jueves, 15 de marzo de 2012

Engranajes de la naranja


Con frecuencia la conmemoración del aniversario de una importante obra literaria nos permite, además de reconsiderarla con la perspectiva que otorga el tiempo, escrutar el momento en que apareció y sobre el que, con independencia de la voluntad de su autor, formulaba su particular comentario.

La naranja mecánica (1962), de Anthony Burgess (1917-1993), cumple cincuenta años con un significativo programa de conmemoraciones que afectan sobre todo al mundo académico y editorial anglosajón. La novela que más ha contribuido a la fama póstuma de Burgess —quien, sin embargo, se refirió a ella con irritado desdén como «un jeu d'esprit resuelto por dinero en tres semanas»— está considerada una de las grandes distopías de la literatura contemporánea, no muy por debajo en el palmarés de Un mundo feliz (Huxley, 1932) o 1984 (Orwell, 1949). No hay ninguna duda de que a su firme asentamiento en el imaginario de un par de generaciones ha contribuido poderosamente la más oscura y pesimista adaptación cinematográfica que de ella realizó Stanley Kubrick (1971), y que, al igual que ocurría en las primeras ediciones norteamericanas del libro, prescindía del «tranquilizador» capítulo final.

La naranja mecánica cuenta una historia ambientada en un próximo futuro y en una sociedad caracterizada por la amalgama de rasgos totalitarios y ultraliberales, trasunto del mundo bipolar en que fue imaginada. Su protagonista, Alex (cuya apariencia será para siempre la del estupendo Malcolm McDowell, que lo encarnaba en la película), líder de un cuarteto de delincuentes juveniles, disfruta tanto con la violencia arbitraria como con la excelsa música de la novena sinfonía de «Ludwig van», que en su mente forman una especie de continuo indisoluble. Sus ordalías «ultraviolentas» (asaltos, violaciones, asesinato) lo llevan a la cárcel y, más tarde, a someterse a una terapia de aversión (a la violencia y el sexo) que le convierte en la sombra de lo que fue, en un tipo inerme y desprovisto de la capacidad de libre albedrío, pero, eso sí, «bueno». Luego, y al socaire de las intrigas políticas, padece un tratamiento inverso de «descondicionamiento», recobrando su yo agresivo y su gusto por Beethoven. En el último (y controvertido) capítulo, Alex madura, pierde su apetito por la violencia y parece acariciar un aburrido futuro como trabajador y padre de familia. Fin de la historia.

Aquella fábula distópica (y, sobre todo, su versión cinematográfica) acerca del libre albedrío y la elección moral, escandalizó a una sociedad que se debatía entre el temor generalizado a la violencia de las subculturas juveniles de los primeros sesenta (recuerden West Side Story o a los teddy boys británicos) y el miedo a una generalización totalitaria de los métodos de «ingeniería de la conducta» que ciertos psicólogos conductistas proponían aplicar a los sociópatas más peligrosos. El violento Alex, que cuenta la historia en primera persona buscando la complicidad del lector y utilizando una jerga (el «nasdat», mezcla de slang y palabras eslavas) que le distancia de las brutales hazañas que describe, es sucesivamente verdugo y víctima, torturador y torturado.

Leída (y vista) ahora, La naranja mecánica ofrece un comentario apasionante sobre las ansiedades de las sociedades desarrolladas en el momento de la explosión del consumo de masas y la llegada a la adolescencia de la generación de los baby-boomers. En el subtexto encontramos los mismos temas y obsesiones que aparecen en otras manifestaciones de la época, desde en best-sellers como Alguien voló sobre el nido del cuco (1962; película de Milos Forman en 1975), considerada un alegato contra la «tiranía terapéutica», a minoritarios ensayos como El yo dividido (1960), de Ronald Laing, en el que se difuminaban las distancias entre locos, criminales y revolucionarios, y que tanta influencia tuvo en las políticas radicales de finales de los sesenta. Pero como todos los libros que consiguen trascender el momento en que aparecieron, La naranja mecánica también habla de ahora y de nosotros, que aún no hemos podido resolver algunos de los importantes dilemas (libertad/seguridad) que tan eficazmente plantea.



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