domingo, 19 de febrero de 2012

El IV Reich y el nuevo Gobierno de Vichy

Juan Fco. Martín Seco

Conviene no olvidar la historia y los fantasmas domésticos de los pueblos. El Sacro Imperio Romano Germánico, bautizado en Alemania como I Reich, ha estado siempre presente en el imaginario colectivo del pueblo alemán, y por ello pudo ser resucitado en 1870-71 por Bismarck (II Reich), primero mediante la reunificación de los múltiples pequeños Estados alemanes, y después con el resurgimiento de una aspiración nunca olvidada, el dominio de Europa, o al menos de toda su parte norte, por la gran nación alemana.

El II Reich desembocó en la I Guerra Mundial. La derrota y las condiciones ominosas impuestas por los vencedores en el Tratado de Versalles forzaron a Alemania a enterrar por algún tiempo sus pretensiones imperialistas, pero las mismas humillaciones recibidas las alimentaban y las mantenían vivas, dispuestas a emerger en el momento propicio, lo que acaeció finalmente con la subida de Hitler al poder. El III Reich devino enseguida en una dictadura; sin embargo, supo aunar y conciliar los deseos y emociones de gran parte del pueblo alemán, convencido de que su destino era la dominación de Europa. Una vez más, la derrota le obligó a abjurar de sus errores y propósitos, incluso a reprobarlos oficialmente. Se produjo entonces un fenómeno históricamente único, una nación que renegaba de su pasado y se mostraba dispuesta a condenarlo, de tal manera que parecía que eran otros los que habían cometido tamañas atrocidades.

Los vencedores, a su vez, quizá como consecuencia de la Guerra Fría, se apresuraron a aceptar a la nueva Alemania entre sus filas, dando por buena la versión de que esa renovada nación nada tenía que ver con la antigua. No obstante, con la finalidad de que la historia no volviera a repetirse, dieron a luz un proyecto disparatado, la Unión Europea, que como se está viendo en la actualidad se ha convertido, paradójicamente, en el mejor vehículo para que Alemania retorne a los planteamientos imperialistas y surja de nuevo el sueño de establecer su hegemonía en Europa. Merkel está encarnando el IV Reich. Ciertamente que ahora no se trata de una dominación bélica, pero sí —de acuerdo con los nuevos parámetros históricos— económica, tanto o más efectiva.

La Unión Europea ha posibilitado la reunificación alemana, haciendo recaer en buena medida su financiación sobre el resto de los socios europeos. El Tratado de Maastricht se diseñó con los parámetros impuestos por Alemania, de acuerdo con sus conveniencias, pero dejó indefensos a los otros países. Las consecuencias se aprecian claramente en la actualidad. Pasados los primeros años de euforia, que han sido también los años en los que se generaban los desequilibrios en que han quedado enredados y atrapados la mayoría de los Estados, se ha mostrado con toda crudeza en qué ha devenido la Unión Monetaria, en el IV Reich.

Las instituciones europeas están anuladas y son simples marionetas a las órdenes de Alemania. Los gobiernos de las restantes naciones son meros mariachis que se limitan a dar su aquiescencia a las ocurrencias que les presenta la canciller en cada reunión del Consejo y que previamente ha decidido en un cónclave celebrado con Sarkozy, y anunciado públicamente sin ningún pudor. El papel menos airoso tal vez sea el del propio Sarkozy, manteniendo artificialmente el tipo, haciendo anuncios y proclamas que se ve obligado a desmentir poco después. Su postura bobaliconamente colaboracionista recuerda al gobierno de Vichy.

La canciller alemana no tiene ningún rubor en manifestar que es ella la que manda en Europa y se atreve, violando los protocolos diplomáticos más elementales, a decir a los gobiernos nacionales —bien directamente, bien a través de sus acólitos, el presidente del BCE (creado a imagen del Bundesbank) o el presidente de la Comisión o del Consejo— lo que tienen o no tienen que hacer. Bajo su presión se cambian gobiernos y se somete a los ciudadanos de los distintos Estados a todo tipo de ajustes y reformas que nada solucionan pero que destruyen conquistas sociales de siglos.

La Unión Monetaria está produciendo resultados muy desiguales, beneficiando fuertemente a Alemania y a algún que otro país pequeño de su órbita y perjudicando a todos los demás. Por otra parte, en contra de lo que se da a entender, Alemania no ha aportado proporcionalmente ni un euro más que los otros Estados para el rescate de Grecia, Portugal o Irlanda. Su renta per cápita, que antes de la creación del euro perdía posiciones respecto a la media europea, a partir de la constitución de la Unión Monetaria las gana, mientras que la mayoría de los otros miembros de la Eurozona las pierden. Este resultado es lógico dados los beneficios que la nación germánica obtiene del hecho de que el resto de los países no puedan devaluar y de que, debido a la política impuesta por el BCE, la mayoría de las economías estén pagando tipos de interés mucho más altos que los de Alemania.

Como en todo imperio, la metrópoli, en este caso Alemania, está sacando jugosos beneficios de las colonias (el resto de los Estados) y todo ello sin embargo vendiendo a la opinión pública la tesis contraria. En un falso victimismo, Alemania se hace pasar por la pagana de la crisis e impone condiciones.

¿Cómo se puede construir una unión monetaria sin querer homologar siquiera los tipos de interés? Lo que resulta increíble es que el resto de los países no se hayan percatado de la jugada y sean incapaces de plantar cara a este IV Reich. Antes o después, sin embargo, no tendrán más remedio que hacerlo. Lo malo es que cuando lo hagan se encontrarán en un estado de enorme postración tras las correspondientes tandas de ajustes y una recesión permanente.

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