Por HELENO SAÑA
La sociedad competitiva en la que estamos inmersos, está conduciendo, de manera creciente, a un endurecimiento de las relaciones interpersonales y sociales. Ello no obstante, sería erróneo reducir a nuestros semejantes a pura egolatría y hostilidad. Los otros como negación de nuestro ser no son la única modalidad del mundo intersubjetivo. Si sabemos lo que es el bien, es porque lo hemos conocido a través de los padres, de los maestros, de los amigos, de los compañeros de trabajo y de otras personas que lejos de convertirnos en instrumentos de su voluntad de poder, de su egoísmo o de su ambición, nos protegen y contribuyen a nuestra autorrealización.
El fundamento de la praxis humana no es nunca un proyecto de vida exclusivamente subjetivo, como creía Jean-Paul Sartre, sino que está mediatizada ab ovo por el papel normativo que los otros juegan desde el primer momento en nuestra existencia. Son efectivamente los otros quienes guían nuestros primeros pasos, quienes nos enseñan lo que es la libertad o el servilismo y quienes, en suma, nos familiarizan con los valores y contra-valores que van a constituir nuestro universo personal. Sartre, partiendo de su hipersubjetivismo cartesiano y fichtiano, afirma que la verdad absoluta del sujeto consiste en 'se saisir sans intermédiaires'. Pero el rasgo central de la vida humana es precisamente el papel que en ella juegan los intermediarios que Sartre quiere hacer desaparecer por arte de encanto.
Sartre está en condiciones de demonizar apodícticamente la categoría de alteridad porque parte de la tesis de que la relación interhumana se desarrolla entre sujetos dominados por su ego narcisista e invasor. De ahí que interpretando a su manera la famosa tesis hegeliana el amo y el esclavo, afirme que la vida en común no es otra cosa que una lucha permanente entre contrarios.
La concepción sartriana no explica del todo la esencia de la intersubjetividad. No puede explicarla integralmente porque reduce el ser humano a voluntad de afirmación y pasa por alto todos aquellos factores antropológicos, morales y culturales que no encajan en su esquema teórico. Esta óptica unilateral le impide reconocer que el hombre no se compone solamente de instinto de dominación, sadismo, narcisismo, egoidad y otros rasgos abismales, sino que también es accesible a formas elevadas de ser, pensar y obrar, entre las que figuran el sentido de solidaridad y ayuda mutua, la ternura, el espíritu de sacrificio, la sensibilidad ante el dolor ajeno y la capacidad de poner su vida al servicio de un ideal superior.
No, los otros no son necesariamente el mal o el infierno, como creía Sartre y antes que él Strindberg, sino que son y puede ser también el bien. Ello ocurre cuando la relación intersubjetiva no se basa en la desconfianza, el engaño recíproco o la mala intención, sino en la confianza y la buena voluntad, una dimensión que corresponde a la categoría sociológica y axiológica que Martin Buber ha denominado «wesenhaftes Wir» o «nosotros esencial», esto es, una comunidad de individuos unidos entre sí por una afinidad fundamental.
Es en el ámbito de la intersubjetividad armónica que adquiere forma concreta la idea del bien, idea de la que surgen también las utopías sociales y los sueños de redención universal concebidos por el hombre a lo largo de la historia, sea en forma religiosa o ideológica. Es innegable que estas visiones gratificadoras han podido realizarse sólo en parte, pero el solo hecho de su aparición y de su presencia constante en la historia real demuestra que la criatura humana no se compone únicamente de egoísmo o maldad, sino también de rasgos de signo opuesto como bondad, generosidad, fraternidad, alteza de miras o amor, valores sin los cuales la humanidad no hubiera podido sobrevivir.
Precisamente porque he levantado a menudo mi voz —también en esta columna— contra las deformaciones dela sociedad competitiva, quiero señalar aquí con todo énfasis que también en medio del materialismo y la brutalidad que nos rodea, existen personas que eligen un modelo de conducta más noble y contribuyen con ello a humanizar la vida interpersonal y social. No hacerlo constituiría un acto de ingratitud que no quiero cometer.
LA CLAVE, 47
8-14 marzo 2002