sábado, 1 de octubre de 2011

Psiquiatría y antipsiquiatría

Por MICHEL FOUCAULT*

Existe sin duda una correlación histórica entre estos dos hechos: antes del siglo XVIII la locura no era objeto sistemático de internamiento y era considerada fundamentalmente como una forma de error o de ilusión. Todavía a comienzos de la época clásica la locura era percibida como algo que pertenecía a las quimeras del mundo; podía vivir en medio de esas quimeras y no tenía por qué ser separada de ellas más que cuando adoptaba formas extremas o peligrosas. Se entiende que en tales condiciones el lugar privilegiado en el que la locura podía y debía manifestarse plenamente en su verdad no podía ser más que el espacio artificial del hospital. Los lugares terapéuticos reconocidos eran varios, y sobre todo la naturaleza, puesto que constituía la forma visible de la verdad; la naturaleza poseía en sí misma el poder de disipar el error, de volatilizar las quimeras. Las prescripciones médicas eran pues casi naturalmente el viaje, el reposo, el paseo, el retiro, la ruptura con el mundo artificial y vano de la ciudad. Esquirol recordará todavía esto cuando, al proyectar los planos de un hospital psiquiátrico, recomiende que cada patio esté abierto ampliamente a un jardín. Otro lugar terapéutico en uso era el teatro, naturaleza invertida; se representaba para el enfermo la comedia de su propia locura, se le ponía en escena, se le ofrecía por un instante una realidad ficticia, a base de disfraces y de decorados se producía la impresión de que esta realidad era verdadera de tal forma que, cayendo en la trampa, el error terminase por manifestarse a los ojos mismos de quien era víctima de él. Esta técnica tampoco había desaparecido completamente en el siglo XIX; por ejemplo Esquirol recomendaba simular procesos melancólicos para estimular su energía y combatividad.

La práctica del internamiento a comienzos del siglo XIX coincide con el momento en que la locura era percibida menos en su relación al error que en relación a la conducta regularizada y normal. En este momento la locura aparece no tanto como una perturbación del juicio cuanto como una alteración en la manera de actuar, de querer, de sentir las pasiones, de adoptar decisiones y de ser libre, en suma, ya no se inscribe tanto en el eje verdad-error-conciencia cuanto en el eje pasión-voluntad-libertad; es la época de Hoffbauer y Esquirol. «Hay alienados en los que el delirio apenas es visible, pero no existen alienados cuyas pasiones y afecciones morales no estén desordenadas, pervertidas o aniquiladas… La disminución del delirio únicamente es un signo cierto de curación cuando los alienados retornan a sus primeros afectos». ¿Cuál es de hecho el proceso de curación? ¿Cuándo tiene lugar el momento por el que se disipa el error y la verdad sale de nuevo a la luz? No cuando desaparece el delirio sino cuando «las afecciones morales vuelven a sus justos límites, cuando reaparece el deseo de volver a ver a los amigos, a los hijos, cuando brotan las lágrimas de la sensibilidad, la necesidad de desahogar el corazón, de retornar al medio familiar, de recuperar los propios hábitos».

¿Cuál puede ser entonces la función del manicomio en este movimiento de retorno a las conductas regularizadas? En primer lugar tendrá, por supuesto, la función encomendada a los hospitales a finales del siglo XVIII: permitir descubrir la verdad en la enfermedad mental, alejar todo aquello que en el medio en el que vive el enfermo pueda enmascararla, confundirla, proporcionarle formas aberrantes, alimentarla y también potenciarla. Pero todavía más que un lugar de desvelamiento, el hospital, cuyo modelo proporcionó Esquirol, es un lugar de confrontación; la locura, voluntad desordenada, pasión pervertida, debe de encontrar en él una voluntad recta y pasiones ortodoxas. Este cara a cara, este inevitable y a decir verdad deseable choque, producirá dos efectos: la voluntad enferma, que muy bien podía permanecer imperceptible puesto que no se expresaba a través de ningún delirio, desplegará a la luz su mal en razón de la resistencia que opondrá a la recta voluntad del médico; por otra parte, la lucha que se establece a partir de aquí deberá conducir, si se ha planteado bien, a la victoria de la voluntad recta, a la sumisión, a la renuncia de la voluntad perturbada… Se trata pues de un proceso de oposición, de lucha, de dominación. «Es preciso aplicar un método perturbador, quebrar el espasmo con el espasmo... hay que subyugar el carácter entero de algunos enfermos, vencer sus pretensiones, domar sus arrebatos, romper su orgullo a la vez que es necesario excitar y promover lo contrario».

Es así como se instituye la función del hospital psiquiátrico del siglo XIX; lugar de diagnóstico y de clasificación, rectángulo botánico en el que las especies de las enfermedades son distribuidas en pabellones cuya disposición hace pensar en un vasto huerto; pero también espacio cerrado para un enfrentamiento, lugar de lidia, campo institucional en el que está en cuestión la victoria y la sumisión. El gran médico de manicomio —ya sea Leuret, Charcot o Kraepelin— es a la vez quien puede decir la verdad de la enfermedad gracias al saber que posee sobre ella y quien puede producir la enfermedad en su verdad y someterla a la realidad gracias al poder que su voluntad ejerce sobre el propio enfermo. Todas las técnicas o los procedimientos puestos en práctica en los manicomios del siglo XIX —aislamiento, interrogatorio público o privado, tratamientos-castigo tales como la ducha, los coloquios morales (para estimular o amonestar), la disciplina rigurosa, el trabajo obligatorio, las recompensas, las relaciones preferentes entre el médico y determinados enfermos, las relaciones de vasallaje, de posesión, de domesticación, y a veces de servidumbre que ligan al enfermo con el médico—, todo esto tenía como función convertir a la figura del médico en el «dueño de la locura»: el médico es quien la hace mostrarse en su verdad (cuando se oculta, permanece emboscada o silenciosa) y quien la domina, la aplaca y la disuelve, tras haberla desencadenado sabiamente.

Para decirlo de un modo esquemático, en el hospital pasteuriano la función de «producir la verdad» de la enfermedad no ha dejado de difuminarse: el médico productor de verdad desaparece en una estructura de conocimiento. En el hospital de Esquirol o de Charcot la función «producción de verdad» por el contrario se hipertrofia, se exalta en torno al personaje del médico, y esto ocurre en el interior de un juego en el que lo que está en cuestión es el poder omnímodo del médico. Charcot, taumaturgo de la histeria, es, sin ninguna duda, el personaje más altamente simbólico de este tipo de funcionamiento.

Ahora bien, esta exaltación se produce en una época en la que el poder médico encuentra sus garantías y sus justificaciones en los privilegios del conocimiento: el médico es competente, conoce a los enfermos y las enfermedades, detenta un saber científico que es del mismo tipo que el del químico o el del biólogo: tal es ahora el fundamento de sus intervenciones y de sus decisiones. El poder que el manicomio proporciona al psiquiatra deberá pues justificarse (y ocultarse al mismo tiempo en tanto que poder primordial) produciendo fenómenos integrables en la ciencia médica. Se comprende así la razón por la que técnica de la hipnosis y de la sugestión, el problema de la simulación, el diagnóstico diferencial entre enfermedad orgánica y enfermedad psicológica, han constituido durante tantos años (al menos desde 1860 a 1890) el centro de la práctica y de la teoría psiquiátrica. El punto álgido de perfección, de demasiada milagrosa perfección, se alcanzó cuando los enfermos del servicio de Charcot empezaron a reproducir, a instancias del poder-saber médico, una sintomatología construida sobre el patrón de la epilepsia, es decir susceptible de ser descifrada, conocida y reconocida en términos de enfermedad orgánica.

En este episodio decisivo se redistribuyen y se superponen las dos funciones del manicomio, por una parte ensayo y producción de la verdad, por otra, comprobación y conocimiento de los fenómenos. El poder del médico le permite producir desde ahora la realidad de una enfermedad mental cuya característica es reproducir fenómenos por completo accesibles al conocimiento. La histérica era la perfecta enferma puesto que ella se daba a conocer: retranscribía en sí misma los efectos del poder médico bajo formas que éste podía describir siguiendo un discurso científicamente aceptable. Por lo que se refiere a la relación de poder que hacía posible toda esta operación, ¿cómo habría podido ser detectada en su función determinante si se tiene en cuenta que —tal es la virtud suprema de la histeria con su inigualable docilidad y su verdadera santidad epistemológica— los enfermos la retomaban ellos mismos y asumían su responsabilidad haciéndola aparecer en la sintomatología bajo la forma de sugestionabilidad mórbida? Todo se desarrollaba ahora en la cristalina transparencia del conocimiento entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido.


Se puede avanzar la hipótesis de que comienza la crisis y la época, apenas todavía esbozada, de la antipsiquiatría cuando se tiene la sospecha, y muy pronto la certeza, de que Charcot producía de hecho la crisis de histeria que describía. Es un poco el equivalente del descubrimiento realizado por Pasteur de que el médico transmitía las enfermedades que pretendía combatir.

Parece en todo caso que todas las grandes conmociones que han sacudido la psiquiatría desde finales del siglo XIX han puesto en cuestión esencialmente el poder del médico, su poder y el efecto que producía sobre el enfermo más que su saber y la verdad de lo que decía sobre la enfermedad. Se puede decir con más exactitud que lo que ha sido cuestionado, desde Bernhein hasta Laing o Basaglia, es el modo cómo el poder médico estaba implicado en la verdad de lo que decía e inversamente el modo cómo ésta podría ser fabricada y estar comprometida por su poder. Cooper dijo: «la violencia está en el corazón de nuestro problema», y Basaglia escribió: «la característica de estas instituciones —escuela, fábrica, hospital— es una separación neta entre quienes poseen el poder y quienes no lo poseen. Las grandes reformas, no sólo de la práctica psiquiátrica sino también del pensamiento psiquiátrico, giran en torno de esta relación de poder, constituyen tentativas para desplazarlo, enmascararlo, eliminarlo y anularlo. La psiquiatría moderna está en el fondo atravesada por la antipsiquiatría, entendiendo por tal la puesta en cuestión del papel del psiquiatra encargado en otras épocas de producir la verdad de la enfermedad en el espacio hospitalario».

Se podría hablar pues de antipsiquiatrías que han atravesado la historia de la psiquiatría moderna; pero quizás es preferible distinguir cuidadosamente dos procesos que son perfectamente distintos desde el punto de vista histórico, epistemológico y político.

En primer lugar ha existido el movimiento de «despsiquiatrización». Este movimiento aparece inmediatamente después de Charcot. Se trata entonces no tanto de anular el poder médico cuanto de desplazarlo en nombre de un saber más exacto, darle otro punto de aplicación y nuevas formas de evaluación. Se trataba de despsiquiatrizar la medicina mental para restablecer en su justa eficacia un poder médico al que la imprudencia (o la ignorancia) de Charcot había llevado a producir abusivamente enfermedades y, por tanto, falsas enfermedades.

1. Una primera forma de despsiquiatrización comienza con Babinski, su héroe crítico. Más que intentar producir teatralmente la verdad de la enfermedad es mejor intentar reducirla a su estricta realidad que no es quizá con frecuencia más que la aptitud para dejarse teatralizar, es decir, el pitiatismo. Desde ahora la relación de dominación del médico sobre el enfermo no sólo no perderá nada de su rigor sino que éste intentará reducir la enfermedad a su estricto mínimo, a los signos necesarios y suficientes para que pueda ser diagnosticada como enfermedad mental y a las técnicas indispensables para que estas manifestaciones desaparezcan.

Se trata en cierto modo de pasteurizar el hospital psiquiátrico, de obtener en el manicomio el mismo efecto de simplificación que Pasteur había impuesto a los hospitales: articular directamente uno sobre otro el diagnóstico y la terapéutica, el conocimiento de la naturaleza de la enfermedad y la supresión de sus manifestaciones. El momento de prueba, aquel en que la enfermedad se manifiesta en su verdad y en el que alcanza su fase álgida, este momento no figurará ya en el proceso médico. El hospital puede convertirse en un lugar silencioso en el que la forma del poder médico se mantiene en lo que posee de más estricto, sin que tenga que encontrarse o enfrentarse a la locura misma. Podríamos denominar esta forma «aséptica» y asintónica de despsiquiatrización «psiquiatría de producción cero». La psicocirugía y la psiquiatría farmacológica son sus dos formas más relevantes.

2. Otra forma de despsiquiatrización exactamente opuesta a la anterior es la que trata de intensificar lo más posible la producción de la enfermedad en su verdad, pero actuando de tal forma que las relaciones del poder médico y el enfermo se viertan exactamente en esta producción, que permanezcan en adecuación con ella, que no se dejen desbordar por ella y que puedan controlarla. La condición indispensable para esta permanencia del poder médico «despsiquiatrizado» es dejar al margen todos los efectos propios del espacio manicomial. En primer lugar hay que evitar la trampa en la que había caído la taumaturgia de Charcot; impedir que la obediencia hospitalaria se burle de la autoridad médica y que, en vez de las complicidades de los oscuros saberes colectivos, la ciencia soberana del médico no se encuentre recubierta en este lugar por los mecanismos que involuntariamente habría producido. En consecuencia se impone la norma del cara a cara; la norma de libre contrato entre el médico y el enfermo, la norma de la limitación de todos los efectos de la relación al único nivel del discurso («sólo te pido una cosa, decir realmente todo lo que te pasa por la cabeza»), la regla de la libertad discursiva («no podrás envanecerte más de engañar a tu médico, ya que no tendrás que responder a preguntas formuladas previamente, dirás lo que quieras, lo que se te ocurra, sin que tan siquiera tengas que preguntarme acerca de lo que yo pienso de ello; y si quieres engañarme trasgrediendo esta regla yo no seré realmente el engañado sino que lo serás tú mismo, ya que habrás perturbado la producción de la verdad y habrás acrecentado con algunas sesiones el dinero que me debes»); norma del diván que sólo confiere realidad a los efectos producidos en ese lugar privilegiado y durante esa hora singular en la que se ejerce el poder del médico, poder que no puede ser captado en ningún efecto de retorno, ya que está totalmente suspendido en el silencio y la invisibilidad.

El psicoanálisis puede ser históricamente descifrado como la otra gran forma de despsiquiatrización provocada por el traumatismo de Charcot: salida del espacio manicomial para borrar los efectos paradójicos del sobre-poder psiquiátrico, pero al mismo tiempo reconstitución del poder médico, productor de verdad, en un espacio organizado para que esta producción permanezca siempre adecuada a este poder. La noción de transferencia, en tanto que proceso esencial a la cura, es una forma de pensar conceptualmente esta adecuación bajo la forma de un conocimiento. El pago en dinero, contrapartida monetaria de la transferencia, es una forma de garantizar la cura en la realidad, una forma de impedir que la producción de la verdad se convierta en un contrapoder que coja en la trampa, anule o someta al poder médico.

La antipsiquiatría se opone a estas dos grandes formas de despsiquiatrización, ambas conservadoras del poder, una porque anula la producción de verdad y la otra porque intenta adecuar producción de verdad y poder médico. Ahora con la antipsiquiatría se trata más que de una salida del espacio manicomial, de su destrucción sistemática, mediante un trabajo interno, se trata de transferir al enfermo mismo el poder de producir su locura y la verdad de su locura más que de intentar reducirlo a cero. A partir de aquí se puede comprender, creo, lo que está en juego en la antipsiquiatría y que no es en absoluto el valor de verdad de la psiquiatría en términos de conocimiento (de exactitud diagnóstica o de eficacia terapéutica).

En el corazón de la antipsiquiatría está la lucha con, en y contra la institución. Cuando a comienzos del siglo XIX se pusieron en marcha las grandes estructuras manicomiales se las justificaba mediante la existencia de una maravillosa armonía entre las exigencias del orden social —que debía ser protegido frente al desorden de los locos— y las necesidades de la terapéutica —que implicaba el aislamiento de los enfermos—. Para justificar el aislamiento de los locos Esquirol daba cinco razones fundamentales: 1) asegurar su seguridad personal y la de sus familiares; 2) librarlos de las influencias exteriores; 3) vencer sus resistencias personales; 4) someterlos por la fuerza a un régimen médico; 5) imponerles nuevos hábitos intelectuales y morales. Queda claro que todo es un asunto de poder: controlar el poder del loco, neutralizar los poderes exteriores que pueden ejercerse sobre él, imponerle un poder terapéutico y corrector —una ortopedia—. Ahora bien, es precisamente contra la institución en tanto que lugar, forma de distribución y mecanismo de esas relaciones de poder, contra el que presenta sus ataques la antipsiquiatría. Bajo las justificaciones de un internamiento que permitiría, en un lugar purificado, comprobar lo que existe e intervenir en donde, cuando y como sea preciso, la antipsiquiatría hace surgir las relaciones de dominación propias de la relación institucional: «el puro poder médico» dice Basaglia comprobando en el siglo XX los efectos de las prescripciones de Esquirol, «aumenta tan vertiginosamente como disminuye el poder del enfermo; éste, por el simple hecho de ser internado, se convierte en un ciudadano sin derechos, abandonado a la arbitrariedad del médico y de los enfermeros que pueden hacer de él lo que quieran, sin posibilidad de apelación». Me parece que se podrían situar las diferentes formas de antipsiquiatría en razón de sus estrategias en relación con estos juegos de poder institucional: evitar ese poder bajo la forma de contrato dual y libremente consentido por cada una de las partes (Szasz); acondicionar un espacio privilegiado en el que esos poderes se vean suspendidos o exorcizados si pretenden resurgir (Kingsley Hall); aislarlos uno a uno y destruirlos progresivamente en el interior de una institución de tipo clásico (Cooper en el Pabellón 21); religarlos a las otras relaciones de poder que han podido determinar ya en el exterior del manicomio la segregación del individuo como enfermo mental (Gorizia). Las relaciones de poder constituyen el a priori de la práctica psiquiátrica: condicionan el funcionamiento de la institución manicomial, distribuyen en su interior las relaciones entre los individuos, rigen las formas médicas de intervención. La inversión que opera la antipsiquiatría consiste en situar esas relaciones de poder por el contrario en el centro de lo que debe ser problematizado y ante todo cuestionándolas.

Pues bien, lo que estaba en juego en esas relaciones de poder era el derecho absoluto de la no locura sobre la locura. Un derecho traducido en términos de competencia que se ejerce sobre una ignorancia, de sentido común, de acceso a la realidad capaz de corregir los errores (ilusiones, alucinaciones, fantasmas), de la normalidad que se impone sobre el desorden y la desviación. Es este triple poder lo que constituye a la locura en objeto posible de conocimiento para una ciencia médica que la construye como enfermedad en el momento mismo en que «el sujeto», afectado por esta enfermedad, se ve descalificado como loco -es decir desposeído de todo poder y de todo saber relativo a su enfermedad-. «Sobre tu sufrimiento y tu singularidad sabemos bastantes cosas —y por eso no lo dudas— para reconocer que es una enfermedad; pero esta enfermedad la conocemos lo suficiente como para saber que tú no puedes ejercer sobre ella, ni en relación con ella, ningún derecho. Nuestra ciencia nos permite calificar tu locura de enfermedad y precisamente por eso nosotros los médicos poseemos la suficiente cualificación para intervenir y diagnosticar en ti una locura que te impide ser un enfermo como los demás: tú serás por tanto un enfermo mental». Ese juego de una relación de poder que da lugar a un conocimiento, el cual a su vez legitima en contrapartida los derechos de ese poder, es el juego característico de la psiquiatría «clásica». La antipsiquiatría pretende precisamente desenmarañar ese círculo confiriendo al individuo la tarea y el derecho de llevar su locura hasta el límite, en una experiencia a la que los otros pueden contribuir, pero nunca en nombre de un poder que les sería otorgado por su razón o su normalidad. La antipsiquiatría pretende romper ese círculo separando las conductas, los sufrimientos, los despoja del estatuto patológico que se les había conferido, liberándolos de un diagnóstico y de una sintomatología que no tenían simplemente un valor clasificatorio sino también un carácter de decisión y decreto; se pretende así invalidar en fin la gran retranscripción de la locura en la enfermedad mental que se emprendió en el siglo XVII y se consumó en el siglo XIX.

La desmedicalización de la locura es correlativa a este cuestionamiento fundamental del poder realizado por la práctica antipsiquiátrica. Se comprende la oposición de ésta a la «despsiquiatrización» que, me parece, caracteriza tanto al psicoanálisis como a la psicofarmacología, en la medida en que ambas operan sobre todo una sobremedicalización de la locura. A partir de esta comparación se ilumina de pronto el problema de la eventual liberación de la locura en relación a esta forma singular de poder-saber que es el conocimiento. ¿Es posible que la producción de verdad de la locura pueda tener lugar en situaciones que no sean las de una relación de conocimiento? Se dirá que éste es un problema ficticio, una cuestión que no tiene lugar más que en la utopía. Pero de hecho se plantea concretamente todos los días en relación con el papel del médico —sujeto estatutario de conocimiento— en los proyectos de despsiquiatrización.

La vida de los hombres infames,
Ed. La Piqueta, 1990.


* Resumen del curso 1973-74: «Le pouvoir psychiatrique», Annuaire du Collège de France.

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