«Somos afortunados por estar vivos y, por lo tanto, debemos valorar la vida. La vida es preciosa. Nunca tendremos otras. Es ésta. No la desperdicien. Abran sus ojos. Atesoren las experiencias que tengan y no pierdan su tiempo preocupándose acerca de una futura, inexistente, vida después de la muerte. Procuren hacer ahora el mayor bien posible a los demás. Procuren vivir la vida tan plenamente como puedan, en el tiempo disponible que les quede.»
RICHARD DAWKINS
Y con estas palabras finalizamos las Terceras Jornadas Ateas y Blasfemas del 2009. Esperemos en el próximo año continuar con ellas, ese es mi deseo, y el de todos.
No hay más, se acabó.
El timo de la religión
ResponderEliminarGONZALO PUENTE OJEA
Público.es, 10 Abr 2009
Un timo es la “acción y efecto de timar”, y por timar debe entenderse, en su acepción general, “quitar o hurtar con engaño”. Pero, en un sentido más específico y relevante, timo significa “engañar a otro con promesas y esperanzas” (DRAE). En esta clase de engaños existe una subclase especialmente dramática, en virtud del alcance y las consecuencias que puede tener en la vida personal de los timados. Me refiero al timo de la religión.
Lo que en este timo resulta definitorio consiste en prometer algo que es de toda evidencia contra natura: la negación de la muerte y la afirmación de una felicidad plena. Por esta razón nuclear y fantástica, y por algunos de sus corolarios, al timo religioso le ha cabido el honor histórico de ser el padre de los demás timos, y así, el más pernicioso, pues su engaño descansa sobre el mito más irreal generado por la mente humana: el de la existencia de almas y espíritus inmateriales como entes reales, y también de sus derivados, los dioses de los politeísmos, el Dios de los monoteísmos y los espíritus de los panteísmos.
Para que ocurra un timo se precisa una relación de engaño entre dos sujetos: el timador y el timado. Y además se requiere un referente que especificará la naturaleza concreta del engaño. En esa relación, el oferente promete lo que en la fase profética de la religión se llamó la salvación personal, porque está asistido por Dios o el gran Espíritu y cuenta con su delegación. Es decir, actúa por procuración divina o parte ya como un redentor divinizado que ostenta el poder de cumplir la realización de las promesas pactadas. Porque el vínculo personal constituido por la fe religiosa es un contrato sinalagmático (del verbo griego synallásso o synallátto: unir, pactar, conciliar), por el cual el oferente propone al ofertado una especie de trato jurídico recíproco que obliga a ambos al cumplimiento íntegro de lo prometido, de modo que, en caso de incumplimiento, las partes asumen la condición de felones según quien sea o no el culpable de la ruptura.
Sin embargo, la constatación del incumplimiento que debe exhibir la parte que se considere perjudicada resulta muy problemática en el momento de atribuir la carga de la prueba. Si esto ya es así en las causas jurisdiccionales terrenales, imagínese el lector qué sucede cuando el contrato recae entre almas, espíritus y dioses, entre ángeles y demonios o entre la demás ralea de esos espacios celestes o infernales en los que se lucha por premios o castigos eternos, o por rebajas de pena a golpe de costosísimas indulgencias, o por intercesiones de vírgenes y santos con clientelas propias, con trámites complejos y costosos en los cuales los “económicamente débiles” suelen estar en condiciones evidentes de inferioridad. Una dificultad prácticamente insuperable se presenta cuando el máximo tribunal divino tiene que decidir quién se ha salvado o condenado, estableciendo así, sin réplica, lo siguiente: si se ha producido ya un incumplimiento insanable; quién ha sido el imputable, y qué pena o premio le corresponde. En esta coyuntura se da la curiosísima situación de que el tribunal divino es juez y parte, y por su propia entidad es omnisciente, justiciero y misericordioso. Cualquier intención del condenado de clamar inocencia no sólo pondría en cuestión la excelencia del tribunal, sino que su rebeldía demostraría la justicia de la sentencia y su ineludible condición de réprobo.
Lo chocante y espantoso del timo religioso consiste en su inicua ventaja sobre los timos mundanos: mientras todos los códigos jurídicos modernos establecen garantías en relación con la celebración y el cumplimiento de los contratos –exigiendo una eficiente identificación personal de los contratantes o una declaración de sus voluntades sin coacción o intimidación, etc.–, las confesiones de fe se atribuyen ritualmente por las Iglesias a recién nacidos, enfermos, moribundos, torturados en las mazmorras de la Inquisición o poblaciones enteras en virtud de concordatos fraudulentos que enajenan la voluntad de las personas y la soberanía de los Estados. Los fieles depositan sus conciencias en el palio de sus iglesias mediante una fe transmitida mecánicamente en el hogar y la escuela, una fe meramente gestual y vehiculada por mitos infantiles y creencias que, al ser aceptadas sin verdadera convicción y sin escrutinio intelectivo, degradan la dignidad humana y dañan la capacidad cognitiva de sujetos dotados de los atributos innatos de inteligencia y creatividad.
Cuando las instituciones religiosas barruntan superficialmente su responsabilidad e imputabilidad éticas, improvisan actitudes de arrepentimiento que se quedan en imploraciones insinceras de perdón colectivo. Pero no cesan en su ejercicio del timo religioso, alimentado por su implacable proselitismo universal a favor del timo supremo de “la vida después de morir”. Pero, ¿cómo certificar que se produjo el timo, si no hay testigos de vista de los hechos trascendentales? En último término, el timado tendrá solamente la consolación de la esperanza; sin embargo, como quiera que esa esperanza se cifra en imposibles, resultará siempre frustrada. Ahora bien, una institución carece de conciencia y no es imputable de engaños o timos. Sólo son responsables los individuos en función de sus propios actos. Por consiguiente, las Iglesias ni pueden pedir perdón ni ser perdonadas, a no ser por medio de la irresponsable escenificación de un engaño suplementario. Son los sacerdotes y demás hombres de Iglesia, y sólo ellos, quienes deberían responsabilizarse personalmente del engaño mediante el cumplimiento de las sanciones penales, previa restitución a las víctimas por los daños causados; y, en caso de muerte, serán sus sucesores los obligados a prestar las correspondientes reparaciones físicas y morales.
Un comentario más que acertado. Tanto el de Gonzalo Puente Ojea, en su amplitud, como las viñetas de la entrada en su brevedad.
ResponderEliminarNo puedo más que estar de acuerdo.
¡Muy buenas y bienvenido!
ResponderEliminarLo de las viñetas se puso porque es real, cuando los creyentes atacan con vehemencia a sus contrarios, están ejerciendo su libertad de expresión; pero cuando son criticados, somos unos intolerantes nosotros.
Me he equivocado, Mortfan1...
ResponderEliminar¡Bienvenida seas! Ya que eres mujer.
Jaja! No pasa nada. Sí lo de las viñetas es más que cierto. No hay nada como intentar explicar tus puntos de vista(ni siquiera es necesario atacar a otros) para que todos los que no estén de acuerdo te tachen de quitar la libertad a los demás. La última: una creyente que me tachó de dictadora facha(con dos cojones) por decir que no creía en dios y que no veía el "bien social" que ella decía que ejercía la iglesia. En fin. Lo que tiene que oír una de vez en cuando...
ResponderEliminarO tenemos el ejemplo más reciente del Bus ateo. La Iglesia hace sus profesiones, que todos aguantamos; sus manifestaciones en contra del aborto, que no comparto; sus actos religiosos oficiales o la asignatura de religión. Si lo criticamos somos unos intransigentes y hasta antidemocráticos; pero ellos pueden decir todo lo que quieran en contra de la propaganda que se ha pagado una organización atea (en palabras del Cesar Vidal: un acto infantil), y esto sí que lo debemos soportar. Libertad y democracia para ellos, y la más absoluta imposición a nosotros los ateos y laicos; cuando el laicismo —que tanto temen— les garantiza la libertad de cultos.
ResponderEliminarSí, efectivamente fue discutiendo sobre ese tema. Yo decía que si no les gustaba lo que rezaba el cartel del autobús... que no lo miraran. Y ya está. A mí no me gusta que haya cientos de iglesias... y son mucho más visibles que un cartel en un bus. En fin, lo primero criticaron que no creyera, después educadamente les expliqué mis razones y me insultaron. Al final, como te digo, acabé siendo facha, dictadora, inquisidora amoral(que tócalte las narices) y antisemita(esto por decir que la iglesia alemana había apoyado el régimen nazi, al menos de cara a la galería). Además de mamarracha y oportunista. Te juro que no tengo idea de cómo llegó ahí la cosa.
ResponderEliminarSí puedo decir que yo no los insulté en ningún momento y yo no paré de recibir hasta que me cansé y dejé la discusión. Pero bueno, ya se sabe, libertad para todos por igual... pero unos más iguales que otros.
Pues yo, muchas veces, prefiero cortar inmediatamente con esta gente. Paso de discutir con ellos, no tengo la más mínima intención de convencerles, allá ellos con sus creencias, y lo mismo digo para mí, que no lo intenten conmigo.
ResponderEliminarYa, pero cuando de entrada tú haces un comentario inocente y ellos se ponen a insultarte, pues te jode. Y, como les dije, no me iba a poner a su altura, así que les di mi opinión sobre el tema y me despedí educadamente. Cosa que ellos no fueron capaces de hacer. Luego veo esas cosas y me da la risa. Servir no sirve de nada. Pero la coña de verlos crisparse porque creen que los atacas... Bueno, el que se pica, ajos come, dice el refrán ¿no?
ResponderEliminarExacto. También está la expresión: «es como hablar a una pared.»
ResponderEliminarDiscutir con esta gente... sólo te trae malestar y fatiga. Pasas un mal rato por nada. ¡Allá ellos!