lunes, 2 de enero de 2017

Revoluciones a favor de la Sagrada Tradición

   Al margen del papel de las potencias regionales y mundiales en el asunto, la serie de protestas ocurridas en los países árabes desde el año 2011 (la conocida «Primavera Árabe»), legitimas al principio, pero rápidamente secuestradas por los conservadores religiosos, en contra de la idealizada —y distorsionada— visión occidental de 'revoluciones democráticas y populares', la realidad endógena sociocultural del fenómeno es completamente diferente. Como bien nos reflejó Lampedusa en su novela El gatopardo sobre la Italia del siglo XIX, todos estos cambios sirvieron solamente para que las cosas permanezcan igual (excepto en Libia y Siria que fueron a peor). En el libro del año 2012, Siria: Guerra, Clanes, Lawrence, escrito conjuntamente por J. Gil, Ariel J. James y A. Lorca se nos dice en uno de sus capítulos:

De izquierda a derecha y de arriba a abajo: Escena de
la Plaza Tahrir en El Cairo, revuelta que hizo caer a Mubarak
en Egipto. Túnel donde se refugió Gadafi antes de ser capturado
y asesinado por los rebeldes libios. El Ejercito Libre de Siria
que de 'moderado' pasó a estar dominado por el yihadismo.

Y las protestas de Baréin hipócritamente silenciadas
por los medios democráticos occidentales.

En la coyuntura de 2011-2012 hay dos hechos que pueden ser útiles para interpretar la actual transformación del escenario geopolítico en la ribera sur del Mediterráneo.

Primero, el significado explicito de la revolución. Es una revolución popular-democrática con el objetivo de transformar por completo la estructura política de dominación familiar-militar propia de la guerra fría y la guerra contra el terrorismo. Se trata de una modificación del marco global de las relaciones internacionales de apoyo a la estabilidad social de estos países a cualquier precio, al precio de sostener regímenes autoritarios. Estados Unidos y la Unión Europea deben modificar de inmediato su enfoque unilateral de relación con los países emergentes del entorno. Tendrá consecuencias directas en los tratos de financiación por control fronterizo, en las inversiones multinacionales y en la producción y comercialización de hidrocarburos.

Segundo, el significado implícito de la revolución. Es una revolución a favor de la tradición cultural, no en contra de la tradición. Los antecedentes históricos de estos cambios —recordemos el nasserismo, el panarabismo, la causa palestina— han sido siempre procesos políticos a favor de la tradición. La tradición es lo único que no cambia, salvo para ajustarse mejor a nuevos contextos: las reglas familiares, el parentesco, la moralidad, la doctrina jurídica, la división sexual del trabajo, etc. La revolución árabe musulmana de 2011 es para modernizar la tradición, no para combatirla, ni mucho menos para destruirla.

Presenciamos una revolución popular-democrática que apenas comienza y que tiene como finalidad central una democratización de la sociedad, a través de la modernización de la tradición. Para lograrlo, debe transformar el sistema político, y luego, desde arriba, promover el cambio del sistema social y cultural.

En ese escenario, presenciamos una alianza estratégica entre las oligarquías locales —por otra parte, transnacionales— y las élites religiosas, para elevarse como poder constituido y actuar en representación del poder constituyente, el propio pueblo. En otras palabras, el pueblo real se encuentra entre la oligarquía económica y las cofradías religiosas. El mismo pueblo está dividido en diferentes clanes, tribus, territorios, ideologías, creencias sectarias. Ninguna facción alcanza el poder total, ninguna posee una visión equilibrada y global del conjunto. En ese contexto, previsiblemente, la élite islámica puede hacerse con las riendas del poder, aliada con los grupos económicos y siempre en nombre del pueblo.

El propio pueblo está atrapado en una dinámica sociocultural de la que no puede librarse: la continuidad del pasado en nombre de la modernidad. El concepto de la tradición en el mundo árabe-musulmán es el resultado de una relación complementaria entre la identidad étnica, conformada por el significado de las comunidades tribales, rurales y urbanas, por un lado, y el poder religioso, en este caso, el poder de las instituciones islámicas, por el otro.

Los regímenes tradicionales son aquellos en los que tanto la estructura del Estado, como la del sistema político y económico en su conjunto, se encuentran en manos de poderosos grupos, dinastías y linajes étnicos que se constituyen como verdaderas hegemonías de apropiación del poder político y económico. El caso de la dinastía gobernante en Siria no es la excepción, es la regla.

En algunos de los países del arco musulmán no existen tribus constituidas como tales, pero, no obstante, el poder real está en manos de sólidos conglomerados de jerarquías dinásticas, reconocibles a partir de linajes consuetudinarios, por lo general depositarios de la fe religiosa y detentadores del control del poder económico.

Ambas dinámicas, la dinástica y la religiosa, convergen en un mismo punto: el control de los recursos públicos o comunes por parte de una élite parental y religiosa que se reproduce y perpetúa en el poder durante siglos en nombre de la sangre, la sagrada tradición, la revolución y la palabra coránica. Esto es lo que denominamos el complejo político militar del Islamismo, un sistema hipercodificado, basto y extensamente ramificado más allá del escenario geográficamente musulmán, que consiste en el ejercicio del monopolio completo del sistema político, social y económico del conjunto de países del Norte de África y el Oriente Medio.

El monopolio político del Islamismo árabe no se resiente en absoluto con la caída de un Mubarak o un Assad, más bien se refuerza. En estos momentos, el Estado libio es mucho más integrista que bajo el dominio de Gadafi; y los miembros del Ejército [Libre] sirio imponen abiertamente la sharia y los tribunales religiosos en los territorios liberados de la opresión. En Egipto, el presidente Morsi tiene igual interés en llevarse bien con Israel, como en redirigir la sociedad hacia la senda de una única ley sagrada para todos y sobre todo, para todas. El resultado político directo de la Primavera Árabe, en términos del reparto del poder, es que la élite étnico-religiosa de los países árabes (Ghanuchi, Morsi, Hermanos Musulmanes) ha triunfado sobre la élite política laicista (Ben Alí, Assad, Mubarak).

En este esquema de correlaciones entre verdaderos poderes fácticos —el étnico, el religioso y el geopolítico— el gran perdedor es el propio pueblo de los países del contexto árabe y musulmán. Básicamente, porque los poderes que dicen ser la representación política del pueblo solo representan sus propios intereses de estabilidad hegemónica y crecimiento paulatino. De esta manera, el monopolio político/económico de la élite étnica-religiosa del mundo árabe musulmán asegura que la situación sociopolítica cambie gradualmente para que todo siga igual: tanto en la distribución como en la redistribución de la riqueza.

En esta inmensa región del mundo, la llamadas «civilización musulmana», aún no ha entrado el capitalismo en todo el sentido del concepto de integración económica y social. El capitalismo subsidiario en el que se desarrollan estos países es el resultado de tres dinámicas principales: exportación de materias primas, productos agrícolas, mineros y petróleo; mano de obra barata, contingentes de inmigrantes; y el intento hasta ahora infructuoso de construir verdaderos sistemas de producción nacionales (un proceso de industrialización más bien frustrado). En algunos casos, estos países no encajarían dentro del esquema de modernización post revolución industrial del último siglo.

Sin embargo, y esta es la paradoja, se trata de una región con abundantes recursos materiales, energéticos y humanos. Los que están excluidos de esta riqueza son los que la generan cada día con su trabajo y sus esfuerzos. La ansiada transición de la sociedad tradicional a la moderna no sigue ninguna pauta establecida de antemano en las sociedades musulmanas. Por el contrario, los signos muestran una evolución conservadora frente al modelo occidental.

Debemos decirlo claramente: ninguna región del mundo tiene por qué seguir las pautas ni los modelos de Occidente. Efectivamente, el mundo árabe musulmán no avanza hacia Occidente, aunque quizá avanza a la par de Occidente, paralelo a la modernidad del mundo europeo. La civilización árabe musulmana avanza hacia su propio modelo de desarrollo sociocultural, que hemos descrito como un modelo de «modernización de la tradición».

JESÚS GIL FUENSANTA, ARIEL JOSÉ JAMES y ALEJANDRO LORCA
Siria: Guerra, Clanes, Lawrence
(2012)

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