miércoles, 25 de abril de 2012

«Dissoluta est monarchia»

Antonio García-Trevijano
(24-04-2012)


Acabada la Dictadura de Primo de Rivera, el régimen monárquico nombró al gobierno Berenguer como prueba de que aquí no había pasado nada. Un 15 de noviembre de 1930, con el título «Error Berenguer», Ortega y Gasset publicó en El Sol un simplísimo análisis de la situación, donde se mofaba de la falsa pretensión de que «aquí no ha pasado nada». Nadie habría retenido aquel insulso artículo si su autor no lo hubiera terminado con el Delenda est monarchia, tomado del Delenda est Cartago de Catón.

Era evidente que el Delenda de Ortega no quería decir que la Monarquía debería ser destruida, como Cartago en el delenda de Catón, pero sí que el error Berenguer destruiría el régimen monárquico, del mismo modo que la ciudad de Dido fue aniquilada por los romanos. La metáfora no era apropiada. La Monarquía sucumbió por causas internas a los 5 meses del error Berenguer; Cartago fue destruida por el factor romano 30 años después de la admonición de Catón. Y sin embargo la situación de la actual Monarquía parece la de los 5 meses anteriores a la II República.

Los dos errores reales


El error Berenguer está ahora sustituido por el error Juan Carlos, quien acaba de cometer además el yerro de la forzada humillación (lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir) que necesariamente implica la disolución del lazo monárquico. Es decir, ahora hay un doble error monárquico: el error Juan Carlos y el error de Juan Carlos. El doble error del Rey como sujeto activo y como objeto pasivo del error. La conjunción de estos dos errores ha disuelto la causa monárquica.

El error Juan Carlos, del que son responsables los sectores que acataron la orden sucesoria de Franco y los que aceptaron después la Monarquía de los Partidos, tenía que causar, en virtud del efecto Montesquieu, la ruina de la Corona al concurrir con cualquier error personal del Rey. En virtud del efecto Montesquieu si una causa particular arruina un Estado, había una causa general que lo haría perecer por una sola causa personal. Este factor individual tiene tal trascendencia que por sí solo disuelve la causa ontológica de la Monarquía. Lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir. Son las tres palabras aparecidas en el festín del rey Baltasar, Mane, Tecel, Fares, que el profeta Daniel interpretó como división y partición del reino. La causa franquista de la Monarquía determinaría su ruina por un vicio personal de Juan Carlos. Ese día ha llegado. El pasado día 18 de abril de 2012, Juan Carlos proclamó ante el mundo que la causa de su Monarquía se había disuelto.

¿En qué se equivocó Juan Carlos?

El Rey dijo que lo sentía. ¿Qué? ¿Matar elefantes? ¿O divertirse con derroches de riqueza entre la miseria de los parados que le quitan el sueño? Lo que más se le afea es la matanza de elefantes y el modo innoble de tratar sus cadáveres. El asunto guarda relación con Delenda est Cartago. Pues el amor a los elefantes, como a los caballos, se fraguó en la lealtad de esas hermosas cabalgaduras a los soldados que las conducían a las batallas. Se recuerda el nombre del elefante cartaginés Suro, por su lealtad en la batalla del lago Trasimeno (II Segunda Guerra Púnica), cuando aseteado y lanceado por el ejercito romano de Nepote, cargó él solo contra las filas enemigas. Muerto, el jinete permaneció a su vera hasta morir de tristeza.

¿En qué se equivocó Juan Carlos? ¿En no comunicar su salida de España? Eso lo ha hecho centenares de veces sin importarle un comino. ¿En dejarse ver públicamente con la cazadora de elefantes que ocasionó su caída? Eso jamás le ha importado. Y sin el accidente habría pasado desapercibido.

Llegamos por fin a la oración fatídica. «No volverá a ocurrir». Eso sólo lo puede decir un empleado que engaña repetidamente a su jefe, un criado sorprendido en flagrante acto de hurto o, con mayor frecuencia, un niño que incumple de modo habitual las promesas de buena conducta a sus padres, tutores o maestros. El quid de la cuestión está en que un Rey no puede pronunciar esas lacayunas palabras sin dejar de ser soberano. Un Rey no puede hacer esa promesa más que a su superior jerárquico o a su banquero. Además, si dice que no volverá a ocurrir está confesando que ha ocurrido por culpa suya. Esto le obliga a detallar lo que no va a ocurrir, lo que va a obedecer. Y un Rey que hace este tipo de promesa, que se declara dispuesto a obedecer lo que le mande el partido del gobierno, o cualquier otro partido estatal, ya no es el Rey de una Monarquía de Partidos, sino el de una Monarquía de los Partidos.

La muerte en vida del Rey

Un Rey que se humilla ante el pueblo, por orden o consejo de un cargo estatal, sólo puede hacerlo para mantener sus extraordinarios privilegios materiales, a conciencia de haber perdido para siempre toda la dimensión espiritual o patriótica de su función. Un Rey que pide perdón pierde hasta la condición de reyezuelo de quita y pon. La relación del Rey con los gobernados es de orden sentimental. Si el sentimiento mítico de la Corona se esfuma, aunque solo sea un momento, nada ni nadie podrá ya restituirlo. Un Rey humillado es un Rey muerto en vida.

Con la disolución de la Monarquía, en la humillación pública de Don Juan Carlos, desaparece el carácter sustantivo de la Institución. Sin substancia propia, sin fundamento subjetivo, sin carácter autónomo, el Rey que se auto-humilla deja de representar la Majestad, e incluso la Auctoritas moral. En las Monarquías de Partidos, el monarca no tiene Potestas constitucional. Un Rey humillado es un despojo de la Realeza. Si no es querido ni temido, un Rey no puede ser respetado. Ese es el secreto de las relaciones míticas. En una hora de desvergüenza, la conducta de un Rey que se humilla levanta para siempre las faldas de la Realeza, convierte en bufonada la reverencia cortesana y arrastra la pordiosería palaciega a la antecámara de las finanzas.

La inutilidad de un Rey humillado es percibida enseguida por los círculos dirigentes de la sociedad estatal, pero tarda un poco más en ser advertida por los gobernados. Y antes de que el desprestigio del Rey se extiendan a todas las capas sociales, surgen los intentos de conseguir su abdicación. Por un lado, el Rey teme que si abdica verá reducida enseguida las fuentes de su riqueza y de su influencia. Y si retrasa demasiado su abdicación el partido del Príncipe se desorienta y comprende que el Rey ya no tiene nada propio que transmitir con la abdicación.

Abdicar o condenar al Príncipe


Cuando el Rey disuelve la Monarquía con un acto forzado de humillación, desaparece la sustancia monárquica que antes podía haber sido transmitida incólume al Príncipe, con el mecanismo ciego de la abdicación. Ya se ha iniciado el proceso mediático de ir colgando en Don Felipe las virtudes que se retiran del Rey. El proceso se acelera en la misma medida en que se acumulan las pruebas de la complicidad del Rey y de la infanta Cristina en la corrupción de Undargarín. La abdicación de un Rey humillado lleva en la Corona transmitida nuevas fuentes de humillación. Siempre es indecoroso el espectáculo que precede a la abdicación o a las esperanzas de abdicación, el oportunismo de los periodistas que parecen apoyar la justificación del Rey, cuando en realidad le están exigiendo mas peticiones de perdón, es decir, más humillaciones.

La disolución de la Monarquía responde al adjetivo latino que la define y caracteriza, pues lo normal es que la disolución se derive de las vidas disolutas o depravadas que la anuncian. A la Monarquía de Juan Carlos no habrá que derribarla. La expresión latina, Dissolutio est Monarchia, tiene naturaleza descriptiva de un proceso inexorable. A partir del día 18 de abril, la Monarquía de Juan Carlos carece de sustancia monárquica, es decir de Majestad y de Realeza. Solo le queda su impronta franquista. Es decir, lo único que podría transmitir a su hijo si abdicara. Pero la voluntad del Rey es recalcitrante a la abdicación. No penséis que voy a abdicar.

Pero esta vez, la República Constitucional, que es la única alternativa pacífica a la Monarquía de los Partidos, no será fruto de improvisaciones ni de ensoñaciones. Producto de la libertad constituyente y fuente de la democracia representativa, será criterio de racionalización modernizadora del Estado y solución financiera de la crisis económica.

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