La expresión «identidad cultural», en su sentido ideológico, va referida no a una parte (rasgo, nota, carácter, &c.) de la cultura, sino al «todo» de esa cultura, pero no tomada en la universalidad de su extensión («cultura humana») sino en tanto está distribuida en esferas o círculos de cultura (naciones, en sentido canónico, etnias, pueblos, &c.). Cuando se habla de «identidad cultural maya», de «identidad cultural vascongada» o de «identidad cultural asturiana», parecen ponernos delante no de unos materiales mayas, vascongados o asturianos, sino ante unas extrañas raíces o troncos que parecen dotados de una suerte de eterna fecundidad según pautas perennes cuyo valor ontológico parece garantizado por el hecho mismo de su identidad. Al hablar de identidad de una cultura se está pidiendo la preservación de su pureza prístina y virginal, que se nos presenta como incondicionalmente valiosa y digna de ser conservada a toda costa y en toda su pureza. Cuando se habla de «identidad cultural» de un pueblo se utiliza una idea de identidad analítica y sustancial: lo que se postula sería el reconocimiento del proceso mediante el cual tendría lugar la identidad sustancial de un mismo pueblo que, en el curso continuo de sus generaciones, ha logrado mantener (o «reproducir») la misma cultura (misma en sentido sustancial y esencial) reconociéndose como el mismo pueblo a través precisamente de la invariancia histórica de su cultura, convertida en patrimonio o sustancia de la vida de ese pueblo. Pero la identidad analítica (A=A) es sólo un caso límite (secundario) de la identidad sintética (que envuelve relaciones entre términos objetivamente distintos), aplicada a símbolos que intencionalmente son propuestos como no distintos. En el caso «más sencillo» de las identidades individuales: dado que el individuo está siempre enclasado, y además, en clases diferentes (simutáneas o sucesivas), su «identidad» implica la síntesis de las diferentes clases (arquetipos o estructuras) a través de las cuales se determina como individuo. Platón, por ejemplo, decía que agradecía a los dioses cuatro cosas: haber nacido hombre y no animal, haber nacido varón y no hembra, haber nacido griego y no bárbaro y haber nacido en la época de Sócrates y no en otra; la «identidad de Platón» tendría lugar, según esto, a través de su condición de hombre, de varón, de griego y de ciudadano ateniense; y de otros muchos predicados, concatenados sintéticamente los unos a los otros. Del mismo modo, la identidad cultural de un pueblo P ha de ser sintética: no se establecerá como relación reflexiva (P=P) sino a través de otros pueblos (Q,R,S...) en cuanto codeterminan al primero. La identidad cultural de una esfera dada sólo podrá ser entendida como un sistema dinámico «autosostenido» en un entorno del que podrán formar parte otras esferas o sistemas dinámicos, otras culturas. Lo que significa que una cultura, en cuanto reclama su identidad propia, ha de ajustarse a las condiciones universales de los sistemas morfodinámicos, dado que la energía consumida en el proceso ha de tomarse del entorno; que, en el desarrollo histórico de la humanidad, llega ser el planeta íntegro.
No es nada fácil explicar, por sí mismo, el auge de términos tan abstractos y académicos (hasta la fecha) como identidad y cultura en los debates políticos y en la vida cotidiana del presente. Pero este auge se explica bastante bien cuando las expresiones construidas en torno a la composición «identidad cultural» la analizamos en su condición de instrumentos ideológicos.
Paradójicamente, la idea de identidad se utiliza en estos contextos como si fuera un predicable reflejo, universal, aunque recaiga sobre singularidades individuales (como si fuese una variante del «sexto predicable» discutido por los escolásticos) o sobre singularidades específicas; por tanto, habrá de ir referido a una determinada materia idiográfica o nomotética, porque, en sí mismo, nada podría significar (como tampoco significa nada predicar la igualdad o la congruencia, si no va vinculada a algún parámetro material k: a=kb pero no a=b). ¿Qué añade entonces la identidad (su predicación, su reivindicación o defensa) a esa materia k presupuesta? ¿No es una redundancia? Predicar, pongamos por caso, reivindicativamente la identidad de Asturias ¿no es lo mismo que reivindicar Asturias?
En términos absolutos, sí; pero, de hecho, el predicable «identidad» añade a la materia k reivindicada, por lo menos estas tres determinaciones:
(1) Una supuesta razón ontológica de la reivindicación: que no se reivindica un material k en cuanto está dado de un modo meramente empírico, amorfo o fenoménico (como un unum per accidens), sino en cuanto está dado sustancialmente, y a su través, esencialmente (como un unum per se), sin perjuicio de su estructura procesual o dinámica.
(2) Que no se reivindica esa materia simplemente para «hacer presente su realidad», sino (dado su supuesto carácter de identidad sustancial) para expresar la voluntad de mantener su sustancia a lo largo del tiempo. Lo que presupone, a su vez, el postulado de que ese material cuya identidad se reivindica, necesita (o agradece) ser reivindicado (por sí mismo correría el peligro de extinguirse o de eclipsarse) y ello porque se le considera absolutamente valioso. El material reivindicado es, por tanto, digno de ser reivindicado. Pero esto es mucho suponer, aunque nos situemos en la perspectiva del más radical relativismo cultural o ecológico que defienda la necesidad de proteger o de reivindicar todo aquello de lo que puede predicarse una identidad, por la mera razón de atribuírsela, prescindiendo de las relaciones que ella pueda mantener con otras «identidades» (habría que proteger o reivindicar, como «seña de identidad» o incluso como «seña constitutiva», el disco labial de los botocudos brasileños, habría que proteger o reivindicar la danza de los derviche giróvagos turcos, en cuanto es constitutiva de su identidad cultural, por la misma razón por la que un biólogo reivindicaría la preservación, en el concierto universal de los vivientes, del Plasmodium falciparum, que también constituye una seña de identidad, incluso de valor adaptativo, de algunos pueblos naturales con malaria endémica).
(3) Y como la identidad sustancial es un predicable «universal», que se aplica distributivamente a diversos sujetos o materiales, la reivindicación de una identidad expresa también el postulado de mantener la distinción con los de las otras, de no ser confundidos, a fin de no ser absorbidos por ellos.
La identidad reivindicada será entendida, por tanto, sobre todo, como una identidad sustancial. Una acepción metafísica que recoge, sin duda, significados muy arcaicos: identitas es, al parecer, término del bajo latín, acuñado a partir del término idem (id+dem), por analogía con la derivación de entitas a partir de ens (esta acepción sustancialista del término identidad se aplicaba en efecto, originariamente, como su correspondiente griego tautótes, a las sustancias individuales, o concebidas como tales, aquellas a las que van referidas tanto las máximas más solemnes, del estilo de «sé quien eres» o «realízate según tu propia identidad», como los instrumentos administrativos más prosaicos, como pudiera serlo el Documento Nacional de Identidad). Pero, simultáneamente, la identidad afectará también a las singularidades específicas con las cuales los individuos tienen relación de pertenencia (aunque es cierto que la singularidad específica, en cuanto identidad, suele aparecer tan sólo como un momento abstracto de la singularidad individual, que no la «agota»: «europeo» o «latino» son componentes de la identidad de un francés o de un español, pero son componentes abstractos de la singularidad individual de Francia o de España, que no se agotan en sus características específicas o genéricas). Cuando los movimientos nacionalistas reivindican su «identidad», seguramente que no sólo reivindican su condición de nación (puesto que ésta es una identidad de orden específico, dentro de un género), sino sobre todo reivindican su condición de singularidad individual, es decir, de «identidad sustantivada» (que, por cierto, como le ocurre al sexto predicable, también es un «categorema» supraindividual). En todo caso, la identidad sustancial no implica inmovilidad absoluta, sino simplemente «invariancia» en las transformaciones, aunque esta invariancia no sólo es compatible con el recambio completo de partes materiales (la identidad dinámica del «barco de Teseo») sino también con la transposición de sus mismas partes formales y, por tanto, de la estructura de la singularidad específica correspondiente.
En cualquier caso, la «cultura» a la que principalmente se aplica el predicable identidad suele ser entendida como una entidad idiográfica (realmente existente, sin perjuicio de su eventual estado de letargo, de postración o de inconsciencia) y, por supuesto, como una entidad valiosa, incluso como un bien que soporta los valores supremos: valores que reclaman ser, no sólo reconocidos, sino también protegidos y promovidos, por lo menos, según hemos dicho, con el mismo derecho que corresponde proteger y promover las especies vivientes reivindicadas por los movimientos ecologistas. Linneo ya había transferido a las especies (concebidas como entidades creadas nominatim por Dios, desde el principio) una «identidad hipostasiada» que venía siendo propia de los individuos o singularidades individuales vivientes. Una transferencia similar tendrá lugar a propósito de esas culturas, concebidas como «esferas sustanciales», sin perjuicio de su carácter supraindividual (del individuo orgánico), al estar asociadas a un pueblo, a una nación y, en el límite, a un Estado.
Las identidades esenciales no excluyen la posibilidad de recuperar acepciones propias de las identidades sustanciales (el tautos frente al isos), porque ahora no partiremos de pretendidas sustancias exentas («creadas por Dios, o por la Naturaleza, desde su origen»), sino a partir de un sistema de transformaciones capaces de dar lugar, en su proceso morfodinámico, a algún invariante descrito como una singularidad individual.
La identidad de cualquier entidad, esencial o sustancial, es el resultado, en todo caso (cuando se analiza desde las coordenadas del materialismo), de la co-determinación de múltiples entidades que se entretejen a lo largo de procesos muy heterogéneos, moldeándose o modificándose mutuamente; pero no según el principio «todo por todo», sino según el principio de la symploké. La idea de autodeterminación (que Marx puso en circulación, dentro del lenguaje político, al tratar la cuestión polaca) es también, como la de causa sui, una idea metafísica, si no se precisan convencionalmente los términos del autos de referencia.
Pero ocurre que las ideas a través de las cuales podemos constatar y delimitar los tipos de identidad resultante de estos procesos de co-determinación son precisamente las ideas de todo y de parte, es decir, las ideas holóticas.
Es cierto que las ideas holóticas son ideas lógico-materiales muy genéricas, ideas funcionales que, como la propia idea de identidad, sólo pueden cobrar significado aplicadas a parámetros «determinados».
En nuestro caso estas relaciones son, como venimos diciendo, de naturaleza holótica, porque las identidades culturales son identidades de naturaleza sistemática (no son identidades esquemáticas), canalizadas a través de las relaciones holóticas; relaciones que suelen estar escondidas, o disfrazadas, y que, por consiguiente, sólo cuando se las saca «a la luz pública» pueden manifiestar todo su alcance
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