sábado, 2 de junio de 2012

Irresponsabilidad económica y política

Juan Fco. Martín Seco

Lo que ocurre con los economistas no deja de ser sorprendente. En cualquier profesión los errores se pagan con el desprestigio. Un ingeniero que se equivoca a la hora de construir un puente o una presa, un arquitecto al que se le hunden varios edificios, un cirujano al que por su ignorancia se le mueren los pacientes en la mesa de operaciones, un abogado que pierde todos los pleitos por fáciles que sean, hasta un fontanero si realiza chapuzas y torpezas, todos, todos, suelen pagar un elevado coste por sus equivocaciones. En los casos más graves, es probable que tengan que terminar por abandonar la profesión llenos de vergüenza. Nada de esto ocurre con los economistas ni con los políticos que aplican las recetas erróneas de los sabios. Todos ellos mantienen su fama de gurúes por más picias que hagan, o por más que hayan arrastrado la economía a un hondo abismo.

En junio de 1989, coincidiendo con la presidencia española de la Unión Europea, el presidente y los responsables económicos del Gobierno decidieron, quizá influidos por los ilustrados del Banco de España, que la peseta entrase en el Sistema Monetario Europeo (SME) y, además, con un tipo de cambio a todas luces sobrevalorado. El razonamiento subyacente a esta decisión se basaba en la creencia de que desde el exterior nos ayudarían a disciplinar nuestra economía, ya que según parecía éramos incapaces de conseguirlo por nuestros propios medios. El resultado, como era de prever, fue muy distinto. Las tasas de inflación y de interés continuaron siendo más altas que las de otros países europeos y, al mantener fijo el tipo de cambio, la competitividad se resintió generando la correspondiente brecha en la balanza de pagos y ello fue la causa de que la economía se adentrase en la recesión, de la que solo salimos después de que el SME quedase sin efectividad y, sobre todo, tras las cuatro devaluaciones, impuestas por los mercados y a las que las autoridades económicas se oponían con todas sus fuerzas.

La economía, es cierto, terminó remontando, pero el daño estaba ya hecho en forma de destrucción de tejido productivo y de desempleo. Aun cuando la realidad había mostrado sobradamente lo desafortunado de la medida, nadie pagó por ella, ni quienes la adoptaron ni quienes la preconizaron con ardor. Es más, sus autores continuaron pontificando y defendiendo la entrada en la unión monetaria, aun cuando el fracaso del SME era presagio claro de las dificultades que se iban a generar con el euro. Acuñaron la argumentación de que con la moneda única no sería posible la divergencia ni en las tasas de inflación ni en el tipo de interés, ni podrían producirse las turbulencias financieras que habían dado al traste con el SME.

De nuevo, la realidad ha dejado en evidencia lo equivocado del pronóstico. Según fueron transcurriendo los años, en la Eurozona se comprobó que, a pesar de contar con la misma política monetaria, el incremento de precios no era homogéneo en los distintos países, con lo que unos, especialmente Alemania, ganaban competitividad y otros, entre los que se encontraba España, la perdían. Los primeros fueron acrecentando progresivamente el superávit de su balanza de pagos y los segundos, el déficit. Tales desequilibrios se cerraron con fuertes flujos de fondos de los países superavitarios que, confiados en la moneda única, se trasladaban a los deficitarios. El proceso sin embargo no podía continuar hasta el infinito. Acabó surgiendo la desconfianza y la huida sin que los países deudores tengan ninguna defensa al no poder devaluar el tipo de cambio ni contar con un banco central que los respalde.

Al tener todos los países la misma moneda, las turbulencias financieras ciertamente no podían darse en los mercados de divisas, pero a todos esos genios de la economía no se les ocurrió pensar que se trasladarían, y ¡cómo!, a los mercados de deuda pública, ocasionando una enorme divergencia en los tipos de interés y haciendo insostenible la situación a medio plazo. En realidad, se han vuelto a repetir los mismos resultados negativos que se dieron con el SME, con la diferencia de que ahora no hay vuelta atrás o esta es infinitamente más difícil y tendría un coste ingente, y de que los efectos perniciosos revisten una mayor gravedad que se incrementa con el tiempo. Han introducido a la economía española en una gran trampa, y generado un daño social enorme. No obstante, nadie parece asumir la responsabilidad de la equivocación. Continúan dando lecciones y hablando en tono magistral. No han perdido un ápice de su credibilidad. Se les sigue considerando doctos.

Los que defendieron el Tratado de Maastricht, los que dieron su aquiescencia a un Banco Central Europeo antidemocrático y cercenado en sus funciones, los que propugnaron la incorporación a la Unión Monetaria, los que se vanagloriaban de los años de expansión fundamentada en una enorme burbuja y en un crecimiento a crédito, los que han acumulado en los balances de sus bancos o cajas activos tóxicos, los que han dejado al sistema financiero campar a sus anchas hacia el precipicio, los que, en definitiva, han conducido a la economía española y a los españoles a la triste situación en la que nos encontramos, todos ellos continúan considerándose expertos, técnicos, grandes políticos, sabios; todos, casi todos, siguen ocupando poltronas y sillones y siendo acreedores a elevadas retribuciones. Aún se arrogan el derecho a dictaminar lo que el Estado y la sociedad deben hacer. En Economía todo cabe. Nadie consulta las hemerotecas. Nadie exige responsabilidades.

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