Nada consolida tan bien un argumento como una justa indignación. Cuando tenía yo diez años, me enzarcé en una intensa discusión con un compañero, en una colonia de verano, sobre si los dinosaurios y los seres humanos habían convivido en el pasado. El pensaba que sí; yo sabía que no (y por una diferencia de 60 millones de años). Apostamos una barra de chocolate (dinero circulante en la colonia) y nos sometimos (con habitual y tonta buena fe) a la opinión de algún chico mayor. Pero nadie en todo el campamento tenía idea de la respuesta, de forma que tuvimos que esperar al día de visita de los padres. Los míos no se presentaron aquel fin de semana; su padre insistió en que la gente y los dinosaurios habían vivido juntos. «¿O es que no has visto los dibujos de Los Picapiedra?», argumentó. Tuve que pagarle la apuesta a su hijo. Varias centenas de barras de chocolate después, mi indignación continuaba incólume.
Semejante parodia de la justicia no sería posible en la actualidad (salvo entre los fundamentalistas norteamericanos, que ahogan a los dinosaurios junto a la pecadora especie humana en el diluvio que sobrenadó Noé). El conocimiento sobre los dinosaurios es bueno y bien extendido, y pocos adultos elegidos al azar podrían estar tan informados como el padre de mi amigo. Los dinosaurios inundan la cultura infantil y avanzan sobre la adulta. Los tiranosaurios han desplazado a los flamencos en las camisetas estampadas. Hay muñecos, miniaturas, relojes e incluso portarrollos de papel higiénico con forma de dinosaurio, mientras que libros, juegos y esqueletos de plástico anatómicamente correctos saturan el mercado de los llamados juguetes educativos.
Este éxito popular va acompañado de un renovado interés entre los profesionales, motivado esencialmente por la nueva y coherente interpretación que sostienen Bakker y Horner, revisando nuestros conceptos sobre la vida y ventura de las más prominentes bestias prehistóricas. La denominada Era de los Mamíferos ha persistido, hasta ahora, durante los 60 millones de años desde la extinción de los dinosaurios. Ellos, tan desdeñados, fueron sin embargo los animales mayores dominantes sobre el planeta a lo largo de más del doble de tiempo.
Pese a este comprobado éxito, el enfoque tradicional tenía a los dinosaurios por reptiles tontos, ineficaces, torpes y lentos, de sangre fría y cerebro pequeño, tan pasados de peso que los más grandes sólo podían sobrevivir en las aguas estancadas de ciénagas y pantanos. Pero los mamíferos no evolucionaron al final del reino de los dinosaurios, aprovechando sus recién desarrollados trucos y pelajes para precipitar a esos reptiles grandullones en el camino de la extinción (comiéndose sus huevos, o cosas así). Mamíferos y dinosaurios evolucionaron al mismo tiempo y los primeros vivieron durante más de 100 millones de años (dos veces su actual reinado) como pequeñas criaturas refugiadas en los rincones y grietas de un mundo dominado por los dinosaurios.
Bakker y Horner han llegado a una solución elegante y racional a esta paradoja. Estábamos equivocados. Los dinosaurios fueron seres más listos, con una anatomía muy eficaz, probablemente sangre caliente, una compleja conducta social y cerebros adecuados a reptiles de su envergadura. Sin duda este nuevo modelo de dinosaurio promovió su actual éxito popular (todo el mundo admira a los ganadores, pese a los tópicos sobre la atracción de los desvalidos), pero sus verdaderas consecuencias ―tan inquietantes como reveladoras—, aún no han sido debidamente asimiladas.
Los dinosaurios torpes y estúpidos encajaban perfectamente con nuestra acariciada idea de la Evolución como un constante progreso que lleva inevitablemente a nosotros mismos. Pero en su nueva versión, los dinosaurios son tan meritorios como los mamíferos (sólo que diferentes) y su éxito, por encima de la capacidad de desafío de los mamíferos, implica que la Naturaleza no procede por pasos que son hitos hacia la eficacia y la inteligencia que finalmente (e inevitablemente) conducen al hombre. La propuesta de Bakker y Horner supone también el reconocimiento de que la extinción no es un signo de ineptitud, sino la inexorable consecuencia de vivir en un planeta inestable. Tanto Bakker como Horner suscriben este criterio sobre la extinción, pero rechazan un apreciable argumento en su favor, como es la idea de que un impacto extraterrestre desencadenó la extinción coordinada de los dinosaurios, junto al 50% de las especies marinas. (Debo decir que disiento de ellos en este asunto.)
De modo, querido lector, que tienes ante ti las dos cosas. Todo descubrimiento y novedad tiene su precio. Tienes un nuevo y brillante dinosaurio como icono de la cultura de consumo, pero también debes aceptar sus consecuencias para la historia de la vida y de nuestra propia especie. Nosotros no teníamos que aparecer necesariamente. La vida evolutiva es una serie de hechos complejos e impredecibles, no un angosto y recto camino hacía el progreso. Si rebobinamos la cinta de la vida hasta el centro de la hegemonía de los dinosaurios, no veremos a un tiranosaurio ilustrando una camiseta. Pero sí a uno de sus bisnietos mirando intrigado a un pequeño mamífero, preguntándose cómo esos diminutos y extraños seres peludos se las arreglan para seguir sobrellevando una vida tan marginal en su glorioso mundo.
Semejante parodia de la justicia no sería posible en la actualidad (salvo entre los fundamentalistas norteamericanos, que ahogan a los dinosaurios junto a la pecadora especie humana en el diluvio que sobrenadó Noé). El conocimiento sobre los dinosaurios es bueno y bien extendido, y pocos adultos elegidos al azar podrían estar tan informados como el padre de mi amigo. Los dinosaurios inundan la cultura infantil y avanzan sobre la adulta. Los tiranosaurios han desplazado a los flamencos en las camisetas estampadas. Hay muñecos, miniaturas, relojes e incluso portarrollos de papel higiénico con forma de dinosaurio, mientras que libros, juegos y esqueletos de plástico anatómicamente correctos saturan el mercado de los llamados juguetes educativos.
Este éxito popular va acompañado de un renovado interés entre los profesionales, motivado esencialmente por la nueva y coherente interpretación que sostienen Bakker y Horner, revisando nuestros conceptos sobre la vida y ventura de las más prominentes bestias prehistóricas. La denominada Era de los Mamíferos ha persistido, hasta ahora, durante los 60 millones de años desde la extinción de los dinosaurios. Ellos, tan desdeñados, fueron sin embargo los animales mayores dominantes sobre el planeta a lo largo de más del doble de tiempo.
Pese a este comprobado éxito, el enfoque tradicional tenía a los dinosaurios por reptiles tontos, ineficaces, torpes y lentos, de sangre fría y cerebro pequeño, tan pasados de peso que los más grandes sólo podían sobrevivir en las aguas estancadas de ciénagas y pantanos. Pero los mamíferos no evolucionaron al final del reino de los dinosaurios, aprovechando sus recién desarrollados trucos y pelajes para precipitar a esos reptiles grandullones en el camino de la extinción (comiéndose sus huevos, o cosas así). Mamíferos y dinosaurios evolucionaron al mismo tiempo y los primeros vivieron durante más de 100 millones de años (dos veces su actual reinado) como pequeñas criaturas refugiadas en los rincones y grietas de un mundo dominado por los dinosaurios.
Bakker y Horner han llegado a una solución elegante y racional a esta paradoja. Estábamos equivocados. Los dinosaurios fueron seres más listos, con una anatomía muy eficaz, probablemente sangre caliente, una compleja conducta social y cerebros adecuados a reptiles de su envergadura. Sin duda este nuevo modelo de dinosaurio promovió su actual éxito popular (todo el mundo admira a los ganadores, pese a los tópicos sobre la atracción de los desvalidos), pero sus verdaderas consecuencias ―tan inquietantes como reveladoras—, aún no han sido debidamente asimiladas.
Los dinosaurios torpes y estúpidos encajaban perfectamente con nuestra acariciada idea de la Evolución como un constante progreso que lleva inevitablemente a nosotros mismos. Pero en su nueva versión, los dinosaurios son tan meritorios como los mamíferos (sólo que diferentes) y su éxito, por encima de la capacidad de desafío de los mamíferos, implica que la Naturaleza no procede por pasos que son hitos hacia la eficacia y la inteligencia que finalmente (e inevitablemente) conducen al hombre. La propuesta de Bakker y Horner supone también el reconocimiento de que la extinción no es un signo de ineptitud, sino la inexorable consecuencia de vivir en un planeta inestable. Tanto Bakker como Horner suscriben este criterio sobre la extinción, pero rechazan un apreciable argumento en su favor, como es la idea de que un impacto extraterrestre desencadenó la extinción coordinada de los dinosaurios, junto al 50% de las especies marinas. (Debo decir que disiento de ellos en este asunto.)
De modo, querido lector, que tienes ante ti las dos cosas. Todo descubrimiento y novedad tiene su precio. Tienes un nuevo y brillante dinosaurio como icono de la cultura de consumo, pero también debes aceptar sus consecuencias para la historia de la vida y de nuestra propia especie. Nosotros no teníamos que aparecer necesariamente. La vida evolutiva es una serie de hechos complejos e impredecibles, no un angosto y recto camino hacía el progreso. Si rebobinamos la cinta de la vida hasta el centro de la hegemonía de los dinosaurios, no veremos a un tiranosaurio ilustrando una camiseta. Pero sí a uno de sus bisnietos mirando intrigado a un pequeño mamífero, preguntándose cómo esos diminutos y extraños seres peludos se las arreglan para seguir sobrellevando una vida tan marginal en su glorioso mundo.
Revista ALGO, junio de 1987.
Vaya, que buen articulo, me gusto mucho, felicidades
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