Cuento popular recogido por Fernán Caballero
Érase un mozo solariego, sin casa ni canastilla, al que tocó la suerte de soldado. Cumplió su tiempo, que fue ocho años, y se volvió a reenganchar por otros ocho, y después por otros tantos.
Cuando hubo cumplido estos últimos ya era viejo y no servía ni para ranchero, por lo que le licenciaron, dándole una libra de pan y seis maravedís que alcanzaba de su haber.
—¡Pues dígale a usted —pensó Juan Soldado cogiendo la vereda—, que me ha lucido el pelo! ¡Después de veinticuatro años que he servido al rey, lo que vengo a sacar es una libra de pan y seis maravedís! Pero anda con Dios: nada adelanto con desesperarme, sino el criar mala sangre.
Y siguió su camino cantando:
La boca me huele a rancho,
y el pescuezo a corbatín:
las espaldas a mochila,
y las manos a fusil.
En esos tiempos andaba Nuestro Padre Jesús por el mundo, y traía de lazarillo a San Pedro. Encontrose con ellos Juan Soldado, y San Pedro, que era el encargado, le pidió una limosna.
—¿Qué he de dar yo —le dijo Juan Soldado—, yo, que después de veinticuatro años de servir al rey, lo que he agenciado no es más que una libra de pan y seis maravedís?
Pero San Pedro, que es porfiado, insistió.
—Vaya —dijo Juan Soldado—, aunque después de servir al rey veinticuatro años, solo tengo por junto una libra de pan y seis maravedís, partiré el pan con ustedes.
Cogió la navaja, hizo tres partes del pan, los dio dos, y se quedó con una.
A las dos leguas se halló otra vez con el Señor y San Pedro, el que le volvió a pedir limosna. Quiéreme parecer —dijo Juan Soldado— que les he dado nantes a ustedes, y que ya conozco esa calva; pero ¡anda con Dios! Aunque después de veinticuatro años de servir al rey, sólo tengo una libra de pan y seis maravedís, y que de la libra de pan no me queda sino este pedazo, lo partiré con ustedes.
Lo que hizo, y enseguida se comió su parte para que no se la volviesen a pedir.
Al ponerse el sol se halló por tercera vez con el Señor y San Pedro, que le pidieron limosna.
—Sobre que juraría que ya les he dado a ustedes —dijo Juan Soldado—; pero ¡anda con Dios! Aunque después de servir al rey veinticuatro años, sólo me he hallado con una libra de pan y seis maravedís, repartiré éstos como repartí el pan.
Cogió cuatro maravedís, que le dio a San Pedro, y se quedó con dos.
—¿Dónde voy yo con un ochavo? —dijo para sí Juan Soldado—; no me queda más que ayuncar al trabajo y echar el alma si he de comer.
-Maestro –le dijo San Pedro al Señor,- haga su Majestad algo por ese desdichado que ha servido veinticuatro años al rey y no ha sacado más que una libra de pan y seis maravedís, que ha repartido con nosotros.
—Bien está; llámalo y pregúntale lo que quiere— contesto el Señor.
Hízolo así San Pedro, y Juan Soldado, después de pensarlo, lo respondió que lo que quería era que en el morral que llevaba vació se le metiese aquello que él quisiese meter en él. Lo que le fue concedido.
Al llegar a un pueblo, vio Juan Soldado en una tienda unas hogazas de pan más blancas que jazmines, y unas longanizas que decían comedme.
—¡Al morral! —gritó Juan Soldado en tono de mando.
Y cáteme usted las hogazas dando vueltas como ruedas de carretas, y las longanizas arrastrándose más súpitas que culebras, encaminarse hacia el morral sin perder la derechura.
El montañés dueño de la tienda, y el montañuco su hijo, corrían detrás dando cada trancazo que un pie perdía de vista al otro; pero ¿quién las atajaba, si las hogazas rodaban desatinadas como chinas cuesta abajo, y las longanizas se les escurrían entre los dedos como anguilas?
Juan Soldado, que comía más que un cáncer, y aquel día tenía más hambre que Dios paciencia, se dio un hartagón de los cumplidos, de los de no puedo más.
Al anochecer llegó a un pueblo, como era licenciado del ejército, tenía alojamiento, por lo cual se encaminó al Ayuntamiento para que le diesen boleta.
—Soy un pobre soldado, señor —le dijo al alcalde—, que después de veinticuatro años de servir al rey, sólo me hallé con una libra de pan y seis maravedís, que se gastaron por el camino.
El alcalde le dijo que si quería lo alojaría en una hacienda cercana a la que nadie quería ir porque había muerto en ella un condenado, y que desde entonces había asombro; pero que si él era valiente y no le temía al asombro, podía ir, que allí hallaría de cuanto Dios crió; pues el condenado había sido muy riquísimo.
—Señor, Juan Soldado ni debe ni teme —contestó éste—, y allá voy a encampanarme en un decir tilín.
En aquella posesión halló Juan Soldado el centro de la abundancia: la bodega era de las famosas, la despensa de las provistas, y los soberados estaban atestados de frutas.
Lo primero que hizo a prevención, por lo que pudiese tronar, fue llenar un jarro de vino, porque consideró que a los borrachos se les tapaba la vena del miedo; en seguida encendió candela y se sentó a ella para hacer unas migas de tocino.
Apenas estaba sentado, cuando oyó una voz que bajaba por la chimenea y decía:
—¿Caigo?
—Cae si te da la gana —respondió Juan Soldado, que ya estaba pintón con los lapos de aquel rico vino que se echaba entre pecho y espalda—; que el que ha servido veinticuatro años al rey sin sacar más que una libra de pan y seis maravedís, ni teme ni debe.
No bien lo hubo dicho, cuando cayó a la mismita vera suya la pierna de un hombre: a Juan Soldado le dio un espeluzo que se le erizaron los vellos como el pelo a un gato acosado; cogió el jarro y lo dio un testarazo.
—¿Quieres que te entierre? —le preguntó Juan Soldado.
La pierna dijo con el dedo del pie que no.
—Pues púdrete ahí —dijo Juan Soldado.
De allí a nada volvió a decir la misma voz de denantes:
—¿Caigo?
—Cae si te da gana —respondió Juan Soldado dándole un testarazo al jarro—, que quien ha servido veinticuatro años al rey, no teme ni debe.
Cayó entonces al lado de la pierna su compañera. Para acabar presto, de esta manera fueron cayendo los cuatro cuartos de un hombre, y por último la cabeza, que se apagó los cuartos, y entonces se puso en pie en una pieza, no un cristiano, sino un espectáculo fiero: como que era el mismísimo condenado en cuerpo y alma.
—Juan Soldado —dijo con un vocejón que helaba la sangre en las venas—, ya veo que eres un valiente.
—Si, señor —respondió éste—, lo soy, no hay que decir ni hartura ni miedo ha conocido Juan Soldado en la vida de Dios; pues a pesar de eso, ha de saber su merced que en veinticuatro años que he servido al rey, lo que he venido a sacar ha sido una libra de pan y seis maravedís.
—No te apesadumbres por eso —dijo el espectro—, pues si haces lo que te voy a decir, salvarás mi alma y serás feliz. ¿Quieres hacerlo?
—Sí, señor; sí señor; mas que sea lañarle a su merced los cuartos para que no se le vuelvan a desperdigar.
—Lo malo que tiene —dijo el espectro—, es que me parece que estás borracho.
—No, señor; no, señor; no estoy sino calomelano, pues ha de saber su merced que hay tres clases de borracheras: la primera; es de escucha y perdona; la segunda, es de capa arrastrando; y la tercera, de medir el suelo: yo no he pasado de escucha y perdona, señor.
—Pues sígueme —dijo el espectro.
Juan Soldado, que estaba peneque, se levantó haciendo su cuerpo para aquí para allá, como santo en andas, y cogió el candil; pero el espectáculo alargo un brazo como una garrocha y apagó la luz.
No se necesitaba, porque sus ojos alumbraban como dos hornos de fragua.
Cuando llegaron a la bodega, dijo el espectro:
—Juan Soldado, toma una azada y abre aquí un hoyo.
—Ábralo usted con toda su alma si le da la gana —respondió Juan Soldado—, que yo no he servido veinticuatro años al rey sin sacar más provecho que una libra de pan y seis maravedís, para ponerme ahora a servir a otro amo que puede que ni eso me dé.
El espectro cogió la azada, cavó y saco tres tinajas, y le dijo a Juan Soldado:
—Esta tinaja está llena de cuartos, que repartirás a los pobres; esta otra está llena de plata; que emplearás en sufragios por mi alma; y esta última está llena de oro, que será para ti si me prometes emplear el contenido de las otras según lo he dispuesto.
—Pierda su merced cuidado —respondió Juan Soldado—; veinticuatro años he estado cumpliendo con puntualidad lo mandado, sin sacar más premio que una libra de pan y seis maravedís; con que ya ve su merced si lo haré ahora en que tan buena recompensa me apromete.
Juan Soldado cumplió con todo lo que le encomendó el espectro, y se quedó hecho un usía muy considerable, con tanto oro como había en su tinaja.
Pero a quien le supo todo lo acaecido a cuerno quemado fue a Lucifer, que se quedó sin el alma del condonado por lo mucho que por ella rezaron la Iglesia y los pobres, y no sabía cómo vengarse de Juan Soldado.
Había en el Infierno un Satanasillo más lindo y más astuto que ninguno, que lo dijo a Lucifer que él se determinaba a traerlo a Juan Soldado.
Tuvo de este tanta alegría el diablo mayor, que lo aprometió al chico, si lo cumplía lo ofrecido, regalarle una jarapada de moños y de dijes para tentar y pervertir a las hijas de Eva, y una multitud de barajas y de pellejos de vino para seducir y perder a los hijos de Adán.
Estaba Juan Soldado sentado en su corral, cuando vio llegar muy diligente al Satanasillo, que le dijo:
—Buenos días, señor don Juan.
—Me alegro de verte, monicaquillo; ¡que feo eres! ¿Quieres tabaquear?
—No fumo, don Juan, sino pajuelas.
—¿Quieres echar un trago?
—No bebo sino agua fuerte.
—Pues entonces, ¿a qué vienes, alma de Caín?
—A llevarme a su merced.
—Sea en buena hora. No tengo dificultad en ir contigo. No he servido yo veinticuatro años al rey para tocar retirada ante un enemiguillo de mala muerte como tú. Juan Soldado ni teme ni debe; ¿estás? Mira, súbete en esa higuera que tiene brevas tamañas como hogazas de pan, mientras yo voy por las alforjas, porque se me antoja que la vereda que vamos a andar es larga.
Satanasillo, que era goloso, se subió en la higuera y se puso a engullir brevas, entre tanto que Juan Soldado fue por su morral, que se colgó, y volvió al corral, gritando al Satanasillo:
—¡Al morral!
El diablo chico, pegando cada hipío que asombraba, y haciendo cada contorsión que metía miedo, no tuvo más remedio que colar en el morral.
Juan Soldado cogió un dique de herrero y empezó a sacudir trancazos sobre el Satanasillo, hasta que le dejó los huesos hechos harina.
Dejo a la consideración del noble auditorio el coraje que tendría Lucifer, cuando vio llegar a su presencia a su Benjamín, a su ojito derecho, todo derrengado y sin un hueso que bien lo quisiese en su cuerpo.
—¡Por los cuernos de la Luna! —gritó—. Aseguro que ese descarado hampón de Juan Soldado me las ha de pagar todas juntas; allá voy yo por él en propia persona.
Juan Soldado, que se aguardaba esta visita, estaba prevenido y tenía colgado su morral. Así fue que apenas se presento Lucifer; echando fuego por los ojos y cohetes por la boca, plantósele Juan Soldado delante con muchísima serenidad, y le dijo:
—Compadre Lucifer, Juan Soldado no teme ni debe, para que lo sepas.
—Lo que has de saber tú, fanfarrón tragaldabas, es que te voy a meter en el Infierno en un decir Satán —dijo bufando Lucifer.
—¿Tú a mí? ¿Tú a Juan Soldado? ¡Fácil era! Lo que tú no sabes, compadre soberbia, es que quien te va a meter el resuello para dentro soy yo.
—¡Tú, vil gusano terrestre!
—Yo a ti, gran fantasmón, en un morral te voy a meter a ti, a tu rabo y a tus cuernos.
—Basta de jactancias –dijo Lucifer alargando su gran brazo y sacando sus tremendas uñas.
—¡Al morral! —exclamo con voz de mando Juan Soldado.
Y por más que Lucifer se repercutó; por más que se repeló, se defendió y se hizo un ovillo; por más que bramó, bufó y aulló, al morral fue de cabeza sin que hubiese tu tía.
Juan Soldado trajo un mazo, y empezó a descargar sobre el morral cada taramazo, que hacía hoyo, hasta que dejó a Lucifer más aplastado que un pliego de papel.
Cuando se le cansaron los brazos dejó ir al preso, y le dijo:
—Mira que ahora me contento con esto; pero si te atreves a volver a ponérteme delante, gran sinvergonzón tan cierto como he servido al rey veinticuatro años sin haber sacado más que una libra de pan y seis maravedís; que te arranco la cola, los cuernos y las uñas, y veremos entonces a quien metes miedo. Estas prevenido.
Cuando su corte infernal vio llegar al diablo mayor, lisiado, tullido, más transparente que tela de tamiz y con el rabo entre piernas, como perro despedido a palos, se pusieron todos aquellos ferósticos a echar sapos y culebras.
—Después de esto ¿qué hacemos, señor? —preguntaron a una voz.
—Mandar venir cerrajeros para que hagan cerrojos para las puertas, albañiles para que tapen bien todas las rajas y boquetes del Infierno, a fin de que no entre, no cuele ni aporte por aquí el gran insolentón de Juan Soldado —les respondió Lucifer.
Lo que al punto se hizo.
Cuando Juan Soldado conoció que se le acercaba la hora de la muerte, cogió su morral y se encaminó para el cielo.
A la puerta se halló con San Pedro, que le dijo:
—¡Hola!, bien venido; ¡dónde se va, amigo?
—Toma —respondió muy fantasioso Juan Soldado—, a entrar.
—¡Eh, párese usted, compadre, que no entra cada quisque en el cielo como Pedro por su casa! Veamos qué méritos trae usted.
—Pues no es nada —respondió Juan Soldado muy sobre sí—; he servido veinticuatro años al rey, sin sacar más recompensa que una libra de pan y seis maravedís. ¿Le parece a su merced poco?
—No basta, amigo —dijo San Pedro.
—¿Qué no basta? —repuso Juan Soldado dando un paso adelante—. Veremos.
San Pedro lo atajó el paso.
—¡Al morral! —mandó Juan Soldado.
—Juan, hombre, cristiano, ten respeto, ten consideración.
—¡Al morral! Que Juan Soldado ni teme ni debe.
Y San Pedro, que quiso que no, se tuvo que colocar en el morral.
—Suéltame, Juan Soldado —le dijo—; considera que las puertas del cielo están abiertas y sin custodia, y que puede colarse allí cualquiera alma de cántaro.
—Eso era cabalmente lo que yo quería —dijo Juan Soldado entrándose adentro muy pechisacado y cuellierguido—; pues diga usted, señor don Pedro, ¿le parece a su merced rigular que después de veinticuatro años de servir al rey allá abajo, sin haber sacado más que una libra de pan y seis maravedís, no halle yo por acá arriba mi cuartel de inválidos?
Cuentos y poesías populares andaluzas, 1859.
Juan Soldado aprovecho muy bien lo "poquito" que Dios le dio.
ResponderEliminarSe liberó de muchos "monicacos" que hay a su alrededor.