Lo que habitualmente se denomina darwinismo social fue la fusión, en la década de 1879, de las ideas evolucionistas con un programa político conservador, al elevar a la categoría de «ley natural» las virtudes tradicionales de la confianza en la capacidad propia, la austeridad y la industria, gozó de un especial favor entre los hombres de negocios norteamericanos. Sus abogados, que se basaron más en los escritos de Herbert Spencer que en los de Charles Darwin, instaban a la implantación de la política del laissez-faire dirigida a eliminar a inadaptados, ineficientes e incompetentes.
Uno de los portavoces destacados del darwinismo social, William Graham Sumner, de la universidad de Princeton, creía que los millonarios eran los individuos más «aptos» de la sociedad y merecían los privilegios de que disfrutaban. Habían sido «seleccionados naturalmente en el crisol de la competencia». Andrew Carnegie y John D. Rockefeller estaban de acuerdo con esas ideas y se adhirieron a concepciones similares, pues pensaban que proporcionaba una justificación «científica» a los excesos del capitalismo industrial.
El darwinismo, al igual que otras grandes verdades, parecía prestarse a los programas políticos más salvajemente contradictorios según quién fuera su intérprete. Edward Bellamy, el crítico social utópico, pensaba que la total eliminación de la competencia aceleraría la perfección evolutiva. La cooperación y el socialismo podrián producirse por pasos lentos; al fin y al cabo, Darwin había enseñado que la «naturaleza no da saltos». La respuesta de Sumner fue que el socialismo era «un plan para nutrir a los menos aptos y, no obstante, progresar en civilización», lo que equivalía a una imposibilidad evolucionista.
Karl Marx escribía a su amigo Friedrich Engels que la teoría de Darwin era la base «requerida en historia natural» para la filosofía llamada por él «socialismo científico». En el «materialismo» de Darwin encontró Marx la munición contra el «derecho divino» de los reyes y la jerarquía social sostenida por la religión. Y la idea de que la evolución es una historia de conflicto competitivo casaba bien con su ideología de la «lucha de clases».
Marx envió a Darwin un ejemplar de su obra principal Das Kapital (El capital), publicada en 1867, pero el naturalista nunca lo leyó (las páginas no fueron cortadas). Tanto comunistas como capitalistas declaraban ser «darwinistas sociales», aunque sus razones eran muy diferentes. Engels elogió a Marx afirmando que había descubierto las leyes de la sociedad humana, como Darwin había descubierto las de la naturaleza.
Cuando la genética mendeliana se puso de moda, hacia 1900, la idea de saltos evolutivos discontinuos en la naturaleza sugirió un fundamento para la revolución en el ámbito social. Algunos ideólogos se apoderaron de ella como el antídoto frente a los «cambios lentos y constantes» de Darwin. Sin embargo, tras la Revolución rusa, los «mendelistas» fueron denostados por los científicos doctrinarios soviéticos. Ahora, mediante la «mejora» del campesinado, se lograría una nueva sociedad que produciría un «progreso» genético acumulativo. Bajo la tiranía de la «demostración» de la «herencia por uso», falsificada por Lysenko, los científicos doctrinarios se negaron a creer que cada generación debía ser educada de nuevo.
Los anarquistas, cuyo portavoz fue Piotr Kropotkin, un príncipe ruso que despreciaba los excesos de la nobleza, proclamaron otra filosofía darwiniana. Kropotkin partió de la conducta social cooperativa de los animales y de ciertos pasajes de la obra de Darwin Descent of Man (Origen del hombre) (1871). Según él, la cooperación social natural era la verdadera forma del darwinismo social.
En su libro Apoyo mutuo (1902), Kropotkin mantenía que la evolución había generado muchos comportamientos sociales en el seno del mundo natural; la supervivencia dependía a menudo de que los individuos cooperaran en beneficio mutuo. Su filosofía anarquista no consistía simplemente en una ausencia de reglas y orden en que todos y cada uno camparían por sus respetos. Kropotkin creía profundamente que, si la humanidad se liberaba de instituciones opresivas y corruptoras, se impondría por sí mismo un orden natural y armónico. La cooperación para el bien común en una sociedad sin clases era, pensaba él, la base de la naturaleza humana en su estado natural.
Los teólogos liberales vincularon el darwinismo con el progreso social como parte del plan divino. Muchos cristianos descubrieron en la evolución un inevitable «ascenso» de la humanidad. El hombre no era un ángel caído, sino un simio elevado que todavía progresaba hacia lo alto.
El reverendo Henry Ward Beecher, el predicador protestante más popular de Norteamérica, enseñaba que el plan de Dios consistía en perfeccionar al ser humano de manera continua. Todavía quedaría por delante el progreso moral hacia un tipo de ser superior y los pecados serían meros deslices que nos retrotraerían a un comportamiento más animal. Mientras los teólogos cristianos se liberaban de la culpa y el pecado original, los darwinistas sociales, como William Graham Sumner, parecían estar tan movidos por su rígido deber para con la «competición» evolucionista, como pudo haberlo estado cualquier calvinista por su deber para con Dios.
Thomas Henry Huxley consideraba la evolución en la naturaleza como algo sanguinario y despiadado, pero pensaba que el ser humano está obligado a dejarla tras de sí y buscar una vía mejor. Huxley enseñaba que las personas tienen la posibilidad de no aceptar la «ley de la jungla», y deben, en cambio, luchar por una sociedad compasiva y humana.
Ernst Haeckel, el destacado evolucionista alemán, pensaba, por el contrario, que el hombre debe «amoldarse» a los procesos de la naturaleza, al margen de su carácter despiadado. Los «más aptos» no han de obstaculizar nunca las leyes del progreso evolutivo. En su formulación extrema, esta idea social fue utilizada por la Alemania nazi para justificar la esterilización y el asesinato masivo de las «razas no aptas», «incompetentes» e «inferiores».
Las ideas de Darwin en política eran liberales (a veces radicales) para su época; su compasión hacia los desamparados era excesiva para un darwinista social en el sentido anglonorteamericano del término. En cierta ocasión se rió de una observación satírica según la cual él «habría demostrado que “la fuerza tiene la razón” y que, por tanto, Napoleón está en lo cierto, así como también cualquier comerciante marrullero». Darwin se opuso apasionadamente a la esclavitud, fue conocido por su gran indulgencia como juez, hizo campaña en contra de las prácticas abusivas del trabajo infantil y fue admirado entre sus paisanos por sus actividades filantrópicas.
No obstante, se había resignado al sometimiento de los pueblos tribales considerados «inferiores» por la mayoría de los ingleses. Había sido testigo directo del exterminio de los indios sudamericanos por el ejército argentino y pensaba que la masacre de los indígenas australianos y tasmanos era el resultado inevitable del choque entre razas «avanzadas» y «salvajes».
A veces, los ingleses constructores del imperio hablaban de las «cargas del hombre blanco» que pesaban sobre ellos; el deber de las naciones «civilizadas» de llevar el progreso material y moral a las razas «retrasadas». En una carta personal a un amigo, Darwin observó con ironía que la mejora de muchas poblaciones nativas estaba consistiendo en «barrerlas de la faz de la Tierra».
Richard Milner, Diccionario de la Evolución.
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