«El dolor es para la humanidad un tirano
más terrible que la misma muerte.»
ALBERT SCHWEITZER
más terrible que la misma muerte.»
ALBERT SCHWEITZER
En la conciencia de todos hay un sentido del deber hacia el prójimo. Sin embargo es difícil determinar cuando tal sentimiento está exento de motivos interesados y egoístas
La actividad humana puede ser dividida en dos categorías: la egoísta y la desinteresada. La actividad que tiende a ayudar a los demás es generalmente descrita como «altruismo», es decir, un principio activo dirigido a preocuparse por los demás. Esto presupone que el altruista debe adoptar conscientemente la promoción del bienestar de los demás como un fin. Por esa misma definición, ninguna actividad que no sea desinteresada y beneficiosa para los demás puede describirse como altruista, a menos que la persona que la lleva a cabo haya adoptado previamente la causa del altruismo. Como es lógico, esto otorga al altruismo un estrecho y rígido significado, y excluye una vasta gama de actividades beneficiosas para la humanidad.
Este angosto significado es en gran manera el resultado de los orígenes filosóficos del término «altruismo», inventado por el filósofo francés Auguste Comte (1798-1857). Éste sostenía que el progreso y la felicidad humana sólo podían ser logrados cuando cada individuo elimina sus propios intentos egoístas y se consagra a la promoción del bienestar de la humanidad. Según Comte, el único método práctico para una completa reforma social es la existencia de un sentimiento genuino de responsabilidad social, la cual obliga a todos los individuos a considerar el bienestar de los demás antes que sus intereses propios.
Las ideas de Comte fueron rápidamente adoptadas por los filósofos ingleses, hasta entonces dominados por el estrecho individualismo de Jeremy Bentham, y la idea de que la sociedad era un mal necesario para prevenirse de los individuos egoístas y para evitar que se destruyeran unos a otros.
A este período siguió la aparición en escena de la primera sociología, impulsada por las ideas evolucionistas de Charles Darwin. Herbert Spencer (1820-1903) anticipó y promovió una teoría científica en la que los individuos eran conceptuados como meros microorganismos incapaces de vivir fuera de la estructura-trabajo del Estado-organismo. Con todo, mientras el altruismo se convertía en una parte de su doctrina (el individuo se realiza a sí mismo consagrándose a la causa de la totalidad de la sociedad antes que a sus intereses personales), Spencer lo aceptaba con ciertas reservas, e hizo avanzar las teorías altruistas como consecuencia de haber aceptado la teoría de la evolución orgánica biológica.
Spencer, en su libro Datos sobre ética (1879), emplea extensamente el concepto «altruismo». Sostenía que tanto éste como el egoísmo son partes integrantes el carácter humano, pero afirmaba que la vida del individuo en toda sociedad perfecta está íntimamente relacionada con los intereses del Estado: el objetivo primordial de cualquier persona que desea vivir bien es promocionar el bienestar de los demás; primero individualmente, y después colectivamente. Para Spencer, tanto el egoísmo puro como el altruismo puro son impracticables. A menos que el egoísta reconcilie y hermane su propia felicidad con la de sus semejantes, la oposición de éstos destruirá su propia dicha.
Filosóficamente considerado, el altruismo es un concepto que ha sido examinado e incorporado por varías doctrinas desarrolladas en los últimos cien años. El nacimiento de las creencias basadas en el sentido más amplio de los principios socialistas ha conducido inevitablemente a una amplia promoción de la idea de altruismo como un fin deseable. Sin embargo, no debe olvidarse que el altruismo es únicamente un curso de acción. Puede ser incluido en cualquier doctrina filosófica, pero el «altruismo» es sólo un auténtico guía cuando se apoya en la teoría positiva de «lo bueno». Por último, tampoco debemos olvidar que el individuo que acepta y sigue el principio y la actividad de ayudar a los demás como su más alta obligación moral, está, en cierto sentido, realizando una obra meritoria y no sacrificándose a sí mismo.
Pero, como ya se sugirió en tiempos pasados, la idea del altruismo como una meta filosófica es en muchos aspectos poco satisfactoria. Antepone toda la idea de ayudar a los demás sobre una base moral definida, cuando en realidad éste no es siempre el caso. Frecuentemente, tales acciones carecen de semejante base.
Lo mejor que un individuo pueda desear hacer es inspirar a los otros con su ejemplo. Las páginas de la historia están llenas de personajes que han dado brillantes y auténticos ejemplos de hechos altruistas. También están los incontables individuos que alcanzaron la gloria sacrificando sus vidas en los campos de batalla. Es muy significativo que muchos de estos actos hayan tenido lugar en circunstancias que colocan a los hombres bajo una forma peculiar de tensión. Dichos altruistas dieron un ejemplo meritorio a los demás, pero eran una aislada improvisación heroica, en bien de la humanidad.
Aunque parezca que los actos de bondad entre los seres humanos no pueden ser confinados dentro de los límites del auténtico altruismo, es posible encontrar caso en los que un individuo se ha guiado por esas doctrinas, tanto en lo moral como en lo práctico, y en consecuencia ha proporcionado un bello ejemplo a los demás y un auténtico servicio a sus semejantes. Tal es el caso del francés Albert Schweitzer, premio Nobel de la Paz en 1952. En 1905 tenía ya gran reputación como filósofo y teólogo. A la edad de treinta años tomó la sublime decisión de consagrar el resto de su vida al bienestar de la humanidad. Desde 1906 a 1913 se dedicó a conseguir una alta formación médica y después marchó a Gabón, en el África Ecuatorial Francesa, edificó un hospital en Lambaréné y permaneció en él, sirviendo a los africanos, durante más de cincuenta años. Al mismo tiempo, continuó su actividad en pro de la humanidad en general con un torrente de escritos filosóficos que apoyaban la idea del altruismo.
Pero es evidente que Schweitzer era un hombre excepcional, y que es casi imposible para un individuo normal y corriente empezar o incluso contemplar semejante conducta humanitaria. Esto tiende a demostrar la retención que el altruismo, en su más pura definición, provoca en muchas personas, ya que no todas pueden practicarlo. Sin embargo, y como ya hemos visto, esto no significa que no exista ningún otro medio para hacer el bien; es más, puede incluso hacerse en una escala mucho mayor. Solamente queremos dar a entender que el altruismo, como concepto, es demasiado estrecho para cubrir toda la gama de posibilidades, debiéndose buscar otras alternativas.
Un último bien puede emerger de algo, que lejos de ser altruista, es inicialmente todo lo opuesto. Fijémonos en los dos famosos filántropos Andrew Carnegie y John Davison Rockefeller, quienes establecieron fundaciones de millones de dólares, consagradas a mejorar las condiciones humanas.
Estos dos hombres demuestran excepcionalmente bien la paradoja de que el bien tiene a veces orígenes lamentables. Mientras levantaban sus imperios, ambos hombres aprovecharon la baratura de la mano de obra, al igual que su destreza y habilidad para los negocios. Rockefeller y Carnegie anticiparon el dinero —aumentado sus intereses— a la empresa Robber Barons, empleando un sistema propio de los piratas del siglo XIX. Los obreros mal pagados que luchaban por sus derechos fueron brutalmente golpeados, y a veces perdieron la vida. Así, los trabajadores fueron explotados y los imperios industriales crecieron. Después de retirarse de los negocios, Carnegie dio enormes sumas de dinero para obras de caridad, bibliotecas y diversas instituciones sociales, filantrópicas, tales como la Carnegie Corporation y la Fundación Carnegie para la Paz Internacional. También Rockefeller desarrolló una gran labor filantrópica, dotó generosamente a la Universidad de Chicago y creó el Instituto Rockefeller.
No importa que los motivos del altruista sean los gritos de una conciencia culpable o el egoísta deseo de ganar prestigio como filántropo. Si en su momento las acciones antisociales fueron siempre condenables, transcurrida la oportunidad del castigo lo importante es que la acción última beneficie a la humanidad, independientemente de que sus motivos sean «no-altruistas». A veces, incluso el altruista en el más puro sentido de la palabra siente una satisfacción egoísta al realizar sus deseos.
ENCICLOPEDIA DE LA VIDA
Ed. Bruguera, 1970.
Ed. Bruguera, 1970.
La actividad humana puede ser dividida en dos categorías: la egoísta y la desinteresada. La actividad que tiende a ayudar a los demás es generalmente descrita como «altruismo», es decir, un principio activo dirigido a preocuparse por los demás. Esto presupone que el altruista debe adoptar conscientemente la promoción del bienestar de los demás como un fin. Por esa misma definición, ninguna actividad que no sea desinteresada y beneficiosa para los demás puede describirse como altruista, a menos que la persona que la lleva a cabo haya adoptado previamente la causa del altruismo. Como es lógico, esto otorga al altruismo un estrecho y rígido significado, y excluye una vasta gama de actividades beneficiosas para la humanidad.
Este angosto significado es en gran manera el resultado de los orígenes filosóficos del término «altruismo», inventado por el filósofo francés Auguste Comte (1798-1857). Éste sostenía que el progreso y la felicidad humana sólo podían ser logrados cuando cada individuo elimina sus propios intentos egoístas y se consagra a la promoción del bienestar de la humanidad. Según Comte, el único método práctico para una completa reforma social es la existencia de un sentimiento genuino de responsabilidad social, la cual obliga a todos los individuos a considerar el bienestar de los demás antes que sus intereses propios.
Las ideas de Comte fueron rápidamente adoptadas por los filósofos ingleses, hasta entonces dominados por el estrecho individualismo de Jeremy Bentham, y la idea de que la sociedad era un mal necesario para prevenirse de los individuos egoístas y para evitar que se destruyeran unos a otros.
A este período siguió la aparición en escena de la primera sociología, impulsada por las ideas evolucionistas de Charles Darwin. Herbert Spencer (1820-1903) anticipó y promovió una teoría científica en la que los individuos eran conceptuados como meros microorganismos incapaces de vivir fuera de la estructura-trabajo del Estado-organismo. Con todo, mientras el altruismo se convertía en una parte de su doctrina (el individuo se realiza a sí mismo consagrándose a la causa de la totalidad de la sociedad antes que a sus intereses personales), Spencer lo aceptaba con ciertas reservas, e hizo avanzar las teorías altruistas como consecuencia de haber aceptado la teoría de la evolución orgánica biológica.
Spencer, en su libro Datos sobre ética (1879), emplea extensamente el concepto «altruismo». Sostenía que tanto éste como el egoísmo son partes integrantes el carácter humano, pero afirmaba que la vida del individuo en toda sociedad perfecta está íntimamente relacionada con los intereses del Estado: el objetivo primordial de cualquier persona que desea vivir bien es promocionar el bienestar de los demás; primero individualmente, y después colectivamente. Para Spencer, tanto el egoísmo puro como el altruismo puro son impracticables. A menos que el egoísta reconcilie y hermane su propia felicidad con la de sus semejantes, la oposición de éstos destruirá su propia dicha.
Filosóficamente considerado, el altruismo es un concepto que ha sido examinado e incorporado por varías doctrinas desarrolladas en los últimos cien años. El nacimiento de las creencias basadas en el sentido más amplio de los principios socialistas ha conducido inevitablemente a una amplia promoción de la idea de altruismo como un fin deseable. Sin embargo, no debe olvidarse que el altruismo es únicamente un curso de acción. Puede ser incluido en cualquier doctrina filosófica, pero el «altruismo» es sólo un auténtico guía cuando se apoya en la teoría positiva de «lo bueno». Por último, tampoco debemos olvidar que el individuo que acepta y sigue el principio y la actividad de ayudar a los demás como su más alta obligación moral, está, en cierto sentido, realizando una obra meritoria y no sacrificándose a sí mismo.
Pero, como ya se sugirió en tiempos pasados, la idea del altruismo como una meta filosófica es en muchos aspectos poco satisfactoria. Antepone toda la idea de ayudar a los demás sobre una base moral definida, cuando en realidad éste no es siempre el caso. Frecuentemente, tales acciones carecen de semejante base.
Lo mejor que un individuo pueda desear hacer es inspirar a los otros con su ejemplo. Las páginas de la historia están llenas de personajes que han dado brillantes y auténticos ejemplos de hechos altruistas. También están los incontables individuos que alcanzaron la gloria sacrificando sus vidas en los campos de batalla. Es muy significativo que muchos de estos actos hayan tenido lugar en circunstancias que colocan a los hombres bajo una forma peculiar de tensión. Dichos altruistas dieron un ejemplo meritorio a los demás, pero eran una aislada improvisación heroica, en bien de la humanidad.
Aunque parezca que los actos de bondad entre los seres humanos no pueden ser confinados dentro de los límites del auténtico altruismo, es posible encontrar caso en los que un individuo se ha guiado por esas doctrinas, tanto en lo moral como en lo práctico, y en consecuencia ha proporcionado un bello ejemplo a los demás y un auténtico servicio a sus semejantes. Tal es el caso del francés Albert Schweitzer, premio Nobel de la Paz en 1952. En 1905 tenía ya gran reputación como filósofo y teólogo. A la edad de treinta años tomó la sublime decisión de consagrar el resto de su vida al bienestar de la humanidad. Desde 1906 a 1913 se dedicó a conseguir una alta formación médica y después marchó a Gabón, en el África Ecuatorial Francesa, edificó un hospital en Lambaréné y permaneció en él, sirviendo a los africanos, durante más de cincuenta años. Al mismo tiempo, continuó su actividad en pro de la humanidad en general con un torrente de escritos filosóficos que apoyaban la idea del altruismo.
Pero es evidente que Schweitzer era un hombre excepcional, y que es casi imposible para un individuo normal y corriente empezar o incluso contemplar semejante conducta humanitaria. Esto tiende a demostrar la retención que el altruismo, en su más pura definición, provoca en muchas personas, ya que no todas pueden practicarlo. Sin embargo, y como ya hemos visto, esto no significa que no exista ningún otro medio para hacer el bien; es más, puede incluso hacerse en una escala mucho mayor. Solamente queremos dar a entender que el altruismo, como concepto, es demasiado estrecho para cubrir toda la gama de posibilidades, debiéndose buscar otras alternativas.
Un último bien puede emerger de algo, que lejos de ser altruista, es inicialmente todo lo opuesto. Fijémonos en los dos famosos filántropos Andrew Carnegie y John Davison Rockefeller, quienes establecieron fundaciones de millones de dólares, consagradas a mejorar las condiciones humanas.
Estos dos hombres demuestran excepcionalmente bien la paradoja de que el bien tiene a veces orígenes lamentables. Mientras levantaban sus imperios, ambos hombres aprovecharon la baratura de la mano de obra, al igual que su destreza y habilidad para los negocios. Rockefeller y Carnegie anticiparon el dinero —aumentado sus intereses— a la empresa Robber Barons, empleando un sistema propio de los piratas del siglo XIX. Los obreros mal pagados que luchaban por sus derechos fueron brutalmente golpeados, y a veces perdieron la vida. Así, los trabajadores fueron explotados y los imperios industriales crecieron. Después de retirarse de los negocios, Carnegie dio enormes sumas de dinero para obras de caridad, bibliotecas y diversas instituciones sociales, filantrópicas, tales como la Carnegie Corporation y la Fundación Carnegie para la Paz Internacional. También Rockefeller desarrolló una gran labor filantrópica, dotó generosamente a la Universidad de Chicago y creó el Instituto Rockefeller.
No importa que los motivos del altruista sean los gritos de una conciencia culpable o el egoísta deseo de ganar prestigio como filántropo. Si en su momento las acciones antisociales fueron siempre condenables, transcurrida la oportunidad del castigo lo importante es que la acción última beneficie a la humanidad, independientemente de que sus motivos sean «no-altruistas». A veces, incluso el altruista en el más puro sentido de la palabra siente una satisfacción egoísta al realizar sus deseos.
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