Crítica al artículo «De la Intervención Política»
Por JULIO REYERO GONZÁLEZ
Maquinista ferroviario, escritor ocasional y azote ultramontano.
Estudios. Revista de Pensamiento Libertario, nº 1, (2012)
Por JULIO REYERO GONZÁLEZ
Maquinista ferroviario, escritor ocasional y azote ultramontano.
Estudios. Revista de Pensamiento Libertario, nº 1, (2012)
Resumen:
En un momento de amenaza socioeconómica sin precedentes inmediatos, el movimiento libertario tiene dos necesidades imperiosas: responder a los planes de los poderes fácticos de aumentar las dificultades vitales de los trabajadores (restricción de la movilidad, encarecimiento del coste de la vida, paro, represión, etc.) con acciones estratégicamente efectivas y visibles, y ejercitar la inteligencia a la hora de actualizar y difundir la crítica al poder (desarrollada con acierto por los clásicos de los siglos XIX y XX) entendiendo sus nuevos mecanismos de opresión social. Esta última tarea cobra importancia en tanto en cuanto últimamente proliferan ideas que poco tienen que ver con el desarrollo de un movimiento racionalista como el anarquismo, que hunde sus raíces en los orígenes del socialismo y mucho antes en las ideas esparcidas por la Ilustración. Más bien al contrario, ese lenguaje lo hemos visto siempre como abono del pensamiento ultrarreaccionario bastante más antiguo que el capitalismo deshumanizado que sufrimos. Este artículo se centra en lo publicado por Félix Rodrigo Mora titulado «De la Intervención Política», no siendo el único ejemplo de Caballo de Troya en las publicaciones y conferencias recientes de ámbito libertario.
«El que quiera tener razón y hable solo,
seguro que logrará su objetivo.»
Johann Wolfgang von Goethe
«Cuanto más conservadoras son las ideas,
más revolucionarios los discursos.»
Oscar Wilde
seguro que logrará su objetivo.»
Johann Wolfgang von Goethe
«Cuanto más conservadoras son las ideas,
más revolucionarios los discursos.»
Oscar Wilde
Asistimos desde hace unos años a una utilización de ideas que de forma clásica han estado ligadas al ámbito reaccionario del pensamiento, para enjuagarlas con los conceptos más básicos del anarquismo. Así hemos podido asistir al parto de un engendro llamado anarconacionalismo, que no por casualidad ha sido defendido e instrumentalizado por personajes tan oscuros como el desafortunado Eduardo Rosza Florez [http://www.rebelion.org/noticia.php?id=85641]. Del mismo modo, el ataque a la tecnología, al mismo método científico e incluso al racionalismo no resultará extraño al lector a poco que haya abierto el ojo y el oído. La exaltación del mundo rural mitificado, de las tradiciones culturales, de la maternidad como condición imprescindible para el completo desarrollo de la mujer, son una mirada hacia atrás bastante más dañina que la que convirtió en sal a la mujer de Lot según la fantasía bíblica, y que sin embargo parecen despertar simpatía en un movimiento libertario que sin embargo procede de la negación taxativa de todas estas fórmulas como principio básico de liberación.
Actualmente el materialismo, el racionalismo, el progreso, el cosmopolitismo, son ideas erosionadas, en crisis, que parecen haberse vuelto difíciles de defender sin que hayan cambiado un ápice las condiciones que provocaron su formulación. Más bien al contrario, la situación en la que nos encontramos hace urgente una nueva reivindicación de tales conceptos en un movimiento que dice tender hacia la emancipación de todas las estructuras atávicas de control social. Es «un mundo nuevo», el que se supone que llevamos en nuestros corazones, y no viejas fórmulas con atractivos envoltorios novedosos.
DE LA DIALÉCTICA POLÍTICA COMO ARTE
Siendo el artículo titulado «De la Intervención Política» un ejemplo de lo que estamos diciendo, es necesario subrayar algo previo a su análisis. A pesar de la reiteración de la «búsqueda de la verdad» y de la comprensión certera de la realidad, no hay mucho más que epítetos más o menos altisonantes y un juego dialéctico falaz. La elaboración de una explicación de la realidad parcial o totalmente errónea permite a su autor a continuación aplicar una crítica demoledora y exagerada que intenta llamar la atención del lector por su pseudorradicalidad. La dureza y aparente novedad de lo que se dice procura impedir que se caiga en la cuenta de aquello de lo que adolece. Y es que para presentar el escenario según lo hace, su autor no aporta ninguna fuente documental que avale la mayoría de sus acusaciones, se cita a sí mismo mucho más que a ningún otro autor (véase la bibliografía) y pasa por alto tanto el contexto como algunos sucesos históricos imprescindibles que han de tenerse en cuenta por su incalculable relevancia social cuando no cuadran con la tesis sostenida.
Así podemos atender como ejemplo a la parte en la que explica el ascenso al poder del PSOE por su utilización del movimiento antibelicista surgido en marzo de 2003 con motivo de la guerra de Irak. Cualquiera que haya vivido consciente y activo esas movilizaciones y el año que las sucedieron hasta las elecciones del 13 de marzo de 2004 recordará que las encuestas volvían a dar como ganador al Partido Popular, puesto que tanto el movimiento generado por el desastre del Prestige como el «No a la Guerra» se habían desinflado hasta un punto lejos de toda incidencia política. Son los atentados entre Atocha y El Pozo del día 11 y sobretodo su tratamiento mediático lo que da un vuelco a las expectativas electorales y recupera a una gran masa del electorado bajo la consigna de haber sido engañados. Pero para Rodrigo Mora ese hecho con sus cerca de 200 muertos simplemente no existió, o fue algo que ni siquiera merece la pena mencionar en su artículo a la hora de explicar esa coyuntura sociopolítica.
Qué decir de la idea de que a la derecha «se la estigmatizaba despiadadamente en tanto que supuesta continuadora del franquismo». No sé qué valor tiene tildar de despiadados a aquellos que critican que el Partido Popular se haya negado reiteradamente a condenar el golpe militar franquista, o que sus dirigentes hayan calificado a la dictadura de «período tranquilo» (Mayor Oreja) y entre los fundadores de Alianza Popular (protoPP) esté un ministro de Franco de los que se sentaban en Consejo a aprobar las penas de muerte del dictador además de ser responsable último de varias muertes por disparos de la policía durante su regencia en el Ministerio de Gobernación (sucesos de Vitoria, 1976). Pero detenernos en cosas como esta sería andarnos por las ramas, y nuestro interés está en la savia y las raíces del escrito de Rodrigo Mora.
HISTORIA, GEOPOLÍTICA, ARTE Y VISIÓN DE CLASE
Tras la lectura del ensayo podremos coincidir en la necesidad de autocrítica, reivindicada repetidas veces, en la desconfianza hacia las «revoluciones» de colorines y en la crítica a la socialdemocracia como algo fracasado a la hora de procurar una vida digna y libre, pero no podemos compartir los motivos que arguye Mora, y mucho menos su foco histórico, geopolítico y de clase.
Empezando por lo último, llama la atención que se hable de «clases populares» por lo que al plural se refiere. Hasta donde se había teorizado hasta hoy sólo existía una clase popular: el proletariado o clase trabajadora, ya sea en terrenos manuales o intelectuales, de aquí o del Japón. Aquellos que no disponen de la propiedad absoluta y sin interferencias de los medios de producción (importa poco que se disfracen de «autónomos» si se está ligado a licencias, impuestos sangrantes y un mercado capitalista basado en la competencia) son clase trabajadora, pueblo, en singular. Vive de su trabajo.
Observamos además una asociación constante de lo urbano (ciudad, ciudadano) a connotaciones negativas mientras se refuerza la sociedad rural, el campesino, sujeto revolucionario por excelencia. Dejando a un lado que la población urbana no deja de ser población rural que busca mejorar las condiciones de subsistencia, esta diferenciación ficticia es preocupante, porque ya que se quieren identificar los mecanismos de control social que el poder aplica internacionalmente, es escandaloso que olvidemos el principal: «divide y vencerás» (Julio César le tomó la delantera a Maquiavelo). Todos los días vemos y oímos cómo se habla de los parados al margen de los trabajadores como si las teóricamente buenas condiciones laborales de éstos tuviesen la responsabilidad del riesgo de exclusión de aquellos. Los funcionarios son vistos como algo aparte que nada tienen que ver con el resto de trabajadores y los que son «autónomos» (bonito eufemismo) constituyen igualmente otra clase diferente.
Si nos retrotraemos a uno de esos ejemplos de los que tan orgulloso está el movimiento libertario, la socialización de la Industria Cinematográfica, veremos cómo participaban trabajadores desempleados (nadie se queda de brazos cruzados), iluminadores, cámaras y guionistas y directores, por supuesto. Sin alguno de los elementos anteriores no hay película, y sin los productos colectivizados de la huerta valenciana no comen los trabajadores de la urbana fábrica de cervezas Damm, socializada en Barcelona, y tampoco el hortelano se puede echar su cañita (que lo hacían, mal que le pese al autor de la demonización moral del alcohol).
Recordar esto no es gratuito, incluso si no se ha pretendido desdibujar la unidad de clase con el plural del artículo, porque estas divisiones ficticias han sido una de las razones de la fragmentación social que vivimos y a la que se alude constantemente como responsable de facilitar la situación opresiva.
En el terreno geopolítico se falla igualmente de forma estrepitosa, aunque con peores consecuencias para el análisis. De una parte por el desconocimiento de las fuerzas que operan en el tablero mundial, y de otra por la emocional vena antiestadounidense que tan cultivada tenemos los europeos (variz diría yo). Hay que recordar, porque no aparece por ningún sitio en el ensayo de Mora, que bajo la apariencia de la legalidad internacional y el respeto a los derechos humanos, la «vieja Europa» no se comporta de forma muy diferente. En la guerra de Libia, por poner un ejemplo reciente, los estadounidenses no han sido la única fuerza terrorista (me atrevería a decir que ni la más importante), sino que Gran Bretaña y Francia han sido alumnos aventajados, en colaboración con uno de los países que menos acuerdos en materia de derechos humanos ha firmado: Qatar. Y más que alumnos, en ocasiones sería mejor decir maestros de los norteamericanos, porque los franceses fueron quienes les abrieron el camino en Indochina y en el cono sur americano por poner otros dos ejemplos (ver «Escuadrones de la Muerte: La Escuela Francesa», documental de Canal+ France que se puede encontrar en YouTube).
Es curioso que, en Mora, la actitud de culpabilizar como principal responsable del status quo español actual al recambio político con disfraz de izquierda, no tenga reflejo alguno en el plano internacional, y sólo señale a quien utiliza la fuerza de forma más evidente para nosotros: los EE UU. Se olvida de esta forma que los mismos países que condenaban en Europa la invasión de Irak, los vuelos de la CIA o Guantánamo, por ir contra las resoluciones de la ONU, preocupadísimos por el respeto a los derechos humanos, han hecho exactamente lo mismo con la resolución sobre Libia, han financiado y armado a grupos terroristas ultrarreligiosos, han bombardeado a la población civil y han hecho la vista gorda ante linchamientos y ejecuciones extrajudiciales [http://vorticeinmediaista.blogspot.com].
Es fundamental que entendamos, contrariamente a lo que se deduce del ensayo, que hoy por hoy sigue sin existir un único poder dominador que tome decisiones planetarias de forma absoluta. Los agentes en el tablero mundial geoestratégico, económico y religioso son múltiples y establecen alianzas diversas. La intoxicación informativa que sufrimos está constituida en parte por teorías diversas sobre un sólo núcleo de dominación. Se ha hablado de la Comisión Trilateral, de la Comisión Rockefeller, del Club de Roma, del Club Bilderberg, los Illuminatti, o en forma de lobby de presión los jesuitas, el Opus Dei, los judíos, etc. No es que estos grupos no existan, sino que su capacidad de acción es relativa, no absoluta. Lo que constituye una novedad en las acusaciones grotescas es la aportación Moránea en este sentido: «los hombres negros (y cada vez más las mujeres negras)». Ya hablaremos de esto.
Como decíamos, tampoco se puede compartir la manera que tiene Mora de enfocar la historia. El ejemplo que hemos puesto sobre el ascenso del PSOE al poder en 2004 es significativo, pero hay algo más grave. De forma reiterada pone el acento en la crítica a todas aquellas formulaciones políticas que han abierto algún tipo de brecha en la oscuridad de la sociedad feudal o caciquil española. Las Cortes de Cádiz, la Primera o la Segunda Repúblicas, son para Mora hechos máximos de dominación. Maniobras políticas para conformar el peor sujeto, el más alienado y menos libre, según él, de cuantos han existido. No sabemos qué opina de la abolición de la Inquisición, de la derogación del voto de Santiago que cargaban los campesinos sobre sus espaldas desde hacía más de 500 años, de la posibilidad de enterrar civilmente, del divorcio, el aborto, la despenalización de la homosexualidad, por poner algunos ejemplos. Todo ello obtenido a partir de esos hitos que desprecia como los peores de cuantos han ocurrido.
Pero no sólo hay una lectura coja de la historia, sino que en alguna ocasión no sabemos si se ignora el significado de las palabras o se emplea una ironía demasiado fina. Es la única explicación lógica que se puede encontrar a la expresión «el ultramontano mito de la Revolución francesa», donde hasta Mora «ultramontano» venía a hacer referencia a quienes reconocían la autoridad del Papa por encima de la del Emperador, es decir, a los reaccionarios católicos, que no creo que tengan nada que ver con una visión idílica de la citada Revolución francesa y sus ilustrados.
Precisamente por la influencia de la Ilustración hay situaciones que no se han perpetuado. Las tasas de analfabetismo o de mortalidad infantil podrían ser un buen ejemplo. Porque aun siendo conscientes de que las formas de control social han cambiado, nadie cabal podría considerar un perjuicio que hoy apenas haya gente que no sepa leer y escribir (salvo un nostálgico del Antiguo Régimen, por supuesto).
Esa influencia chocó frontalmente con la concepción social de la Iglesia, que llegó a condenar incluso la libertad de conciencia en su encíclica Quanta Cura (Pío IX, 1864), al mismo tiempo que defendía «el poder saludable que hasta el fin de los siglos debe ejercer libremente la Iglesia católica [...] así sobre los hombres en particular como sobre las naciones, pueblos y gobernantes supremos» (id.). Mientras el Capital defendía la propiedad privada de los bienes atesorados, la Iglesia iba mucho más allá: defendía la propiedad de la conciencia misma de las personas.
Sabemos que la Segunda República fue recibida por los revolucionarios españoles con algo más que escepticismo. Pero no porque fuese lo peor que les había pasado, sino porque intuían que simplemente se trataba de un cambio de chaqueta para vestir a la misma bestia. «Cambiarlo todo para que nada cambie» que decían en El Gatopardo, pero no para que todo cambie a peor, que es la aportación de Mora. Esta es la visión que hace que Fernando VII, el Carlismo, la dictadura de Primo de Rivera o la de Franco pasen desapercibidos como hechos influyentes nefastos en la sociedad que vivimos, a pesar de haber dejado muchos miles de cadáveres a su paso, entre ellos a muchas de las cabezas mejor amuebladas de nuestra historia reciente. Y con ello mucho miedo, que algo habrá influido en el estado de las cosas, digo yo.
Pero evidentemente el analfabetismo no puede ser una prioridad de combate cuando se utilizan expresiones como la siguiente: «las protervas [RAE: Perversas, obstinadas en la maldad] Misiones Pedagógicas, dirigidas a la aniquilación de la cultura de tradición oral». La perversión (la bondad y la maldad es terreno religioso) es ver como nocivo que la gente aprenda a leer, escribir, adquirir conocimientos por sí mismos y apreciar el arte, es decir, perversión es obstinarse en la ignorancia. La poesía, la literatura, el cine (¡oh! el protervo cinematógrafo), existen afortunadamente por encima de quien lo ignore, y ¡pobre del que lo ignore! Hasta ahora solamente la Iglesia había atacado la curiosidad del ser humano y condenado estas formas de expresión, por lo que resulta preocupante encontrarlo en el ámbito libertario.
Aquellos excomulgaron a Bacon por su pintura y Mora habla de la «modernidad estatofílica exacerbada» y el «agresivo progresismo burgués» de las vanguardias. Todo al saco. Como tratamiento de este tipo de afirmaciones simplistas es conveniente leer el artículo «Munch y el Anarquismo» [http://grupostirner.blogspot.com/]. La condena sin paliativos ni excepciones de todas las vanguardias estéticas supone, por si no nos habíamos dado cuenta, colocar como enemigos al dadaísmo o al surrealismo (entre otros), algunos de cuyos miembros compartían las ideas anarquistas.
De la misma forma, la selección de autores que a lo largo de su obra condena de la manera más atroz, sin matices, explica bastante las conclusiones a las que llega. Cuando caricaturiza a los estoicos o a los epicúreos, y los ilustrados del siglo XVIII o Nietzsche se llevan los ataques más furibundos, sabiendo las aportaciones que a los teóricos del anarquismo han hecho (en el caso de Nietzsche recíprocas), es inevitable preguntarnos si no estamos ante un discurso realmente reaccionario. Circula por YouTube un vídeo de un sacerdote profesor de un centro de «la Obra» que ante la pregunta sobre si censuran los libros a los jóvenes internos contesta: «¡Yo sé el efecto que produjo en mí Nietzsche y cuánto me costó quitármelo de encima! No quiero que los jóvenes pasen por ese trago». En efecto, si algo tiene de valor el filósofo del martillo no es la adhesión a doctrina política alguna, sino el estímulo del pensamiento. En ocasiones se le ha denigrado asociándole al nazismo por la utilización torticera que se hizo de su obra durante el III Reich. No debieron leer los epítetos que dedica a los alemanes ni el siguiente pasaje: «En algún lugar existen todavía pueblos y rebaños, pero no entre nosotros, hermanos míos: aquí hay Estados. ¿Estado? ¿Qué es eso? ¡Bien! Abrid los oídos, pues voy a deciros mi palabra sobre la muerte de los pueblos. Estado se llama al más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: “Yo el Estado, soy el pueblo.” [...] Estado llamo yo al lugar donde todos, buenos y malos, son bebedores de venenos: Estado, al lugar en que todos, buenos y malos, se pierden a sí mismos: Estado, al lugar donde el lento suicidio de todos se llama “la vida” [...] Allí donde el Estado acaba, ¡mirad allí, hermanos míos! ¿No veis el arco iris y los puentes de un mejor hombre?» (Así habló Zaratustra, Friedrich Nietzsche.)
Actualmente el materialismo, el racionalismo, el progreso, el cosmopolitismo, son ideas erosionadas, en crisis, que parecen haberse vuelto difíciles de defender sin que hayan cambiado un ápice las condiciones que provocaron su formulación. Más bien al contrario, la situación en la que nos encontramos hace urgente una nueva reivindicación de tales conceptos en un movimiento que dice tender hacia la emancipación de todas las estructuras atávicas de control social. Es «un mundo nuevo», el que se supone que llevamos en nuestros corazones, y no viejas fórmulas con atractivos envoltorios novedosos.
DE LA DIALÉCTICA POLÍTICA COMO ARTE
Siendo el artículo titulado «De la Intervención Política» un ejemplo de lo que estamos diciendo, es necesario subrayar algo previo a su análisis. A pesar de la reiteración de la «búsqueda de la verdad» y de la comprensión certera de la realidad, no hay mucho más que epítetos más o menos altisonantes y un juego dialéctico falaz. La elaboración de una explicación de la realidad parcial o totalmente errónea permite a su autor a continuación aplicar una crítica demoledora y exagerada que intenta llamar la atención del lector por su pseudorradicalidad. La dureza y aparente novedad de lo que se dice procura impedir que se caiga en la cuenta de aquello de lo que adolece. Y es que para presentar el escenario según lo hace, su autor no aporta ninguna fuente documental que avale la mayoría de sus acusaciones, se cita a sí mismo mucho más que a ningún otro autor (véase la bibliografía) y pasa por alto tanto el contexto como algunos sucesos históricos imprescindibles que han de tenerse en cuenta por su incalculable relevancia social cuando no cuadran con la tesis sostenida.
Así podemos atender como ejemplo a la parte en la que explica el ascenso al poder del PSOE por su utilización del movimiento antibelicista surgido en marzo de 2003 con motivo de la guerra de Irak. Cualquiera que haya vivido consciente y activo esas movilizaciones y el año que las sucedieron hasta las elecciones del 13 de marzo de 2004 recordará que las encuestas volvían a dar como ganador al Partido Popular, puesto que tanto el movimiento generado por el desastre del Prestige como el «No a la Guerra» se habían desinflado hasta un punto lejos de toda incidencia política. Son los atentados entre Atocha y El Pozo del día 11 y sobretodo su tratamiento mediático lo que da un vuelco a las expectativas electorales y recupera a una gran masa del electorado bajo la consigna de haber sido engañados. Pero para Rodrigo Mora ese hecho con sus cerca de 200 muertos simplemente no existió, o fue algo que ni siquiera merece la pena mencionar en su artículo a la hora de explicar esa coyuntura sociopolítica.
Qué decir de la idea de que a la derecha «se la estigmatizaba despiadadamente en tanto que supuesta continuadora del franquismo». No sé qué valor tiene tildar de despiadados a aquellos que critican que el Partido Popular se haya negado reiteradamente a condenar el golpe militar franquista, o que sus dirigentes hayan calificado a la dictadura de «período tranquilo» (Mayor Oreja) y entre los fundadores de Alianza Popular (protoPP) esté un ministro de Franco de los que se sentaban en Consejo a aprobar las penas de muerte del dictador además de ser responsable último de varias muertes por disparos de la policía durante su regencia en el Ministerio de Gobernación (sucesos de Vitoria, 1976). Pero detenernos en cosas como esta sería andarnos por las ramas, y nuestro interés está en la savia y las raíces del escrito de Rodrigo Mora.
HISTORIA, GEOPOLÍTICA, ARTE Y VISIÓN DE CLASE
Tras la lectura del ensayo podremos coincidir en la necesidad de autocrítica, reivindicada repetidas veces, en la desconfianza hacia las «revoluciones» de colorines y en la crítica a la socialdemocracia como algo fracasado a la hora de procurar una vida digna y libre, pero no podemos compartir los motivos que arguye Mora, y mucho menos su foco histórico, geopolítico y de clase.
Empezando por lo último, llama la atención que se hable de «clases populares» por lo que al plural se refiere. Hasta donde se había teorizado hasta hoy sólo existía una clase popular: el proletariado o clase trabajadora, ya sea en terrenos manuales o intelectuales, de aquí o del Japón. Aquellos que no disponen de la propiedad absoluta y sin interferencias de los medios de producción (importa poco que se disfracen de «autónomos» si se está ligado a licencias, impuestos sangrantes y un mercado capitalista basado en la competencia) son clase trabajadora, pueblo, en singular. Vive de su trabajo.
Observamos además una asociación constante de lo urbano (ciudad, ciudadano) a connotaciones negativas mientras se refuerza la sociedad rural, el campesino, sujeto revolucionario por excelencia. Dejando a un lado que la población urbana no deja de ser población rural que busca mejorar las condiciones de subsistencia, esta diferenciación ficticia es preocupante, porque ya que se quieren identificar los mecanismos de control social que el poder aplica internacionalmente, es escandaloso que olvidemos el principal: «divide y vencerás» (Julio César le tomó la delantera a Maquiavelo). Todos los días vemos y oímos cómo se habla de los parados al margen de los trabajadores como si las teóricamente buenas condiciones laborales de éstos tuviesen la responsabilidad del riesgo de exclusión de aquellos. Los funcionarios son vistos como algo aparte que nada tienen que ver con el resto de trabajadores y los que son «autónomos» (bonito eufemismo) constituyen igualmente otra clase diferente.
Si nos retrotraemos a uno de esos ejemplos de los que tan orgulloso está el movimiento libertario, la socialización de la Industria Cinematográfica, veremos cómo participaban trabajadores desempleados (nadie se queda de brazos cruzados), iluminadores, cámaras y guionistas y directores, por supuesto. Sin alguno de los elementos anteriores no hay película, y sin los productos colectivizados de la huerta valenciana no comen los trabajadores de la urbana fábrica de cervezas Damm, socializada en Barcelona, y tampoco el hortelano se puede echar su cañita (que lo hacían, mal que le pese al autor de la demonización moral del alcohol).
Recordar esto no es gratuito, incluso si no se ha pretendido desdibujar la unidad de clase con el plural del artículo, porque estas divisiones ficticias han sido una de las razones de la fragmentación social que vivimos y a la que se alude constantemente como responsable de facilitar la situación opresiva.
En el terreno geopolítico se falla igualmente de forma estrepitosa, aunque con peores consecuencias para el análisis. De una parte por el desconocimiento de las fuerzas que operan en el tablero mundial, y de otra por la emocional vena antiestadounidense que tan cultivada tenemos los europeos (variz diría yo). Hay que recordar, porque no aparece por ningún sitio en el ensayo de Mora, que bajo la apariencia de la legalidad internacional y el respeto a los derechos humanos, la «vieja Europa» no se comporta de forma muy diferente. En la guerra de Libia, por poner un ejemplo reciente, los estadounidenses no han sido la única fuerza terrorista (me atrevería a decir que ni la más importante), sino que Gran Bretaña y Francia han sido alumnos aventajados, en colaboración con uno de los países que menos acuerdos en materia de derechos humanos ha firmado: Qatar. Y más que alumnos, en ocasiones sería mejor decir maestros de los norteamericanos, porque los franceses fueron quienes les abrieron el camino en Indochina y en el cono sur americano por poner otros dos ejemplos (ver «Escuadrones de la Muerte: La Escuela Francesa», documental de Canal+ France que se puede encontrar en YouTube).
Es curioso que, en Mora, la actitud de culpabilizar como principal responsable del status quo español actual al recambio político con disfraz de izquierda, no tenga reflejo alguno en el plano internacional, y sólo señale a quien utiliza la fuerza de forma más evidente para nosotros: los EE UU. Se olvida de esta forma que los mismos países que condenaban en Europa la invasión de Irak, los vuelos de la CIA o Guantánamo, por ir contra las resoluciones de la ONU, preocupadísimos por el respeto a los derechos humanos, han hecho exactamente lo mismo con la resolución sobre Libia, han financiado y armado a grupos terroristas ultrarreligiosos, han bombardeado a la población civil y han hecho la vista gorda ante linchamientos y ejecuciones extrajudiciales [http://vorticeinmediaista.blogspot.com].
Es fundamental que entendamos, contrariamente a lo que se deduce del ensayo, que hoy por hoy sigue sin existir un único poder dominador que tome decisiones planetarias de forma absoluta. Los agentes en el tablero mundial geoestratégico, económico y religioso son múltiples y establecen alianzas diversas. La intoxicación informativa que sufrimos está constituida en parte por teorías diversas sobre un sólo núcleo de dominación. Se ha hablado de la Comisión Trilateral, de la Comisión Rockefeller, del Club de Roma, del Club Bilderberg, los Illuminatti, o en forma de lobby de presión los jesuitas, el Opus Dei, los judíos, etc. No es que estos grupos no existan, sino que su capacidad de acción es relativa, no absoluta. Lo que constituye una novedad en las acusaciones grotescas es la aportación Moránea en este sentido: «los hombres negros (y cada vez más las mujeres negras)». Ya hablaremos de esto.
Como decíamos, tampoco se puede compartir la manera que tiene Mora de enfocar la historia. El ejemplo que hemos puesto sobre el ascenso del PSOE al poder en 2004 es significativo, pero hay algo más grave. De forma reiterada pone el acento en la crítica a todas aquellas formulaciones políticas que han abierto algún tipo de brecha en la oscuridad de la sociedad feudal o caciquil española. Las Cortes de Cádiz, la Primera o la Segunda Repúblicas, son para Mora hechos máximos de dominación. Maniobras políticas para conformar el peor sujeto, el más alienado y menos libre, según él, de cuantos han existido. No sabemos qué opina de la abolición de la Inquisición, de la derogación del voto de Santiago que cargaban los campesinos sobre sus espaldas desde hacía más de 500 años, de la posibilidad de enterrar civilmente, del divorcio, el aborto, la despenalización de la homosexualidad, por poner algunos ejemplos. Todo ello obtenido a partir de esos hitos que desprecia como los peores de cuantos han ocurrido.
Pero no sólo hay una lectura coja de la historia, sino que en alguna ocasión no sabemos si se ignora el significado de las palabras o se emplea una ironía demasiado fina. Es la única explicación lógica que se puede encontrar a la expresión «el ultramontano mito de la Revolución francesa», donde hasta Mora «ultramontano» venía a hacer referencia a quienes reconocían la autoridad del Papa por encima de la del Emperador, es decir, a los reaccionarios católicos, que no creo que tengan nada que ver con una visión idílica de la citada Revolución francesa y sus ilustrados.
Precisamente por la influencia de la Ilustración hay situaciones que no se han perpetuado. Las tasas de analfabetismo o de mortalidad infantil podrían ser un buen ejemplo. Porque aun siendo conscientes de que las formas de control social han cambiado, nadie cabal podría considerar un perjuicio que hoy apenas haya gente que no sepa leer y escribir (salvo un nostálgico del Antiguo Régimen, por supuesto).
Esa influencia chocó frontalmente con la concepción social de la Iglesia, que llegó a condenar incluso la libertad de conciencia en su encíclica Quanta Cura (Pío IX, 1864), al mismo tiempo que defendía «el poder saludable que hasta el fin de los siglos debe ejercer libremente la Iglesia católica [...] así sobre los hombres en particular como sobre las naciones, pueblos y gobernantes supremos» (id.). Mientras el Capital defendía la propiedad privada de los bienes atesorados, la Iglesia iba mucho más allá: defendía la propiedad de la conciencia misma de las personas.
Sabemos que la Segunda República fue recibida por los revolucionarios españoles con algo más que escepticismo. Pero no porque fuese lo peor que les había pasado, sino porque intuían que simplemente se trataba de un cambio de chaqueta para vestir a la misma bestia. «Cambiarlo todo para que nada cambie» que decían en El Gatopardo, pero no para que todo cambie a peor, que es la aportación de Mora. Esta es la visión que hace que Fernando VII, el Carlismo, la dictadura de Primo de Rivera o la de Franco pasen desapercibidos como hechos influyentes nefastos en la sociedad que vivimos, a pesar de haber dejado muchos miles de cadáveres a su paso, entre ellos a muchas de las cabezas mejor amuebladas de nuestra historia reciente. Y con ello mucho miedo, que algo habrá influido en el estado de las cosas, digo yo.
Pero evidentemente el analfabetismo no puede ser una prioridad de combate cuando se utilizan expresiones como la siguiente: «las protervas [RAE: Perversas, obstinadas en la maldad] Misiones Pedagógicas, dirigidas a la aniquilación de la cultura de tradición oral». La perversión (la bondad y la maldad es terreno religioso) es ver como nocivo que la gente aprenda a leer, escribir, adquirir conocimientos por sí mismos y apreciar el arte, es decir, perversión es obstinarse en la ignorancia. La poesía, la literatura, el cine (¡oh! el protervo cinematógrafo), existen afortunadamente por encima de quien lo ignore, y ¡pobre del que lo ignore! Hasta ahora solamente la Iglesia había atacado la curiosidad del ser humano y condenado estas formas de expresión, por lo que resulta preocupante encontrarlo en el ámbito libertario.
Aquellos excomulgaron a Bacon por su pintura y Mora habla de la «modernidad estatofílica exacerbada» y el «agresivo progresismo burgués» de las vanguardias. Todo al saco. Como tratamiento de este tipo de afirmaciones simplistas es conveniente leer el artículo «Munch y el Anarquismo» [http://grupostirner.blogspot.com/]. La condena sin paliativos ni excepciones de todas las vanguardias estéticas supone, por si no nos habíamos dado cuenta, colocar como enemigos al dadaísmo o al surrealismo (entre otros), algunos de cuyos miembros compartían las ideas anarquistas.
De la misma forma, la selección de autores que a lo largo de su obra condena de la manera más atroz, sin matices, explica bastante las conclusiones a las que llega. Cuando caricaturiza a los estoicos o a los epicúreos, y los ilustrados del siglo XVIII o Nietzsche se llevan los ataques más furibundos, sabiendo las aportaciones que a los teóricos del anarquismo han hecho (en el caso de Nietzsche recíprocas), es inevitable preguntarnos si no estamos ante un discurso realmente reaccionario. Circula por YouTube un vídeo de un sacerdote profesor de un centro de «la Obra» que ante la pregunta sobre si censuran los libros a los jóvenes internos contesta: «¡Yo sé el efecto que produjo en mí Nietzsche y cuánto me costó quitármelo de encima! No quiero que los jóvenes pasen por ese trago». En efecto, si algo tiene de valor el filósofo del martillo no es la adhesión a doctrina política alguna, sino el estímulo del pensamiento. En ocasiones se le ha denigrado asociándole al nazismo por la utilización torticera que se hizo de su obra durante el III Reich. No debieron leer los epítetos que dedica a los alemanes ni el siguiente pasaje: «En algún lugar existen todavía pueblos y rebaños, pero no entre nosotros, hermanos míos: aquí hay Estados. ¿Estado? ¿Qué es eso? ¡Bien! Abrid los oídos, pues voy a deciros mi palabra sobre la muerte de los pueblos. Estado se llama al más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: “Yo el Estado, soy el pueblo.” [...] Estado llamo yo al lugar donde todos, buenos y malos, son bebedores de venenos: Estado, al lugar en que todos, buenos y malos, se pierden a sí mismos: Estado, al lugar donde el lento suicidio de todos se llama “la vida” [...] Allí donde el Estado acaba, ¡mirad allí, hermanos míos! ¿No veis el arco iris y los puentes de un mejor hombre?» (Así habló Zaratustra, Friedrich Nietzsche.)
[Continuará...]
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