Juan Fco. Martín Seco
Si no fuera porque con las concesiones del Premio Nobel de
la Paz estamos curados de espanto, nos hubiéramos quedado boquiabiertos
al conocer que este año tal galardón ha sido concedido a la Unión
Europea (UE). Pero difícilmente tamaña noticia puede sorprendernos
cuando existe toda una amplia panoplia de nombres que han recibido esta
distinción y no parecen precisamente muy pacíficos. Por citar tan solo
uno de ellos, recordemos a Henry Kissinger, organizador en la sombra del
golpe de Estado de Pinochet y cómplice de la represión chilena. Lo
único extraño tal vez sea que el premio provenga de una nación que por
dos veces se ha negado, con buen criterio, a pertenecer a tan
distinguido club.
La concesión del premio se inserta en un viejo discurso falaz que
pretende disfrazar a la UE de lo que no es. Esa retórica dulzona que ha
cubierto las verdaderas características del proyecto con un manto de
moralina romántica que nada tiene que ver con la realidad prosaica de
una unión mercantil y financiera que es a lo que, en el fondo, se reduce
la UE. Es posible que en la mente de aquellos visionarios que
concibieron por primera vez la idea de unión se encontrase el objetivo
de superar los enfrentamientos entre naciones que en el pasado habían
desangrado Europa mediante dos guerras mundiales, pero si esa finalidad
alguna vez existió, muy pronto quedó aparcada para dejar paso a un
proceso caracterizado únicamente por la integración de los mercados,
bien sean comerciales o financieros.
El Tratado de Roma significó el triunfo de las tesis funcionalistas
cuyo máximo representante era Jean Monnet. Ante la imposibilidad de
avanzar en la unión política, demostrada por el fracaso en 1954 de la
Comunidad Europea de Defensa (CED) propuesta por Francia, se pretende
desarrollar la unión económica en el supuesto de que más tarde y poco a
poco se lograría la unión política. Vana ilusión, pura quimera. Este
enfoque gradual tenía un pecado original, el ser asimétrico, avanzar
solo en los aspectos comerciales, financieros y monetarios, sin apenas
dar pasos ni en la integración política ni tampoco en las esferas
social, laboral, fiscal o presupuestaria; tal asimetría conducía, en
consecuencia, al imperio del neoliberalismo económico, ya que, mientras
los mercados se integran y se hacen europeos, los poderes democráticos,
que deben servir de contrapeso y corregir sus errores y la injusta
distribución de la renta, quedaban en manos de los gobiernos nacionales.
La asimetría en el proceso lleva en su seno, tal como ahora se está
haciendo patente, la destrucción del propio proyecto o, al menos, de los
principios que habían animado su creación. El colosal desarrollo de
algunos aspectos, dejando paralizados y anémicos otros complementarios,
tenía por fuerza que alumbrar un monstruo, inarmónico y pletórico de
contradicciones que, lejos de propiciar la unidad entre los países,
incrementa sus diferencias e incluso los recelos que se pretendían
superar. Si hace algunos años podía caber alguna duda, hoy resulta
evidente que la UE del Acta Única y de Maastricht ni es unión ni es
europea. No es unión, porque la imposición de una convergencia meramente
nominal lleva inevitablemente a incrementar la divergencia real entre
los países, y no es europea porque va a destruir los dos elementos que
se suponía más genuinos de Europa: la democracia y el Estado social.
Resulta un sarcasmo que entre los motivos del comité para conceder el
premio Nobel se citen el asentamiento de la democracia y la defensa de
los derechos humanos.
Si los enfrentamientos y las contiendas han desaparecido en buena
medida de Europa no ha sido por la UE, más bien hay que decir que a
pesar de ella, porque incluso en los momentos actuales se ha convertido
en un boomerang de efectos contrarios a la finalidad que en un principio
los padres fundadores afirmaban querer conseguir. Hoy se ha abierto ya
una enorme brecha entre los países del norte y los del sur, ha surgido
un fuerte sentimiento antigermánico en países como Grecia, Portugal,
España o incluso Italia, al tiempo que en Alemania se extiende una
opinión profundamente despectiva con respecto a los ciudadanos de estos
países.
En países como Grecia, que vivieron en directo la última contienda
europea y la ocupación alemana, el fantasma de un IV Reich está haciendo
su aparición y es fácil que piensen que el Sacro Imperio Romano
Germánico, bautizado en Alemania como I Reich, ha estado siempre
presente en el imaginario colectivo del pueblo alemán, y que por ello
pudo ser resucitado tanto por Bismarck (II Reich) como por Hitler (III
Reich). Hoy existe la sospecha de que la UE, paradójicamente, se ha
podido convertir en el mejor vehículo para que Alemania retorne a los
planteamientos imperialistas y surja de nuevo el sueño de establecer su
hegemonía en Europa. Cierto es que ahora no se trata de una dominación
bélica, pero sí -de acuerdo con los nuevos parámetros históricos-
económica, tanto o más efectiva.
Angela Merkel
se sumó a los parabienes por la concesión del premio y presentó el euro
como otra encarnación de la idea de Europa, como comunidad de paz y de
valores. Supongo que muchos griegos habrán considerado esto, en el mejor
de los casos, como una broma de mal gusto.
La verdad es que ya se queda uno sin palabras, y no hay salida.
ResponderEliminarVomitemos, sin mas.