Por RAMÓN GRANDE DEL BRÍO
A nuestro entender, la vida del hombre primitivo en su vertiente de cazador especializado se halla impregnada de una serie de rasgos etológicos que nos remiten a pautas de comportamiento propias del lobo, el otro cazador social por excelencia.
Será preciso que nos detengamos brevemente en este punto. Los mayores y mejor pertrechados depredadores de la región holártica, el lobo y el hombre, poseen entre sí muchos puntos comunes de actuación ante una presunta presa. Por otro lado, así como el hombre suele matar más de lo que necesita para comer en un momento dado, el lobo hace exactamente lo mismo: en aquellas regiones del planeta donde impera un clima neoglacial, el lobo almacena parte de la carne procedente de las presas que mata.
El lobo, como el propio hombre, caza en grupo. Su espíritu cooperativista le permite abatir animales mucho más rápidos que él. Las manadas de lobos se rigen por esquemas de jerarquización que estratifican el grupo social, de modo análogo a lo que ocurre en el seno de las sociedades humanas. Dotados de un amplio espectro alimentario, tanto el hombre como el lobo pueden subsistir a base de una dieta omnívora, si bien en el caso del cánido debemos hablar de omnivorismo eventual. No obstante, en épocas pretéritas, ambos especímenes tampoco se diferenciaban esencialmente en este sentido. Hombre y lobo representan, en cada caso, lo más acabado y eficaz en materia de depredación referida al mundo racional e irracional, respectivamente. Si el hombre es inteligencia, el lobo es instinto. Dos especies cazadoras, sociales, oportunistas…, que posteriormente se disocian en dos líneas de actuación antagónicas. Pero esto no sucederá hasta el advenimiento del Neolítico, finalizada la gran época de la caza del Paleolítico Superior.
Si hacemos referencia e hincapié en el paralelismo inicial existente entre el cazador humano y el cazador animal, es con el propósito de insistir en la idea de que las relaciones del hombre con su entorno han venido señaladas por una impronta del ecumenismo ecológico, en el que el hombre, identificado con el ambiente, no estaba imbuido todavía del orgullo antropocéntrico. Porque, una vez que el exiguo grupo humano primitivo ha dejado paso al agrupamiento populoso dominado por esquemas rígidos, propios de modos de vida sedentarios, o mejor dicho civilizados, surgirá inevitablemente el concepto de antimonia: el animal «bueno», el animal «malo».
Socioecología de la caza
(1982)
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