miércoles, 2 de marzo de 2011

¡QUE ARDAN TODAS LAS PATRIAS! (II)

Y esta es la segunda entrega del texto del Grupo Anarquizante Stirner. ¡A ver si se aclaran algunos que hablan de Internacionalismo como algo que tiene que ver con la identidad nacional! Cuando ha de ser superada.


(Otra globalización es posible)

II

El maridaje entre socialismo y nacionalismo y sus nefastas consecuencias

Uno de los primeros efectos perniciosos de mezclar socialismo y nacionalismo fue contribuir al nacimiento del fascismo. De sobras conocido es que el fundador del fascismo, Benito Mussolini, provenía de las filas de la izquierda italiana. Menos conocido es el caso de Edmundo Rossoni. Rossoni había sido miembro de los IWW en los EE.UU., donde había llegado a escupir en público a la bandera italiana. De vuelta a Italia se afilió a la Unione Sindicale Italiana (USI) en vísperas de la Gran Guerra. Cuando ésta estalló, en la USI hubo un debate interno: la mayoría quería oponerse a la guerra convocando una huelga general pero hubo una minoría encabezada por Rossoni que abogó por intervenir en la guerra, algo que chocaba con las posiciones anarcosindicalistas, necesariamente antimilitaristas, de la USI. Dimitido de la USI, Rossoni y sus correligionarios fundaron la Unione Italiana del Lavoro (UIL) que propuso al proletariado italiano

«aprovecharse del inevitable debilitamiento de las fuerzas estáticas y de la crisis general consecuencia de la guerra, para iniciar una acción común con miras al derrocamiento de los Estados burgueses y monárquicos.»

En 1919, la UIL organizó un congreso en el que se defendió un socialismo «nacional» y la intervención en las guerras pues, según Rossoni,

«El sindicalismo no ha temido a la guerra; y no la temerá, sino que hará la revolución. La historia no ha pertenecido jamás a los incapaces ni a los cobardes: así, el porvenir no pertenecerá a los “neutros” ni a los locos desorganizados y disgregadores, sino a aquellos que anhelan, a aquellos que actúan, a aquellos que son inteligentes, a los productores, a los audaces.»

Obsérvense ya los argumentos basados en la «audacia» y la «valentía», típicos de la retórica mussoliniana; de hecho, Mussolini por aquellas fechas ya exaltaba a la UIL a raíz de una huelga «nacional» convocada por este sindicato. Menos dudas plantean las siguientes palabras de Rossoni con las que éste justifica la defensa de la nación durante la guerra:

«El dinamismo sindical sólo puede basarse en la lucha de clases, porque la clase trabajadora, que aspira a la gestión de la producción, no podrá alcanzar jamás su ideal sino es a través de una serie de batallas contra la clase dirigente…; defender a la nación durante la conflagración europea no significaba, en modo alguno, abandonar la nación victoriosa a la arbitrariedad de la burguesía (…)» [12]

Estaba claro dónde iba a terminar este personaje en su afán de mezclar socialismo y nacionalismo: al poco tiempo Rossoni acabó fundando el primer sindicato fascista.

Otra gran bofetada al ideal internacionalista tuvo su origen en la toma del poder por los bolcheviques en Rusia en 1917. Precisamente fue Lenin uno de los primeros marxistas en defender que la lucha de clases y el derecho de autodeterminación son compatibles cuando los trabajadores viven en una nación colonizada por una potencia extranjera. Esto le llevó a enfrentarse a Rosa Luxemburg, quien le recriminaba que esa fórmula que usaba el nacionalismo (al menos de manera temporal [13]) con fines antiimperialistas sólo conducía a apoyar a la burguesía nacionalista de la nación colonizada. Por su parte, Lenin y sus partidarios argumentaban contra Luxemburg que negar el derecho de autodeterminación de la nación colonizada implicaba apoyar el imperialismo de la nación colonizadora. Sin embargo, desde el punto de vista internacionalista del socialismo originario es muy fácil rebatir el argumento leninista: el genuino internacionalismo proletario propugna la supresión de la sociedad de clases y al mismo tiempo la desaparición de las naciones… por tanto, si no hay naciones tampoco hay nacionalismo que valga, ni grande ni pequeño. Además, la postura leninista tiende a negar o a menospreciar al proletariado revolucionario que habita en la nación colonizadora [14]. Lamentablemente, se impuso el argumento reformista y burgués de Lenin y desde la Unión Soviética, sobre todo desde la subida al poder de su sucesor, Stalin [15], se irradió esa nefasta idea de «consolidar la revolución proletaria en un solo país», idea con la que nuevamente se traicionaban los principios internacionalistas del socialismo primigenio y que sentaría las bases de ese engendro llamado «nacionalismo de izquierda». Según esta espúrea interpretación del socialismo, hay «naciones opresoras» y «naciones oprimidas», lo que equivale a decir que hay países «de derechas» y países «de izquierdas»; ejemplo de lo primero, los EE UU; ejemplo de lo segundo, la URSS o la Cuba castrista. Esto, aparte de incongruente con el mensaje socialista (realmente se debería hablar de clases opresoras y oprimidas), significaba entrar descaradamente en la política de bloques, ahondando en el error que cometió el Movimiento Obrero en la I Guerra Mundial. La consecuencia más clara de esto es que se condena a los trabajadores de las «naciones opresoras» a vivir eternamente bajo el yugo del capitalismo. Por otra parte, se glorifica a toda la población de los países «de izquierdas» donde inevitablemente hay sectores de la población que son reaccionarios. Esto, en definitiva, era abandonar los objetivos socialistas y entregarse al nacionalismo más burdo, porque, si hay algo que la experiencia militante y la historia demuestran es que si se mezclan nacionalismo y socialismo siempre es en detrimento del segundo.

Paralelamente, en el llamado «Tercer Mundo» en el seno de las luchas contra la colonización se importa de Occidente esa misma idea que mezcla nacionalismo (en grandes dosis) y socialismo (sólo de manera cosmética), etiquetada ahora como «liberación nacional», frase que no puede ser más contradictoria. En efecto, nada hay más contradictorio que tratar de liberar algo tan abstracto como una «nación» (puesto que la única liberación posible es la del individuo), algo que, además, como indicó en su momento Rudolf Rocker implica la formación de un Estado que defina las fronteras de esa nación, siendo la institución estatal la tumba de toda libertad. Así, bajo la fórmula de la «liberación nacional», surgieron una serie de movimientos, típicamente guerrilleros, en África, Asia, y Latinoamérica, que lucharon contra las oligarquías de esos países que a la vez estaban coaligadas con las burguesías de las potencias coloniales occidentales. El problema era que los dirigentes de esos «movimientos de liberación nacional» del Tercer Mundo no eran miembros de la clase más explotada (la hermanos Castro, p. ej., eran de clase acomodada y estudiaron en elitistas colegios de jesuitas) apartados del poder por la burguesía oligárquica y que, apoyándose en los obreros e invocando la lucha contra el imperialismo, tomaron el poder para imponer un capitalismo «nacional», bajo control estatal y envuelto en una bandera roja pero capitalismo al fin y al cabo. Cierto es que allí donde triunfaron por lo general los trabajadores mejoraron en su nutrición, su educación y su asistencia sanitaria, pero también es verdad que estas nuevas élites de estos países, paladines del socialismo tercermundista, han terminado al cabo de los años abriendo sus mercados nacionales a ese capitalismo global del que tanto abjuraron, por la sencilla razón de que sus economías, aisladas de la tendencia general a la interconexión a escala mundial, fracasaron estrepitosamente. Por otra parte (ironías de la historia), en esos países las élites que impulsaron esas revoluciones «nacionales» acabaron convirtiéndose en una burguesía voraz, consumidora del lujo más insultante. Los casos de China o Vietnam (siguiendo los derroteros del país-guía de la «Revolución Proletaria», Rusia) son ejemplos sangrantes de todo esto, países que van camino de convertirse en los estados con el capitalismo más salvaje del mundo. Ni siquiera la otrora tan mitificada Cuba se salva: ¿qué clase de socialismo permite el turismo sexual o que el capitalismo multinacional levante complejos hoteleros de lujo (en el que no pueden pisar los oriundos) para de esta forma poder obtener un balón de oxígeno para su economía? Bien es verdad que Cuba es víctima de un bloqueo injusto por parte de algunas potencias como EE UU pero también que permite inversiones de otros poderes ¿o acaso alguien cree que un casi moribundo Papa Juan Pablo II viajó a Cuba para tomar el sol en la playa? La última hazaña, por cierto, del «hermanísimo», Raúl Castro, es empezar a introducir la propiedad privada en la isla comenzando por permitir el trabajo autónomo y enviar al paro por una ridícula indemnización a 1.300.000 personas que trabajaban para el Estado cubano. Según declaró recientemente un economista cubano, la reforma es «digna de un ajuste del FMI».[16]

Uno de los escritores ácratas que mejor ha enjuiciado el nacionalismo del Tercer Mundo es Ángel J. Cappelletti, precisamente por ser latinoamericano. Según Cappelletti, estaríamos ante la tercera fase del nacionalismo moderno, tras la primera fase absolutista y antifeudal, en la que se formaron los primeros estados modernos europeos (España y Portugal), y la segunda fase liberal y republicana, en la que la burguesía toma el poder político y derroca a la monarquía. En palabras del pensador anarquista argentino,

«en los países coloniales y semicoloniales se inicia la tercera fase del nacionalismo, cuyo protagonista es, una vez más, la burguesía. Se trata en este caso de la burguesía nacional, que lucha por ocupar el sitio de la burguesía imperial o metropolitana. Una vez más el nacionalismo como ideología resulta ajeno a la clase obrera y, en general, a las clases sometidas de la población. Pero como la colaboración de las grandes masas nacionales se hace imprescindible en la lucha contra las supercompañías extranjeras y contra la burguesía imperial, surgen con frecuencia los movimientos populistas, que se empeñan en identificar demagógicamente las aspiraciones de las clases dominantes vernáculas con los intereses del pueblo. En algunos casos este populismo asume inclusive un ropaje ideológico marxista y se disfraza, sin dejar de ser lo que es, de “izquierda nacional”. Esto explica los caracteres larvadamente fascistas de tales izquierdistas (¿socialismo nacional es algo diferente de nacional-socialismo?) y sus flagrantes contradicciones.»

Para Cappelletti, todo nacionalismo implica imperialismo. Así en la primera fase, España, Portugal, Holanda, Inglaterra, etc. desarrollan sus respectivos imperios coloniales y en la segunda, los países más desarrollados saquean a los menos desarrollados a través del mercado (p. ej. el imperialismo norteamericano). En cuanto a la última fase, en la que aún nos hallamos inmersos (considérese el llamado «Socialismo del siglo XXI» de los Chávez, Morales, etc.) Cappelletti opina lo siguiente:

«El valor ético y político del nacionalismo actual consiste en su afirmación antiimperialista. Tal afirmación tiene, sin embargo, un límite: Las naciones oprimidas, en la medida en que se liberan de la opresión extranjera, tienden a convertirse en opresoras. Todo nacionalismo triunfante sufre la vehemente tentación del imperialismo. Y, si no la sufre, es porque no ha triunfado del todo. Por eso, bien podemos decir que el valor del nacionalismo se cifra en el antinacionalismo (o sea, en el anti-imperialismo) y que el máximo riesgo de los nacionalismos del Tercer Mundo consiste en su posibilidad de triunfo. Por otra parte, la “liberación nacional” ad extra [17] comporta, en la mayoría de los casos (ejemplo, África), dictadura, luchas intestinas, conflictos étnicos, partidos únicos, encumbramiento de nuevos grupos sociales, militarismo, etc., y el socialismo (si así puede llamarse) no se realiza (en la escasa medida en que se realiza) sino a precio de sangre, sudor y opresión.»

No le falta razón a Cappelletti: ahí está el ejemplo de los EE UU, que tras independizarse del Imperio Británico se convirtió en poco tiempo en potencia imperialista.

Un caso muy claro de lo inmoral e hipócrita de la política de bloques que implica todo nacionalismo, aunque sea el nacionalismo de los países pobres, lo constituye el «Padre de la Independencia de la India», Mahatma Gandhi. Gandhi, ese gran «pacifista», ejemplo de «integridad moral» en las luchas anticoloniales en el Tercer Mundo, decidió poner en práctica la maquiavélica máxima «los enemigos de mis enemigos son mis amigos». En efecto, el líder nacionalista hindú, no dudó en viajar a Italia en 1931 para recabar apoyos de uno de los grandes rivales en Europa del Imperio Británico: Benito Mussolini. Éste, que sentía especial simpatía por el hindú, le recibió en su residencia personal y le invitó a un desfile de las Juventudes Fascistas, quienes le recibieron con el típico saludo fascista «a la romana». Gandhi era además un gran antisionista que apoyó a los árabes en Palestina frente a los judíos (los nacionalistas árabes palestinos, todo hay que decirlo, eran adoradores de Hitler, hasta el punto de ser los primeros en traducir el Mein Kampf al árabe). Más tarde llegaría a manifestar a los judíos perseguidos en Europa durante la II Guerra Mundial lo siguiente:

«Ustedes deben cometer el suicidio colectivo, y así obtendrán el visto bueno de la Providencia. De hacerlo, el mundo se levantará, compadeciéndose de su final, y le pedirá a Hitler el fin de la violencia.»

Al fin y al cabo, según Gandhi,

«Los judíos alemanes traicionan a Alemania. Ellos tratan de convencer a Estados Unidos de que entre en guerra con su país, cometiendo un acto de deslealtad.»

En consecuencia, el independentista hindú, estrechó también los lazos con el III Reich. No hay que olvidar que el símbolo nazi, la esvástica, era también el símbolo sagrado del hinduismo. Más aún: Hitler llegó a reclutar un cuerpo de soldados hindúes que luchó a favor del III Reich, para lo que el Führer tuvo que revisar sus teorías raciales (no importaba: ya lo había hecho antes con sus aliados japoneses y lo haría también con los musulmanes yugoslavos). Igualmente escandaloso fue el consejo que dio Gandhi a los británicos en 1940 cuando eran bombardeados por los nazis:

«Dejen las armas, por cuanto éstas no van a servir para salvarles a ustedes ni a la humanidad. Deben invitar a Hitler y Mussolini a que tomen todo lo que quieran. Si quieren ocupar sus casas, váyanse de ellas. Si no les permiten salir, sacrifíquense a ellos, pero siempre rehúsen rendirles obediencia.» [18]

En realidad, lo que pretendía Gandhi predicando su No-Violencia a los británicos era que se rindieran lo antes posible al Eje pues sabía que si esto ocurría la independencia de su patria era inminente. Quien diga que hay un nacionalismo «pacifista» miente.

Por último, mención especial merecen los movimientos indigenistas del Tercer Mundo. Aquí se mezcla el nacionalismo con el mito del «buen salvaje», una mezcla que hace especial furor en la izquierda con querencias nacionalistas de estas latitudes. Para empezar se parte del error (más arriba referido en el caso de las «naciones») de hablar de «razas oprimidas» y «razas opresoras», haciendo «tabula rasa» con las diferencias de poder existentes en las sociedades de los colonizadores europeos y en las de los indígenas colonizados. Así, se olvida que algunas sociedades indígenas, como los incas, con sistemas políticos totalitarios subyugaron a sangre y fuego a otros pueblos indígenas, y que muchos indígenas oprimidos por otros indígenas se aliaron con los colonizadores europeos [19]. También se olvida que, a pesar de los sufrimientos que implica toda conquista, los pueblos conquistados tienen la posibilidad beneficiarse de los adelantos técnicos, científicos, artísticos, etc. traídos por los conquistadores. Además, en palabras del filósofo argentino Juan José Sebreli,

«Para los indigenistas (…) la principal reivindicación es el derecho ancestral a la tierra, anterior a la llegada de los españoles, y la autonomía de ciertas regiones que transformaría a la mayoría de los americanos que descienden de las sucesivas oleadas inmigratorias en intrusos. Así, los pueblos originarios serían una “nacionalidad oprimida” o una “raza irredenta”, que reclaman por un despojo ocurrido hace quinientos años. El fundamentalismo indigenista incurre, de ese modo, en un anacronismo deliberado porque nunca en la historia se vuelve al pasado, y en el caso de que fuera posible, tampoco sería deseable tal retorno.»

La «utopía» indigenista, por tanto, supone una vuelta al pasado y, en consecuencia, se opone a la idea de progreso esencial en todo pensamiento socialista y de izquierda. Continúa Sebreli:

«La argumentación de los indigenistas se basa en un determinismo telúrico que liga el destino de los aborígenes a la tierra, a la tribu, al clan, a los antepasados, a un dialecto muerto y a rituales mitológicos. Esta cosmovisión ha sido, desde hace largo tiempo, disuelta por los cambios históricos y por la irrupción de la modernidad donde las reivindicaciones están relacionadas con otros valores: la libertad y los derechos individuales, la educación que brinda la posesión de instrumentos para mejorar la vida.»

En conclusión, puesto que el mestizaje es un hecho irreversible, lo deseable es mejorar las condiciones materiales de toda la población, indígena y no indígena, y olvidarse de cuestiones raciales o folclóricas puesto que, como critica Sebreli,

«El indigenismo, como todas las ideologías de las razas puras, es un racismo al revés y como todo racismo ha sido desmentido por la ciencia y la historia. Las culturas que se aíslan están destinadas a desaparecer, las que predominan han sido siempre culturas mestizas, híbridas, y en esa mixtura consiste su capacidad de cambio, su mayor creatividad y la libertad de elegir sus propios estilos de vida. Las sociedades seculares y modernas son interculturales, aceptan la convivencia de las culturas, buscando la igualdad entre todos y atenuando las diferencias, en tanto el multiculturalismo que defiende al fundamentalismo indigenista acentúa las diferencias y no las igualdades, busca la separación en comunidades cerradas y homogéneas centradas en la idea de raza y su consecuencia indeseada es la xenofobia y la hostilidad hacia los otros.» [20]


NOTAS:

[12] Paris, Robert: Los orígenes del fascismo, Sarpe, 1985.

[13] Que no se hagan ilusiones los nacionalistas «de izquierda»: Lenin usaba el nacionalismo de manera puramente instrumental por lo que en ningún momento se muestra como un separatista. Así, en El derecho de las naciones a la autodeterminación escribió: «(...) esta reivindicación [el derecho a la autodeterminación] no equivale en absoluto a la de separación, fragmentación y formación de pequeños Estados. Significa sólo una manifestación consecuente de lucha contra toda opresión nacional [es decir, contra el colonialismo]. Cuanto más próximo el régimen democrático de un Estado a la plena libertad de separación, tanto más infrecuentes y débiles serán en la práctica las tendencias a la separación, pues las ventajas de los Estados
grandes son indudables (...)».
URL: http://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1910s/derech.htm

[14] ¿Saben los partidarios del «nacionalismo defensivo» que uno de los mayores golpes al imperialismo francés lo llevaron a cabo los propios trabajadores franceses del puerto de Marsella cuando a través de la huelga paralizaron el envío de armas a la guerra de Indochina?

[15] Stalin, consecuente con su política nacionalista, prohibió el estudio del esperanto y reprimió a las organizaciones esperantistas soviéticas. Su régimen, además, tachó el cosmopolitismo de «burgués».

[16] El País, 04/11/2011.

[17] Cappelletti, Ángel J.: Ensayos libertarios, Madre Tierra, 1994.


[19] Y, a la inversa, también hubo casos como el de Gonzalo Guerrero, marino español de Palos de la Frontera (Huelva) que se puso del lado bando indígena y luchó contra las tropas del sanguinario conquistador Pedro de Alvarado. A Guerrero, que llegó a ser un importante jefe maya, se le llama hoy día en México «Padre del Mestizaje».



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