sábado, 5 de marzo de 2016

La democracia real y Pericles


Pericles fue un joven aristócrata que llegó a convertirse en el líder más indiscutible de la democracia. Tucídides, que desde niño lo escuchó desertar aquí en el Ágora y arriba en Las Rocas, dice de él que fue un hombre influyente por su prestigio y por su inteligencia, un hombre de amplias miras, incorruptible ante el dinero y el halago, y que, con su palabra, supo guiar al pueblo libremente oponiéndose incluso a sus pasiones.

El propio Tucídides, y, en cierto modo, Platón y Plutarco, llegaron a afirmar que la influencia de Pericles fue tan profunda que hizo de la democracia de aquellos años el gobierno de un gran ciudadano. Ciertamente, Pericles fue reelegido general año tras año desde el 443 a.C. hasta su temprana muerte, trece años después. Pero fue una elección libre y consciente, revalidada por el pueblo no sólo cada año, sino cada mes, como correspondía a la de todo general. Tampoco fue alcanzado por el ostracismo —el mecanismo purgatorio con que la democracia alejaba de sí a quienes concentraban sobre su persona demasiado poder—, y sí lo fueron, justa o injustamente, Temístocles, Cimón, el intachable Arístides.

Indiscutiblemente, los años de Pericles (443-429) —con la reducción tajante de las competencias del Areópago, la esmerada organización de la flota, la remuneración de los miembros de los tribunales de la Heliea, la portentosa reconstrucción de la Acrópolis y la transferencia definitiva del poder al pueblo— fueron el apogeo de la democracia ateniense. Recapitulemos. Con todas las posibles deficiencias, aquellos hombre crearon y pusieron en práctica una forma de gobierno que hizo posible la participación directa de todos los estratos sociales en la definición del bien común, la implicación individual y responsable en la toma de decisiones que afectan al conjunto, y la salvaguarda de la justicia y de la transparencia en la gestión de lo de todos a través del control colectivo permanente, del ejercicio no profesional de los cargos, y de la revocabilidad y la responsabilización de las personas a quienes se confía por un tiempo la defensa de lo público.

Consiguieron, por primera y única vez, un Estado no distanciado de la sociedad, sino identificado plenamente con ella. En el resto de las sociedades históricas —incluidas nuestras democracias actuales—, el Estado, distanciado, ha ejercido sobre ellas un poder coercitivo, al que los más influyentes consiguen en el fondo sustraerse por mecanismos diversos, y así, sin control efectivo del conjunto de la sociedad, prosperan en su relación con el Estado los grupos de presión y los conspiradores, y la fuerza económica se traduce en fuerza política, y no hay lugar para la isonomía ni la isegoría. La estrategia de la democracia ateniense para aspirar a la justicia fue, sin embargo, tratar de compensar la desigualdad económica con la igualdad política; en nuestras democracias, tristemente, la desigualdad económica se ha convertido en base de la fuerza política.

En aquellos años, los atenienses se dieron a sí mismos la oportunidad insólita —constantemente escamoteada al género humano— de realizarse plenamente como «seres políticos», de conferir sentido a su vida a través de la contribución consciente y sustancial a un destino más justo para la sociedad. Tal vez pueda decirse, con cierta sensación opresiva, que aquellos hombres, en su digno propósito, vivieron demasiado para el Estado; pero cabría preguntarse si nosotros, en nuestra acomodada renuncia, no estaremos viviendo en exceso… para el sistema.

PEDRO OLALLA
Grecia en el aire
(2015)

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