jueves, 4 de diciembre de 2014

La Ucrania de Vargas Llosa



Es comprensible que los intelectuales comprometidos con el actual proyecto de Unión Europea sientan predilección por la Ucrania moderna. La apuesta de una parte importante de la sociedad ucraniana por la vía europea alienta y anima a los impulsores de una Unión en la que escasea el entusiasmo. El último en tratar de recordárnoslo es Mario Vargas Llosa («Ucrania: la pasión europea», El País, 30 de noviembre de 2014).

Nuestros publicistas necesitan renovar la pasión pro-europea en un momento en el que la falta de solidaridad en el continente ha hecho aumentar el desapego en países que, hasta hace poco, destacaban por su compromiso europeísta. Por esa razón, Vargas Llosa necesita subrayar que, ante la amenaza de la Rusia de Putin, Europa se presenta como «la única garantía de supervivencia de la soberanía y la libertad que conquistaron con la gesta del Maidán».

Puede que así sea, pero no se puede obviar un significativo matiz. Como con anterioridad la Georgia de Saakashvili, el nuevo régimen ucraniano cree más bien en la OTAN. Y es a Estados Unidos a quien el presidente Poroshenko dirige su plegaria para obtener la ayuda militar letal con las que confía para acabar con los rebeldes del Este.

El discurso europeísta es limitado, además, en algunas de las principales vanguardias de la revolución ucraniana, ya se trate del Pravy Sektor, de la Asamblea Social Nacionalista o de algunos de los grupos ligados a Svoboda, como el C14/Sich. Puede que estos grupos de extrema derecha lleguen a ser irrelevantes en el futuro pero, por ahora, conforman la parte fundamental de los batallones territoriales que luchan en el Este. La revolución nacionalista, que algunos amenazan con llevar a Kiev cuando terminen los combates en el frente oriental, poco tiene que ver el modelo liberal-demócrata en el que se fundamenta la Unión Europea.

Vargas Llosa parece participar de la opinión que señala a Ucrania como uno de los objetivos principales del temido proyecto de reconstitución del imperio post-soviético por parte de Putin, a la que podrían seguir los países Bálticos u otros Estados del este europeo como Polonia. Y es a esta parte de su artículo a la que conviene prestar mayor atención.

De partida, todo demócrata debería aceptar que cualquier Estado soberano pueda pensar en construir las alianzas políticas y militares que considere oportunas, alianzas que siempre tendrán la tentación de intervenir en la evolución de las relaciones internacionales. ¿Y no es precisamente a eso a lo que se orienta nuestra actuación en el mundo a través de la OTAN y de la Unión Europea?

Pero ahí no radica el debate principal. La cuestión es más bien analizar por qué una sociedad cohesionada, constituida en torno a valores compartidos por su población y respetuosa tanto de los derechos humanos como de los principios del derecho internacional, necesitaría en el mundo del siglo XXI de un paraguas exterior para defender su libertad. ¿No será, más bien, que ese paraguas exterior es necesario para fines bastante menos nobles? Por ejemplo, para legitimar y consolidar sobre el terreno acciones deshonrosas en materia de derechos humanos, como la expulsión de ciertas minorías (como en algunos pueblos y ciudades de Kosovo y de la Krajina croata) o en la marginación política de otras (como sucede con la población rusa de los países Bálticos). La actual política contra el Donbass ucraniano se presenta, en realidad, como una más de estas acciones deshonrosas para las que se busca el paraguas de la legitimación europea.

Puede que algunas actuaciones rusas sean discutibles en el marco del derecho internacional. Crimea, Abjasia y Osetia son ejemplos de ello. Pero lo sucedido con la secesión o reconocimiento de estos territorios es ante todo la expresión del fracaso de los estados a los que pertenecían en garantizar una integración política consentida. Como muchos de los ciudadanos de Georgia reconocen, el origen de los problemas con esos territorios no está en Rusia sino en la política de los nacionalistas georgianos. Lo mismo sucede con Crimea y las regiones del Este de Ucrania, con una idea de la nación que no encaja con el modelo nacional, en gran medida inspirado en la ideología banderista, que tratan de imponer los líderes post-Maidan. La falta de futuro para la nación rusa en Ucrania, con su lengua marginada, sus símbolos derribados, y sus militantes perseguidos o asesinados (no solo en Odesa, los episodios de acoso a activistas y disidentes son continuos, el más reciente el ataque con cocteles Molotov a una sede del Partido Comunista, que los mismos agresores se encargaron de publicitar en YouTube), explica mucho más los sucesos de Crimea y del Donbass que la presión de Rusia sobre los gobiernos ucranianos.

No fue además, en territorios como Abjasia, Osetia o Crimea donde se empezó a vulnerar el moderno derecho internacional en su tratamiento de las minorías políticas y de la autodeterminación. Fue en Kosovo donde la OTAN, Estados Unidos y la Unión Europea pusieron las bases para legitimar una intervención extranjera orientada a imponer la independencia de una minoría insatisfecha con su estatus político en un Estado dominado por otro grupo nacional. A diferencia de lo ocurrido en Abjasia, Osetia o Crimea, además, el resultado de la intervención occidental en Kosovo fue extranjerizar en su propio país a uno de los pueblos que siempre había tenido presencia en el territorio, en este caso el pueblo serbio.

Vargas Llosa menciona «la movilización ciudadana que apoya y a veces suple al Estado precario» para hacer frente al «gigantesco éxodo» causado por la guerra en Ucrania. Pero se trata de una movilización selectiva que no se orienta en exclusiva a apoyar a la población civil. También se dirige, y quizás con aún mayor intensidad, a apoyar a quienes luchan contra los llamados «moscovitas, terroristas o separatistas», entre ellos los batallones de ultraderechistas que lideran la acción en el terreno, con el Batallón Azov a la cabeza.

El escritor hispano-peruano cita a un Poroshenko que afirma que Ucrania está unida, con un 80% de su país dispuesto a pelear. Si se pregunta ¿contra quién?, su respuesta hará claramente referencia a la invasión rusa. La realidad, sin embargo, es que no hay obús, bomba o mísil que se dispare contra las tierras de Crimea ni contra territorio de la Ucrania anterior a Maidán. El bombardeo sólo llega a las tierras del Donbass, casi siempre de forma indiscriminada. Como lo hacen las otras bombas que suponen los cierres de bancos y de servicios públicos.

El propio Vargas Llosa habla de las «migraciones forzadas» a las que dan lugar todas estas acciones indiscriminadas que sólo sufre una de las partes. No las viven ni los habitantes de la Ucrania que controla Poroshenko ni los de Crimea. Sólo son los ciudadanos de las regiones de Lugansk y Donetsk los sufren las consecuencias de la voluntad de pelear a la que alude el Presidente Poroshenko.

En el ocaso de la dictadura franquista en España, un aun joven Bernard Henry Levy apelaba a ajustar cuentas con el verdadero enemigo, el estalinismo del Gulag que él veía todavía entonces encarnado en el comunista Santiago Carrillo. Como él, Vargas Llosa no puede dejar de recordar a Stalin para vincular simbólicamente la lucha de la actual sociedad ucraniana con las imágenes de «resistencia y heroísmo tranquilo» contra los demonios nuevos y antiguos del imperio, antes soviético, llamado a seguir representando el mal en Europa.

Nadie debería negar al Otro el derecho a luchar contra el sufrimiento y la opresión y a formar parte del ejercicio constituyente en que se basa toda nación, tampoco a los nacionalistas ucranianos. Pero esa básica verdad es precisamente lo que siempre olvidan intelectuales como Vargas Llosa o Bernard Henry Levy. Los que disienten en Europa, o en la actual Ucrania, tienen el mismo derecho que sus adversarios a oponerse al sufrimiento y a la opresión, a resistir contra las fuerzas que les impiden participar en el proceso de conformación de las naciones y las sociedades del futuro.

En la España del posfranquismo, al apelar al Gulag soviético, Bernard Henry Levy pretendía negar a una parte de quienes habían luchado contra el franquismo el derecho a hablar de la opresión y del sufrimiento pasado. En la nueva Europa del siglo XXI, el mismo tipo de fantasma sirve para ocultar y negar todo sufrimiento ajeno al oficial. La izquierda española no debe dejarse engañar por la «pasión europea» de Ucrania a la que se refiere Vargas Llosa. Las personas que hoy realmente sufren la guerra viven en Donbass y es a ellas a las que tiene que apoyar.

No importa en realidad lo que estas personas decidan hacer con su futuro; lo verdaderamente importante es afirmar que tienen el mismo derecho a decidir ese futuro que los ciudadanos de Maidan cuyo heroísmo glosa en su artículo Mario Vargas Llosa. Porque, como éstos, los habitantes del Donbass también tienen derecho a la libertad y a decidir cuál tiene que ser su futuro, aunque este no sea del gusto del Gobierno ucraniano, la Unión Europea o la OTAN.

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