domingo, 25 de agosto de 2013

El pensamiento libertario de Thoreau


JUAN CLAUDIO ACINAS

Entre las distintas definiciones que podemos dar del pensamiento libertario hay una que tiende a identificarlo con un aprecio tan grande hacia la igual libertad de las personas que sólo es comparable con el mismo recelo que le inspira cualquier forma de poder. Se trata de una definición que, por ello, concibe a esta ideología —que, según Emma Goldman, representa «la filosofía de la soberanía del individuo»— como una radicalización de lo mejor del liberalismo clásico. Una doctrina ésta (pensemos en Kant, Humboldt, Mill o Tocqueville) que prefirió anteponer la libertad con sus agitaciones y tormentas al despotismo en medio de la apatía y la indiferencia general, y que, frente a los peligros de cualquier poder ilimitado, se caracterizó por su defensa de los valores de la diversidad, la tolerancia y la autodeterminación de la voluntad moral. No es extraño, entonces, que un autor contemporáneo, Alan John Simmons[1], haya justificado su propuesta de un anarquismo filosófico en deuda con dicha tradición liberal, como una posición intermedia entre, en este caso, el voluntarismo político de John Locke y el escepticismo realista de David Hume. En la idea que tal anarquismo equivale a un punto de vista que, con Locke en contra de Hume, supone que, normativamente, el consentimiento político —al que conviene no confundir con mera aquiescencia o pasiva conformidad— es necesario para vincular a los ciudadanos a su respectiva comunidad y a sus gobiernos, pero que, con Hume en contra de Locke, entiende que, en un plano descriptivo, poca gente o nadie en los Estados que conocemos ha hecho algo que se pueda interpretar como que ha consentido realmente. En coherencia, al tirar de esa hebra, se concluye que, hasta ahora, no ha habido ni hay Estados moralmente legítimos. Es decir, que los gobiernos de nuestros días, al margen de su mayor o menor bondad, carecen de derecho legítimo para imponer sus leyes y políticas, carecen de auctoritas, y, por ello, los ciudadanos no tienen obligación moral de obedecerlos, ya que el vínculo entre ambos no se funda en una relación de genuina voluntariedad. Esto es, dicho vínculo no se basa en una respuesta consciente, inequívoca e intencional —tan importante de dar incluso cuando sólo se expresa tácitamente— a una situación política de clara y libre elección. Porque ¿quiénes han elegido los Estados donde viven?, ¿quiénes han elegido un Estado para vivir? A partir de un enfoque como éste quizá sea más sencillo apreciar la parte visible de la disidencia que, a mediados del siglo XIX, protagonizara Henry D. Thoreau. Una disidencia que apareció públicamente como una decidida negativa a pagar el impuesto con que se sufragaba a un Estado que protegía la institución de la esclavitud y que agredía a México para apropiarse de sus tierras. A raíz de lo cual, con el fin de dar cuenta y razón del porqué de su comportamiento, nos encontramos en su obra y, especialmente, en Civil Disobedience —un texto que, gracias a Gandhi y Martin Luther King, tanta influencia habría de tener en los movimientos de resistencia no violenta—, con algunas de las páginas más hermosas que en defensa del fuero moral del individuo se han escrito jamás. Así, frente a la costumbre servil de buscar siempre una ley a la que obedecer, Thoreau nos insta a no delegar nuestra conciencia ni por un momento ni en el menor grado en el legislador, a no cultivar el respeto por la ley sino por la justicia, a no asumir ninguna otra obligación que la de hacer en cada momento lo que creemos en conciencia que es nuestro deber. Porque, declara, «la ley nunca hizo a los hombres un punto más justos, y, gracias al respecto que se le tiene, hasta hombres bien dispuestos se convierten a diario en agentes de la injusticia».

De ahí que, en cualquier circunstancia, su principal preocupación era no dejar la justicia en manos del azar, ni prestarse a cometer el mismo mal que condenaba. Por el contrario, ante el peligro de complicidad, su consejo era: «Haz que tu vida sea una contrafricción para detener la máquina».Y de ahí que, frente a cualquier práctica coactiva, advirtiera también que el verdadero valor de la libertad política no es otro que el de hacer posible la libertad moral. Y, con ello, al plantear en toda su radicalidad ese principium individualis, lo que hizo fue negar tanto cualquier clase de pretensión ética a favor del deber de obediencia a las leyes del Estado, como cuestionar asimismo la creencia de que ese supuesto deber u obligación sea algo por completo imprescindible para la existencia del orden social, para el buen vivir en el seno de una comunidad[2]. En consecuencia, Thoreau, en sintonía con lo que ya vimos a propósito de Locke y Hume, consideraba que ninguna autoridad política puede forzar nuestra conciencia, ni tener más derechos sobre nuestras personas que los que nosotros mismos le concedamos. ¿Por qué debemos pagar al Estado por una protección que no deseamos? De modo que al único gobierno que estaba dispuesto aceptar es aquel que, de verdad, respete al individuo, que reconozca a éste como un poder independiente y superior del cual deriva toda su autoridad y legitimación, y que, por tanto, tenga como fundamento irrenunciable la sanción y el consentimiento de los gobernados. Y esto sin que tal creencia le impidiera reiterar que todos los gobiernos existentes son esencialmente conservadores, que el gobierno más libre es el que más deja en paz a quienes gobierna y que, en última instancia, el Estado tendría que parecerse a un árbol de la misma manera que los ciudadanos podrían compararse con sus frutos. Porque, cuando éstos maduran, caen del árbol, se separan y son capaces de vivir a distancia, sin que aquél, a pesar de no entenderlos, tenga necesidad de entrometerse ni obligación de sitiarlos. Algo que, en realidad, sólo podía significar que «el mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto». Pues la situación ideal más que una donde todos gobiernen sería otra en la que no haya necesidad de lo que lo haga ninguno, en la que cada cuál solamente se gobierne a sí mismo.


Ahora bien, todo eso no era más que la punta de un iceberg discursivo, poco sistemático pero de talante libertario, que se manifiesta, por ejemplo, en la escasa estima que sentía hacia la prensa («No leáis el Times, leed el Eternities»), hacia las instituciones burocráticas (obstáculos externos, «voluntades de los muertos», que, como las nueces hueras, «sólo sirven para pincharse los dedos»), hacia los reformadores (quienes «te rozan continuamente con las mejillas grasientas de su amabilidad») o hacia las maneras normales de hacer y entender la política («son infrahumanas», «¡benditos los jóvenes porque nunca leen los mensajes del Presidente!»). De hecho, como se ha apuntado en ocasiones[3], su respuesta «política» fue fundamentalmente antipolítica, más interesada en abolir viejas instituciones que en establecer alguna nueva, más preocupada por el individuo que por los grupos, por los principios que por los compromisos, por la virtud que por los votos, consciente de que la libertad no consiste tanto en tener un gobernante justo como en no tener ninguno.

A ese respecto, es preciso advertir, de acuerdo con James Mackaye, que Thoreau no sólo enfatizó «la libertad del individuo respecto a la coerción originada en la voluntad de otros individuos», como ocurre con la esclavitud o la que procede del despotismo de Estado, o la encarnada en muchas instituciones y costumbres de la sociedad, sino que, como resultado de su convicción en las virtudes de un modo de vida más simple, que armonizara mejor con el gran pulso de la naturaleza, abogó también por «la libertad respecto a la coerción originada por nuestras propias necesidades»[4], por las servidumbres de nuestra inmediata comodidad material. Lo que, dada su opinión de que nada empobrece más que la riqueza, que somos ricos según el número de cosas de las que podamos prescindir, le llevó, un 4 de julio de 1845, a celebrar su propia independencia espiritual yéndose a vivir a una cabaña autoconstruida a orillas de la laguna de Walden, donde, sin desligarse de amigos ni vecinos, pasó dos años y dos meses con el objeto de «hacer frente sólo a los hechos esenciales de la vida». A la vez que, por aquella misma época, llegó a simpatizar más de lo que normalmente se suele admitir, con el Brook Farm Institute of Agriculture and Education, en Roxbury, un proyecto comunitario inspirado en principios del círculo transcendentalista y que adaptó algunas de las teorías del socialismo utópico de Charles Fourier[5]. En este sentido, para valorar el pensamiento de Thoreau, hemos de tener presente que sus demandas de simplificación y autosuficiencia se originan justamente en medio de una sociedad que dejó de basarse en una agricultura colonial para transformarse en un nuevo orden comercial e industrial acorde con las primeras etapas del capitalismo moderno. Esta fue una abrupta transformación ecosocial que, entre otras consecuencias, trajo consigo la tendencia a favorecer también una enorme libertad individual. Pero, eso sí, una libertad que, al mismo tiempo, quedaba restringida por la búsqueda egoísta de intereses exclusivamente privados, cercenada por un amor desmesurado a la propiedad, al bienestar material y al dinero. Lo cual hizo que Thoreau, en momentos en que las consecuencias de tales hábitos resultaban menos obvias que en la actualidad, rechazara, por un lado, «el sistema industrial porque significaba la explotación de los demás», incluida la naturaleza, y, por otro, negara «el culto al éxito y al credo puritano del trabajo incansable porque significaba la explotación de uno mismo»[6]. En este contexto, precisamente, es donde hay que situar las palabras de Thoreau cuando escribió: «Lo que la mayor parte de mis convecinos consideran bueno, en lo hondo de mi alma yo lo tengo por malo; y si de algo he de arrepentirme puede que sea de mi buen comportamiento».

Es en estas circunstancias, entonces, donde su postura disidente adquiere toda su dimensión. Una postura inconformista que, tras vincularla con la de Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman, ha sido llamada individualidad democrática (aunque quizá habría que decir ética o libertaria), y a la que se caracteriza como una individualidad negativa, dispuesta a desafiar las convenciones absurdas y desobedecer las leyes arbitrarias («¿qué supone ser libres respecto al rey George y seguir siendo esclavos del rey Prejuicio?»), positiva, empeñada en un camino de crecimiento intelectual, de experimentación personal, de autodesarrollo interior («hazte experto en cosmografía propia»), y transpersonal, solidaria y preocupada por ir más allá de un mezquino egoísmo o una hueca filantropía («si he arrebatado injustamente una tabla a un náufrago, debo devolvérsela aunque yo mismo me ahogue»)[7]. Esto es, una postura que, evidentemente, desea un cambio social y cultural del mundo en que vivimos, pero que exige una reforma moral de nosotros mismos, de nuestro propio yo interior, antes que nada. «El destino de un país —escribió— no depende de cómo se vote en las elecciones, el peor hombre vale tanto como el mejor en este juego; no depende de la papeleta que introduzcas en las urnas de vez en cuando, sino del hombre que echas de tu cuarto a la calle cada mañana».

Al respecto conviene notar que lo peculiar de la reforma que él demanda no gira tanto sobre la tradición del antiguo comunitarismo republicano como sobre el contenido sustantivo de la idea de libertad negativa tan afín a sus contemporáneos. En suma, esa es su queja cuando afirma que «en nuestros días los hombres llevan una gorra de estúpido y la llaman una gorra de libertad», o su lamento tras observar que la mayoría de ellos posponen su vida a algunos negocios triviales mientras «piensan estúpidamente que pueden abusar de ella y malgastarla como les plazca y cuando consigan el paraíso dar la vuelta a una nueva página». Todo lo que tienen es tan sólo lo que han comprado. La disidencia de Thoreau, por ello, no se limita únicamente a no cooperar con un gobierno que perpetúa la esclavitud y declara la guerra a México. Más profundo y de mayor alcance es el rechazo radical a esa cuestionable libertad de vender, comprar y consumir que, bajo el espejismo de la adquisición de riquezas superfluas, corrompe y encadena a los seres humanos a su propia codicia, les transforma en «herramientas de sus herramientas», en esclavos de su ansia compulsiva de fortuna, como los buscadores de oro —«el gran desastre de la humanidad»—, o como quienes especulan mientras pierden en la transacción lo mejor de sus personas. «He aprendido —leemos en Walden— que el comercio maldice todas las cosas que toca; y aunque comerciéis con mensajes del cielo, la maldición de aquél acompañará el negocio». Y es que, añade más adelante, «no hace falta dinero para comprar lo que necesita el alma».

Es aquí, por tanto, en el mismo núcleo de esta sociedad capitalista de mercado, cuyos adelantos «no son sino medios mejores para llegar a un fin que no ha mejorado», aquí, en una sociedad que sólo amontona sucias instituciones y genera necesidades ficticias, empezando por la de consumir, donde se encierra el peligro más grave para una vida auténticamente libre y sencilla, creativa, valiosa e independiente. Es necesario romper el hechizo, «no montamos en tren, éste marcha a nuestra costa». De modo que el progreso técnico no sólo no conduce al progreso moral, sino que muchas veces lo que hace es frenarlo, obstaculizarlo, avanzar en una dirección contraria, hacia una barbarie de nuevo tipo, industrializada, tecnocrática, mecanizada. Por eso, para Thoreau, «los caminos por los que se consigue dinero, casi sin excepción, nos empequeñecen». Y por eso nos propone que, como Ulises atado al mástil, hagamos oídos sordos y miremos con desdén hacia cualquier otra parte. Porque, asegura, «no hay nada, ni tan siquiera el crimen, más opuesto a la poesía, a la filosofía, a la vida misma, que este incesante trabajar», nada más vacío que esta sed insaciable de lujos enervantes, que esta triste obsesión por hacer un buen negocio. Hasta tal punto, por tanto, como podemos comprobar, el individualismo posesivo, que no concibe fin más noble que la acumulación ilimitada de propiedad, se encuentra lejos, muy lejos, de los principios que inspiran al individualismo libertario, deseoso de «extraer su miel de la flor del mundo» y, sobre todo, preocupado por reafirmar la humana dignidad. En cuyo afán, Thoreau sintió la inmensa serenidad de una conciencia limpia entreverada con el feliz orgullo de quienes, como dijera W. B. Yeats, nunca se han dejado atar a ningún dogma ni aprisionar por los dulces reclamos del Estado.

Archipiélago
Cuadernos de crítica de la cultura

Nº 61 (JULIO 2004).



NOTAS:

[1] Cf. A. J. Simmons, On the Edge of Anarchy. Locke, Consent, and the Limits of Society, Princenton N.J., Princenton University Press, 1993.

[2] J. Muguerza —en «La obediencia al Derecho y el imperativo de la disidencia. (Una intrusión en un debate)», Sistema, nº 70, 1986, pp. 27-40— vinculó a Thoreau, tras cuya pista nos puso a muchos, con la desobediencia ética que entre nosotros justificara F. González Vicén. Para quien, como es sabido, «mientras que no hay un fundamento ético para la obediencia al Derecho, sí que hay un fundamento ético absoluto para su desobediencia». Una postura ésta a la que C. Gans —Philosophical Anarchism and Political Disobedience, Cambridge, University Cambridge Press, 1992— ha calificado también, aunque desde una posición contraria, como «anarquismo filosófico».

[3] Cf. W. Harding y M. Meyer, The New Thoreau Handbook, New York, New York University Press, 1980, pp. 134 y 137.

[4] Cf. J. Mackaye en la introducción a su selección Thoreau, Philosopher of Freedom: Writings on Liberty, New York, The Vanguard Press, 1930, p. vii-xvi.

[5] Según L. Newman —en «Thoreau’s Natural Community and Utopian Socialism», American Literature, vol. 75, nº 3, 2003, pp. 515-545— las diferencias de Thoreau con Brook Farm no estaban relacionadas con el proyecto en sí mismo, con el hecho de que fuera comunal, sino con que, poco a poco, parecía estar destinado a convertirse en una empresa como otra cualquiera, dependiente del tipo de esfuerzo que requería capitular, con su sórdido libro de cuentas, ante las demandas irracionales del mercado.

[6] M. Lerner, «Thoreau: No Hermit» (1939), en S. Paul (ed.), Thoreau. A Collection of Critical Essays, Englewood Cliff, N.J., Prentice-Hall, 1962, pp. 20-21.

[7] Cf. G. Kateb, «Democratic Individuality and the Claims of Politics», Political Theory, vol. 12, nº 3, 1984, pp. 331-360. En cuanto a poner nombre a la actitud de Thoreau, M. Steger —«Mahatma Gandhi and the Anarchist Legacy of Henry David Thoreau», Southern Humanities Review, vol. 27, nº 3, 1993, pp. 201-215— ha empleado la expresión «anarquismo estoico» para referirse a tres ideales de Thoreau que, en la estela de Zenón de Citio y Crisipo de Soli, influyeron en Gandhi, o reforzaron lo que ya pensaba. A saber, la creencia en que existe una ley superior a las leyes jurídicas, que esta ley superior se manifiesta por sí misma en la conciencia del individuo y eclipsa cualquier forma de organización estatal y, junto con eso, que es necesaria una simplificación de la vida guiada por una decidida resolución de alcanzar la autosuficiencia.

13 comentarios:

  1. Si su pensamiento libertario es como el de los que hacen la página...es como elegir entre el libertarismo de Hitler o Mussolini.

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  2. Este Follonazo es un merluzo. E incansable ¡que vigor!, debe estar en la fase maniática de su bipolaridad. ¡Y que empanada tiene!
    Lo malo es que en algunas cosas tiene razón, el mismo dice que éste trasto tecnociberdigital deja las mentes malheridas, ¡joder! ¡no hay mas que leerle!, pena da.

    Krates, no pierdas fuerzas contestando a éste hikikomori, es completamente inútil, como dialogar con un besugo. Ignorale. Que siga haciendo uso de su libertad de expresión exponiendonos sus nobles ideas, para regocijo y alimento de nuestro espíritu, para echarnos unas risas, que falta nos hace.

    Ya se cansará, creeme.

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  3. Yo no te dedico los mismos insultos puesto que no te conozco y me das igual,sería como insultar a Snnopy,es una tontería,y eso a pesar que parece que sale una especie de yonki que supongo que no serás tú,no se si es una foto de estas "graciosas" de internet...
    Esto siempre lo digo a los que van de demócratas en los blog que hay por la red,para estar de acuerdo con vosotros,pasadme un guión,me lo estudio,lo memorizo y lo repito entero como si fuera la lección típica de las escuelas franquista.
    Tú también tienes la mente malherida,pues si este trasto es para echarse unas risas,no te hace falta estar por aquí dándotelas de izquierdista recalcitrante.En primer lugar yo no he entrado aquí para echarme unas risas,lo he hecho para ver si había algo que mereciera la pena,pero al ver que esta página es un remedo de otro remedo de otro...la verdad es que la crítica sale sola.

    ¿Empanada?Seguro que eres de los que lo sabe todo lo ha hecho todo y que sólo le falta montar en globo...

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  4. Respecto a los que me insultan les diré que,no me preocupa lo que vociferáis vosotros sino lo que calla vuestro amo.
    También lo anterior vendría a colación de este articulo,el de Thoreau, que como dijo un filósofo a un charlatan que le preguntaba si le había cansado su charla,yo respondo lo mismo,no me ha cansado puesto que no la he prestado atención.Esto sí que tiene gracia.

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  5. No le has prestado atención, porque tu 'maestro', FRM, no te ha hablado todavía de Thoreau.

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  6. Es envidiable que tu maestro,J.L.Zapatero, te enseñe anarquistas tan socialdemocratamente admirables.

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  7. Por cierto,¿dónde están los mensajes que escribí contestando a Javier en el post de la moderación?
    Han desaparecido y no he insultado ni he faltado el respeto.Los únicos que faltais el respeto y que os comportais como trols(quiera decir esta bobada lo que quiera decir)sois vosotros¿Sois censores profesionales?Podríais copiar de vuestro compañero Javier,pero como lo habéis borrado no va a ser posible.

    Ya me dijiste que mi libertad de expresión te la suda,¡y vaya que es cierto!También a Hitler se la sudaba la libertad de expresión de los judios.

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  8. Que van a saber éstos de Thoreau.

    Una de las razones por las que Thoreau se largó a vivir al bosque fué para evitar tener que escuchar y lidiar todo el santo día con insidiosos merluzos como el "Follonazo" éste, que por cierto, el nombre le viene grande pues escasamente llega a "Folletín".
    Se largó a respirar aire puro, aire limpio.
    Posiblemente también tenía otro motivo igual de saludable: evitar el contagio por contacto, evitar terminar como éllos, evitar convertirse en otro tarado infecto.

    Salúd y Aire puro.

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  9. ZP y el PSOE ¿socialdemócratas?
    ¡Ja, ja, ja...!

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  10. Lo que tenía que saber del tiparraco este ya me lo has dicho tú.Es un cobarde que abandona para tener su propio paraiso en la tierra.Es decir,como la revolución es dificil hacerla,me piro a respirar aire puro,¿no?
    De todas formas no debeis insultar ni engañaros a vosotros mismos pues bien sabeis que todo lo que decís de palabritas no es cierto en las obras.Aqui tu compa Krates se pasa el día censurando mensajes,¿eso es lo que propugna vuestro movimiento libertario?
    Ahora tendréis la oportunidad de uniros al movimiento libertario del 15M y el frente de izquierdas,¡estáis de enhorabuena!
    Al del aire puro,¿escribes desde las montañas?Porque parece que la cannabis sativa crece espontaneamente por esos lares.

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  11. ¡Y dále! Lo que Su Alteza diga... Y veo que está muy bien «informado» sobre Thoreau;, las lecciones del maestro en su secta felixista todavía no han llegado a él.

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  12. No lo digo yo,lo dice Leonardo.

    Una de las razones por las que Thoreau se largó a vivir al bosque...
    Se largó a respirar aire puro, aire limpio.

    Para evitar convertirse en un drogata de la ciudad...aunque ahora que digo,hay muchos que se dicen anarquistas que en cuanto les falta la droga lloran...eso no lo hay en el campo...creo...

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  13. ¿Desde aqui,desde internet vais a conseguir la sociedad libertaria de la que os proclamais seguidores?Buena lucha,sí señor,si bandera negra levantara la cabeza...la convertiais en una asociación socialdemócrata al uso,con subvenciones hasta las orejas.

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