XL Semanal, 1291
Aunque ilegales, las salvajes peleas de caballos son un entretenimiento popular en algunas zonas de Filipinas. Asistimos a un cruel espectáculo con apuestas muchas veces a vida o muerte.
Un enorme cartel con dos sementales enzarzados en combate mortal preside el ruedo improvisado, mientras se oye el estruendo de una retransmisión por los altavoces. Junto a las vallas se apretujan cientos de espectadores. Es un espectáculo familiar. Ha venido todo el mundo: jóvenes y viejos, hombre y mujeres. También deambulan varios agentes de Policía, por si surgen problemas.
Las luchas de caballos son oficialmente ilegales en Filipinas, pero eso no ha impedido que el espectáculo haya sido autorizado por el alcalde de Midsayup, una pequeña ciudad en la provincia más turbulenta y peligrosa del país. De ahí la presencia de la fuerza local de Policía. Sin embargo, nadie repara en ellos. Todas las miradas están concentradas en el ruedo.
El espectáculo resulta casi surrealista. En el centro, dos sementales bañados en sudor y sangre luchan encarnizadamente hasta quedar exhaustos. Se empujan, muerden y cocean compitiendo por una yegua que preside el combate inmovilizada con cuerdas. A veces se detienen, temblando de pies a cabeza, pero al instante se abalanzan el uno contra el otro de una forma horrísona. Otras veces echan a correr en torno al ruedo a toda velocidad, obligando a los arbitros a buscar cobijo despavoridos.
Por lo general, los sementales obligados a participar en estas competiciones locales no han sido criados para luchar entre ellos. Antes servían como bestias de carga o como medios de transporte. Los espectadores, verdaderos aficionados, no pierden comba de cuanto sucede en el ruedo. Es lógico. Hay bastante dinero en juego. No solo el propietario del caballo ganador del embite se llevará una buena tajada -una pequeña fortuna si su animal sale vencedor del torneo-, las apuestas de los espectadores también cuentan, y mucho. Los corredores, apodados 'cristos', toman nota mental de las pujas que los espectadores hacen a voz en grito durante el combate. Después de cada enfrentamiento, la gente se arremolina junto a las entradas donde se premia en metálico a los jugadores con suerte. La Policía vigila no solo que todo discurra pacíficamente durante el show, también que nadie se escabulla sin pagar lo que debe.
Lo normal es que en una jornada se disputan 13 o 14 combates. El que presenciamos es el último de ese día. Tras consultarlo con mi reloj de pulsera, los dos sementales del cercado han estado luchando durante más de 40 minutos antes de que uno de ellos haya sido designado vencedor. A pesar del aparente caos, las normas que lo rigen son muy precisas. Si un semental no desafía a su oponente, pierde un punto. Si sale corriendo hacia la salida, también pierde un punto. Cuando uno de los dos contrincantes pierde dos puntos, queda automáticamente desclasificado. Su rival se alza inmediatamente como ganador.
Hasta entonces, la sangre esla protagonista del show. El caballo hunde los dientes en la pata, en los testículos de su rival, en el cuello, en un costado. Desde luego, no se trata de un espectáculo agradable.
Dino Yebron, el veterinario que me acompaña, está tan preocupado por la suerte de la yegua como por la de los sementales. Dino tiene 62 años, es antiguo profesor universitario y trabaja como voluntario para la ONG Network for Animals. «Esa yegua -explica señalando al tembloroso animal amarrado en el centro del ruedo- lleva todo el día al sol y ha pasado por 10 o 12 combates. Seguramente ha sido montada otras tantas veces. Pues montarla es la prerrogativa del ganador. Por así decirlo, ha sido víctima de una violación en grupo. También ha sido mordida, golpeada y coceada en el curso de los combates. En las luchas de caballos no se da ningún elemento noble o natural. Estamos hablando de una violencia inducida por completo de forma artificial».
Una vez terminada la competición, nos dirigimos a los cercados para inspeccionar a los animales ganadores y perdedores. Dino antaño se valía de su cualificación como veterinario para remedar las heridas más visibles. Pero ya no lo hace. «No quiero que la gente piense que estoy para ayudarles en su negocio», indica. «Mi labor es la de trabajar con las comunidades locales, con los alcaldes y con la Policía para convencerlos de que las leyes están para ser cumplidas. Hemos tenido éxito en algunas provincias, pero aún queda mucho por hacer».
Se acerca a uno de los sementales que esta tarde ha luchado y perdido. El animal está tumbado en la hierba. Tiene los costados manchados de sangre y las fosas nasales desfiguradas de un modo horrible. Dino contempla el caballo con ojo experto y dictamina: «Está claro que tiene lesiones internas. Dentro de dos semanas habrá muerto de esas heridas, si es que el propietario antes no le corta el cuello».
Aunque ilegales, las salvajes peleas de caballos son un entretenimiento popular en algunas zonas de Filipinas. Asistimos a un cruel espectáculo con apuestas muchas veces a vida o muerte.
Un enorme cartel con dos sementales enzarzados en combate mortal preside el ruedo improvisado, mientras se oye el estruendo de una retransmisión por los altavoces. Junto a las vallas se apretujan cientos de espectadores. Es un espectáculo familiar. Ha venido todo el mundo: jóvenes y viejos, hombre y mujeres. También deambulan varios agentes de Policía, por si surgen problemas.
Las luchas de caballos son oficialmente ilegales en Filipinas, pero eso no ha impedido que el espectáculo haya sido autorizado por el alcalde de Midsayup, una pequeña ciudad en la provincia más turbulenta y peligrosa del país. De ahí la presencia de la fuerza local de Policía. Sin embargo, nadie repara en ellos. Todas las miradas están concentradas en el ruedo.
El espectáculo resulta casi surrealista. En el centro, dos sementales bañados en sudor y sangre luchan encarnizadamente hasta quedar exhaustos. Se empujan, muerden y cocean compitiendo por una yegua que preside el combate inmovilizada con cuerdas. A veces se detienen, temblando de pies a cabeza, pero al instante se abalanzan el uno contra el otro de una forma horrísona. Otras veces echan a correr en torno al ruedo a toda velocidad, obligando a los arbitros a buscar cobijo despavoridos.
Por lo general, los sementales obligados a participar en estas competiciones locales no han sido criados para luchar entre ellos. Antes servían como bestias de carga o como medios de transporte. Los espectadores, verdaderos aficionados, no pierden comba de cuanto sucede en el ruedo. Es lógico. Hay bastante dinero en juego. No solo el propietario del caballo ganador del embite se llevará una buena tajada -una pequeña fortuna si su animal sale vencedor del torneo-, las apuestas de los espectadores también cuentan, y mucho. Los corredores, apodados 'cristos', toman nota mental de las pujas que los espectadores hacen a voz en grito durante el combate. Después de cada enfrentamiento, la gente se arremolina junto a las entradas donde se premia en metálico a los jugadores con suerte. La Policía vigila no solo que todo discurra pacíficamente durante el show, también que nadie se escabulla sin pagar lo que debe.
Lo normal es que en una jornada se disputan 13 o 14 combates. El que presenciamos es el último de ese día. Tras consultarlo con mi reloj de pulsera, los dos sementales del cercado han estado luchando durante más de 40 minutos antes de que uno de ellos haya sido designado vencedor. A pesar del aparente caos, las normas que lo rigen son muy precisas. Si un semental no desafía a su oponente, pierde un punto. Si sale corriendo hacia la salida, también pierde un punto. Cuando uno de los dos contrincantes pierde dos puntos, queda automáticamente desclasificado. Su rival se alza inmediatamente como ganador.
Hasta entonces, la sangre esla protagonista del show. El caballo hunde los dientes en la pata, en los testículos de su rival, en el cuello, en un costado. Desde luego, no se trata de un espectáculo agradable.
Dino Yebron, el veterinario que me acompaña, está tan preocupado por la suerte de la yegua como por la de los sementales. Dino tiene 62 años, es antiguo profesor universitario y trabaja como voluntario para la ONG Network for Animals. «Esa yegua -explica señalando al tembloroso animal amarrado en el centro del ruedo- lleva todo el día al sol y ha pasado por 10 o 12 combates. Seguramente ha sido montada otras tantas veces. Pues montarla es la prerrogativa del ganador. Por así decirlo, ha sido víctima de una violación en grupo. También ha sido mordida, golpeada y coceada en el curso de los combates. En las luchas de caballos no se da ningún elemento noble o natural. Estamos hablando de una violencia inducida por completo de forma artificial».
Una vez terminada la competición, nos dirigimos a los cercados para inspeccionar a los animales ganadores y perdedores. Dino antaño se valía de su cualificación como veterinario para remedar las heridas más visibles. Pero ya no lo hace. «No quiero que la gente piense que estoy para ayudarles en su negocio», indica. «Mi labor es la de trabajar con las comunidades locales, con los alcaldes y con la Policía para convencerlos de que las leyes están para ser cumplidas. Hemos tenido éxito en algunas provincias, pero aún queda mucho por hacer».
Se acerca a uno de los sementales que esta tarde ha luchado y perdido. El animal está tumbado en la hierba. Tiene los costados manchados de sangre y las fosas nasales desfiguradas de un modo horrible. Dino contempla el caballo con ojo experto y dictamina: «Está claro que tiene lesiones internas. Dentro de dos semanas habrá muerto de esas heridas, si es que el propietario antes no le corta el cuello».
Stanley Johnson
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