«Así, sin razón alguna, aparte del propósito de dotar a pesar suyo a su hermano mayor José y de imponerle el gobierno de un reino, el emperador atrajo al rey de España, Carlos IV, y a su hijo Fernando a Bayona, en territorio francés, y por la amenaza obligó a los dos príncipes a la abdicación; pero la nación no se dejó dar tan fácilmente como una corona, y resistió con una valentía no excedida jamás. En ninguna ciudad sitiada se vio ejército más fríamente resuelto a morir que la guarnición de Zaragoza; cuando sus defensores, luchando de casa en casa y viendo estrecharse en su rededor el círculo de fuego, fueron a arrodillarse en la iglesia, cubierta con negras colgaduras, asistieron a sus propios funerales. Pero a hombres indiferentes ante su propia muerte no les ofuscaban los crímenes de la guerra ni sus horrores consiguientes: la atávica ferocidad manifestada durante la guerra de siete siglos contra los moros y después durante el período fanático de la Inquisición, se despertó contra el extranjero, que, por su parte, era el ejecutor de la violencia y la crueldad; jamás se vieron escenas más repugnantes que las reproducidas en Los Desastres de la Guerra, testimonio que nos ha dejado Goya, tomado de la atroz realidad, de aquellos años sangrientos. Por lo demás, la Guerra de la Independencia española contra los ejércitos de Napoleón fue en su esencia íntima mucho más inspirada por el odio religioso que por las predicaciones políticas. Verdad es que en su aspecto general se nos presenta como el despertar de un pueblo contra su opresor, pero ese pueblo obedecía antes a sus sacerdotes, que veían en los franceses hombres sin fe, ateos, revolucionarios y destructores de imágenes. El enemigo era principalmente calificado de “hereje” y de “judío”, y eso es lo que dio su carácter feroz a la guerra de España. Al final de la matanza, los generales de Napoleón, cuyas victorias eran inútiles, debieron evacuar la península, llevando con un gran botín los restos de sus ejércitos, hostigados por los ingleses de Wellington, otros herejes e hijos del diablo con quienes fue preciso transigir.»
Y el segundo de Mijail Bakunin en Estatismo y anarquismo:
«España, desviada de su vida normal por el fanatismo católico y por el despotismo de Carlos V y Felipe II, y enriquecida repentinamente, no por el trabajo del pueblo, sino por la plata y el oro americano en los siglos XVI y XVII, intentó cargar sobre sus hombros el honor poco envidiable de la fundación, por la fuerza, de una monarquía mundial. Pagó cara su presunción. El período de su potencia fue precisamente el comienzo de su empobrecimiento intelectual, moral y material. Después de una corta tensión sobrenatural de sus fuerzas, que la ha hecho temible y odiosa en toda Europa, pero que logró detener por su momento, sólo por un momento, el movimiento progresivo de la sociedad europea, apareció de repente exhausta y cayó en un grado extremo de entorpecimiento, de debilitamiento y de apatía en que ha quedado, definitivamente, deshonrada por la administración monstruosa e idiota de los Borbones, hasta el instante en que Napoleón I, por su invasión rapaz en su confines, la despertó de sus dos siglos de sueño.
»Se vio que España no estaba muerta. Fue salvada del yugo extranjero por una insurrección puramente popular y demostró que las masas populares, ignorantes e inermes son capaces de resistir a las mejores tropas del mundo, siempre que estén animadas de una pasión fuerte y unánime. España probó más, y principalmente que para conservar la libertad, las fuerzas y las pasiones del pueblo, incluso la ignorancia es preferible a la civilización burguesa.
»En vano los alemanes se vanaglorian y comparan su insurrección nacional —pero estuvo lejos de ser popular— de 1812 y 1813 con la de España. Los españoles, aislados, se levantaron contra la potencia colosal del conquistador hasta entonces invencible; mientras que los alemanes no se levantaron contra Napoleón más que después de la derrota completa que sufrió en Rusia.»
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