadas ‚failing” y
‚failed states” respectivamente (Estados fallidos / en vías de fracasar),
además de masas depauperadas que ni pueden denominarse pueblo en el sentido
estricto, es decir en el sentido de un conjunto de personas que tenga y
practique en el poder estatal su ‚causa común” .
7 Por lo tanto, las opiniones divergentes y los argumentos
críticos que no muestren claramente tal preocupación por la nación no se
refutan con argumentos, sino que se les reprocha hablar mal de la patria. Lo
que pone bien claro la conciencia de este “ nosotros nacional” que tiene la
responsable opinión pública y que transmite a su público informado: Si se
enjuicia la nación, el juicio tiene que ser partidista de los intereses
nacionales; sólo se puede criticar en nombre de lo criticado; la crítica ha de
poner de manifiesto que el crítico se identifica con la cosa y que es
partidario de que funcione mejor.
8 Quienes tienen el permiso a inmigrar tienen que pasar
antes de su naturalización un examen de sus convicciones patrióticas. Su
carácter ridículo no hace más que enfatizar el principio que se aplica en él.
9 La expectativa que los extranjeros también se presenten
como fanáticos de su patria es la base del rumor cultivado por los educadores
del pueblo de que el respeto por el orgullo nacional de otros es la muestra del
amor verdadero a la patria y la línea divisoria entre el buen patriotismo y el
desacreditado nacionalismo; y que, vice versa, se tiene que amar a su propia
patria quien quiera ser capaz de un respeto verdadero por pueblos ajenos y de
un verdadero entendimiento entre los pueblos. De hecho, esta amena reflexión no
es más que una confesión sumamente anticrítica a la exigencia de que para el
ciudadano honesto tener la ciudadanía ya sea razón suficiente para su
partidismo incondicional: Otra cosa no se quieren poder imaginar los patriotas,
tampoco en los extranjeros.
Este respeto que tienen unos patriotas por otros también
es el fundamento seguro para los pasos a enfrentamientos polémicos que con
tanta regularidad se ponen al orden del día.
10 Cuando un Estado prepara a su pueblo a la guerra
siempre se encarga de que éste se perciba como una raza dominante, con el
derecho y la misión de destruir Estados canallas y de curar el mundo
difundiendo los modales nacionales, o sea, que no tiene alternativa a la
violencia para mejorar el mundo. Esta gran estima por parte de una dirección
con voluntad a la guerra para su pueblo es, dicho sea de paso, en unión con la
fe en el arraigo genético de este alto mandato histórico en la naturaleza del
pueblo, la base ideológica para la selección racial de los nazis alemanes.
11 Estos cálculos, históricamente la superación del
interés estatal en sacar botín por la aspiración a los rendimientos muchísimo
mayores de los negocios capitalistas transnacionales, son el fundamento
material de la doctrina politológica del carácter pacífico de la economía del
mercado libre. Lamentablemente, la competencia de las naciones no se reduce al
campo del comercio, sino que provoca controversias de otro nivel: por el
dominio sobre las condiciones del negocio mundial y por lo tanto por el poder
directivo sobre los Estados soberanos competentes en fijarlas. Las naciones
competidoras en este nivel nunca tenían la ilusión de que se podrían ponerse de
acuerdo de manera pacífica y en beneficio de todos. En sus calidades de patronos
de sus intereses nacionales que abarcan el mundo entero, de aspirantes de un
régimen universal de control y de expertos en el arte de chantaje, los
políticos conocen muy bien la necesidad y las ventajas de un gigantesco aparato
militar. Por lo tanto, también mantienen uno en tiempos del capitalismo global
y saben usarlo de múltiples maneras.
12
A
desagrado de la opinión pública en el mundo imperialista, también en el mundo
de Estados de categoría inferior de vez en cuando hay soberanos o líderes
opositores que logran animar a su pueblo por una “ causa común” que embarca una
rebelión contra las relaciones de poder existentes; en un caso contra un
gobierno que se denuncia como dominación extranjera sobre ciertas partes del
pueblo, en otros casos contra el aprovechamiento de un país, sea mediante la
soberanía en funciones o contra sus aspiraciones a la autonomía, para asuntos
imperialistas. Eventualmente partes descontentas del pueblo se ponen a
disposición de líderes quienes –basándose en reivindicaciones de derechos
transcendentales, análogos a las que honran igualmente todas las naciones ya
perfectas como parte integrante de su “ identidad” – a veces ponen el orden
mundial establecido en movimiento de manera bien útil (ejemplo: la “ sed de
libertad” por parte de los pueblos de Yugoslavia, que habían olvidado su
nacionalismo particular durante algunas décadas), pero más bien molestan en la
mayoría de las veces (caso que, vuelvan a servir de ejemplo los Balcanes, no
dejen de perseguir su manía de emancipación a pesar de la tutoría
imperialista). En los casos del último tipo los pueblos ilustrados simplemente
no pueden entender en absoluto el fanatismo partidista de “ etnias” ajenas o
campeadores en guerras santas.
13 Es precisamente esta posición exigente de que todos los
Estados del mundo deberían, acaso hasta con agrado, ponerse en condiciones para
corresponder a las necesidades de las democracias imperialistas que gobiernan
el mundo y aceptar sin resistencia las reprimendas a este respecto, so pena de
liquidación inmediata, sin que la vida burguesa normal, hacer negocios y ganar
dinero, sufra detrimento, lo que asegura la imperturbable pervivencia del rumor
según el cual la democracia y la economía de mercado libre, los exitazos del
dominio mundial moderno, son en sí antibelicistas y exigen con todo su poder
una paz mundial duradera y estable. Es verdad esta afirmación en un sentido
sumamente brutal: El imperialismo democrático tiene un interés material
elementar en coaccionar el resto del mundo a su definición de la paz y poder
garantizar esto con sus propios medios de poder.