Nostálgico, maniaco depresivo e incapaz de hacer frente al paso del tiempo. Quien fuera símbolo de la rebelión juvenil durante los años 60, Abbie Hoffman, vivió haciendo lo que quiso y eligió morir cuando la realidad dejó de ser lo que él quería.
Por Gonzalo Ugidos
Fue arrogante, fue ridículo, fue imprudente, pero no le faltaban razones. Había leído la novela No soy Stiller de Max Frisch, una sátira de la pequeña burguesía que tuvo éxito en los 60, y había subrayado una frase que inspiró su destino: «Renunciar a la audacia y convertir esa renuncia en rutina significa la muerte espiritual; una muerte indolora, pero igualmente terrible». Cuando ya no fue posible más audacia, porque lo habían derrotado las porras de la policía y el paso de los años, se hartó de sus propias gansadas, se cansó de luchar y el payaso de la izquierda americana eligió una muerte silenciosa tras una vida furiosa.
En las hedonistas revueltas de los 60 Abbie Hoffman era un treintañero de origen judío y pelo crespo que había sufrido la discriminación racial en Worcester (Massachusetts), y decidió luchar contra la intolerancia en todos los frentes. Le gustaba jugar a las cartas, ver deportes en la televisión y seguir a los Red Sox, el equipo de béisbol de Boston. Allí, mientras estudiaba Psicología, se vínculo a los movimientos que se oponían a la guerra de Vietnam. Cuando se mudó a Nueva York, en el Lower East Side de Manhattan encontró el escenario ideal para dar rienda suelta a su histrionismo y poner los cimientos de una utopía contracultural gobernada por el tiempo libre, la marihuana y el capricho de unos jóvenes cuyos padres habían luchado en la Segunda Guerra Mundial y habían vuelto con ganas de trabajar entre semana, prosperar para poder cortar el césped los domingos y enseñar a sus hijos el valor del esfuerzo y la monserga de la resignación. No había mucha épica en ese programa y Jim Morrison, al frente de The Doors, lo contestó en un verso temerario de The End: «Padre, te quiero matar». Hoffman lo escupió a la generación de sus padres y lo propuso a la de los 60.
Había nacido en 1936 y era demasiado viejo para abanderar la generación de los baby boomers, que habían nacido en la posguerra y, por lo tanto, no tenían más de 20 años; pero Hoffman conservaba su espíritu juvenil y un instinto de showman que lo convirtió en el ídolo de aquellos jóvenes porreros, desorientados y necesitados de su propia lucha en las trincheras urbanas. La encontraron en una forma de vivir sin ataduras familiares ni laborales, sin adhesión al engranaje productivo o a los dioses caducos del conformismo. El Lower East Side era un barrio multicultural de edificios ruinosos, ratas y yonquis. A pocas manzanas del destartalado apartamento de Hoffman se editaban revistas contraculturales y Janis Joplin, The Grateful Dead o Jimi Hendrix daban conciertos en el Fillmore East, el célebre auditorio del East Village. Aquel barrio pertenecía a los jóvenes que se dejaban crecer el pelo barba y no querían trabajar. Preferían jugar, vivir en un tiempo circular que no necesitaba ni padres autoritarios ni Estados paternalistas, sólo una vida sin rutinas, apasionada, gobernada por la espontaneidad y el azar: la libertad.
Así surgieron los hippies, la tribu que fumaba marihuana, tomaba LSD, experimentaba con el sexo y se amalgamaba como una gran familia en los conciertos de rock.
Abbie Hoffman era feliz como un cerdo en un patatal; pero él no era un tipo ocioso. Montó una de las primeras Liberty Houses, tiendas alternativas que ofrecían productos de las cooperativas, y empezó a reunirse con las comunidades raciales, a fundar albergues, atender los malos viajes de ácido. Lo animaba el sueño de una nación en los márgenes del resto de la sociedad, una utopía inspirada en el ideal anarquista de la libertad absoluta.
Do-your-own-thing (haz lo que quieras) era su lema, lo tomó de los monjes libertinos de la abadía de Thelema de Rabelais. Le hicieron caso y en el Lower East Side comer, drogarse o hacer el amor eran asuntos que se hacían a la vista de todos, una subversión contra el viejo tinglado de la antigua farsa burguesa que jaleaban como palmeros los gurús de la época: Wright Mills, Marcuse, Wilhelm Reich y Thimothy Leary, que pretendían superar la perdición moral y el totalitarismo tecnoburocrático de Estados Unidos.
Afectado por esa visión tenebrosa del destino estadounidense, la convicción de Hoffman y de su socio Jerry Rubin de que todo estaba podrido les hizo perder el sentido del ridículo y no tardaron de pasar al sabotaje. Por entonces Hoffman estaba casado con Sheila Karklin y tenía dos hijos, Andrew e Ilya. Se divorciaron en 1966. Volvió a casarse al año siguiente, esta vez con Anita Kurshner.
Tuvieron otro hijo, america (con «a» minúscula). Pero su verdadera familia eran sus camaradas y sobre ellos irradiaba el brillo de su rabia.
SUBVERSIVO
En aquella década teatral, Abbie Hoffman, fue una de las estrellas de más brillo. Autodenominado «grouchomarxista», hacía lo que le daba la gana y se sentía cuerdo en un mundo de locos. Hoffman y Rubin eran adictos a la televisión y a la cultura de masas y sabían que las cámaras podrían cambiar el mundo. Descubrieron cómo suscitar la atención de los medios, se convirtieron en expertos hacedores de noticias. Había que conquistar las pantallas. La Revolución debía convertirse en un espectáculo. El debut de esa estrategia fue en la Bolsa de Nueva York. Con 300 billetes de dólar en los bolsillos, escoltado con un grupo de happenings teatrales, entró en el templo del capitalismo y lanzó puñados de billetes a la galería financiera.
Los corredores de bolsa se arremolinaron como niños bajo la lluvia de dinero. El corazón del capitalismo mundial quedó entonces paralizado durante unos minutos.
Había ganado su primera batalla. Era el nuevo profeta de la rebelión juvenil. Y se había divertido de lo lindo, decía que si algo no era divertido no valía la pena.
Siguió divirtiéndose en protestas contra la guerra de Vietnam, convocando a 50.000 manifestantes pacifistas para rodear el Pentágono con una cadena humana unida por las manos y hacer levitar el edificio. El Pentágono no se levantó ni un palmo, pero los periódicos no hablaban de otra cosa. Reservaron también amplios espacios en portada para cubrir la última algarada de aquellos gamberros antisistema con pretensiones revolucionarias. Fue en agosto del 68 en la Convención Demócrata de Chicago para elegir al candidato presidencial. Ya no eran hippies, sino yippies, desde que en diciembre del año anterior, en una noche de porros y guitarras, fundaron el Youth International Party (Partido Internacional de la Juventud), la coalición de los jóvenes de Norteamérica que propugnaba el hedonismo, el ocio, la psicodelia y la renuncia a trabajar en una sociedad desalmada. Entre el hippie y el yippie había solo una diferencia de matiz muy importante: un yippie era un hippie politizado. En la Convención Demócrata nominaron para Presidente de Estados Unidos a un cerdo llamado Pigasus y en el Lincoln Park de Chicago miles de jóvenes lucharon con policías esgrimiendo porras y rompiendo cráneos. La ciudad era un campo de batalla y las autoridades temieron que aquellas payasadas hicieran temblar el stablishment. A Hoffman lo procesaron junto a otros seis yippies en el juicio político más famoso de la década.
Los «siete de Chicago» acabaron absueltos de conspiración para la rebelión y Hoffman soñó con crear la nación Woodstock, una nueva nación cuya bandera era una hoja de marihuana sobre una estrella roja y fondo negro.
En 1973 pasó a la clandestinidad, fueron seis años viviendo bajo el nombre de Barry Freed, se enamoró de Johanna Lawrenson, mientras él se convertía en el líder del movimiento Save the River, que se opuso con éxito a un proyecto de dragado del río San Lorenzo. Pasaron los años y el rebelde veía con melancolía que los años 60 habían terminado, «la droga nunca será tan barata, el sexo nunca será tan libre y el rock and roll nunca tan bueno», dijo contemplando los escombros de su gloria y las ruinas de su nación Woodstock. Había liderado a millones de jóvenes, sus nueve libros habían vendido millones de ejemplares y su foto salía a menudo en los periódicos. Ahora sólo hablaba ante pequeñas audiencias poco entusiastas. Era un juguete roto y no le consolaba la nostalgia, había aprendido que la nostalgia es solo una forma pervertida del recuerdo. Le habían diagnosticado un trastorno bipolar, era un maniaco depresivo y pasaba de la exaltación a la depresión, aunque eran más las sombras que los gozos y su rostro delataba amargura. Tuvo que aprender a vivir sin los focos, sin que nadie se interesara por él. En un hotel de Las Vegas se puso frenético y empezó a gritar encolerizado: «Soy Abbie Hoffman, soy Abbie Hoffman».
Johanna Lawrenson lo había abandonado, no tenía dinero y había sufrido un accidente de coche del que no se recuperó. Vivía angustiado por el diagnóstico de cáncer de su anciana madre y temía envejecer solo. Las paredes de su vivienda señalaban los hitos de su biografía, los fetiches sentimentales que inspiraron sus pasos por el mundo: un póster de The Grateful Dead, otro de un puño con la palabra «¡Huelga!», una pegatina en la que ponía: «Vota Republicano. Es más fácil que pensar». En 1987 un grupo ecologista pidió su apoyo para protestar contra el desvío de las aguas del río Delaware para enfriar un reactor nuclear y Hoffman entonó su canto de cisne: «Soy feliz luchando contra la compañía de electricidad de Filadelfia, es como si volvieran de nuevo los 60». Pero no eran los 60.
El 12 de abril de 1989 su casero recibió una llamada de Johanna, que le dijo que Abbie no cogía el teléfono. Lo encontraron en la cama, completamente vestido, en un apartamento soleado y lleno de plantas del condado de Bucks (Pensilvania). El forense determinó que había ingerido alcohol y 150 pastillas de fenobarbital, un barbitúrico con propiedades hipnóticas. Dejó una nota con estas palabras: «Es demasiado tarde. No podemos ganar. Se han hecho demasiado poderosos». «Probablemente se le rompió el corazón», dijo su amigo Paul Kantner, del grupo Jefferson Airplane. Probablemente vive en la nación de Woodstock donde siempre se es joven.
Por Gonzalo Ugidos
Fue arrogante, fue ridículo, fue imprudente, pero no le faltaban razones. Había leído la novela No soy Stiller de Max Frisch, una sátira de la pequeña burguesía que tuvo éxito en los 60, y había subrayado una frase que inspiró su destino: «Renunciar a la audacia y convertir esa renuncia en rutina significa la muerte espiritual; una muerte indolora, pero igualmente terrible». Cuando ya no fue posible más audacia, porque lo habían derrotado las porras de la policía y el paso de los años, se hartó de sus propias gansadas, se cansó de luchar y el payaso de la izquierda americana eligió una muerte silenciosa tras una vida furiosa.
En las hedonistas revueltas de los 60 Abbie Hoffman era un treintañero de origen judío y pelo crespo que había sufrido la discriminación racial en Worcester (Massachusetts), y decidió luchar contra la intolerancia en todos los frentes. Le gustaba jugar a las cartas, ver deportes en la televisión y seguir a los Red Sox, el equipo de béisbol de Boston. Allí, mientras estudiaba Psicología, se vínculo a los movimientos que se oponían a la guerra de Vietnam. Cuando se mudó a Nueva York, en el Lower East Side de Manhattan encontró el escenario ideal para dar rienda suelta a su histrionismo y poner los cimientos de una utopía contracultural gobernada por el tiempo libre, la marihuana y el capricho de unos jóvenes cuyos padres habían luchado en la Segunda Guerra Mundial y habían vuelto con ganas de trabajar entre semana, prosperar para poder cortar el césped los domingos y enseñar a sus hijos el valor del esfuerzo y la monserga de la resignación. No había mucha épica en ese programa y Jim Morrison, al frente de The Doors, lo contestó en un verso temerario de The End: «Padre, te quiero matar». Hoffman lo escupió a la generación de sus padres y lo propuso a la de los 60.
Había nacido en 1936 y era demasiado viejo para abanderar la generación de los baby boomers, que habían nacido en la posguerra y, por lo tanto, no tenían más de 20 años; pero Hoffman conservaba su espíritu juvenil y un instinto de showman que lo convirtió en el ídolo de aquellos jóvenes porreros, desorientados y necesitados de su propia lucha en las trincheras urbanas. La encontraron en una forma de vivir sin ataduras familiares ni laborales, sin adhesión al engranaje productivo o a los dioses caducos del conformismo. El Lower East Side era un barrio multicultural de edificios ruinosos, ratas y yonquis. A pocas manzanas del destartalado apartamento de Hoffman se editaban revistas contraculturales y Janis Joplin, The Grateful Dead o Jimi Hendrix daban conciertos en el Fillmore East, el célebre auditorio del East Village. Aquel barrio pertenecía a los jóvenes que se dejaban crecer el pelo barba y no querían trabajar. Preferían jugar, vivir en un tiempo circular que no necesitaba ni padres autoritarios ni Estados paternalistas, sólo una vida sin rutinas, apasionada, gobernada por la espontaneidad y el azar: la libertad.
Así surgieron los hippies, la tribu que fumaba marihuana, tomaba LSD, experimentaba con el sexo y se amalgamaba como una gran familia en los conciertos de rock.
Abbie Hoffman era feliz como un cerdo en un patatal; pero él no era un tipo ocioso. Montó una de las primeras Liberty Houses, tiendas alternativas que ofrecían productos de las cooperativas, y empezó a reunirse con las comunidades raciales, a fundar albergues, atender los malos viajes de ácido. Lo animaba el sueño de una nación en los márgenes del resto de la sociedad, una utopía inspirada en el ideal anarquista de la libertad absoluta.
Do-your-own-thing (haz lo que quieras) era su lema, lo tomó de los monjes libertinos de la abadía de Thelema de Rabelais. Le hicieron caso y en el Lower East Side comer, drogarse o hacer el amor eran asuntos que se hacían a la vista de todos, una subversión contra el viejo tinglado de la antigua farsa burguesa que jaleaban como palmeros los gurús de la época: Wright Mills, Marcuse, Wilhelm Reich y Thimothy Leary, que pretendían superar la perdición moral y el totalitarismo tecnoburocrático de Estados Unidos.
Afectado por esa visión tenebrosa del destino estadounidense, la convicción de Hoffman y de su socio Jerry Rubin de que todo estaba podrido les hizo perder el sentido del ridículo y no tardaron de pasar al sabotaje. Por entonces Hoffman estaba casado con Sheila Karklin y tenía dos hijos, Andrew e Ilya. Se divorciaron en 1966. Volvió a casarse al año siguiente, esta vez con Anita Kurshner.
Tuvieron otro hijo, america (con «a» minúscula). Pero su verdadera familia eran sus camaradas y sobre ellos irradiaba el brillo de su rabia.
SUBVERSIVO
En aquella década teatral, Abbie Hoffman, fue una de las estrellas de más brillo. Autodenominado «grouchomarxista», hacía lo que le daba la gana y se sentía cuerdo en un mundo de locos. Hoffman y Rubin eran adictos a la televisión y a la cultura de masas y sabían que las cámaras podrían cambiar el mundo. Descubrieron cómo suscitar la atención de los medios, se convirtieron en expertos hacedores de noticias. Había que conquistar las pantallas. La Revolución debía convertirse en un espectáculo. El debut de esa estrategia fue en la Bolsa de Nueva York. Con 300 billetes de dólar en los bolsillos, escoltado con un grupo de happenings teatrales, entró en el templo del capitalismo y lanzó puñados de billetes a la galería financiera.
Los corredores de bolsa se arremolinaron como niños bajo la lluvia de dinero. El corazón del capitalismo mundial quedó entonces paralizado durante unos minutos.
Había ganado su primera batalla. Era el nuevo profeta de la rebelión juvenil. Y se había divertido de lo lindo, decía que si algo no era divertido no valía la pena.
Siguió divirtiéndose en protestas contra la guerra de Vietnam, convocando a 50.000 manifestantes pacifistas para rodear el Pentágono con una cadena humana unida por las manos y hacer levitar el edificio. El Pentágono no se levantó ni un palmo, pero los periódicos no hablaban de otra cosa. Reservaron también amplios espacios en portada para cubrir la última algarada de aquellos gamberros antisistema con pretensiones revolucionarias. Fue en agosto del 68 en la Convención Demócrata de Chicago para elegir al candidato presidencial. Ya no eran hippies, sino yippies, desde que en diciembre del año anterior, en una noche de porros y guitarras, fundaron el Youth International Party (Partido Internacional de la Juventud), la coalición de los jóvenes de Norteamérica que propugnaba el hedonismo, el ocio, la psicodelia y la renuncia a trabajar en una sociedad desalmada. Entre el hippie y el yippie había solo una diferencia de matiz muy importante: un yippie era un hippie politizado. En la Convención Demócrata nominaron para Presidente de Estados Unidos a un cerdo llamado Pigasus y en el Lincoln Park de Chicago miles de jóvenes lucharon con policías esgrimiendo porras y rompiendo cráneos. La ciudad era un campo de batalla y las autoridades temieron que aquellas payasadas hicieran temblar el stablishment. A Hoffman lo procesaron junto a otros seis yippies en el juicio político más famoso de la década.
Los «siete de Chicago» acabaron absueltos de conspiración para la rebelión y Hoffman soñó con crear la nación Woodstock, una nueva nación cuya bandera era una hoja de marihuana sobre una estrella roja y fondo negro.
En 1973 pasó a la clandestinidad, fueron seis años viviendo bajo el nombre de Barry Freed, se enamoró de Johanna Lawrenson, mientras él se convertía en el líder del movimiento Save the River, que se opuso con éxito a un proyecto de dragado del río San Lorenzo. Pasaron los años y el rebelde veía con melancolía que los años 60 habían terminado, «la droga nunca será tan barata, el sexo nunca será tan libre y el rock and roll nunca tan bueno», dijo contemplando los escombros de su gloria y las ruinas de su nación Woodstock. Había liderado a millones de jóvenes, sus nueve libros habían vendido millones de ejemplares y su foto salía a menudo en los periódicos. Ahora sólo hablaba ante pequeñas audiencias poco entusiastas. Era un juguete roto y no le consolaba la nostalgia, había aprendido que la nostalgia es solo una forma pervertida del recuerdo. Le habían diagnosticado un trastorno bipolar, era un maniaco depresivo y pasaba de la exaltación a la depresión, aunque eran más las sombras que los gozos y su rostro delataba amargura. Tuvo que aprender a vivir sin los focos, sin que nadie se interesara por él. En un hotel de Las Vegas se puso frenético y empezó a gritar encolerizado: «Soy Abbie Hoffman, soy Abbie Hoffman».
Johanna Lawrenson lo había abandonado, no tenía dinero y había sufrido un accidente de coche del que no se recuperó. Vivía angustiado por el diagnóstico de cáncer de su anciana madre y temía envejecer solo. Las paredes de su vivienda señalaban los hitos de su biografía, los fetiches sentimentales que inspiraron sus pasos por el mundo: un póster de The Grateful Dead, otro de un puño con la palabra «¡Huelga!», una pegatina en la que ponía: «Vota Republicano. Es más fácil que pensar». En 1987 un grupo ecologista pidió su apoyo para protestar contra el desvío de las aguas del río Delaware para enfriar un reactor nuclear y Hoffman entonó su canto de cisne: «Soy feliz luchando contra la compañía de electricidad de Filadelfia, es como si volvieran de nuevo los 60». Pero no eran los 60.
El 12 de abril de 1989 su casero recibió una llamada de Johanna, que le dijo que Abbie no cogía el teléfono. Lo encontraron en la cama, completamente vestido, en un apartamento soleado y lleno de plantas del condado de Bucks (Pensilvania). El forense determinó que había ingerido alcohol y 150 pastillas de fenobarbital, un barbitúrico con propiedades hipnóticas. Dejó una nota con estas palabras: «Es demasiado tarde. No podemos ganar. Se han hecho demasiado poderosos». «Probablemente se le rompió el corazón», dijo su amigo Paul Kantner, del grupo Jefferson Airplane. Probablemente vive en la nación de Woodstock donde siempre se es joven.
EL MUNDO-MAGAZINE
Nº 673, 19 de agosto de 2012
Nº 673, 19 de agosto de 2012
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