Señoras y señores, antes que nada quiero presentarme: soy ateo, y mis padres también lo eran… Y mis abuelos, y los padres de mis abuelos. Resulta que en mi familia todos hemos sido ateos desde hace más de ciento cincuenta años. La buena noticia es que no nos ha pasado nada y hemos vivido de puta madre.
Este regalo que me dieron mis padres me ha permitido vivir sin miedo a un dios, buscar en mi corazón las razones para amar a los demás y en mi conciencia lo que es el bien y el mal… Ese don tan maravilloso es lo que deseo regalarte, querido público.
[…]
Cuando yo era pequeño, en Italia, mi padre me decía siempre:
─Nunca te acerques a un cura; es mala gente… Si te pilla, te puede violar… Para protegerte, cuando veas pasar uno, tienes que tocarte los cojones con una mano y hacer así con los dedos…
Leo hace el clásico gesto italiano de los cuernos.
… para protegerte del mal de ojo.
Pensándolo bien, ésa fue la única clase de religión que he tenido en mi vida.
[…]
Hay un tema del que hablan mucho los creyentes: que tarde o temprano, cuando se acerca la muerte, los ateos se asustan y en los últimos instantes se arrepienten y buscan el consuelo en Dios.
Bueno, ya veremos.
Lo único que puedo decir es que vi morir a mi abuelo. A los ochenta y cuatro años, en su cama. El doctor estaba allí, con él, en su dormitorio, y nosotros, la familia, fuera. Sabíamos que estaba muy enfermo.
El doctor salió y nos dijo que era mejor que nos quedáramos dentro porque podía morir en cualquier momento. Entramos todos y yo me puse a un lado de la cama y le cogí una mano entre las mías… Ya respiraba con dificultad, sus ojos estaban cerrados. Y yo me quedé mirándolo, y pensé en su vida. Había sido un gran payaso y un gran equilibrista, y su especialidad era subir escaleras libres, es decir, sin apoyos. Era un gran señor del circo. Un hombre trabajador, decidido, imaginativo y valiente. También era humilde, sorprendentemente humilde. Con su muerte desaparecía un capítulo de la historia de la Pista. Y pensando en esto pasó un buen rato. De repente, ¡mi abuelo abre los ojos! Me asusto… El abuelo me mira y, muy despacio, me atrae hacía él con una mano. Quiere decirme algo. Me acerco a sus labios pero no consigo entender sus palabras; le faltaba el aliento. Me mira otra vez y, despacio, se mira la mano que le queda libre… El puño está cerrado con el dedo medio extendido… Y así murió, con una dulce sonrisa en los labios.
Leo levanta el dedo en ademán de a tomar por culo.
Y yo pensé: «Con dos cojones, abuelo, has muerto ateo…». Yo también me quiero morir así.
LEO BASSI, La Revelación, 2007.
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