domingo, 23 de diciembre de 2007

«Anarcoterrorismo»

Según noticias un tanto vagas, la policía ha bautizado con el evocador nombre de anarcoterroristas a individuos relacionados con la delincuencia común, que atentan contra la seguridad de personas o cosas sin aparente causa política para ello, a no ser por la necesidad de manifestación dramática de un rechazo indiscriminado del orden legal, para dotarse de una fuerza de presión, influencia y prestigio en el mundo carcelario en favor de una categoría especial de presos.

La policía parece que vincula a esos anarcoterroristas con el trato penitenciario de los llamados presos peligrosos. La noticia se refería a un intento fallido de hacer explotar una bomba de pólvora prensada, dotada de temporizador, en un local de Instituciones Penitenciarias. Y este hecho se ha puesto en relación con las cartas-bomba que han recibido ciertos periodistas que escribieron precisamente sobre presos peligrosos. Si esto es cierto, no pueden ser llamados anarcoterroristas, pues no son anarquistas ni ácratas. Creen en la realidad del subpoder carcelario y quieren participar en él, aterrorizando a la autoridad penitenciaria y a los informadores del submundo salvaje de las prisiones donde reina la ley del más feroz.

Todo acto terrorista, desde el más liviano al más desastroso, implica un atentado al orden legal. En este corto sentido, todos los terrorismos son iguales. Pero con tal de que se piense un poco en las estructuras de la sociedad se sabe enseguida que el orden jurídico no es un mundo autónomo que se sostenga a sí mismo con la sola fuerza de las leyes, y al que se pueda atacar mediante el terror sin afectar al orden social o político. El orden legal necesita estar constantemente apoyado en el orden social, del que es su expresión coactiva, y perentoriamente ayudado por el orden político del que emana. El terrorista tiene que atropellar las leyes para perturbar con sus atentados a la moral de lo que considera, casi siempre con error, el centro de gravedad del equilibrio político o social.

El viejo anarquista partidario del terror era un antipolítico magnicida. La clásica violencia del anarcosindicalismo era antimaquinista. Ser anarquista o ácrata no es carecer de ideología política, sino profesar como religión la ideología del antipoder. El anarquista no quiere mandar en otros ni que otros manden en él. Encarna en su vida el ideal de la independencia personal. Concibe el mundo como los antiguos artesanos. Su moral individual es intachable y su moral social, una utopía. Por el contrario, hoy no existe terrorismo que no derive de una ambición de poder. Sea la de dotarse de un Estado propio o de un benigno estatuto penitenciario. La finalidad del terrorismo nunca ha sido la de perturbar el orden legal para obtener ventajas legales de ese mismo orden al que ataca. Esa es la esencia del chantaje político, no la del terror público.

Esto no quiere decir que en el terrorismo político no se den las condiciones requeridas para la explotación del chantaje en aspectos secundarios o accidentales, como el tratamiento de los presos. Pero esa no es en absoluto la finalidad del terrorismo. La expresión anarcoterrorismo supone en realidad una contradicción en los términos. Ningún anarquista puede ser hoy terrorista. Supondría una negación de sí mismo. El terrorismo antiglobalizador tampoco es anarquista. La presencia de algún extranjero en el tipo de terrorismo carcelario que comentamos, no significa que tenga conexiones internacionales. Y el solo hecho de que la policía tenga que distinguir a estos terroristas con un nombre romántico, demuestra que la tesis del gobierno sobre la igualdad de todas las formas de terrorismo no tiene otro fundamento que el de igualarlas a todas en la represión.

ANTONIO GARCÍA TREVIJANO, 2002.

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