lunes, 8 de abril de 2013

En contra del paradigma identitario



En esta era de globalización, la meta adecuada de investigación para la antropología no puede ser otra que el sistema mundial. En cambio, la dispersión etnológica de los estudios de identidades se ha convertido en un obstáculo enorme para entender mínimamente lo que está pasando en nuestro mundo. Ese método resulta tan inadecuado como mirar al horizonte con un microscopio: sólo se verán los microbios que haya pegados a la lente, mientras el verdadero objeto permanece absolutamente borroso.

Lo que llaman identidad (cultural, étnica, nacional) no pertenece realmente al plano de los hechos, sino al de la ideología. En los últimos decenios, esta ideología ha llegado a constituirse en paradigma de buena parte del pensamiento antropológico: el paradigma identitario. A mi juicio, tal ideología resulta perniciosa para la sociedad y para la humanidad. Resulta también perjudicial para la investigación en antropología.

Lo primero es señalar que, cuando la caracterización de una colectividad se designa como «identidad», se está implicando el desconocimiento o la negación de la diversidad interna a esa colectividad. Este enfoque supone, en el fondo, cierta idea de determinismo social, tendente a la imposición de un estereotipo esencialista sobre los individuos concretos: una visión del mundo arcaica, o al menos premoderna. Propende hacia una cosificación sustancialista de la vida social, a partir de la cual se devalúa el papel de los acontecimientos cambiantes y el devenir histórico, como tratando, en último término, de suprimir a toda costa el tiempo.

En el plano práctico, la visión identitaria favorece siempre una ética y una política de signo reaccionario. Pues se opone a la crítica racional, en la medida en que postula o exige a la gente una profesión de fe en un «ser colectivo» hipostasiado e incuestionable. Dicho hiperbólicamente, la identidad impone la obligación de vestirse el burka. Toda identidad sociocultural esencializada, sea étnica, nacional, o sexual, recluye a sus seguidores en una cárcel ontológica. Porque los postulados de la adhesión identitaria reclaman la anulación de la propia libertad personal, así como la exclusión —y hasta la aniquilación— de quienes no la compartan.

Los «marcadores de identidad» consagrados se instrumentalizan como divisa imborrable del colectivo, como la marca de fuego en las reses. Y no faltan nunca los que asumen la función de ganaderos: se erigen en representantes de la entidad ideal sacralizada, arrogándose el derecho de cargar las espaldas de la gente con el peso de un legado que se vuelve forzoso. Se convierten en vigilantes de la obligada pertenencia y reprimen duramente la normal heterogeneidad presente en toda sociedad. Este tipo de prácticas conminatorias se enmascaran bajo el lema propagandístico del «respeto a la diversidad» (colectiva, respecto a los de fuera), que en realidad sirve de excusa y coartada para perseguir la diversidad interna y extender una homogeneidad ortodoxa.

Frente a esta deriva de la confesionalidad identitaria, que pone de manifiesto hasta qué punto se oponen entre sí la identidad y la libertad, hay que subrayar que lo más importante debe ser el respeto a la libertad, a las decisiones libres de cada uno para configurar su modo de pensar, vivir y expresarse. Porque lo que denominan identidad cultural, manipulada políticamente, opera como un sistema de constricciones cuasi religiosas, destinadas a reprimir, y hasta suprimir, las libertades y derechos individuales. Lo peor de la mentalidad identitaria es que aspira a suplantar el razonamiento libre de los individuos, sustituyéndolo por una dogmática que mandan interiorizar como verdad, como ideal sagrado, ante el que todo disidente está de antemano condenado.

Desde el punto de vista teórico y epistemológico, no es de extrañar que el paradigma identitario derive de la peor filosofía de los siglos XIX y XX; una veta que atraviesa desde el romanticismo hasta la posmodernidad. Se sustenta en el discurso de tipo particularista y diferencialista, que exalta por principio cualquier rasgo empírico diferenciador, elevándolo arbitrariamente al rango de clave del propio ser y de la propia singularidad, hasta el punto de producir un ocultamiento de lo que hay en común y de la identidad humana compartida. El mecanismo de fondo se repite una y otra vez, como un esquema mental sectario, subyacente en múltiples variantes, entre las que debemos incluir planteamientos que han recibido nombres como multiculturalismo, nacionalismo, indigenisno, integrismo.

El multiculturalismo —o comunitarismo— defiende una compartimentación de las culturas extremadamente etnocéntrica, que lleva consigo la negación militante del humanismo y el rechazo de la posibilidad misma de constituir una comunidad humana a escala de toda la humanidad.

El nacionalismo, en las sociedades pluralistas modernas, se apoya en principios incompatibles con la democracia, en la medida en que se funda en el privilegio otorgado a unos rasgos poblacionales, lingüísticos, religiosos, etc., que implican la destrucción de la igualdad entre los ciudadanos.

El indigenismo, que surge claramente impregnado con todos los prejuicios del antiguo racismo, lleva a cabo una burda inversión de valores en lo que respecta a la jerarquía de superioridad e inferioridad entre lo ancestral y lo moderno, con la pretensión ilusoria de poner la historia marcha atrás.

El integrismo, cuya característica central es la fusión entre política y religión, se basa en la sacralización del poder, en sentido teocrático o totalitario, generalmente reactualizando una interpretación fundamentalista de la tradición, desde la que promueve la guerra santa contra la modernidad laica.

Esta clase de tendencias patológicas son las que fomentan el auge del enfoque identitario en la antropología social y en la teoría antropológica. Y viceversa, el pensamiento de la identidad viene en auxilio ideológico de esas tendencias. De modo que el identitarismo ha convertido los textos antropológicos en narraciones inconexas y descripciones particularistas, en detrimento de los análisis sistémicos y evolutivos de alcance científico y altura intelectual. Por esa vía, se desemboca en una panorámica de las culturas en la que éstas parecen constituir un inventario de cofradías o agrupaciones totémicas, acerca de las cuales se coleccionan historietas edificantes y banderitas. Lamentablemente, la jerga de la identidad ha acabado con la antropología como teoría general de la humanidad, y ya sólo quedan «etnologías» y «etnografías» dispersas, en un sentido peyorativo.

Ante este panorama, me parece más necesario que nunca recordar, siquiera esquemáticamente, algunos de los sólidos fundamentos que deben sustentar la teorización antropológica, conforme a un paradigma complejo, que permita ir superando la ideología del particularismo identitario.

Tengamos en cuenta, en todo momento, la distinción e interrelación entre tres niveles: 1) La especie humana se entiende por referencia a la evolución biológica. 2) Las sociedades humanas se forman en procesos históricos; tienen historia (no esencia). 3) Los individuos desarrollamos una biografía.

En lo que respecta a la estructura fundante y generativa: 1) El genoma humano es común a todas las poblaciones de la especie. 2) La cultura humana constituye un patrón universal, presente en todas las sociedades. 3) La mente humana es básicamente la misma en todos los individuos.

Desde el punto de vista de la transformación y la emergencia que explica la diversidad: 1) El genoma produce todas las variaciones poblacionales e individuales, que le pertenecen. 2) La cultura humana genera todos los códigos, mensajes y objetivaciones socioculturales. 3) Los individuos humanos desarrollan sus proyectos en interacción.

Se da una autonomía relativa de cada nivel emergente: La cultura no se encuentra preinscrita en el genoma (aunque éste la hace posible). La libertad individual no surge automáticamente de la cultura establecida (aunque ésta proporcione los medios que posibilitan su ejercicio).

La identidad en sentido estricto no sólo es falsa sino imposible: En la vida social, cuando alguien invoca la «ley natural» como norma de comportamiento, se engaña o miente, porque no hay determinismo biológico. Cuando alguien invoca la «identidad cultural», como apologista de una configuración social idealizada que debe mantenerse o recuperarse, oculta la dinámica propia de la realidad social. Todo lo que somos existe en el acontecer del tiempo y, por tanto, no puede clausurarse como definitivo. El tiempo es real y creativo. Y toda innovación creativa rompe necesariamente con el principio de identidad.

En efecto, pensemos que, si se hubiera preservado la identidad biológica de los primeros homínidos, aún seríamos australopitecos. Si se hubiera preservado la identidad cultural originaria, aún estaríamos en las cavernas del Paleolítico. Si uno preservara su primera identidad personal, nunca pasaría de la edad infantil.

Por consiguiente, debemos andar muy precavidos frente a los riesgos que conlleva esa fantasía que se designa como «identidad», esa idea tras la cual lo que con frecuencia se esconde no es otra cosa que costumbrismo, pintoresquismo, folclorismo, tradicionalismo, esencialismo que escamotea la realidad del tiempo histórico, de la estructura social cambiante, de la libertad individual.

En esta era de globalización, la meta adecuada de investigación para la antropología no puede ser otra que el sistema mundial. En cambio, la dispersión etnológica de los estudios de identidades se ha convertido en un obstáculo enorme para entender mínimamente lo que está pasando en nuestro mundo. Ese método resulta tan inadecuado como mirar al horizonte con un microscopio: sólo se verán los microbios que haya pegados a la lente, mientras el verdadero objeto permanece absolutamente borroso.

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