Por HELENO SAÑA
No he podido comprender nunca a los hombres que, por principio, no reconocen otro valor que el de la fuerza, el poder o la autoridad, y que por añadidura se mofan de quienes se guían por otros parámetros axiológicos, calificándoles, en el mejor de los casos, de ilusos y soñadores incorregibles. Por supuesto son enemigos irreconciliables de las teorías y movimientos modernos de liberación, de los que sólo registran su dimensión negativa.
Lo primero que habría que señalar en este contexto es que si hemos dejado atrás desde hace tiempo la era de las cavernas y gozamos de ciertas libertades y ciertos derechos, es precisamente porque hubo siempre individuos y grupos humanos que eligieron un sistema superior de valores y consagraron su vida no a postrarse ante el poder —que es lo más fácil y vulgar—, sino a exigir de él justicia y equidad, que es lo que debería hacer toda persona de condición mínimamente recta. A este tipo excelso de individuos pertenecía Hugo Ball, el cual, superada su fase de bohemia dadaísta, llegó a la conclusión de que la única actitud legítima ante la vida es la e elegir voluntariamente lo que él llamaba 'Ohn-Macht', esto es, el 'sin-poder'. Y si cito a este gran escritor hoy olvidado es porque comparto plenamente su criterio.
Por ello considero que lo reaccionario por antonomasia consiste en adorar el poder por el poder, sin siquiera preguntarse lo que es y representa. Si no es correcto combatir el poder a priori y en abstracto, como ha postulado siempre cierto tipo de antiautoritarismo ultra, tampoco es lícito concederle de antemano patente de corso, como suelen hacer los fanáticos del 'law and order' y del palo y tente tieso. Cuando el poder se convierte en la negación de lo justo, la única opción coherente es la de responder con lo que en la terminología hegeliana se denomina 'negación de la negación'. Frente a los eternos beatos del orden por el orden, hay que recordar siempre, con Carlyle, que también la injusticia es otra forma del desorden.
Si la historia universal ha marchado en aspectos esenciales hacia delante, es porque además del poder establecido ha existido un anti-poder dispuesto a controlarlo y, en caso necesario, derribarlo, sea por medio del Parlamento, las tribunas públicas o la acción de masas. Esta es la dialéctica no sólo de las revoluciones, sino de la democracia burguesa que tenemos hoy. Los fetichistas del 'statu quo' olvidan que fue luchando ferozmente contra el feudalismo y el absolutismo, que la burguesía conquistó el poder que detenta desde hace siglos.
Parecen olvidar también que las propias reglas de juego del sistema político burgués-liberal incluyen a priori el concepto de oposición, sin el cual toda democracia está condenada a momificarse y a convertirse en fuente de corrupción y prepotencia. Y me apresuro a añadir que si el llamado Estado de derecho es cada vez más arbitrario, se debe en gran parte al descenso vertiginoso de la conciencia crítica de la ciudadanía y de las propias clases políticas. Precisamente porque la tendencia congénita del poder es la de desvirtuarse, es necesario controlarlo y mantenerlo a raya. Y eso sólo es posible cuando existen ciudadanos con el suficiente coraje cívico para plantar cara a los que mandan, en vez de arrodillarse ante ellos, como exigen los espíritus retrógrados que cada época y cada país da.
No conozco en todo caso a ningún clásico de la democracia liberal-burguesa que haya omitido señalar, con todo énfasis, que el hombre es por naturaleza libre y que su destino es el de defender a toda costa su libertad. Eso es lo que han dicho John Locke, Rousseau, Kant, Thomas Payne, John Stuart Milll, Henry David Thoreau y demás grandes teóricos modernos de la libertad. Y si saco a relucir estos nombres es porque creo que el 'nuevo orden mundial' implantado y dirigido por Norteamérica se parece cada vez más al desorden al que aludía Carlyle y cada vez menos al modelo político concebido por ellos. Y creo asimismo que la mejor manera de decir que no al presente estado de cosas es la de recordar sus enseñanzas y, apoyados en ellas, luchar contra los mandamases de turno que, por miedo a la libertad, están empeñados en degradar la democracia a una democracia de borregos y para borregos.
La Clave
Nº 52 (12-18 abril 2002)
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