lunes, 14 de febrero de 2011

Aniversario de la muerte de Melchor Rodríguez

Hay momentos en los que algunos, en vez de dejarse llevar por los acontecimientos del momento, mantienen su integridad a pesar de tales circunstancias. Cuando el afán de venganza y crueldad primaba durante nuestra guerra civil de 1936-39, hubo alguien que mantuvo el respeto a la vida humana como guía de su conducta. En ambos bandos la muerte predominaba, tanto en el frente como en la retaguardia. Todos, prácticamente todos, fueron culpables de varios crímenes. Ante este panorama hubo un ser humano sencillo que hizo todo lo contrario para evitar más muertes de incluso sus enemigos políticos, y este personaje fue el anarquista sevillano Melchor Rodríguez García. Un auténtico humanista que fue consecuente con sus principios libertarios y no se dejo llevar por la corriente de irracionalidad y descontrol de ese periodo de nuestra historia, lo que le llevó a tener muchas enemistades entre los suyos y, en especial, de los estalinistas.

En su momento, Melchor, llegó a denunciar la presencia de muchos maleantes y delincuentes afiliados en el seno del mismo movimiento libertario, auténtica gentuza que bajo el anonimato de las masas, y refugiándose bajo unas siglas políticas y sindicales, cometieron todo tipo de atrocidades, influyendo sobre el resto que en condiciones normales ni se les ocurriría hacerlas. Ante esta marea violenta y fratricida él, Melchor, y junto a los compañeros del grupo de afinidad anarquista, fueron quienes resistieron y se negaron a dejarse arrastrar por la situación. Y lo hicieron activamente, oponiéndose a que se cometiesen más muertes en nombre de la lucha antifascista o la revolución social, cuando estuvieron al cargo de las prisiones madrileñas. Como ácratas no podían permitir que se matase a otros seres humanos indefensos por unas ideas políticas y creencias religiosas opuestas a las suyas. Fieles a sus principios anarquistas, no podían tolerar que se hiciese lo mismo que hacían, o se suponía entonces, aquellos a quienes combatían, no era muy consecuente con la búsqueda del bienestar y la libertad para todos, sin excepciones, del anarquismo.

Un día como hoy, pero de hace 39 años, moría Melchor Rodríguez, incluso con el reconocimiento de altos cargos del franquismo, a quienes salvo la vida. A pesar de estos contactos, tampoco se libró de la represión franquista y estuvo encarcelado algún tiempo durante la dictadura, igual que lo estuvo antes durante la monarquía y el periodo republicano, solamente por defender los derechos de los trabajadores a través de la CNT. Pudo formar parte del régimen de Franco, pero nunca quiso, a pesar de las ofertas, y siguió siempre afiliado y militando en el anarcosindicalismo clandestino de esos años. A pesar de las injurias que alguien ha dicho sobre él, su actitud heroica es un ejemplo a recordar. Os pongo este texto de Alfonso Domingo que escribió para la revista Germinal sobre él y sus compañeros: «Los Libertos».

Melchor Rodríguez y «Los Libertos»

Por Alfonso Domingo

Melchor Rodríguez García es una de las figuras más representativas de una corriente anarquista que tuvo en la Guerra Civil la prueba más dura a la que se puede enfrentar un libertario: defender la vida de sus enemigos acérrimos, de aquellos que seguramente no dudarían —y no dudaron— en liquidar sin remordimientos a sus oponentes obreros. Esta corriente, el anarquismo humanista, tuvo arraigo en varios grupos ácratas de Madrid, entre ellos «Los Libertos», el grupo al que perteneció Melchor desde sus inicios en la FAI. Exnovillero, oficial chapista y activo sindicalista, fue el responsable de las prisiones republicanas entre noviembre de 1936 y marzo de 1937 y posteriormente, hasta el final de la contienda, concejal de cementerios de Madrid. Como representante del consistorio madrileño, le cupo la tarea de entregar la ciudad de Madrid a los nacionales el 28 de marzo de 1939.

Es cierto que no sólo fue Melchor Rodríguez el que salvó la vida a miles de personas en el Madrid asediado por las tropas franquistas. Y que su labor fue propiciada por muchos dentro del anarquismo y fuera de él —Colegio de Abogados, Tribunal Supremo, Cuerpo Diplomático—, pero sin su decidido carácter, sin su voluntad, su desprecio del peligro y sin unas firmes ideas en las que asentarse, Melchor no hubiera podido salvar a más de 10.200 personas —número de presos en las cárceles de Madrid—, además de haber refugiado en su casa a casi medio centenar y pasar a otras a Francia.

Para hacer muchas de estas cosas, y sobre todo para parar las «sacas» y los fusilamientos de Paracuellos, Melchor se apoyó en el grupo «Los Libertos» de la FAI. Uno de sus miembros, su gran amigo Celedonio Pérez, se desempeñó bajo el mandato de Melchor como director de la prisión de San Antón. Otros colaboraron con él en la incautación del palacio del Marqués de Viana, en la calle Duque de Rivas, donde buscaron refugio gente de lo más variopinto de Madrid: curas, oficiales del ejército, falangistas, propietarios de almonedas y pequeños industriales, dueños de los talleres y garajes donde había trabajado Melchor, funcionarios del Cuerpo de Prisiones, sus familias e incluso la amante de un exministro radical con su familia.

Años de dictadura y cárcel: el Madrid de Primo de Rivera

Antes de repasar la historia de Melchor y «Los Libertos» en la Guerra Civil, para tener un poco de perspectiva, debemos echar la mirada algo más atrás y regresar a los años 20, cuando se junta en Madrid un colectivo obrero que es empleado sobre todo en las obras del Metro y de ensanche de Madrid.

Cuando, en septiembre de 1923, Miguel Primo de Rivera, espadón mayor, asume dictatorialmente el poder en España, primero desde un Directorio Militar y después desde un Gabinete Civil, sus objetivos son claros: palo duro a los obreros y recursos para la guerra de Marruecos. Entre las primeras medidas del dictador está meter en cintura a los sindicatos anarquistas, más combativos y revolucionarios que los socialistas. Los militantes confederales tienen que moverse en la clandestinidad y pasan más tiempo en la cárcel que en la calle. Mientras sus organizaciones están clausuradas, los libertarios se afilian a las Casas del Pueblo de la permitida UGT para poder seguir la lucha en secreto. Allí, en la Casa del Pueblo de Madrid, están, entre otros, Cipriano Mera, Mauro Bajatierra, Melchor Rodríguez, Antonio Moreno, Celedonio Pérez, los hermanos González Inestal, Teodoro Mora, Feliciano Benito y David Antona. Después, durante la dictadura primoriverista se agrupan en el Ateneo de Divulgación Social.

Melchor Rodríguez García ha llegado a Madrid en 1920 huyendo de la policía sevillana, que le tenía fichado como secretario del sindicato de la Madera y Carroceros, desde el que ha impulsado una huelga contra los patronos, detenido Manuel Pérez, el anterior secretario.

Hijo de familia humilde, había nacido en el barrio de Triana, en Sevilla, en 1893. Su padre trabajaba de maquinista en el puerto y su madre en la fábrica de tabacos. A los 10 años, desde que murió su padre en un accidente laboral en el puerto de Sevilla, tuvo que emplearse en los talleres de calderería y ebanistería sevillanos y olvidarse de sus pretensiones de estudiar. De aprendiz pasó a chapista, ocupación que simultaneó con su deseo de triunfar en el mundo de los toros.

Como novillero toreó en muchas plazas con éxito, como en Sanlúcar de Barrameda en 1913. Dejó la profesión tras una cogida en la plaza de Tetuán, Madrid, en agosto de 1918 y otros intentos en Salamanca, El Viso y Sevilla en 1920. Si varias cogidas le retiran de los ruedos, no ha sido menos importante su ingreso en la CNT, donde, además del médico Pedro Vallina, ha recibido las primeras lecciones sindicales de hombres tan carismáticos como Paulino Díez y Manuel Pérez, dos puntales libertarios siempre perseguidos. Paulino y Manuel han sido decisivos para que Melchor abandone los toros.

En Madrid, donde se ha casado con Francisca Muñoz, una antigua bailaora amiga de Pastora Imperio, Melchor trabaja en los mejores garajes y es cotizado por su buen hacer profesional de oficial chapista. Como en Sevilla, participa desde el momento de su llegada en la organización sindical cenetista. El entorno en el que se mueve Melchor, la flor y nata del sindicalismo madrileño, reúne no sólo a los personajes importantes de la CNT, que dirigirán los destinos de la Confederación hasta la Guerra Civil, sino que alberga en su seno las diferentes corrientes y afinidades que cristalizarán también en la FAI. Pero para eso aún tienen que pasar algunos años, años de militancia difícil, a menudo clandestina, donde esos hombres entrarán y saldrán a menudo de las cárceles —Melchor sufrió la prisión en más de treinta ocasiones en ese período—. Años en los que se fajarán en los combates sindicales, en los conflictos y las huelgas, en las asambleas y comités, en sus lecturas y discusiones.

En la mañana del 12 de diciembre de 1923, varios agentes se presentan en el piso de la calle Amparo, en el castizo barrio de Lavapiés donde vive Melchor con su mujer y su hija, con una orden de registro. Los policías pronto encuentran lo que buscan: los libros de actas, sellos de caucho y la caja del grupo sindical de constructores de carruajes del que Melchor es secretario. Ocultos en bolsas debajo de la cama, hallan abundante prensa anarquista en la cual se injuria a las autoridades y a la policía. También se incautan cartas de significados sindicalistas, nombres ocultos bajo apodos, todo lo cual es motivo de interrogatorio, de proceso con una fianza de mil pesetas que ni él ni el sindicato pueden pagar.

Desde que ha empezado a visitar con asiduidad la cárcel Modelo de Madrid, Melchor se da cuenta del desamparo de los presos y de sus familias, sabe de sus problemas y soledades, de sus desesperos, sin poder trabajar y obligando a los familiares a buscar recursos para el penado. En el sindicato, Melchor habla, recolecta, dirige campañas. La organización no debe dejar desamparados a los suyos, jamás los luchadores deben dudar del apoyo de los demás, más afortunados con la libertad.

Frente a los marxistas, doctrinarios de escuela, propagandistas en tajos y círculos, los anarquistas predican también en las cárceles. Todos los reclusos pueden ser ganados para la lucha, no hay clases en la liberación. La redención es la palabra clave. Tal y como recibió el testigo, en una cárcel, los presos políticos y sociales son su misión. A ella se dedica, nombrado por la CNT responsable nacional del Comité pro-presos. Lo suyo es la palabra, el verbo crudo de explotado, el grito de los parias de la tierra, pero eso sí, florido.

Melchor estudia. Lee los libros de los grandes autores ácratas, volúmenes usados que van de mano en mano en aquellos medios, como las revistas y periódicos. La palabra se comunica, se discute, se intercambia. La palabra se escribe, y las palabras se piensan. Junto con los presos, «las ideas» serán parte fundamental en su vida, empeño en el que se formará leyendo por las noches, robando horas al sueño y los fines de semana. Informado de los movimientos y las corrientes, Melchor se alinea en los que creen fundamentalmente en la bondad del ser humano, las personas elegirán lo correcto una vez que tengan la educación suficiente. La cultura es necesaria para darse cuenta de los problemas del mundo y cómo solucionarlos.

Pero tan importante como las ideas es la organización, la fuerza de los que libremente se asocian para conseguir aquel fin. La acción, en suma, tan cara y cercana a la praxis ácrata. Fruto de toda aquella efervescencia se constituye la FAI, siglas que llegarán a ser admiradas y temidas. La Federación Anarquista Ibérica, fundada entre paellas y sol en una playa de Valencia en 1927, agrupa a los portadores de la llama, los anarquistas de las ideas, el cerebro revolucionario que irradiará su influencia dentro de la CNT.

Junto a Melchor, en el grupo llamado «Los Libertos», se arracima una decena de hombres, gente como Feliciano Benito, Celedonio Pérez, Francisco Trigo, Salvador Canorea, Manuel López, Santiago Canales, Francisco Tortosa, Luis Jiménez, a los que se une el asturiano Avelino González Mallada a partir de 1931. Es grupo importante dentro del faísmo madrileño.

Feliciano Benito viene del grupo «Los Iguales», que formó con Pedro Merino y Mauro Bajatierra. Celedonio Pérez, Zamorano, había sido picador en las minas asturianas y en 1924, exiliado en Francia, había conocido a Durruti y Ascaso. Sobresalía en el ramo de la construcción y tenía un carácter combativo, bondadoso, optimista, con convicciones profundas, que explicaba y trasmitía bien, sobre todo a los jóvenes. Su influencia sobre otros miembros de la CNT y la FAI era evidente, como con García Pradas, al que había enseñado el anarquismo. A pesar de su corazón dañado, por lo que finalmente tuvo que dejar la construcción, era un hombre incansable y buen organizador. Manuel López, gallego, pertenecía también del ramo de la construcción. Francisco Tortosa era de esos hombres sabios y buenos, que preferían predicar entre los jóvenes de las Juventudes Libertarias. Era un asiduo de la Casa del Pueblo y del Ateneo de Divulgación Social, además de las escuelas racionalistas. Según lo describe Gregorio Gallego, advertía a todos, no sólo a los partidarios de la violencia, del riesgo de caer en una dictadura comunista, tan peligrosa como la fascista. Con buen criterio, opinaba que el fascismo, más que una ideología, era una suma de intereses de la derecha para superar los problemas sociales del capitalismo, que exigía obreros sumisos. Pero para él era más peligroso el comunismo, ya que se presentaba como la única solución que tentaba a muchos obreros a la vía totalitaria. El viejo Tortosa no era bien visto por los marxistas y por muchos jóvenes libertarios, arrebatados por la violencia y con la palabra revolución llenándoles la boca, que veían trasnochado su ideal humanista. Gregorio Gallego recuerda que fue con él a un mitin de José Antonio Primo de Rivera, con quien había coincidido y polemizado en la cárcel. También conocía a Largo Caballero y a José Díaz, «Pepillo», de los tiempos en que los dos andaban perseguidos en Sevilla. Melchor Rodríguez y Francisco Tortosa adoptaban posiciones muy parecidas, y si el primero era la acción tanto como las ideas, en el viejo Tortosa, esgrimir la palabra y convencer al contrario era lo fundamental. Le parecía que el comunismo, o la dictadura anarco-bolchevique que defendían algunos, era contrario al hombre, consecuencia del fracaso que supondría no poder desarrollar una sociedad de hombres libres, armónica, donde la producción fuera pareja con la justicia social y la libertad.

En ese contexto, dentro de la FAI, encuentro entre anarquistas españoles y lusitanos, Melchor se dedica, como Tortosa, a «las ideas». Estudia la Revolución rusa, sobre todo al anarquista Nestor Majno, sobre cuya figura publica artículos. Los temidos bolcheviques, los comunistas, habían acabado con los anarquistas en Rusia —ya llamada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas— de la manera más cruel: sencillamente fusilándolos.

Entre los artículos y los comités de huelga, Melchor se muestra muy activo. Cuando no es detenido por delitos de imprenta, lo es por la Ley de Orden Público o como miembro del Comité Pro-Presos español «filial de París». Entre 1927 y 28 ingresa en cuatro ocasiones en prisión y su casa es sometida a continuos registros, en alguno de los cuales le encuentran documentos del Comité. Si su fama de preso decano se conoce en todo el sindicalismo, comienza también a conocerse su faceta de articulista polémico, de versificador nato. Fama acrecentada por los poemas, por los discursos y los mítines. Articulista incansable, publica con frecuencia en CNT, La Tierra, Solidaridad Obrera, Campo Libre, Castilla Libre, Frente Libertario y Crisol. El resultado es casi siempre el mismo, hasta 1930: semanas o meses en la cárcel.

En la Modelo, poco antes de las elecciones del 14 de Abril, Melchor y otros presos anarquistas coinciden con los líderes republicanos firmantes del pacto de San Sebastián. Las desconfianzas libertarias sobre aquellos burgueses bien vestidos y alimentados, con servicio telefónico y pijamas de seda, se verán confirmadas nada más llegar el nuevo régimen.

La República, una esperanza frustrada

Entre las primeras cosas que hacen los cenetistas —Melchor en el grupo— aquella tarde del 14 de abril, es exigir al ministro de la Gobernación provisional, Miguel Maura, la libertad de todos los presos sociales de la cárcel Modelo. Aunque Maura no puede impedirlo, a partir de ese momento habrá un pulso entre él y la CNT.

Dragón dormido en el letargo de la dictadura de Primo de Rivera, la CNT resurge con brío en los nuevos aires republicanos. Ha llegado el momento de hacerse oír, de avanzar en la organización y mejorar las penosas condiciones de una clase obrera a la cola de Europa. La huelga de Telefónica es el primer pulso entre la CNT y el gobierno, sobre todo con Ángel Galarza Gago —político radical-socialista—, director general de Seguridad: el Mola de la República acepta el desafío de la CNT, que quiere una compañía española y no controlada por los norteamericanos de la Standard.

Los operarios, organizados en la CNT, presionan a la compañía. Ésta se niega a negociar, y el 6 de julio de 1931 comienza una huelga masiva. Melchor, en ese momento presidente del Ateneo de Divulgación Social, se revela como uno de los animadores del conflicto, que se enquista en unas semanas. Hay choques, heridos, sabotajes —se destruyen máquinas e instalaciones— y enfrentamientos con violencia. Contra los sindicalistas manda el Gobierno la fuerza pública, con orden de disparar contra los huelguistas. Los locales anarquistas son asaltados, detenidos los dirigentes obreros —Melchor entre los primeros—, y trasladados a la cárcel Modelo. Según contará después en un artículo, veinte responsables son aislados en celdas de castigo; el resto, unos treinta, se hacinan en celdas de la primera galería, donde se encierran en actitud de protesta. Melchor pasea de un lado a otro en el exiguo espacio de su celda, repleta de inmundicias, donde pican las chinches y donde sólo puede permanecer de pie o sentado en el suelo, ya que lo único que tiene son las sucias cuatro paredes: ni banqueta, ni camastro.

Un mes después, varios sindicalistas son puestos en libertad. El mismo día, Melchor participa en la reunión diaria que mantienen los huelguistas de la Telefónica en el cine Ideal de la calle Embajadores, unos 600. Se lee un telegrama de Barcelona, suscrito por Niembro, un directivo que estuvo retenido por los cenetistas para presionar a la compañía.

«¡Mira, Niembro, cómo tiemblo!», corean algunos una ocurrencia feliz de Melchor, inventor de frases y consignas, que relata incidentes de la huelga:

—Galarza miente, ha contestado a La Tierra que no hay detenidos, y hoy, aunque hemos salido muchos compañeros, quedan todavía 31 en la cárcel. Y cuando dice que ha sido abierto el Ateneo de Divulgación Social no dice que ha sido debido a la presión de los sindicalistas. No hagáis caso de la policía, ni de los confidentes o infiltrados que tenemos. ¡Triunfará la huelga!

Termina Melchor, arengando, encendido de palabra, ancho de cuerpo, gesticulante:

—¡Arza, Galarza!

Defenestrado Miguel Maura, contra él escribe Melchor el 27 de octubre de 1931, haciendo balance después de seis meses de proclamada la República. El artículo es demoledor, como el mote con el que le bautiza Melchor:

RETANDO Y REPLICANDO

Para Maura, el de los 108 muertos:

Dice el señor Maura, el de los 108 muertos, que si la CNT no acata las leyes, llegará un momento en el que el gobierno, sea el que sea, tendrá que disolverla y perseguirla. Esto señor Maura, el de los 108 muertos, no nos coge de susto a los hombres que, sacrificándolo todo, defendemos a la gloriosa CNT. Desde que esta central obrera y revolucionaria nació a la vida de España ha sido constantemente perseguida, disuelta, y sus militantes encarcelados, deportados, ametrallados en plena calle, incluso se les ha aplicado la criminal «ley de fugas», lo mismo en tiempos de la monarquía tiránica como en los actuales de República «democrática» de «trabajadores» con tricornios.

Nadie mejor que usted, hijo de «aquel» que manchó sus manos con la sangre de nuestro maestro, el gran Ferrer, puede decir otro tanto. Las 108 familias visten de luto por culpa directa del que fue el Ministerio de la… Opresión; de los 108 hogares convertidos en permanentes sepulcros espirituales de aquellos 108 cadáveres que jamás se borrarán de la mente de sus familiares y de la de todos los hombres de honrados sentimientos; los 108 asesinatos cometidos a sangre fría por quien, desde su heredado sillón, ordenaba a la Guardia Civil: «Disparad sin previo aviso».

Funcionarios de la Brigada de Investigación Social le detienen de nuevo el 15 de febrero de 1932, como líder de la huelga de los chapistas. Sale a los pocos días, con el tiempo suficiente para intervenir en un gran mitin a favor de los presos deportados que se celebra en el madrileño teatro Fuencarral. Los deportados son la consecuencia de una huelga general revolucionaria que la CNT ha promovido el 19 de enero pasado en la comarca del Alto Llobregat del pirineo catalán. El gobierno selecciona a 104 anarcosindicalistas y los embarca en el buque Buenos Aires que sale de Barcelona y que con escala en Valencia y Cádiz se dirige a la Guinea Española. En sus insalubres bodegas, entre otros destacados libertarios, viajan Durruti y los hermanos Ascaso. En el acto, ante un auditorio abarrotado, Melchor lee cartas de los presos sociales de la cárcel Modelo de Madrid y recita un poema que arranca encendidos aplausos.

También escribe en La Tierra, pluma vigorosa, contra los excesos de aquel régimen burgués, ciego a las protestas de los trabajadores, sobre los que lanza a la fuerza pública. Melchor hace balance de los muertos por la represión oficial desde el 14 de abril de 1931 al 14 de abril de 1932:

¡Pasajes!, ¡Parque de María Luisa!, ¡Jefatura de Policía de Barcelona!, ¡Arnedo!, ¡«Malos Aires», barco maldito!, ¡España proletaria, enlutada! He ahí el fúnebre símbolo de una España ancestral, cuyo martirologio tendrá la virtud de resucitar una España nueva, prólogo sublime de un mundo mejor, en donde el sol de la Justicia y de la Libertad bañe por igual a todos los humanos, inundando de amor y fraternidad los corazones, hasta hacer totalmente imposible que los hombres se exploten, se odien y se despedacen como fieras salvajes... Y que no tengamos que lamentar el desolador balance de otro 14 de Abril, en cuyo aniversario, y mientras el luto, el dolor y la miseria se ensaña en los humildes hogares de los deudos de las ¡ciento sesenta y seis! víctimas, no han faltado divertimentos que el pueblo que sufre no pudo compartir.

Vuelve a ser detenido por un artículo en La Tierra. Le piden una fianza de 50.000 pesetas para conseguir la libertad condicional. Tras la comisaría, el Juzgado de Guardia y la Dirección General de Seguridad, donde le encierran en una celda en la que se hacinan ya 25 presos comunes, dos policías preguntan nombres y apodos con malos modos y peores pulgas. Cuando Melchor, además de su filiación dice el motivo por el que está allí, político social, uno de los policías le interrumpe, impetuoso:

—¡Qué cojones de social! ¡Usted está aquí por ladrón o por otra cosa mala cualquiera!

—¡Ladrón u otra cosa lo será usted!

Encrespado por la respuesta, el policía empuja a Melchor.

—¡Ladrón y asesino, porque en la CNT no hay más que ladrones y asesinos!

—¡Y yo le repito que el que roba y asesina es usted! —responde Melchor, más resuelto que antes—. Además es usted un grosero, indigno de llamarse hombre y siquiera policía, puesto que carece de educación para tratar con personas.

—¡Le voy a dar a usted un puntapié en los cojones, que se los voy a desbaratar!

Melchor se defiende de la agresión del policía y le arrea un guantazo. El otro, a empellones, le mete dentro del calabozo y le arrebata el pañuelo, cuyos picos asomaban del bolsillo de su chaqueta, dejándolo rasgado y roto.

—¡Traiga aquí mi pañuelo! ¡A ver si va a resultar que el único ladrón que hay aquí es usted! —increpa el anarquista al inspector.

El policía redobla sus insultos, pero Melchor acaba enmudeciéndolo:

—No será usted tan caballero que me diga su nombre como yo le doy el mío, Melchor Rodríguez, y usted ¿me quiere decir como se llama? Sobre todo para saber con quien me tengo que romper la cara.

Melchor acaba su peregrinaje en la cárcel Modelo, entre los presos comunes, quinta galería. El ácrata toma la pluma de nuevo y escribe otro artículo que publica La Tierra y Solidaridad Obrera. Bajo el título «De cómo se piden diez mil duros por mi libertad y cómo se comportó conmigo un incorrecto agente de policía» habla de sus peripecias hasta llegar a la cárcel. A él, como a otros anarquistas, no se les aplica el régimen político, mientras que, por el mismo delito, señores de «la buena sociedad» como Juan March, tienen el régimen privilegiado.

Como consecuencia de ese artículo, March, que está en esos momentos en las celdas especiales de la cárcel Modelo —donde no le falta de nada— intenta pagar la fianza de Melchor ganándoselo para su causa. Maniobra que el libertario rechaza, al igual que han hecho otros compañeros en la cárcel que han hecho oídos sordos a sus cantos de sirena.

Enero de 1933, con la matanza de Casas Viejas, es una fecha crucial en la historia de la II República española. En la sede madrileña de la CNT, la tragedia, contada por las plumas de Miguel Pérez Cordón en CNT, Ramón J. Sender en La Libertad y Eduardo de Guzmán en La Tierra cae como un mazazo. De todos los que están en la sede confederal, es Melchor quien más se emociona. Tiene la cara llena de lágrimas, el sentimiento a flor de piel, la indignación buscando cauces para manifestarse:

—¡Asesinos! ¡Malditos asesinos, yo os maldigo y cualquier persona decente! ¡Los republicanos son peores que los monárquicos! ¡Tenemos que echar a este gobierno, no se puede asesinar a los hambrientos trabajadores porque pidan trabajo y tierra!

En los días siguientes, Melchor pasa a la acción. Las crónicas de Cordón, Guzmán y Sender hablan de una superviviente de los sucesos, testigo directo del inicuo comportamiento de unos guardias que actuaron como fieras. Está detenida en Cádiz y Melchor viaja a la ciudad andaluza como responsable del Comité Nacional Pro-Presos. Quiere conseguir la libertad de esa mujer, nieta de Seisdedos, hija de una de las víctimas de la barbarie.

La leyenda de «La Libertaria» comienza a trascender entre los trabajadores de toda España. De Medina Sidonia es trasladada a Cádiz. Allí la visitará Melchor, junto con Miguel Pérez Cordón, dedicado a la libertad de María. Ante el escándalo político, María Cruz Silva es puesta en libertad. Comienza el idilio en Cádiz entre Miguel y María. En agosto viajan a Madrid, ya unidos libremente. Pérez Cordón comienza a trabajar en CNT. Y en noviembre, María participa en un gran acto en Madrid.

El mitin en el que Melchor presenta a «La Libertaria», en el cine Europa, de Bravo Murillo, es recordado durante mucho tiempo. Miles de personas abarrotan el local y las calles próximas. Intervienen varios oradores de la Confederación, y entre otros temas, se narra la tragedia de Casas Viejas. Hay lágrimas de emoción cuando Melchor habla y cuenta la historia de una chiquilla, hoy ya mujer, que escuchaba las enseñanzas del viejo carbonero Francisco Cruz, Seisdedos, que como un apóstol sembraba las ideas en Casas Viejas, un pueblo andaluz como otros sometidos al feudalismo de los caciques señoritos y los curas. María Cruz Silva está vestida de negro, como una mártir. Logra leer un párrafo hasta que la emoción le impide continuar.

El 18 de abril de 1933, Melchor Rodríguez vuelve a publicar en las páginas de La Tierra la siniestra relación de la represión policial: ciento veintiún nuevas víctimas más en un año. A destacar, las veintitrés en los enfrentamientos de Casas Viejas. De 1931 a 1933, la policía de la «República de Trabajadores» se ha llevado por delante la vida de doscientos ochenta y siete proletarios. Las cárceles están llenas de sindicalistas, la mayoría sin orden judicial. Otros han sido deportados a Guinea, la prensa es censurada por el Gobierno y la aplicación del Estado de Alarma y las leyes de Defensa de la República y de Orden Público reducen a la mínima expresión las garantías y derechos individuales.

Discutiendo con Ramiro Ledesma en Ocaña

En 1933, el gobierno quiere dar un escarmiento y cortar de raíz la escalada de los grupúsculos facciosos. Tras un asalto de los jonsistas de Ramiro Ledesma a la Asociación de Amistad Hispano-Soviética, la policía detiene a unos cuantos derechistas y Casares Quiroga anuncia que se acaba de descubrir un complot contra el régimen, en el que aparecen ligados, contra natura, nada menos que la FAI, las JONS y grupos fascistas, con la connivencia del cristianosocial padre Gafo.

Y tras el anuncio, la razia: 3.000 detenidos en toda España, desde el 19 al 23 de julio, día en el que caen Melchor, los hermanos González Inestal y otros miembros de la FAI. Los verdaderos culpables, sin embargo, no son hallados. El día 26, de madrugada, son trasladados al penal de Ocaña, donde también llega el turbio conglomerado conspirativo de monárquicos, fascistas de Primo de Rivera y jonsistas, entre ellos Ramiro Ledesma. Ramiro Ledesma quiere atraerse a los anarquistas a su causa y con él mantendrá Melchor divertidas polémicas en la cárcel.

Todos saldrán al poco. Pero tardará poco Melchor en volver a la Modelo. Como encargado del Comité Pro-Presos, Melchor interviene en un mitin el día 16 de diciembre en el Teatro Monumental. Aunque no aprueba la violencia ciega, justifica lo que sucede ante el hambre jornalera, que ni compasión arranca de los señoritos. La policía le detiene una hora después, al regresar a su casa. A pesar de no encontrarle ningún documento comprometedor en los registros, la Dirección de Investigación Social envía un informe al juez con los antecedentes policiales de Melchor y algunas falsedades, leña para la hoguera: «Si bien no se le han podido encontrar pruebas, existe la convicción de que era uno de los elementos encargados de la provocación del pasado movimiento en la capital». De su defensa se ocupa un abogado que ya ha defendido a muchos confederales: Mariano Sánchez Roca, colaborador también de La Tierra. A Melchor, como a otros destacados anarquistas, lo acusan de sedición, cargo grave que no tiene el mismo tratamiento que los delitos de imprenta o calumnias.

A raíz del movimiento de diciembre de 1933 se acentúa el enfrentamiento entre los grupos que componen la Federación del Centro de la FAI, que analizan el fracaso, consecuencia del aislamiento y la lucha solitaria: faltan no sólo armas, sino aunamiento de fuerzas, más empujes. Cuatro grupos se emplean a fondo para influir en los otros e ir a una alianza obrera. Rechazada ésta, surge de fondo el problema de la violencia. Vuelve la vieja discusión sobre los atracos o expropiaciones. El grupo que preconiza la unidad de acción con otras fuerzas sindicales y sociales no es partidario de los atracos, y razona su postura. Reconoce que ha habido dignos militantes que han perdido su vida y su libertad para obtener dinero para la organización, pero si alguna vez han sido necesarios, la práctica ha demostrado que en la actualidad son perniciosos. «Estamos convencidos de que el que empieza a hacerlos por necesidad acaba haciéndolos por sistema», la pluma de Melchor, de Avelino, de Celedonio se adivina detrás de los documentos que difunden los grupos disidentes.

Los atracos han causado más daño a la organización que la persecución de la burguesía y el gobierno: «Nos han deshonrado, han desmoralizado a muchos compañeros y nos han costado mucho dinero, puesto que aunque hayan ingresado lo obtenido en el Comité nos cuesta más sacar a la gente de la cárcel. Muchos camaradas inocentes han pagado con la vida, otros están presos, o se han vuelto locos en prisión, y hubo bastantes que se alejaron de las ideas, fueron peligrosos para nuestra organización, se hicieron inmorales burgueses».

La conclusión, innegable, definitiva: quien quiera ser atracador que no sea de la FAI ni de la CNT: «La FAI no puede admitir dinero de los atracos, porque nos deshonra y perjudica. Los atracadores no pueden estar entre nosotros». Aunque se llegue al acuerdo de expulsar de los medios anarquistas a todo aquel que intervenga en estos hechos, no tiene validez, envuelta la CNT en necesidades perentorias: toda revolución necesita pertrechos.

La crisis intestina de la FAI se agudiza con el fracaso de la revolución de octubre, que trae división de opiniones entre los anarcosindicalistas: sin armas no hay revolución que valga. Aunque en Asturias han ido juntos a la huelga revolucionaria, en Madrid y en el resto de España no ha habido unión: todo ha sido un desastre. Salvo una heroica resistencia armada en la sede de la UGT de la capital por un escaso número de socialistas, contra el Ejército y la Guardia de Asalto, el resto de los militantes no ha querido saber nada de las armas que tenían, y los cuarteles comprometidos se han echado para atrás. Los anarquistas madrileños, que han pedido armas a sus colegas, se han encontrado con negativas. Y sin embargo, la represión les alcanza de igual manera que a los socialistas. Dentro de la FAI las aguas están revueltas, cada uno por su lado, malestar que salpica a la CNT. La mayoría de los anarcosindicalistas de Madrid están en contra del acuerdo con los socialistas. Seis grupos faístas defienden esa posición, frente a los ocho grupos restantes, pelea en total de un centenar de personas, un centenar de mundos.

Por otro lado, son detenidos libertarios de todas las tendencias y llevados a cárceles ya repletas. Melchor, Celedonio Pérez y otros destacados confederales son huéspedes durante meses de la quinta galería de la cárcel Modelo. En vano intentan que la prensa refleje su situación, que los poderes cedan. Nada pueden hacer los abogados, Sánchez Roca, Benito Pabón, hombres que lo intentan todo y que son también el hilo que les une a las familias. Están en plena clandestinidad y apenas actúa el Comité Pro-Presos.

Ya comenzado noviembre, el ministro de la Gobernación afloja el dogal. Salen algunos reclusos, entre ellos Melchor Rodríguez y Celedonio Pérez. Al día siguiente de ser puestos en libertad, Melchor y Celedonio, almas del grupo «Los Libertos», se presentan al ministro de la Gobernación para pedir la libertad de los presos gubernativos, compañeros encerrados sin estar sujetos a procesos.

—Hemos dejado la cárcel llena de compañeros. O los pone en libertad o nos reintegra ahora mismo con ellos, puesto que fuimos detenidos el mismo día con motivo de los sucesos de octubre. Si a nosotros se nos ha puesto en libertad, porque no hay delito, tiene que reconocerse en los demás.

—Reconozco que les sobra la razón —dice Eloy Vaquero, ministro de la Gobernación, radical de Lerroux—, yo soy partidario de no agudizar la represión. Las circunstancias nos han hecho adoptar medidas contra todo intento de revolución. Pero ante la tranquilidad que va acusándose en todo el país, les prometo a ustedes complacerles en su justo deseo.

En dos días, 250 presos abandonan la Modelo. Pero los anarcosindicalistas que van saliendo de las cárceles no lo hacen sin polémica. Los confederales no quieren saber nada de los políticos radicales y crece el resquemor contra Melchor y Celedonio, sobre todo a raíz de hacerse pública en La Tierra la visita al ministro.

Pocos días después se publica una nota de la Federación Local de Sindicatos, en la que se les desautoriza. Melchor se indigna y publica un artículo en La Tierra que los amigos califican de inoportuno y los enemigos de inaceptable. En él mantiene que no han realizado nada deshonroso ni censurable, sino una acción generosa en un terreno puramente anarquista, que no invocaron representación oficial y ataca por inoperante al comité de la Federación Local, que lleva Amor Nuño, hombre con el que no se lleva bien.

Cuando las pasiones se hallan más exacerbadas y el caso Melchor se hace bandería para aumentar la discordia, toma parte en el asunto la Federación de Grupos Anarquistas, que impone una rectificación pública de Melchor y Celedonio para no llegar a una ruptura. Celedonio cede, pero no Melchor, que con amor propio, se mantiene en su posición.

Un pleno a finales de febrero de 1935 le expulsa. El Comité Peninsular, con sede en Barcelona, enfría el asunto y aconseja una reconciliación, basándose en que no se han seguido los procedimientos correctos. Pero ya están rotos los vínculos fraternos entre las dos ramas de la FAI madrileña, demasiadas cuestiones no resueltas, demasiadas diferencias. Se coloca en primer plano el asunto de la unidad con la UGT y los atracos. En guerra abierta, se dedican los grupos a desprestigiar a los que mantienen posturas contrarias, suben de tono los enfrentamientos, las descalificaciones. Práctica de charco y cloaca, se injuria acusando de reformistas, traidores, vendidos a Gil-Robles o a Lerroux, se acusa de malversación de fondos, hasta que la situación es insostenible. El cisma se da entre dos tendencias. Una, la mayoritaria y dura, tiene ocho grupos y 62 individuos: «Los Hermanos», «Los de Siempre», «Adelante», «Los Rebeldes», «Acción y Cultura», «Los Desconocidos», «Los Impacientes» y «Actividad». Otra, algo más minoritaria, partidaria de la alianza y en contra de los atracos, con seis grupos y 43 personas: «Los Intransigentes», «Los Libertos», «Productor», «Acción y Silencio», «Joven Rebelde» y «Los Irredentos». En los últimos grupos militan nombres ilustres del anarquismo español y madrileño: además de Melchor, Celedonio Pérez, Feliciano Benito, Avelino González Mallada, los hermanos González Inestal, Benigno Mancebo, Falomir, Maroto, Francisco Trigo.

Por fin llega la fecha de la reconciliación. La noche del 11 de enero de 1936 se reúnen en pleno todos los grupos de la FAI. La expulsión de Melchor no es más que un asunto de la larga orden del día. Aunque pide con insistencia que le dejen hablar y explicar lo ocurrido, no podrá dirigirse a la reunión, que acaba de madrugada, vencidos los participantes por el cansancio y las energías empleadas en un pleno tormentoso donde se ha oído de todo: palabras, descalificaciones, abrazos y nuevos amores, encontrada la senda común, la concordia perdida. Aún hay gramos de cordura entre los libertarios, todos de acuerdo en la unidad revolucionaria para derribar el orden social burgués. En realidad el enfrentamiento se ha hecho personal entre unos y otros, pero todos hacen alardes de malabarismo verbal, necesidad de unión ante lo que sin duda se avecina.

El anarquismo es un movimiento en el que confluyen varias corrientes. Los que practican el naturismo y el vegetarianismo, los de la homeopatía, de La Revista Blanca; los ácratas de las ideas, diseñadores de futuros idílicos, celosos rabiosos de su libertad y con problemas para la asociación; los sindicalistas, y dentro de éstos, los partidarios de una alianza con la UGT y los que no. La FAI, a su escala, reproduce las corrientes internas del anarquismo. Melchor representa el ideal de pureza, humanista y no violento, partidario de la educación de las masas y de la sociedad para que las cosas caigan por su propio peso. Sin pretenderlo, cercano a lo que llegará a defender Julián Besteiro, el líder socialista y de la UGT, pero en ese momento, minoritario en el campo sindical, donde las tesis que triunfan apuestan por lo contrario.


En mayo de 1936, en plena preparación de la huelga de la Construcción de Madrid, la CNT se reúne en congreso confederal en Zaragoza. La Confederación está en su apogeo: 650 delegados representan a un total de más de millón y medio de afiliados. Los anarcosindicalistas cierran crisis anteriores y apuestan por una alianza revolucionaria con la UGT. A la clausura del congreso de Zaragoza acuden, en ferrocarril, numerosos sindicalistas. Melchor lo hace desde Madrid, con los compañeros de la Federación de Centro de la FAI, apaciguados los ánimos, recompuesta aparentemente la unidad, todos en armonía.

Al entrar en Zaragoza, como todos los libertarios del tren, Gregorio Gallego canta una canción de Melchor compuesta para la ocasión: «Bella Zaragoza / ciudad libertaria / cerebro anarquista / del bravo Aragón / eres vivo ejemplo / de lucha diaria / por los ideales de emancipación / tienes en tu historia revolución / y luchas con fe y libertad…»

Melchor es un hombre complejo, inteligente, con una nota de extravagancia, una nota discordante entre los cuadros de una revolución que siempre tienen una seca gravedad. Muy chistoso, también hace versos: un tipo de zarzuela, singular en todo, siempre se distingue, interviene en todas las discusiones, perejil de todas las salsas.

Una verdadera prueba de fuego para la fuerza de la CNT, la constituye, a partir de junio, la huelga de la Construcción de Madrid y ramas profesionales adheridas: fontaneros, carpinteros, pintores, electricistas y empleados del gas… En total 70.000 obreros de la Construcción de Madrid comienzan una huelga tras una asamblea general común de la CNT y la UGT. En esa reunión se comprometen a no volver al trabajo si no se acuerda en una nueva asamblea.

El conflicto de la Construcción se transforma en algo más que la lucha por el aumento salarial y la disminución de la jornada. Los patronos de la Construcción se resisten: la huelga se endurece. En los barrios obreros hay hambre y los huelguistas obligan a los comerciantes a servirlos, ocupan los restaurantes y comen sin pagar. Los piquetes de huelga se enfrentan a la policía, que se muestra impotente. Intervienen entonces los falangistas, ardorosos por aplicar a los albañiles su método de violencia contrarrevolucionaria. Atacan primero a obreros solitarios, y más tarde a los grupitos que se concentran delante de las obras. Estos asaltos han sido ordenados por Raimundo Fernández Cuesta, uno de los jefes falangistas más activos —preso José Antonio Primo de Rivera y trasladado a la cárcel de Alicante—, que quiere aplastar la huelga.

Los grupos de defensa de la CNT, encabezados por Cipriano Mera, responden a las agresiones y desalojan a punta de pistola a los miembros de Falange Española de las construcciones de Nuevos Ministerios. Los falangistas replican y hieren gravemente a varios anarquistas. En el toma y daca, la CNT ametralla un café donde se reúnen los miembros de la Falange. Tres falangistas de la escolta de José Antonio quedan tendidos en el suelo, muertos.

Reunidos en asamblea los huelguistas confederales, en el solar del Colegio Maravillas de Cuatro Caminos, hablan Cipriano Mera, Teodoro Mora y Antonio Vergara. Mera advierte a los reunidos de la inminente intentona reaccionaria que se cierne sobre sus cabezas. Se espera una asonada militar, pulso de fuerza que los obreros deben de afrontar. La UGT, después de consultar a sus afiliados, da la orden de volver a los tajos; alcanzado el objetivo esencial, el resto de demandas puede negociarse. Piensan que el conflicto puede degenerar en un peligro grave para el régimen, más incluso que para el gobierno.

Los patronos han cedido todo lo que podían, pero entre los albañiles militan los obreros más combativos de la CNT madrileña que continúan la huelga, convertida ya en una prueba de fuerza con el Estado, la UGT y los comunistas, a los que acusan de amarillos por violar la decisión asamblearia. No es fácil volver a la faena; la violencia de los cenetistas es más rabiosa con los esquiroles que con los agentes de la autoridad. Estallan peleas, batallas campales entre huelguistas y no huelguistas, algunos van armados, las culatas asomando en los bolsillos de los monos de trabajo. El 9 de julio, en diversos incidentes, se registran cinco muertos en las obras: tres de la UGT y dos de la CNT.

Los dirigentes de la huelga de la construcción, David Antona, secretario nacional, Teodoro Mora, Eduardo Val, camarero y dirigente del ramo de Hostelería, Cipriano Mera, Melchor Rodríguez y Celedonio Pérez, del ramo del Metal, Mauro Bajatierra, panadero, y Antonio Moreno, del Gas y la Electricidad, son detenidos e ingresados en la Modelo. Allí les sorprende el asesinato de Calvo Sotelo. Algunos son puestos en libertad el 16 de julio.

Estalla la Guerra Civil

Desde el 18, con la rebelión militar ya declarada, la CNT decide abrir por la fuerza los locales cerrados por la policía, requisa autos y busca armas. David Antona, secretario de su Comité Nacional, es liberado el 19 por la mañana. Lo primero que hace es acudir al Ministerio de Gobernación. Frente al general Sebastián Pozas amenaza con lanzar a las milicias confederales al asalto de las cárceles si no se libera a los militantes presos en ellas. Por la tarde es liberado el resto de los militantes, entre ellos Celedonio Pérez y Cipriano Mera.

Vestido con mono de miliciano, seducido por aquella sensación heroica de quien va a participar en el cambio del mundo, un cambio que será dramático pero al que hay que ir con entusiasmo, Melchor toma la palabra en las asambleas, se moviliza por todo Madrid en labores de propaganda y organización. Va de un lado a otro, incapaz de sustraerse a aquel frenesí. Lleva la pistola al cinto, una pistola que le han dado en el sindicato y que lleva siempre descargada.

A diferencia de muchos en aquella hora, Melchor no odia. Es quizá de los pocos que, a pesar de haber sufrido cárcel y sinsabores, no odia. Siempre ha tenido alegría de vivir, y eso se nota, se contagia. Y tampoco siente miedo, antesala del odio. Nunca lo tuvo, ni ante el toro, no lo va a empezar a incubar ahora, cuando hay tanto por hacer y una nueva sociedad espera. Tampoco Melchor y su anarquismo humanista son algo raros. Pertenece a un mundo —que arranca al menos del siglo XIX— de hombres y mujeres que durante décadas han estado creando el germen de aquella sociedad que hace precipitar el fracaso del golpe de julio de 1936. El proceso revolucionario que comienza en ese verano de 1936 y que transforma la faz de ciudades, fábricas y campos, es algo más que destrucción y sangre. Muchos libertarios creen que van a construir el mundo nuevo que llevan en sus corazones y del que se desterrará el odio y la venganza. Ese mundo ideal, formado por obreros y burgueses, libertarios y republicanos, socialistas e incluso gente de derechas, moderada, progresista, ha sido también contra el que se han sublevado los golpistas.

Cuatro días después del levantamiento, Melchor, viendo lo que está sucediendo, se dedica a salvar a personas perseguidas: él, con Celedonio Pérez, con Salvador Canorea y algunos miembros más de «Los Libertos».

Durante la República, la FAI ha actuado en un papel más secundario, detrás siempre de la CNT, inspirando algunos de sus actos, asonadas revolucionarias en ocasiones con final trágico. Pero tras la sublevación militar, la FAI saca toda su fuerza combativa y se lanza a la acción. «Los Libertos», el grupo de Melchor, siempre se ha dedicado a las ideas, receloso de la pérdida de principios con la masiva afiliación de los últimos años, efecto de la radicalización de los conflictos sociales. Melchor lleva tiempo advirtiendo de los peligros que acechan a la organización al admitir a gentes recién llegadas que buscan bajo el amparo de las siglas anarquistas satisfacer sus deseos o ansias de venganza. Entre ellos, delincuentes comunes que se integran en la revolución para poder realizar impunemente sus crímenes. Melchor ha combatido en los últimos tiempos, con el prestigio de su autoridad y su palabra, por la pureza de estas ideas, a riesgo ahora de naufragar en sangre.

En los meses previos a la guerra, en las asambleas, los compañeros no le escuchaban. «Cosas de Melchor», decían. Llegada la hora de la guerra, con hombres y mujeres bien intencionados, actúan otros con turbios intereses.

Melchor observa el desborde. La furia anda desatada, sin control. Algunas personas que encuentra por la calle, con terror en la mirada, le piden avales, cualquier papel que les acredite como afectos. Y él se los firma como valedor, viendo ya la marca de los excesos, la violencia mordiendo el corazón de todos. Melchor tiene en la mente una idea y para eso necesita una tapadera. Nada mejor que incautar un palacio, la aristocracia huida o escondida. Conoce uno, porque está cerca de Lavapiés y de la calle Amparo donde vive. Habla de ello con Celedonio Pérez y algunos compañeros de «Los Libertos».

Así que en la tarde del 23 de julio Melchor, junto con Celedonio Pérez, Luis Jiménez y otros miembros de Los Libertos, armados con unos viejos máuseres sin munición, se presentan en la puerta del palacio del marqués de Viana, en la céntrica calle del Duque de Rivas. El marqués, Teobaldo Saavedra, se encuentra con Alfonso XIII en Roma, y la duquesa de Peñaranda, su mujer, ha conseguido refugiarse en la embajada de Rumania.

Salvador Urieta, el mayordomo de los marqueses, les enseña el edificio temblando. Sin embargo, no tiene nada que temer. Ni él, su familia, ni ninguno de los criados, el jardinero y María, el ama de llaves. No habrá refugio más seguro para ellos en todo Madrid. Tampoco se tocará ninguna de las obras de arte del palacio. Desde el primer momento, Melchor y Celedonio realizarán un inventario, que mandarán luego, por correo diplomático, a su dueño en Roma. El palacio del marqués de Viana será el único que no sufrirá ninguna merma, tal y como dará fe el propio marqués al final de la contienda.

Melchor y Celedonio hacen una nueva distribución del palacio: algunas salas quedan a su disposición, así como las habitaciones más cercanas a la puerta. El palacio es refugio de muchísimas personas, entre ellos curas, militares, falangistas, funcionarios de prisiones, industriales, patronos.

Melchor sella carteles escritos a máquina que coloca en la fachada, en los que hace constar que aquel palacio ha sido incautado para museo del pueblo y centro cultural. Y se da a extender infinidad de avales, salvoconductos y documentos que sirven a personas y personalidades de distinta condición social, muchas sospechosas de apoyar la rebelión de los militares golpistas, para que puedan salvar su vida y enseres. Cientos de personas resuelven sus problemas con sólo enseñar el documento —con nombre auténtico o supuesto— firmado y sellado por Melchor. Un documento que se convierte en un retrato dedicado, fotografía suya que, junto con un poema sobre la anarquía, reproduce por cientos el fotógrafo Espiga.

Muchas personas de derechas llaman al número de teléfono del palacio, insertado en los avales, para que acuda en su auxilio por registros o detenciones. En aquellos primeros meses, de julio a octubre, salva decenas de vidas. Conforme pasan los días se ha corrido la voz: en el palacio de Viana un responsable, de solvencia antifascista, con sentimientos humanos, se dedica a amparar a las personas perseguidas que recurren a él en demanda de protección. Las visitas al palacio se multiplican; todo el mundo acude en busca de avales o que libere a familiares detenidos en las chekas. Rescata a centenares de personas de una muerte segura en el caos mortal de aquellos días.

Al frente de las prisiones

Pronto pudo dedicarse a aplicar sus ideas de anarquista humanitario. Ayudado por algunas personalidades y cargos republicanos, además de con el apoyo del cuerpo diplomático —que en su inmensa mayoría juega a favor de los rebeldes— es nombrado delegado especial de prisiones en noviembre de 1936 por el ministro anarquista Juan García Oliver. Desde ese puesto detuvo las sacas y los fusilamientos en la retaguardia madrileña, salvando a miles de personas entre sus adversarios ideológicos. Diferencias de opinión le llevaron a dimitir durante quince días, espacio en el que continuaron algunos fusilamientos. Repuesto en su cargo, donde se mantuvo hasta marzo de 1937, echó un pulso a los responsables de orden público de la Junta de Defensa de Madrid, donde Santiago Carrillo primero y José Cazorla después, con la inestimable ayuda de Serrano Poncela, obedecían los consejos de los asesores soviéticos de limpieza de la retaguardia. Esta actuación le valió a Melchor muchas críticas y acusaciones de ayudar a la quinta columna por parte de los comunistas.

El 6 de diciembre de 1936 tiene lugar un hecho por el que Melchor pasará a la historia de la Guerra Civil. Ese día, y durante horas, luchó solo y armado de su palabra, contra una multitud furiosa que en la cárcel de Alcalá pretendía tomarse la justicia por su mano tras un bombardeo de los rebeldes, que había producido varios muertos y heridos. Gracias a su actuación consiguió salvar a los 1.532 presos allí encerrados entre los cuales estaban importantes personalidades del futuro régimen franquista como Muñoz Grandes, Raimundo Fernández Cuesta, Martín Artajo y Peña Boeuf.

Melchor Rodríguez fue una figura clave para devolver a la República el control del orden público y las prisiones. Aseguró el orden en las cárceles y devolvió la dignidad a la justicia. Bajo su mandato mejoraron las condiciones de los 11.200 reclusos de Madrid y su provincia, hasta el punto de que los presos comenzaron a llamarle «El ángel rojo», calificativo que él rechazaba. Creó una oficina de información, el hospital penitenciario y mejoró el rancho de los detenidos. Asimismo, acompañó a cientos de detenidos en los traslados a cárceles de Valencia y Alicante.

Su labor no pasaba inadvertida para todos aquellos que consideraban que no debía darse ninguna facilidad al enemigo, algunos entre los propios libertarios. Muy pronto tuvo que sortear un sinfín de peligros y penalidades y arriesgar varias veces su propia vida en el empeño. Hasta doce veces estuvo a punto de morir en la contienda, como él mismo contó de su propio puño y letra en algunos de los documentos que se conservan en el archivo del Instituto de Historia Social de Ámsterdam. De ellas, hubo media docena de intentos de asesinato, y aunque Melchor siempre calló los nombres o los responsables de esos intentos de eliminación, no es difícil adivinar que la mayoría provenían de las filas comunistas.

Su enfrentamiento con el PCE continuó con José Cazorla al frente de la Consejería de Orden Público de la Junta de Defensa. En abril de 1937 denunció la existencia de chekas estalinistas bajo sus órdenes directas. Fue cuando tuvo que rescatar de las manos de los comunistas al sobrino de Sánchez Roca, secretario de García Oliver en el Ministerio de Justicia. Aunque Melchor ya había sido cesado por García Oliver, la polémica entre la CNT y el PCE sirvió a Largo Caballero para liquidar la Junta de Defensa.

La labor de protección a los amenazados y perseguidos, prosiguió tras su cese de delegado de Prisiones y su nombramiento como concejal de Cementerios del ayuntamiento madrileño en representación de la FAI. Desde ese puesto auxilió a las familias de los fallecidos para que pudieran enterrar con dignidad a los muertos y poder visitar sus tumbas, amplió las zonas de sepulturas y resolvió el problema de los enterramientos de los refugiados muertos en las embajadas. Ayudó en lo que pudo a escritores y artistas y autorizó que su amigo Serafín Álvarez Quintero pudiera ser enterrado con una cruz en la primavera de 1938. Aunque supo de las intenciones del coronel Segismundo Casado —al que le unía una buena amistad— para dar su golpe y crear el Consejo Nacional de Defensa al que fue invitado, Melchor no jugó un papel activo en él, y aunque cayó en manos de los comunistas, como otros concejales, se salvó in extremis del fusilamiento.

El último acto, la entrega de Madrid

Cuando llegó el último acto de la Guerra Civil, en marzo de 1939, Melchor fue encargado de coordinar la ayuda a los refugiados libertarios en Francia por el Comité Nacional del Movimiento Libertario. A su disposición estaba una suma de dinero y un pasaje en avión que le hubieran evitado muchos sinsabores. Sin embargo, decidió no salir de España y que en su lugar lo hicieran Celedonio Pérez y su mujer.

Melchor Rodríguez fue de facto el último alcalde de Madrid durante la República y recibió el encargo, el 28 de febrero de 1939 por el Coronel Casado y Julián Besteiro, del Consejo Nacional de Defensa, de la entrega del consistorio a las tropas vencedoras. Presidió el traspaso de poderes durante dos días —aunque su nombre no quedara reflejado en ningún acta o documento—, haciendo alocuciones por radio e intentando que en todo momento las cosas trascurrieran pacíficamente.

Finalizada la guerra, la labor de Melchor no solo no fue reconocida, sino que se le sometió a la misma represión que cayó sobre todos los derrotados. Al poco tiempo fue detenido y juzgado en dos ocasiones en Consejo de Guerra. Absuelto en el primero de ellos y recurrido éste por el fiscal, fue condenado, en un juicio amañado, con testigos falsos, a 20 años y un día, de los que cumplió cinco. Cabe destacar en la celebración de este segundo Consejo de Guerra la gallardía del general Agustín Muñoz Grandes, al que Melchor, como otros militares presos, había salvado en la guerra. Muñoz Grandes dio la cara por él y presentó miles de firmas de personas que el anarquista había salvado. Pasó varios años de cárcel entre Porlier y Puerto de Santa María, donde cumplió la mayoría de su condena.

Cuando salió en libertad provisional de esta última prisión, en 1944, Melchor Rodríguez tuvo la posibilidad de adherirse a la dictadura instaurada por los vencedores y ocupar un puesto —que le ofrecieron— en la organización sindical franquista o bien vivir en un trabajo cómodo ofrecido por alguna de las miles de personas a las que salvó, opciones que siempre rechazó. Antes al contrario, siguió siendo libertario y militando en la CNT, actividad que le costó entrar en la cárcel en varias ocasiones más. En lo material vivía muy austeramente de varias carteras de seguros. Escribió letras de pasodobles y cuplés con el maestro Padilla y otros autores y de vez en cuando publicaba artículos y poemas.

En el comienzo de la larga noche del franquismo y del anarcosindicalismo clandestino, fue un firme apoyo del Comité Nacional de Marco Nadal. Junto con él mantiene contactos con la embajada inglesa para el reconocimiento de la Alianza de las Fuerzas Democráticas Españolas. En 1947 es detenido y procesado al año siguiente, acusado de introducir propaganda en la prisión de Alcalá, por lo que le cayó un año y medio de condena. Siguió actuando a favor de los presos políticos, utilizando para ello los amigos personales que tenía en el aparato de la dictadura, a pesar de las críticas recibidas por ello de algunos de sus mismos compañeros o desde la izquierda. Entre esos personajes estuvo el democristiano y presidente de la Editorial Católica Javier Martín Artajo (autor del sobrenombre de «El ángel Rojo») y el falangista y ministro de trabajo José Antonio Girón de Velasco.

Cuando se produjo el desencanto en el antifranquismo (años cincuenta y sesenta) mantuvo la antorcha confederal en la CNT del interior y se opuso a las actividades del cincopuntismo (pacto con los sindicatos verticales de un grupo de cenetistas) en 1965. A lo largo de su vida activa estuvo en muchos comités y comicios regionales y nacionales, y se puede decir que tuvo grandes amigos y grandes adversarios en la CNT.

Una muerte simbólica

Su misma muerte, el 14 de febrero de 1972, fue una muestra de su vida. En el cementerio, ante su féretro, se dieron cita cientos de personas entre las que se encontraban personalidades de la dictadura y compañeros anarquistas. Fue el único caso en España en el que una persona fue enterrada con una bandera anarquista rojinegra durante el régimen del general Franco. Unos rezaron un padrenuestro y al final, Javier Martín Artajo leyó unos párrafos de un poema de Melchor:

Y si un paria de la tierra
te pregunta lo que encierra
dentro de sí el anarquismo
explícaselo tu mismo
como su doctrina indica;
anarquía significa:
Belleza, amor, poesía,
igualdad, fraternidad,
sentimiento, libertad,
cultura, arte, armonía,
la razón, suprema guía,
la ciencia, excelsa verdad,
vida, nobleza, bondad,
satisfacción, alegría.
Todo esto es anarquía
y anarquía, humanidad.

Contumaz, optimista, expansivo, un andaluz con ángel según Jacinto Torhyo, la labor de Melchor, a lo largo de toda su vida, dignifica al ser humano y es —como otros muchos hombres y mujeres de izquierdas— un ejemplo que merece ser tenido en cuenta en este tiempo de intolerancias y sectarismos. Como él afirmó repetidas veces, «se puede morir por las ideas, nunca matar por ellas».

Personaje polifacético, con sus luces y sombras —algunos compañeros le achacaban exageraciones en todas sus acciones y falta de contención—, ejemplo de español de otros tiempos, la figura de Melchor Rodríguez se agiganta con el tiempo. Sirvan estas líneas como reconocimiento a este libertario que tuvo la virtud de cautivarme desde hace algunos años. La investigación para escribir un libro sobre su figura, que me ha llevado más de cuatro años, me mostró lo extraordinario de su vida y de su obra, hasta el punto de que muchas veces dudaba si no era realmente un personaje literario, de ficción. Fruto de ello es el libro Melchor Rodríguez, anarquista con ángel, un homenaje, merecido, a aquel paradigma de los que demostraron una gran humanidad en la Guerra Civil.

La suerte de «Los Libertos»

Respecto a los demás miembros de «Los Libertos», su suerte fue dispar, pero nunca renunciaron a sus principios. Uno de los que primero murió fue Avelino Gonzalez Mallada. Avelino, uno de los puntales del sindicalismo asturiano que, cuando dirigía el periódico CNT en 1932, se adscribió al grupo «Los Libertos», era muy amigo de Melchor, con quien dio mítines y sufrió encierro. Pasó el principio de la guerra en Gijón, en diversos puestos hasta que llegó a la alcaldía de la ciudad, en la que solo pudo estar un año hasta la llegada de las tropas franquistas. Hundido el frente norte, se trasladó a Barcelona y al poco salió en una misión de propaganda a los Estados Unidos. Allí murió en Woodstock, en marzo de 1938, en un sospechoso accidente de circulación (método expeditivo que ha utilizado en ocasiones el FBI), cuando hacía una gira para conseguir apoyo para la lucha de los antifascistas españoles.

Feliciano Benito seguiría tras la guerra, cuando fue fusilado tras rechazar las ofertas franquistas de cambiar de bando. En los primeros momentos de la guerra con una columna y con Cipriano Mera, tomó Guadalajara. Asimismo, luchó con Mera en las milicias en la defensa de Madrid. Posteriormente se desempeñó como inspector de milicias en el Ejército Popular y como comisario político en el IV Cuerpo de Ejército.

Manuel López murió al poco de acabar la guerra en el campo de Albatera. Francisco Tortosa tuvo más suerte. Al principio de la guerra combatió en la columna Águilas de la Libertad, en los alrededores de Madrid. En 1939 consiguió salir antes de la rendición y en el campo de Argelés, hacia los sesenta años, le entró la vena del dibujo. Precisamente de la pintura consiguió vivir en México durante el exilio.

Celedonio Pérez, director de la cárcel de San Antón durante el mandato de Melchor en las prisiones, fue posteriormente comisario de la división de Cipriano Mera. Aunque consiguió salir a Francia antes del final de la guerra, en 1940 fue devuelto por los franceses. Parece ser que estuvo implicado en un atentado a Hitler y Franco en 1940. Aunque fue condenado a treinta años, con indultos salió en 1944 y a partir de entonces trabajó en la reorganización del Comité Nacional de la CNT, sobre todo en los comités de Vallejo y Damiano. Volvió a caer en 1953 y un año después fue condenado a quince años, que empezó a cumplir en Guadalajara. Salió por su delicada salud y en 1956 murió en Madrid.

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