Por JEAN-PIERRE WARNIER
Se define como etnocentrismo (o, menos técnicamente, como chauvinismo) la identificación normal de cada individuo con su sociedad de pertenencia y la valoración que cada uno hace de su propia cultura. Si no quiere correr el riesgo de marginarse, todo individuo estará, y debe estarlo en cierto grado, afectado por el etnocentrismo.
No hay que confundir etnocentrismo con racismo, que consiste en sostener: a) que existen razas distintas; b) que ciertas razas son inferiores a otras y c) que esta inferioridad no es social o cultural, sino que es innata y está biológicamente determinada.
El etnocentrismo y el racismo obstaculizan los contactos entre las culturas. Estos contactos, como hemos visto, son tan antiguos como la diversidad de las culturas y la práctica de los intercambios. A pesar de estos inconvenientes, los contactos de todos modos se dan y producen una aculturación, definida como el «conjunto de fenómenos que resultan de un contacto continuo y directo entre grupos de individuos de culturas diferentes y que implican cambios en las configuraciones (patterns) culturales iniciales de uno o de los dos grupos» (Denys Cuche, 1966).
La aculturación es un fenómeno consentido y hay que distinguirlo del etnocidio, que significa «la destrucción sistemática de la cultura de un grupo, es decir, la eliminación por todos los medios, no sólo de sus modos de vida, sino también de sus modos de pensamiento. El etnocidio es pues una desculturación voluntaria y programada» (Cuche, 1966). Este término, agrega Cuche, «remite a una realidad atestiguada por los historiadores y los etnólogos, la de las operaciones sistemáticas de erradicación cultural y religiosa en poblaciones indígenas, con el fin de que éstas adquieran la cultura y la religión de los conquistadores». El etnocidio debe distinguirse a su vez del genocidio, que puede llegar a la eliminación física deliberada de una población dada.
(Ed. Gedisa, 2002)
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