jueves, 24 de noviembre de 2016

Las raíces olvidadas de la 'democracia' representativa


Por PEDRO OLALLA

La lucha declarada contra el absolutismo y la pretensión de reemplazarlo por un sistema de gobierno representativo fue la razón de ser de una corriente filosófica que, a finales del siglo XVII, intentó rescatar del olvido las antiguas ideas griegas sobre la esencia política del hombre y sobre la soberanía que emana de la sociedad en su conjunto. Esta actitud, defensora de las libertades individuales frente a los abusos de un poder amparado en su presunto origen divino, recibió el nombre de liberalismo, un nombre sonoro bajo el que, con el tiempo, se han ido cobijando ideas poco afines y contrarias aun a sus principios.

Fue un profesor de griego y de retórica, formado también como médico, quien dio los primeros pasos por esa nueva senda liberal: John Locke. Locke habló de la vida, de la libertad, de la propiedad y de la búsqueda de la felicidad como derechos inalienables de todo ser humano; razonó que el estado salvaje y la ley del más fuerte no garantizan la existencia de tales derechos; explicó que el hombre se agrupa en sociedad y acepta poner límites a su libertad inherente para salvaguardar precisamente esos derechos básicos; y recordó que, si la autoridad creada por una sociedad para garantizar tales derechos fracasa en su misión o atenta contra ellos, desaparece su razón de ser, y dicha sociedad tiene la potestad de retirarle el mismo poder que le confiere. Locke escribió sobre derechos físicos inalienables, sobre un acuerdo tácito esencial entre gobernantes y gobernados, sobre una soberanía compartida por todos, y sobre un parlamento que la exprese y que redacte leyes justas para ser cumplidas igualmente por todos. En esa misma lucha contra el absolutismo y sus prerrogativas tradicionales, otros espíritus abiertos e ilustrados siguieron concibiendo argumentos para reivindicar la participación de la sociedad en la toma de decisiones políticas: Montesquieu, contra el derecho divino y a favor de la división de poderes y de un sistema constitucional de gobierno; Voltaire, contra la intolerancia religiosa y a favor de los derechos civiles; Rousseau, en defensa de la voluntad general, de la soberanía popular y el interés común.

Las ideas de ese primer liberalismo —derechos inherentes, dignidad del individuo, libertad de expresión, libertad de conciencia, igualdad ante la ley, división de poderes, gobierno representativo, constitucionalismo— inspiraron sin duda a los líderes que pusieron en marcha la Independencia de Estados Unidos y la posterior Revolución francesa. Los vencedores de esas revoluciones, y de otras muchas que, a su calor, estallaron después, conciliaron los principios del liberalismo con las aspiraciones de la burguesía emergente y crearon mecanismos de participación política parlamentarios y constitucionales en la línea representativa propia del republicanismo romano; pero no resucitaron la antigua democracia. Pusieron en marcha, eso nadie lo duda, un nuevo y decisivo proceso histórico de conquistas frente al absolutismo y la concentración del poder, y lo hicieron utilizando el nombre —entonces sospechoso y denostado— de la democracia; pero la democracia auténtica —directa, asamblearia, en un continuo referéndum, sin división de poderes, con identificación real entre gobernantes y gobernados, con igualdad política real entre los ciudadanos— no fue recuperada en ese intento, y no lo ha sido aún, dos siglos después de aquellas llamas.



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