Las gravísimas responsabilidades occidentales en el genocidio de los tutsis en Ruanda en plena guerra de los Balcanes: genocidios inventados y genocidios tolerados leídos en clave geopolítica. Colette Bareckman analiza el libro de Linda Melvern, A People Betrayed: the Role of the West in Rwanda’s Genocide (Londres, Zed Books, 2000).
Entre el 7 de abril y principios de julio de 1994, fueron asesinadas, en Ruanda, entre 500.000 y un millón de personas. No fue –como muchos dijeron entonces– el clímax sangriento de una «caótica guerra tribal» entre los tutsis y los hutus, sino una matanza deliberada y sistemática de los primeros por los segundos. Después, la «comunidad internacional» reconoció que realmente se había producido un genocidio, y alegó su ignorancia de los hechos como excusa de su pasividad. Sin embargo, como muestra Linda Melvern en su devastador informe sobre el genocidio de Ruanda, la naturaleza de los asesinatos era perfectamente visible: «En Ruanda no había trenes sellados o campos apartados. El genocidio fue retransmitido por la radio». Además, y más rotundamente, «la prueba decisiva de que un genocidio estaba teniendo lugar le fue proporcionada al Consejo de Seguridad en mayo y junio, mientras estaba ocurriendo». Durante los últimos siete años, Melvern ha ido reuniendo un amplio abanico de fuentes: los informes de las investigaciones parlamentarias belgas y francesas, un informe filtrado de las reuniones secretas del Consejo de Seguridad de la ONU, entrevistas con personajes políticos clave, así como documentos conseguidos en Kigali. Su libro es una síntesis magistral de esta evidencia.
El resultado es una revelación escalofriante de las realidades políticas que hay tras la retórica de los «derechos humanos» de las potencias occidentales de la pasada década. Mucho antes del 7 de abril –ya en 1992, en el caso de Bélgica–, a estos regímenes se les había informado de un plan coherente para la eliminación no sólo de los tutsis, sino también de los hutus moderados opuestos al gobierno de Juvénal Habyarimana. Los orígenes de dicho plan no se encuentran tanto en un odio étnico profundamente asentado como en la manipulación de las tensiones sociales por parte de chovinistas fanáticos obstinados en mantenerse en el poder a cualquier precio. Fue este mismo régimen el que invirtió los cuantiosos fondos y ayudas del Banco Mundial y del FMI en la adquisición de armas y en el entrenamiento y organización de la milicia Interahamwe, avivando la máquina de matar en lugar de los proyectos de desarrollo. De este modo «la misma comunidad internacional que hace 50 años aprobó leyes con el mandato específico de asegurar que el genocidio jamás se perpetraría de nuevo, no sólo fracasó a la hora de prevenir lo ocurrido en Ruanda, sino que, al bombear fondos con el objeto de ayudar a la economía ruandesa, en realidad contribuyó a crear las condiciones que lo hicieron posible».
Los europeos se involucraron por primera vez en Ruanda en 1894, con la llegada de un conde alemán a la corte del rey Rwabugiri. Este conde encontró que la sociedad ruandesa estaba dividida en tres grupos: los tutsis, que por lo general eran pastores de ganado y formaban el estrato más alto de la sociedad, y el grupo dirigente del país; los hutus, la mayoría campesinos, y con mucho el grupo más numeroso; y los twas, cazadores y recolectores pigmeos que constituían menos del 1 por 100 de la población. Los tutsis y los hutus compartían la lengua, la religión y una misma dieta, pero estaban –algo parecido a las castas en la India– divididos por un intrincado y draconiano orden feudal, que daba a los tutsis los poderes de una aristocracia señorial sobre los hutus, cultivadores reducidos a una servidumbre virtual. La conquista alemana no alteró esta estructura, y cuando Ruanda fue transferida a Bélgica por la victoriosa Entente en 1918, los nuevos mandatarios la reforzaron con un sistema de clasificación étnica oficial, basado en las jerarquías tutsis existentes, y generalizaron el uso del trabajo forzado hutu. La alianza de los opresores tradicionales con el poder colonial extranjero avivó los resentimientos naturales de la clase inferior hutu contra sus superiores tutsis.
Con la llegada de la política moderna a finales de la década de 1950, estas tensiones estallaron. En noviembre de 1959, la violencia hutu contra los tutsis entró en erupción y en Ruanda se instauró la ley marcial. Los belgas cambiaron el rumbo de su política histórica inclinándose a favor de los hutus, animados éstos por la Iglesia católica local, cuyos sacerdotes tuvieron un papel activo a la hora de alimentar sus aspiraciones. Cerca de unos 150.000 tutsis huyeron a países vecinos, y las elecciones de 1960 dieron como resultado un gobierno de amplia mayoría hutu, que declaró la independencia en 1962. En noviembre de 1963 se produce una invasión desde Burundi por parte de un grupo de monárquicos tutsis. El nuevo presidente Grégoire Kayibanda reaccionó ordenando la ejecución de los líderes de la oposición y así, con el gobierno lanzando por radio mensajes alarmantes que afirmaban que «los tutsis estaban volviendo para esclavizar a los hutus», dieron comienzo los asesinatos de tutsis. Melvern refiere de manera lúcida la historia de Ruanda, en el sentido de que, como indica el título de su capítulo, «El pasado es el prólogo», los asesinatos de 1963 podrían verse en realidad como un ensayo a pequeña escala de los que se produjeron en 1994. La diferencia clave estriba en que, en 1963, la opinión pública occidental estaba alarmada. Bertrand Russell, entre otros, comparó lo ocurrido con el Holocausto.
Kayibanda gobernó hasta 1973, en un régimen de partido único con la bendición clerical. Ruanda se convirtió en el Estado africano favorito de la Democracia Cristiana europea. Parmehutu, el partido de Kayibanda, utilizó el respaldo de la mayoría hutu para mantener bajo vigilancia a los tutsis por medio de tarjetas de identidad y sistemas de cuotas. En el sur de Ruanda había existido un porcentaje significativo de matrimonios mixtos; sin embargo, la corriente nacionalista hutu del partido de Kayibanda –donde se valora la «pureza por encima de todo»– era producto del norte del país, que no había formado parte del reino tradicional tutsi; no fue conquistado por Alemania hasta 1912 y tenía una tradición de resistencia a la dominación tutsi. Juvénal Habyarimana, el general que derrocó a Kayibanda, también era del norte, al igual que su camarilla –los azaku–, cuyo núcleo lo formaban su esposa Agathe y los familiares de ésta.
Después de 1963, muchos tutsis y hutus opuestos a los gobiernos de Kayibanda y Habyarimana se exiliaron a Uganda, Burundi, Tanzania y Zaire. En Uganda, perseguidos por Milton Obote, tomaron partido por el Ejército de Resistencia Nacional de Yoweri Museveni, que derrocó a Obote en 1986. Fueron estos ruandeses, entrenados y equipados en Uganda, quienes formaron el Frente Patriótico Ruandés (FPR), que invadió el país en octubre de 1990 con la promesa de expulsar a Habyarimana e instaurar un gobierno de unidad nacional. El gobierno de Kigali, evocando 1963, lanzó el mensaje de que el FPR era un ejército tutsi decidido a masacrar a los hutus y orquestó inmediatamente matanzas locales de tutsis. A comienzos de este mismo año, Habyarimana había cedido a las presiones internacionales y autorizó la formación de partidos de oposición, lo que le permitió, cuando se produjo la invasión del FPR, hacer un llamamiento como cabeza de un «Estado democrático» y solicitar tropas a Francia, Bélgica y Zaire, y armas a Egipto y Sudáfrica. En 1990 se aprobó un programa de ajuste estructural para Ruanda que proporcionó más fondos, utilizados por Habyarimana para comprar armas. De hecho, entre los años 1990 y 1994, el régimen de Habyarimana adquirió armas por valor de 83 millones de dólares, compra facilitada de buen grado por el entonces ministro de Asuntos Exteriores egipcio, Butros Butros-Gali.
Malvern localiza los orígenes del plan del genocidio de 1994 en el período inmediatamente posterior a la invasión del FPR. Después de la invasión, el gobierno instó a los oficiales a que redactaran listas de los líderes y personas destacadas de la oposición tutsi, listas que eran actualizadas periódicamente. En los tres años de luchas intermitentes que siguieron, hay repetidos ejemplos de planes dirigidos a convertir a los tutsi, como grupo, en objetivo. Entre estos ejemplos, se incluye un informe preparado por Habyarimana en diciembre de 1991 donde identifica a los tutsis, «tanto de dentro como de fuera del país», como «el enemigo», y los califica como «extremistas nostálgicos del poder». Detrás de esto descansa el agudo miedo a la derrota militar: la superior experiencia de campo del FPR demostró vencer fácilmente a unas fuerzas más numerosas pero mal entrenadas, integradas en su mayoría por soldados reclutados atropelladamente.
En 1992, los Estados africanos vecinos estaban tan alarmados por la situación que presionaron a Habyarimana para que entablara negociaciones de paz con el FPR en Arusha, Tanzania, diseñadas con el objetivo de llevar al gobierno ruandés y al FPR a una solución negociada. Finalmente, en agosto de 1993 se firmó un acuerdo de paz donde se estipulaba un sistema de gobierno compartido en el país, aunque resulta significativo que este acuerdo fuese visto con reservas por parte de funcionarios del Departamento de Estado. Puertas adentro, la economía ruandesa no se había recuperado del colapso producido por el Acuerdo Internacional del Café de 1989, promovido por Washington en favor de los grandes importadores estadounidenses para conseguir una disminución del precio de lo que constituía la principal exportación ruandesa. A consecuencia de los Acuerdos de Arusha, 16.000 soldados del ejército gubernamental tuvieron que ser desmovilizados, sin ningún tipo de fondos para pensiones o para una reinserción profesional, y con pocas oportunidades laborales. Los que se vieron amenazados se convirtieron en una fuente prolífica de reclutas para la Interahamwe –«quienes trabajan juntos»–, la milicia que dirigió las masacres planificadas. Al mismo tiempo que se negociaba en Arusha, Habyarimana compraba grandes cantidades de armas: el equivalente a 12 millones de dólares sólo entre agosto de 1992 y enero de 1993. Melvern proporciona una detallada descripción de los procesos de acopio y distribución de armas durante el año 1993; el nivel de implicación en el plan y la brutalidad premeditada se revelan por el número de machetes importados de China en 1993: en aquel año, se gastaron 46 millones de dólares en equipamientos para la agricultura «por compañías ruandesas que normalmente no tenían nada que ver con herramientas agrícolas». La llegada al país de tal cantidad de armas de fuego, granadas y otras armas más primitivas se vio significativamente favorecida por la insistencia en aquellos momentos del FMI en la relajación de las restricciones a las licencias que recaían sobre la importación, e incluso cuando el Banco Mundial envió misiones –cinco en total entre los años 1991 y 1993– para observar el progreso de la política de ajuste estructural, el maquillaje contable del régimen fue de un modo u otro pasado por alto.
Un mes antes de que se firmaran los Acuerdos de Arusha, comenzó a emitir una nueva emisora de radio, la Radio-Télévision Libre Mille Collines. El presidente era el mayor accionista de la emisora y sus estudios estaban conectados a los generadores del palacio presidencial; las emisiones en Kinyarwanda «no transmitían noticias de los hechos», sino que en su lugar, ocupaban completamente las ondas radiofónicas con burdas calumnias y propaganda anti-tutsi, dando los nombres de personas que «merecían morir». Viendo que el régimen se aprovisionaba sistemática y abiertamente de recursos para el asesinato en masa, activistas de derechos humanos, ONG y organismos de ayuda que trabajaban en Ruanda dieron la voz de alarma a finales de 1993 y principios de 1994. En septiembre de 1993 Butros-Gali –ahora secretario General de las Naciones Unidas– instó al Consejo de Seguridad a enviar fuerzas de la ONU a Ruanda, tal y como exigían los Acuerdos de Arusha; éstos habían exigido una de estas misiones para garantizar la seguridad en todo el país, confiscar las armas escondidas, neutralizar a los grupos armados y vigilar la repatriación de los refugiados. Estados Unidos, representados por Madeleine Albright, bloqueó cualquier moción encaminada a hacer respetar los Acuerdos o las propuestas de Butros-Gali. De hecho, intentaron incluso reducir toda la presencia de la ONU a la mera cifra simbólica de 100 soldados.
Finalmente, después de continuas obstrucciones estadounidenses, gracias a la ayuda y a instancia de Inglaterra y Rusia, en diciembre de 1993 se acordó y se envió una Misión de Ayuda de la ONU con una tropa de 2.500 soldados, un presupuesto ridículo, restringida a Kigali y con el mandato de limitarse a «supervisar» y «ayudar» a la implantación de los Acuerdos de Arusha. La UNAMIR estaba exageradamente mal equipada, con la mitad de lo inicialmente previsto, escasa de suministros básicos y paralizada por la falta de información. Cuando las tensiones comenzaron a intensificarse en los tres primeros meses de 1994, el general quebequés al mando de la misión, Roméo Dallaire, envió repetidos avisos a Nueva York de la inminencia de las masacres, solicitando un mandato con más facultades. El 11 de enero telegrafió pruebas detalladas de una próxima matanza. En la sede de la ONU, el responsable oficial de la gestión de las misiones de paz era el subsecretario Kofi Annan, claramente preferido por Washington a su superior egipcio. Annan cablegrafió de vuelta, prohibiendo cualquier tipo «de repuesta a las solicitudes de protección» sin la autorización de Nueva York, y suprimió la transmisión del aviso de Dallaire a Butros-Gali. Estados Unidos sabía más que el secretario general: un informe de la CIA de enero de 1994 pronosticó el colapso de los Acuerdos de Arusha y 500.000 muertes como consecuencia del mismo.
La noche del 6 de abril de 1994 el avión que trasladaba al presidente Habyarimana y al presidente Ntaryamira de Burundi a Kigali fue alcanzado por dos misiles tierra-aire. El misterio aún rodea las circunstancias de este ataque. Una posibilidad es que una conspiración de militares hutus descontentos con las concesiones hechas –con poca intención de cumplirlas– por Habyarimana en Arusha, decidieran matar dos pájaros de un tiro y eliminarle en una acción espectacular que podría utilizarse como pretexto para un pogromo contra los tutsis. En todo caso, a la media hora del lanzamiento de los misiles, Radio Mille Collines retransmitía las noticias y ya se habían establecido controles al mando de grupos armados por toda la ciudad. Las masacres comenzaron al día siguiente, desplegándose de manera fría y uniforme, como si estuvieran animadas por algún efecto marea desde Ntarama hacia el sur de Kigali, hasta Cyangugu cerca de la frontera congoleña y en la ciudad de Gisenyi, al noroeste, cuando las armas previamente distribuidas por el gobierno fueron tomadas y puestas al servicio del asesinato por toda Ruanda.
Estados Unidos cerró inmediatamente su embajada y evacuó a todos sus civiles. Dos días después, Francia envió una fuerza militar para proteger el aeropuerto de Kigali, clausuró su embajada –destruyendo cantidades ingentes de documentos confidenciales– y evacuó a sus protegidos y nacionales. El 12 de abril, Bélgica decidió retirar su contingente de la UNAMIR privando a la misión de las tropas mejor entrenadas y equipadas. El 18 de abril, Annan comenzó a defender que la UNAMIR debía ser totalmente retirada. Su delegado habló de un «asesinato étnico caótico y fortuito». Para quienes se hallaban sobre el terreno, sin embargo, estaba claro que no era un brote espontáneo de furor popular, sino una serie de operaciones cuidadosamente planeadas. En Kigali no había falta de orden o autoridad. Lo que faltó fue el más mínimo intento de parar el genocidio por parte de las potencias occidentales interesadas. El embajador de Ruanda en la ONU –que había ocupado en enero un asiento no permanente en el Consejo de Seguridad– fue capaz de decir en su informe remitido a la junta responsable del exterminio, ahora en el poder, que no había apoyo para la UNAMIR en el Consejo de Seguridad: bastaría con sus propias medidas de «pacificación».
Viendo cómo se extendía la matanza, el FPR tomó la ofensiva desde su base en Mulindi el 9 de abril. Marchando hacia el sur y hacia el oeste a través de Ruanda, el 1º de julio había alcanzado Kigali. Estimando su avance, Francia envió 2.500 soldados fuertemente armados al sur del frente, aparentemente para crear una «zona segura» con el objetivo de prevenir más asesinatos. Críticos a la Operación Turquesa destacaron que casualmente ésta proporcionaba una retirada segura a los ejecutores del genocidio, fuerzas financiadas, entrenadas y equipadas por Francia. El alivio sentido por el poder extremista hutu sólo podía igualarse a la incredulidad del FPR hacia la pretendida neutralidad francesa y hacia el rápido despliegue de tropas tan bien equipadas cuando apenas unas semanas antes nadie había sido capaz de reforzar la UNAMIR. La entrada del FPR en Kigali intensificó aún más una crisis de refugiados de proporciones asombrosas al huir del país los hutus implicados en las masacres o intimidados por la propaganda de los perpetradores. Solamente entre el 14 y el 16 de julio un millón de personas cruzó la frontera con Zaire en Goma; en ese momento había otros 500.000 refugiados en Tanzania y 200.000 en Burundi. Ahora la repuesta humanitaria fue masiva y casi instantánea: 4.000 soldados estadounidenses y cientos de cooperantes llegaron a Goma en 3 días. Ahora bien, el millón de dólares al día gastado en asistir a los hutus que habían huido con la Interahamwe no servían de nada para los 1,7 millones de personas desplazadas dentro de la misma Ruanda. Los supervivientes al genocidio casi pasaron desapercibidos; Occidente ignoraba las necesidades de un país donde el 60 por 100 de su población estaba ahora «o muerta o desplazada».
Los machetes de la vergüenza
Melvern describe con terrible viveza y detalle cómo las potencias occidentales abandonaron Ruanda a su suerte. No obstante, uno de los grandes méritos de su libro es hacer visibles las valientes excepciones: Roméo Dallaire, quien resistió hasta el final con un puñado de voluntarios, Philippe Gaillard, presidente del Comité Internacional de la Cruz Roja en Ruanda, y Jean-Hervé Bradol de Médicos Sin Fronteras, quienes intentaron salvar tantas vidas como pudieron. El valor de estos pocos no mitiga en absoluto la fuerza de su conclusión: «la furia y el resentimiento contra la ONU permanecerán durante décadas... No hay nada que Occidente pueda decir ahora a las personas de Ruanda para compensarlas por haber dejado de intervenir en las horas de necesidad».
El valor imperecedero del trabajo de Linda Melvern descansa en su implacable análisis de las redes de complicidad que hay detrás del genocidio y su rechazo a tratar las horripilantes estadísticas como si se tratara de una anomalía incomprensible o de una aberración. En su análisis, los asesinatos fueron el producto de una dinámica de exterminio dentro de Ruanda y, al mismo tiempo, de la apatía criminal y deliberada de las grandes potencias. Con su trabajo, Melvern deja más claro que el agua dónde están las responsabilidades principales. Si Bélgica fue el poder colonial que sistemáticamente alimentó las tensiones étnicas entre hutus y tutsis, y Francia el mecenas neocolonial que apoyó y armó a los brutales regímenes de Kayibanda y Habyarimana, Estados Unidos fue el que dio luz verde al genocidio, bloqueando en cada momento cualquier intento en la ONU de evitarlo o detenerlo. Melvern concluye acertadamente que el genocidio ruandés fue «el escándalo que define la presidencia de Clinton». El régimen estadounidense que proclamaba estar asentando nuevos criterios históricos, defendiendo los derechos humanos alrededor del mundo, asistió fríamente a la peor atrocidad de los últimos veinte años, haciendo todo lo posible para contener todos los esfuerzos de llamar al crimen por su nombre mientras estaba ocurriendo.
¿Por qué estaba la potencia estadounidense tan determinada a correr un velo sobre las masacres en Ruanda? No es difícil encontrar la respuesta. Al mismo tiempo que éstas se producían, la Administración Clinton –tras haber boicoteado el Acuerdo de Lisboa para detener el conflicto étnico en Bosnia– estaba obstinada en abrir por la fuerza en los Balcanes el camino que finalmente llevaría al ultimátum de Fontainebleau y al bombardeo de Yugoslavia. Con los medios de comunicación occidentales acosándole de cerca, Estados Unidos tenía la determinación de centrar la atención internacional en los ataques serbios a Bosnia, alegremente descritos por sus portavoces y simpatizantes como «genocidio». En este escenario no podía permitirse nada que distrajera a la opinión pública del drama que rodeaba a Sarajevo. La desproporción de escala entre los dos procesos era tan enorme que la verdad de una era inevitablemente una amenaza al mito de la otra. El genocidio real en África tenía que ser ocultado para sostener la pretensión de un genocidio ficticio en Europa, donde los asesinatos nunca se aproximaron a la destrucción de un pueblo. Invocando constantemente el deber de no permitir nunca otro Holocausto para justificar su intervención en los Balcanes, el régimen de Clinton se confabuló con el primer exterminio ocurrido después de la Segunda Guerra Mundial que era genuinamente comparable con aquél. Cuando los senadores Jeffords y Simon escribieron a Clinton, en mayo de 1994, rogándole que autorizara una acción de la ONU para ayudar a parar la matanza en Ruanda, ni siquiera se molestó en contestarles. Albright, su filibustera en el Consejo de Seguridad, continuó a la cabeza del Departamento de Estado y dirigió el frente ideológico en la guerra de los Balcanes de 1999. Annan, un apropiado sucesor de Waldheim, fue recompensado con el ascenso adecuado. Incapaz de recomendar a la ONU una operación de rescate en Ruanda, cuando existía base legal para ello, no tuvo dificultad en cubrir el bombardeo de la OTAN de Yugoslavia, absolutamente ilegal según la carta de la ONU.
Es poco sorprendente que el magnífico libro de Linda Melvern, fruto de una cuidadosa investigación, escrito con lucidez y expresado en un tono moderado, haya sido sin embargo completamente ignorado por la prensa del país donde ha sido publicado. Ella misma escribe del genocidio de Ruanda que «sólo revelando los fracasos que lo permitieron, los de las organizaciones y los individuales, puede salir algo bueno de unos hechos tan desoladores y tan terribles. Sólo con una exposición de cómo y por qué ocurrió podemos albergar la esperanza de que el nuevo siglo romperá con el sombrío historial del pasado». Hasta ahora hay pocas señales de que esto sea así. Si su libro es una interrogación particularmente valiente del pasado, contiene también una resonancia contemporáneamente trágica: las cicatrices y las consecuencias del genocidio están todavía ahí, metástasis de un cáncer de odio y violencia que todavía se extiende a través de África central.
* Colette Braeckman: Editora para África de Le Soir (Bruselas), ha escrito Rwanda: Histoire d’un Génocide (1994) y más recientemente L’enjeu congolais: L’Afrique centrale aprés Mobutu (1999).
Realmente no aportas evidencias sobre los hechos en Ruanda y especialmente en la R.D. Congo, son suposiciones. En cambio los informes elaborados entonces hablan claro. La responsabilidad principal, ya en Ruanda recae en Kagame y su ejército. Kagame había estado ya en Fort Leavenworth, siendo adiestrado por el ejército de EE.UU. En él es en quien se centran todas las acusaciones sobre el asesinato del presidente de Ruanda. Dicho ya por varios miembros de su ejército:
ResponderEliminar“The president of Rwanda [Paul Kagame] ordered the killing of the former president of Rwanda, President Habyarimana," said Gen. Nyamwasa.
Sobre Kagame, Museveni y el apoyo de EE.UU. es sobre quien recae la culpa principal, no solo por lo de Ruanda, sino por la R.D. Congo. En España hay abierto un caso acusando a Kagame y sus socios.
Pongo información para ser consultada:
http://www.veritasrwandaforum.org/dosier/100914_genocidios_elplural.pdf
http://truth_addict.blogspot.com.es/2012/06/washington-post-and-assassination-of.html
http://www.monthlyreview.org/100501herman-peterson.php
http://www.voltairenet.org/Paul-Kagame-Our-Kind-of-Guy,168217
Sobre los motivos reales del conflicto:
ResponderEliminarhttp://www.veritasrwandaforum.org/dosier/19.11.08_periodico_multi_es.pdf
Un nuevo informe pericial judicial elaborado por investigadores franceses exonera al círculo más próximo al presidente de Ruanda Paul Kagame...
ResponderEliminarEl misil que mató al presidente ruandés en 1994 fue disparado por la guardia presidencial.
http://es.euronews.com/2012/01/11/el-misil-que-mato-al-presidente-ruandes-en-1994-fue-disparado-por-la-guardia-/
¿Son o no son también pruebas?
O fíjate también en esta otra noticia:
ResponderEliminarNuevas pruebas desvinculan al presidente ruandés Kagame del origen del genocidio de 1994
La investigación sobre el origen del genocidio ruandés de 1994 da un vuelco.
Un equipo de expertos franceses asegura ahora que los dos misiles que derribaron el avión en el que viajaba el entonces presidente ruandés, el hutu Juvenal Habyarimana, atentado origen de la masacre, no fueron lanzados desde el campo de los rebeldes del Frente Patriótico Ruandés, liderado por el actual presidente, el tutsi Paul Kagame.
«Los hallazgos de los expertos en balística confirman la teoría de que los misiles fueron lanzados desde el entonces campo del ejército ruandés de Kanombe», decía el abogado de Kagame. «Esto significa que hoy podemos poner fin a más de 16 años de manipulación y mentiras en este caso».
Pero las pruebas no indican que los disparos se produjeran desde el campo de los hutus, aseguraba tajante el abogado de los hijos del presidente asesinado.
En 2006 un juez francés había acusado a Kagame y a nueve colaboradores del atentado.
Kagame, por su parte, culpaba a extremistas hutus, que iniciaron a continuación la matanza de tutsis y hutus moderados, en uno de los asesinatos en masa más rápidos jamás perpetrados.
800.000 personas murieron en el genocidio, que duró cien días y provocó más de dos millones de desplazados.
http://es.euronews.com/2012/01/10/nuevas-pruebas-desvinculan-al-presidente-ruandes-kagame-del-origen-del-