Por Angel J. Cappelleti, 1981.Cuando el Congreso internacional reunido en la sala Pétrelle de París, entre el 14 y el 20 de julio de 1889, decidió organizar cada año «una gran manifestación internacional… en todos los países y ciudades a la vez», con el objeto de lograr la jornada de ocho horas, fijó ya como fecha para la misma el 1º de Mayo. Tenía en cuenta, al hacerlo, que la «American Federation of Labor», en el Congreso celebrado en San Luis, en diciembre de 1888, había adoptado esa fecha para una manifestación análoga.
Pero, como bien hace notar Dommanget, en «la célebre resolución del Congreso de París que, hablando con propiedad, es el acta de bautismo del 1º de Mayo internacional, no se hace en absoluto cuestión de fiesta, sino de manifestación». Se trataba, en efecto, de presionar a los poderes públicos y de exigir una reivindicación esencial para la clase obrera. En un artículo famoso y muchas veces citado de Jules Guesde sobre los orígenes del 1º de Mayo tampoco se mencionaba para nada la palabra «fiesta»: se hablaba, más bien, de manifestación, impulso, imitación.
Los anarquistas, que habían protagonizado el movimiento por las ocho horas en los Estados Unidos y que habían dado la sangre de los mártires, no tenían una opinión unánime sobre la participación en las jornadas del 1º de Mayo. Todos convenían, sin embargo, en aquellos momentos aurorales, en repudiar la idea de «fiesta» para ese día. El Pére Peinard, el famoso remendón libertario, sostenía que «son los cobardes y los frenadores del socialismo quienes han “cortado el chicote al aire protestador y frondoso del 1º de Mayo”, ladrando que era la fiesta del proletariado, al mismo tiempo que procesionaban ante los poderes públicos».
Pero no fueron sólo los anarquistas sino también la inmensa mayoría de los socialistas quienes rechazaron al principio la idea de convertir el 1º de Mayo en fiesta del trabajo. Las razones de tal rechazo, que duró por lo menos hasta la Primera Guerra Mundial, son muy comprensibles. Una fiesta significa la celebración de un triunfo, el recuerdo de una victoria. Pero la clase obrera, aun después de la conquista de la jornada de ocho horas, estaba lejos de haber triunfado. Si se podía hablar de fiesta no era, en todo caso, sino una fiesta del futuro, para cuando, como escribía Adrien Véber, «el victorioso empuje del socialismo y la instauración progresiva del colectivismo transformarán en una verdadera fiesta este austero aniversario, este acto de fe revolucionaria y de comunión internacional».
Algún historiador superficial podría imaginar hoy, leyendo los periódicos socialistas y anarquistas de la época, que tal oposición a celebrar una fiesta del trabajo y del trabajador obedecía a un escrúpulo del revolucionarismo doctrinario o constituía una mera formalidad protocolar. Basta con recordar, sin embargo, para aventar tan ligeras suposiciones, que quienes pretendían instituir el Primero de Mayo como fiesta internacional del trabajo eran nada menos que los personeros de la burguesía y representantes oficiales y oficiosos del gobierno. Nada más conveniente para ellos, sin duda, que convertir la fecha en una celebración poética o, mejor aún, en una concelebración de la naturaleza primaveral y del trabajo humano. Nada mejor que los cánticos jocundos y las guirnaldas de flores para exaltar la concordia de clases y la armonía social. No olvidaban éstos que ya los romanos habían celebrado el 1º de Mayo como festividad de las flores y de los cereales, ni, por otra parte, que en Australia el reformismo obrero había logrado, desde 1855, la jornada de las ocho horas, por lo cual celebraba la fiesta del trabajo en fecha próxima, esto es, el 21 de abril.
El movimiento obrero internacional y particularmente los anarquistas se negaron rotundamente a cohonestar este fraude y a colaborar con la domesticación de una fecha que había sido y quería seguir siendo clasista y revolucionaria.
Sin embargo, lo que no podía ser una «fiesta» de la armonía social y una celebración de la paz de los esclavos con el amo benévolo, se transformó pronto en algo más que una movilización por las ocho horas. Adquirió un significado trascendente al unirse al recuerdo fervoroso de los mártires de Chicago y llegó a ser día ecuménico de los trabajadores en lucha y, si así pudiera decirse, también «fiesta» de la sangre y del sudor del pueblo, más parecida por eso a una conmemoración religiosa que a una efemérides nacional o a un cumpleaños del gobierno.
Como tal se celebró, durante muchos años, en la mayoría de los centros obreros de Europa y de América, desde París a Buenos Aires y desde Río de Janeiro a Berlín. Y no dejó de presenciar, a través de los años, la caída de nuevas víctimas de la represión policial. Así, para citar sólo dos ejemplos de países muy distantes entre sí, en Fourmies, Francia, en 1891, las fuerzas policiales dispararon sobre una multitud desarmada y pacífica y dieron muerte a varios hombres, mujeres y niños; en Buenos Aires, Argentina, en 1904, durante la manifestación convocada por la Federación Obrera Argentina, un obrero resultó muerto y otros quince heridos.
Tuvo el 1º de Mayo, por otra parte, sus oradores, sus dramaturgos y sus poetas. Charles Gros, Etienne Pédron, Clovis Hugues, Olivier Souetre y Gastón Couté (que cantó en argot parisino al día de los trabajadores) en Francia; Emil Szepansky y Ernst Fischer, en Alemania; Amedeo Vannucci, Pietro Petrazzani y Pietro Gori (autor de un esbozo dramático donde se canta un himno proletario con la música del Nabucco de Verdi) en Italia, fueron algunos de los vates populares de la fecha proletaria. Inclusive un escritor célebre en los círculos literarios de su época, Edmundo de Amicis, el autor de la universalmente conocida y traducida novela Cuore, escribió sobre el 1º de Mayo, exhortando, un tanto ingenua y sentimentalmente, a los capitalistas a unirse al socialismo.
Sin embargo, poco a poco, el espíritu combativo que floreció en mártires y en poetas, se fue desgastando en las grandes masas obreras.
Con la domesticación de los sindicatos, ya sea por la complicidad del voto (que eleva a sus dirigentes al parlamento), ya por la implacable maquinaria del partido único y del Estado omnipotente, el 1º de Mayo comenzó a perder su significado prístino de manifestación internacionalista y clasista, de rememoración dolorida, pero combativa, del martirio de Chicago.
En algunos países, que dejaron de celebrar la fiesta del trabajo el 19 de marzo, día de San José, para trasladarla al Primero de Mayo (de acuerdo con el criterio de la clase obrera), la fecha se sigue celebrando con misas y tedéums. En otros, da lugar a desfiles marciales, bajo la paternal mirada de los nuevos amos. En otros, en fin, el 1º de Mayo es recordado en programas de radio y televisión, ocupa las columnas de la prensa burguesa y ocasiona piadosas congratulaciones en las cámaras legislativas y en las centrales patronales.
Todo esto comporta una tergiversación que podría considerarse cómica, si no tuviera mucho de trágica. Dijo muy bien el anarquista gallego Ricardo Mella (en La tragedia de Chicago): «Los años siguientes al bárbaro sacrificio (de los mártires de Chicago) se luchó valientemente; la huelga general ganó las voluntades y cada 1º de Mayo se señaló por verdaderas rebeldías populares. Los aldabonazos de la violencia repercutieron terroríficos en diversas naciones. Y a través de este periodo heroico, las ideas de emancipación social han adquirido carta de naturaleza en todos los pueblos de la Tierra. No espantan ya a nadie las ideas socialistas o anarquistas. De ellas andan contagiadas las mismas clases directoras. En sus bibliotecas hay más libros sediciosos que en las casas de los agitadores y de los militantes del obrerismo revolucionario. Y acaso también en los cerebros de aquéllos, más gérmenes de revueltas y de violencia que esperanzas en los corazones proletarios. Ha pasado la época heroica. Se ha falseado el significado del 1º de Mayo. Se lo ha convertido en un día ritual, de culto, de idolatría. La liturgia socialista no sabe pasarse sin iconos, sin estandartes, sin procesiones».
¿Puede volver el 1º de Mayo a conquistar su sentido originario? Evidentemente no, mientras el movimiento obrero no deje de ser un apéndice de los partidos políticos o un servil instrumento del Estado, mientras no logre enfrentar de nuevo (con otros métodos, pero con el mismo espíritu de los primeros años) al avasallante capitalismo de las transnacionales y al letárgico capitalismo de Estado, que gusta disfrazarse de socialismo.