Wenceslao Fernández Flórez gran narrador del siglo XX aun por reconocer en toda su magnitud, poseedor de una profunda sensibilidad hacia la naturaleza, con su obra El bosque animado ha creado un bello y hoy más que nunca necesario alegato, en defensa de los árboles, del bosque y la vida. En El bosque animado árboles y animales cobran voz, para recordarnos que hemos perdido nuestros vínculos con las raíces de nuestro ser. Necesitamos sumergirnos en los pocos bosques densos, primitivos y ancestrales que aún quedan, para reencontrarnos con nosotros mismos, y con la Madre Tierra.
Este libro de Wenceslao, a lo largo de sus 15 capítulos o cuentos, hace acopio de un extenso saber ecológico y etnográfico, valores que han servido de inspiración y base a dos adaptaciones cinematográficas. Caminad conmigo hasta el Monte de Quintanilla, nuestro Bosque animado. Guiado por algunas de las sabias frases que el libro de Fernández Flórez encierra, iremos descubriendo nuestro propio Bosque.
Asciendo la vetusta senda de la Matacara entre suaves morados de salvias que despiden su reinado para dar paso a los intensos azules del hisopo. Invitan sus colores la danza de insectos y aves sembrando de vida las entrañas de las flores.
Escalan la ladera pinos donde antes seguramente, encinas hermanas de las imponentes Tres Matas, vigilaban el Duero, abrazando casi sus aguas. Muere la pedregosa Matacara, y nacen tímidas sendas. La de la derecha avanza junto a una oxidada alambrera, nos separan sus aceros famélicos, de un frío cementerio de piedra. A la izquierda la senda se ensancha y cruza entre restos de diezmado monte y árida tierra, desnuda, dejada al antojo del viento. «Que el hombre te ignore» susurra la débil voz de la vida que aún queda.
Con estas elocuentes palabras se avisan, en el libro de Wenceslao, los seres del bosque cuando el hombre se acerca. Avanzo por esta senda que desemboca en un camino de los que permiten el paso de cuatro ruedas, que tanto gusta al humano moderno. El amplio y blanco camino, cruza con sus muchos ramales el bosque añejo. Despierta la mañana, me paro y contemplo.
La luz de la mañana se derrama sobre el denso bosque, animando una gran parte de la vida que en su seno se encontraba dormida.
Avanzo ahora de nuevo, pero dejando caminos trazados atrás, camino sobre un mundo libre e inmenso, El Bosque animado me inunda con sus sonidos y sus silencios.
Dejemos que Wenceslao hable de nuevo:
La fraga es un tapiz de vida apretado contra las arrugas de la tierra; vida entretejida, cardada, sin agujeros, como una manta fuerte y nueva, de tanto espesor como el que puede medirse desde lo hondo de la guarida del raposo hasta la punta del pino más alto […] donde fijáis vuestro pie dobláis hierbas que después procuran reincorporarse […], de insectos que se deslizan entre vuestros zapatos, […] aquella selva virgen que para ellos representan los musgos, las zarzas, los brezos, los helechos. El corazón de la tierra siente sobre sí este hervor y este abrigo, y se regocija.
La fraga es un ser hecho de muchos seres. (¿No son también seres nuestras células?) […] cuando cruzamos entre su luz verdosa, nacen de que el alma de la fraga nos ha envuelto y roza nuestra alma, tan suave, tan levemente como el humo puede rozar el aire al subir, y lo que en nosotros hay de primitivo, de ligado a una vida ancestral olvidada, se asoma porque oye un idioma que él habló alguna vez y siente que es la llamada de lo fraterno, de una esencia común a todas las vidas.
—¡Espera —nos pide—; déjame escuchar aún, y entenderé!
Termino mi viaje con un último pensamiento, que el Bosque animado, la fraga, nuestro monte, lanza al viento:
La fraga es ella misma un ser compuesto de muchos seres. Como la ciudad. Pero es más varia que la ciudad, porque en la ciudad el hombre lo es todo y su carácter se imprime hasta el panorama urbano, y en la fraga el hombre resulta apenas un detalle del que se puede prescindir.
Fernando Benito
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