sábado, 6 de febrero de 2016

Nuestra prensa


Por HELENO SAÑA

Me aburre y entristece cada vez más leer la prensa española, ya por el solo hecho de que se ha convertido, con pocas excepciones, en la versión mediática del burdo maniqueísmo que se ha apoderado de los partidos políticos. Más que información mínimamente objetiva, lo que ofrece al lector es mal disimulada propaganda ideológica. Su intencionalidad ética deja en general mucho que desear, sin excluir a las firmas de pro que a menudo aparecen para dar lustre al cuerpo de redacción: catedráticos y académicos menos conocidos por su filiación política, novelistas y literatos con aires de oráculos infalibles, miembros en activo de los dos partidos mayoritarios o viejas glorias de la 'res publica' no olvidadas del todo por los lectores. Antes de abrir las páginas de los respectivos rotativos, uno sabe ya más o menos lo que va a encontrar en ellas: vítores y aleluyas para el bando propio y maldiciones para el contrario. Es el equivalente periodístico de los gritos en los campos de fútbol o de los monólogos y abucheos en las sesiones de las Cortes. Operan con dogmas, no con argumentos, estigmatizan en vez de razonar. De 'fair play' nada o muy poco. Se está no al servicio de la verdad, sino del grupo de presión al que cada uno está adscrito. El 'ethos' profesional cede cada vez más el paso al arribismo, la prosa y el pensamiento bien medidos al panfleto. Decae no sólo el contenido, sino la forma. El respeto para los que piensan de otra manera es sustituido de manera creciente por el taco, la grosería y la ofensa. Y los primeros en obrar así son los que más se llenan la boca hablando de democracia, pluralismo y prensa libre.

En un orden de cosas medianamente normal, la función de los medios de comunicación consistiría en corregir los excesos partidistas de los políticos y llamarlos a capítulo cuando se dejan embriagar por la retórica, sea en forma de autobombo o de ataques desmesurados a sus contrincantes. Pero en vez de atenerse a esta regla de conducta, lo que precisamente suelen hacer es corear miméticamente las declaraciones de sus partidarios, por muy desplazadas e inaceptables que sean, y denostar por principio las del bando contrario. Todo ello explica que la prensa contribuya, no menos que el elenco político, a la crispación que reina en nuestra 'res publica'. Peor todavía: no pocas veces son los propios periódicos los que atizan el fuego, en vez de procurar apagarlo o reducirlo a llama ínfima. La crítica al bando opuesto no está basada en lo que el gran teólogo Domingo de Soto llamaba «corrección fraterna», sino en el vituperio y la denuncia hostil. También aquí se notan las huellas que nuestra infausta tradición inquisitorial han dejado en nuestra psique, un reflejo de Pavlov que en mayor o menor medida todos llevamos dentro, y del que yo, por supuesto, no me excluyo. Que tire la primera piedra…

En la España cada vez enrarecida e insatisfactoria que estamos viviendo, hay sobrados motivos para criticar un sinnúmero de cosas, pero esta crítica tan necesaria sólo puede ser fructífera si parte de una perspectiva integral y totalizante y no permanece prisionera de la óptica parcial y angosta descrita por Platón en su metáfora sobre la caverna, que es exactamente lo que está ocurriendo en nuestro país. Una crítica que no incluya la autocrítica deja de ser crítica digna de este nombre para convertirse en sectarismo declamatorio, lo que a su vez significa perpetuar la eterna historia de buenos y malos que tantos desastres y tragedias han costado a nuestro pueblo. De la misma manera que hay un egoísmo personal, existe también un egoísmo de grupo, cuya primera consecuencia es la de situar los intereses particulares y propios por encima de los intereses de la nación. Creo que el país andaría mucho mejor de lo que anda ahora si las tribunas mediáticas no confundiesen el apego a la propia ideología con el amor a España, cada vez más de capa caída, no sólo a causa de los nacionalistas vascos y catalanes. Amar a España lúcida y verdaderamente significa ante y por encima de todo aprender a convivir y dialogar con los sectores de población que piensan de manera distinta a la nuestra, no en salir cada dos por tres a la calle exhibiendo banderas nacionales y gritando «¡Viva España!». La voluntad de entendimiento con el otro es una virtud interior que se aprende a través de la reflexión serena consigo mismo, no en medio del tumulto de las masas. Sócrates acudía también al ágora, pero no para vociferar ni amenazar, sino para conversar amigablemente con sus interlocutores.

LA CLAVE
20-26 abril 2007 – Nº 314.

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