Por TARIQ ALI
En la actualidad son claramente visibles algunas de las características generales de la recolonización imperialista del mundo árabe que empezó con el brutal ensayo general de la Primera Guerra del Golfo. Demasiada gente supuso que después del colapso de la Unión Soviética, el águila estadounidense desecharía sus garras; querían que fuera así de modo que pensaron que así era. La realidad ha mostrado cómo Washington ha atacado incesantemente la soberanía nacional en esas partes de Oriente Próximo donde todavía existe. Los países que se han resistido a la sumisión total a la hegemonía estadounidense, impuesta directamente o a través de conexiones locales, están siendo desmantelados. El cambio de régimen va acompañado por la masiva destrucción del país y la pérdida de vidas, seguidas por la división de facto entre corrientes etno-religiosas y la entrada de gigantescas corporaciones, algunas encargadas de la reconstrucción de ciudades bombardeadas por Estados Unidos y sus aliados europeos y otras a la búsqueda de petróleo. Todo esto en medio de un generalizado caos político bajo la vigilancia de los militares estadounidenses e israelíes.
La Primavera Árabe, numéricamente fuerte pero políticamente débil, no consiguió romper esta dinámica de destrucción. Con el cadáver del nacionalismo árabe en estado de avanzada descomposición y la principal oposición, los Hermanos Musulmanes, desesperados por alcanzar un acuerdo con Washington, Estados Unidos se apropió fácilmente de los levantamientos de 2011 para consolidar sus propios objetivos en la región. A pesar de sus muchas peculiaridades nacionales, la devastadora guerra de Yemen tiene que considerarse en este contexto. Durante los tres últimos años, una coalición militar liderada por Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos (EAU), pero con un decisivo apoyo diplomático, logístico y de los servicios de inteligencia proporcionado por Obama y Trump, ha arruinado al país más pobre de Oriente Próximo devastando sus infraestructuras y bloqueando sus puertos, en un esfuerzo para obligar a los 27 millones de habitantes de esta montañosa y mayormente árida tierra —que depende de la importación del 70 por 100 de sus alimentos— a someterse a los dictados de potencias extranjeras. El libro de Helen Lackner, Yemen in Crisis, comienza con una horrible descripción de los estragos que estas han causado. «A mediados de 2017 Yemen hacía frente a un desastre humanitario total, a su primera hambruna desde la década de 1940 y a la peor epidemia de cólera de todo el mundo». La situación no tenía precedentes y hubiera sido evitable: tanto la hambruna como el cólera fueron «el resultado de una guerra civil dramáticamente agravada por la intervención extranjera».
Lackner ha realizado un largo viaje desde las esperanzas y luchas de la República Democrática Popular de Yemen (RDPY) en la década de 1970 hasta el desastre neoliberal que es la actual República de Yemen. Lackner, una investigadora asociada al Middle East Institute de la School of Oriental and African Studies de la Universidad de Londres (SOAS) y asesora independiente sobre desarrollo rural, ha vivido y estudiado en Yemen durante largos periodos, que empezaron con su llegada a Adén, capital de la RDPY, como una joven antropóloga y lingüista formada en la SOAS para practicar el árabe y realizar un trabajo de campo en el único Estado socialista del mundo árabe. Su valoración, favorable pero no acrítica, PDR Yemen: Outpost of Socialist Development in Arabia apareció en 1985. También realizó un cuidadoso estudio del poderoso vecino de Yemen, A house Built on Sand: A Political Economy of Saudi Arabia (1978) escrito, como ella misma señala, «desde el punto de vista del bienestar de la población saudí, no del capitalismo occidental». Toda esta experiencia acumulada se encuentra detrás del inigualable perfil geopolítico del Yemen contemporáneo que nos proporciona ahora: sus conflictos políticos, sus estructuras económicas y, por encima de todo, sus gentes. Lackner conoce el país por lo menos tan bien, y en algunos aspectos mejor, que las bandas de Foggy Bottom y Whitehall (barrios de Washington y Londres que remiten al Departamento de Estado estadounidense y al Ministerio de Defensa británico), por no mencionar a los agentes del Mossad o a los otros espías de la «comunidad internacional» con base en Riad. Yemen in Crisis traza pacientemente la compleja red de influencias y rivalidades que se entrecruzan en la ramificada malla que constituye la conciencia nacional yemení, una malla que la intervención militar exterior ha roto ahora.
Yemen siempre ha destacado en una península rebosante de pequeños emiratos y de consentidos descendientes de la Casa de Saud. Durante medio siglo ha estado bajo gobierno republicano, con el país dividido en dos Estados hasta 1990. En el norte, después de un trágico conflicto en 1970, los nacionalistas naseristas triunfaron sobre el gobierno de los imanes que respaldaban los saudíes. En el sur, comunistas y socialistas echaron a los británicos de la ciudad portuaria de Adén, que controla la entrada al Mar Rojo a través del estrecho de Bab el-Mandeb. La competencia de la Guerra Fría desembocó en masivos flujos de ayuda occidental y soviética, que ayudaron a construir una sólida infraestructura social en ambos territorios. Las remesas de dinero de más de un millón de yemeníes que trabajaban en el extranjero, principalmente en Arabia Saudí, también tuvieron una importancia decisiva.
La RDPY aprobó reformas agrarias y apostó por la educación universal, rompiendo los tradicionales grilletes que pesaban sobre el progreso de las mujeres. Cuando yo visité Adén muchos años después de la caída del régimen, encontré a muchas mujeres que echaban en falta al viejo Estado y se mostraban irritadas por la renovada presión para que utilizaran el hiyab. La retrospectiva de Lackner en Yemen in Crisis coincide con sus recuerdos. «La vida para los ciudadanos de a pie era razonablemente buena, con trabajos e ingresos que les permitían alcanzar un nivel de vida aceptable, comer adecuadamente y financiar sus necesidades básicas». Esto llega con una crucial salvedad: «Por el contrario, la implicación en la política no era aconsejable y suponía una manera segura de reducir muy sustancialmente las propias expectativas de vida».
La implosión de la RDPY a finales de la década de 1980 se verificó en paralelo a la desintegración de sus patrocinadores en el bloque soviético, aunque de una manera más dramática. Se produjo un enfrentamiento a tiros en el Comité Central, producto de la lucha por el poder de dos facciones rivales que pertenecían a diferentes grupos tribales, y se llegó a una situación similar a la que produjo el conflicto en Afganistán una década antes cuando una batalla interna de la izquierda desencadenó una intervención militar soviética y una resistencia muyahidín avalada por Estados Unidos. En este caso, los resultados fueron trágicos para el país: los estadounidenses siguen atenazando Afganistán por la garganta. En el caso yemení, como en el alemán, la desintegración del régimen comunista al final de la Guerra Fría permitió a la veterana dirección de la mitad capitalista del país dictar los términos para la reunificación nacional. La ciudad de Saná, en el norte, se convirtió en la capital de una fusionada República de Yemen, con Ali Abdullah Saleh —astuto y represor dirigente de Yemen del Norte desde 1978 y veterano de la lucha militar de la década de 1960 contra el gobierno de los imanes— como presidente.
Solamente un par de meses después del nacimiento del nuevo Estado el 22 de mayo de 1990, el país recibió un duro golpe propiciado por el gobierno de Bush tras la negativa del país a unirse al asalto contra el régimen baazista de Iraq tras la invasión de Kuwait por Sadam, una invasión que los estadounidenses, a pesar de toda su piadosa indignación, apenas se habían molestado en desanimar a pesar de todas las oportunidades que había tenido para hacerlo. Sadam era un aliado de Saleh y también un personaje popular entre los yemeníes por su oposición a Estados Unidos y sus simpatías hacia los palestinos. Yemen y Cuba emitieron los únicos dos votos negativos en contra de la resolución del Consejo de Seguridad que autorizaba el asalto estadounidense contra Bagdad. La funesta reacción del secretario de Estado, James Baker, ante la temeridad yemení de aspirar a una política exterior independiente fue comentar que «ese es el voto más caro que van a emitir nunca». Los estadounidenses rápidamente acabaron con el programa de 70 millones de dólares de ayuda y los saudíes expulsaron a cientos de miles de trabajadores yemeníes de cuyos ingresos dependían muchos hogares del país.
Despojada de medios externos de apoyo, la economía de Yemen se hundió en una prolongada crisis. Su PIB cayó ininterrumpidamente entre 1990 y 1995. Saleh también se encontró con un levantamiento secesionista en el sur, patrocinado por Arabia Saudí, donde la gente se sentía absolutamente privada de sus derechos bajo su régimen. Una vez sofocado, Saleh se dirigió al FMI y al Banco Mundial buscando asistencia financiera. Llegaron una serie de programas de ajustes estructurales que machacaron a los pobres y no hicieron nada para impulsar el sector productivo. Las instituciones de Washington cerraron los ojos mientras los ingresos de la ayuda y la inversión exterior desaparecían en las profundidades de un Estado clientelista. Los mejores empleos y los contratos más jugosos acaban en manos de los compinches de Saleh: «No había ningún negocio que pudiera tener éxito sin la participación de ese grupo en los beneficios», señala Lackner.
Entonces llegó el 11-S y la escalada de la intervención militar estadounidense en Oriente Próximo. Pensando que era una oportunidad, Saleh se apresuró a visitar Washington para denunciar a Al-Qaeda y prometer a Bush Jr. su pleno apoyo. Obtuvo un paquete de ayuda de 400 millones de dólares a cambio de albergar a las Fuerzas Especiales estadounidenses y aceptar los ataques de drones Predator desde una base militar estadounidense en Yibuti. Al año siguiente, el primer ataque estadounidense con drones fuera de Afganistán mató en Yemen a seis presuntos miembros de Al-Qaeda, incluyendo a uno de los supuestos cabecillas del ataque de octubre de 2000 contra el USS Cole. En los años posteriores, a medida que se reducía la actividad de Al-Qaeda, el gobierno de Bush empezó a perder interés en Yemen y Saleh, ansioso por retener sus honorarios, insistió en que el país permanecía bajo la amenaza terrorista. Como si se hubieran puesto de acuerdo, en Saná hubo una masiva fuga de militantes de Al-Qaeda, seguida por una avalancha de ataques. Cuatro turistas surcoreanos que visitaban la antigua ciudad de Shibam, donde Pasolini había filmado su versión de Las mil y una noches, fueron asesinados junto a su guía por la bomba de un suicida.
A pesar de semejantes atrocidades, mucha gente con la que hablé durante un viaje al país en 2010, tanto dentro de la burocracia oficial como fuera de ella, insistía en que la presencia de Al-Qaeda en la Península Arábiga era muy limitada. Abdul Karim al-Iryani, un antiguo primer ministro y todavía consejero de Saleh, sonrió maliciosamente cuando le pregunté por un cálculo aproximado de la fuerza de Al-Qeda en la península. Yo le sugerí una cifra de trescientos o cuatrocientos combatientes. «Como mucho —replicó—, calculando por lo alto. Los estadounidenses exageran mucho. Tenemos otros problemas, reales y más importantes». Cuando visité Shibam en el centro-oriental del país y le pregunté al alcalde si había una base de Al-Qaeda en la ciudad, me susurró al oído: «La base de Al-Qaeda está en el palacio de Saleh, al lado de su despacho».
Ciertamente, la «guerra contra el terror» resultó muy útil para Saleh, porque le proporcionó armamento y unidades de elite entrenadas por Estados Unidos para desplegarlas contra la más acuciante insurgencia hutí en el norte, que había surgido intermitentemente desde 2004. Muhammad al-Maqaleh, un dirigente del Partido Socialista Yemení y editor del periódico del partido, documentó valientemente algunas de las atrocidades cometidas por las fuerzas gubernamentales al expulsar a 150.000 habitantes de sus pueblos en la Operación Tierra Quemada, comenzada en agosto de 2009. Por ello estuvo encarcelado cuatro meses sin juicio, torturado y amenazado con ser ejecutado. En aquél momento escribí que aunque Saná no era Kabul, si el régimen continuaba utilizando la fuerza a esa escala, parecían probables nuevas guerras civiles.
Un factor clave en el creciente aislamiento de Saleh fue la postergación de las elecciones, previstas para 2009 pero retrasadas hasta 2011. Los partidos de la oposición yemení eran entidades reales y tuvieron que ser reiteradamente intimidadas antes de que aceptaran el cambio. Saleh añadió más gasolina al fuego con un burdo intento de cambiar la Constitución para poder presentarse a un tercer mandato. Para entonces había estado en el poder —como dirigente de la República de Yemen, y de Yemen del Norte antes de ello— durante treinta y tres años. No era ningún secreto que, igual que su compañero déspota en Egipto, estaba preparando a su hijo para que le sucediera. Dado que los contratos de las multinacionales suponen repartir los consiguientes sobornos presidenciales, la sucesión política tiene que manejarse cuidadosamente para asegurar que el dinero siga fluyendo a las arcas familiares. Yemen no es un caso único en este aspecto.
Sin embargo, fue la versión local de la Primavera Árabe y la aterrada respuesta de Occidente al descontento, lo que finalmente desbancó a Saleh. En los días posteriores al derrocamiento de Ben Ali en Túnez el 14 de enero de 2011, las tensiones que llevaban tiempo acumulándose en la sociedad yemení se desbordaron en las calles. Miles de manifestantes desfilaron por Saná exigiendo que Saleh renunciara: «Irhal» (¡Fuera!). Las protestas crecieron rápidamente de tamaño y se propagaron a todos los rincones del país. Ya que el 70 por 100 de la población yemení tiene menos de 25 años, no sorprende que el movimiento estuviera dirigido por la juventud, significativamente con la participación de muchas mujeres, con y sin velo.
El 2 de febrero Saleh trató de reconducir la situación cancelando las enmiendas constitucionales y anunciando un gobierno de unidad nacional, pero era demasiado tarde. Lackner estaba en la capital yemení el 11 de febrero cuando la multitud explotó de alegría ante las noticias de la caída de Mubarak. Después de varias semanas más de agitación política, el 18 de marzo francotiradores del Gobierno abrieron fuego sobre una manifestación convocada bajo el lema «Viernes de la Dignidad», matando por lo menos a cuarenta y cinco personas e hiriendo a doscientas. Esta masacre provocó una división en los círculos gubernamentales. Ali Mohsen al-Ahmar, comandante de la Primera Brigada Acorazada y anteriormente un estrecho aliado del presidente, declaró su apoyo a los manifestantes, igual que los dirigentes de los partidos de la oposición que hasta entonces se habían mantenido al margen.
El espectáculo de semejantes multitudes exigiendo empleos, salarios, dignidad y elecciones libres y limpias, alarmó a las potencias occidentales. Temerosas de que Yemen pudiera desviarse del «camino correcto», es decir, de la agenda del FMI y del Banco Mundial, respaldaron una iniciativa del Consejo de Cooperación del Golfo que ofrecía la inmunidad a Saleh si aceptaba dimitir. Inicialmente Saleh se negó a aceptar la propuesta, pero el 3 de junio, mientras rezaba en la mezquita de palacio, fue gravemente herido por la explosión de una bomba. Muchos pensaron que iba a morir. Fue trasladado en avión a Arabia Saudí para una operación urgente con la que los médicos le salvaron la vida, paradójicamente, ya que poco después se convertiría en un declarado enemigo del régimen. Antes de ello, el 23 de noviembre, todavía con una salud muy deteriorada, se rindió y accedió a pasar el poder a un gobierno de transición encabezado por el vicepresidente Abdu Rabbu Mansur Hadi, un hombre de paja de Saleh procedente de la gobernación sudeste de Abyan, que ocupaba el cargo desde tiempo atrás.
Las facciones de la elite que dominaron la administración de transición, el partido republicano Congreso General del Pueblo, de Saleh, y el islamista Islah, demostraron ser sumamente corruptos e incompetentes. Uno de sus últimos actos en el poder fue elevar los precios del gasoil a instancias del FMI, ganándose así el antagonismo de la mayoría de la población. Mientras tanto, abandonado por Occidente, Saleh se unió a los rebeldes hutíes, contra los que había librado varias guerras inconclusas, y juntos hicieron un intento de apoderarse del poder que tuvo éxito a medias. Yemen in Crisis contiene un esclarecedor capítulo sobre los hutíes, un movimiento de renacimiento religioso adscrito a la escuela zaidí del islam chiíta dirigida por los hijos de Badr al-Din al-Huthi, un destacado estudioso zaidí, procedente de la provincia de Saadah en la frontera con Arabia Saudí, donde las culturas políticas del nacionalismo y de la izquierda son prácticamente inexistentes. Los zaidíes representan una tercera parte de la población, pero el sectarismo religioso no encaja fácilmente en el molde yemení. Más cercano en algunos aspectos a la mayoría suní de Yemen que a la ortodoxia clerical en Qom, los zaidíes comparten las mezquitas con los suníes y aceptan algunos de sus rituales y las enseñanzas de sus escuelas. La característica ideológica diferenciadora del hutismo es que los sada —descendientes del Profeta— tienen un derecho innato a gobernar, una idea que hay que señalar que no procede del Profeta que estaba a favor de que los califas fueran elegidos por la umma. En todo caso, los dirigentes hutíes insisten en que ellos no están a favor de traer un imán de la vieja familia, y la afirmación de los vínculos hereditarios con el Profeta es poco más que un mecanismo para reempoderar a las tribus zaidíes sobre las que había estado basado el viejo gobierno de los imanes. Los zaidíes estuvieron integrados en las estructuras del poder de Yemen del Norte, pero la anexión [Anschluss] de 1990 provocó nuevas prioridades y se encontraron fuera de juego. Aunque él mismo fuera un zaidí, Saleh provocó la ira de la comunidad al permitir que el salafismo suní echara raíces en Dammaj, en la patria zaidí, para contentar a los saudíes.
Incluso después de renunciar a la presidencia, Saleh conservó un gran apoyo dentro de los servicios de seguridad gracias a que Estados Unidos los había mantenido fuera de la reforma democrática. En septiembre de 2014, milicias hutíes se apoderaron de edificios gubernamentales en la capital mientras que el ejército se mantenía al margen. Hadi huyó a Adén y suplicó a Riad y Abu Dabi que le proporcionaran asistencia militar. Arabia Saudí y los EAU, siempre con abundantes recursos en sus manos, procedieron a formar una alianza de dóciles Estados de Oriente Próximo y África —Bahréin, Egipto, Jordania, Kuwait, Qatar (hasta que el país se encontró él mismo sufriendo la ira saudí), a los que hay que añadir Eritrea, Marruecos, Senegal, Somalia y Sudán—, que actuaba en nombre del gobierno de Hadi en el exilio. Los primeros ataques aéreos saudíes fueron lanzados el 26 de marzo de 2015 para impedir que Adén cayera en manos de la Guardia Republicana de Saleh. «Sin la intervención de la coalición encabezada por Arabia Saudí —señala Lackner— hay pocas dudas de que las tropas hutíes y de Saleh hubieran tomado el control de todo el país en poco tiempo».
Así, pues, el actual conflicto en Yemen no es tanto una guerra civil como una guerra por delegación. Los hutíes reciben un modesto grado de apoyo externo de Teherán en forma de dinero y entrenamiento. El intervencionismo militar saudí a esta escala es relativamente nuevo y está vinculado al golpe palaciego que ha visto cómo Mohammed bin Salman, el hijo favorito del nuevo rey, hace un intento de fortalecer su poder personal con el fuerte respaldo de Washington. Ha encontrado un voluntarioso colaborador en Mohammed bin Zayed Al Nahyan, el príncipe heredero de Abu Dabi educado en la Academia Militar de Sandhurst. Obama dio a Bin Salman luz verde para actuar a su antojo en Yemen para tranquilizar las quejas saudíes por el acuerdo nuclear de Estados Unidos con Irán. La debacle yemení bien podría convertirse en el primer clavo en el ataúd político del príncipe heredero.
Lo que vino a continuación no fue una guerra relámpago saudí, sino un sangriento punto muerto que atenaza a ambos bandos. «La intervención militar de la coalición dirigida por Arabia Saudí no consiguió devolver el poder al gobierno de transición y convirtió una crisis política y humanitaria en una catástrofe», sostiene Lackner. «Liberada» del control de Saleh y los hutíes, el sur de Yemen es un atolladero de milicias enfrentadas bajo la laxa supervisión de los EAU. En Adén hay protestas casi diarias ante la falta de servicios básicos y la falta de pago de salarios y pensiones. El secretario de Defensa de Trump, James Mattis, aplaudió a los EAU por ser «una pequeña Esparta» dadas las gestas de sus fuerzas especiales en la desastrosa guerra de Estados Unidos en Afganistán. Pero desde que cuarenta y cinco soldados de los EAU murieran el 5 de septiembre cuando un misil hutí alcanzó un depósito de municiones en la gobernación de Marib, al este de Saná, los bravos espartanos han preferido cada vez más dejar que los paramilitares locales y los mercenarios extranjeros, incluyendo exmilitares colombianos, peleen por ellos. Han levantado un abusivo «cinturón de seguridad» de milicias salafistas junto a fuerzas secesionistas, que ha llevado a que un impotente Hadi —mantenido bajo virtual arresto domiciliario en Riad— les acuse de montar un golpe de Estado en su contra. En medio del caos, la sección de Al-Qaeda en la península ha aumentado en varios miles de efectivos, mientras la Fuerza Aérea Saudí cierra los ojos ante su asombrosa captura, en las etapas iniciales de la guerra, de la ciudad de Mukalla en la costa este. Mientras tanto, la mayor parte del norte del país —incluyendo a la capital Saná— permanecen bajo control hutí, a pesar de la destrucción de áreas civiles por los bombarderos saudíes. Los saudíes también están apoyando a las milicias islah, incluyendo a Ali Mohsen y a los restos de su Primera Brigada Acorazada, en las gobernaciones norteñas de Mareb y Al Jawf, en el flanco este del territorio controlado por los hutíes.
Aunque los saudíes ponen el grito en el cielo sobre supuestos envíos de misiles para los hutíes desde Irán, su propio arsenal militar, mucho más poderoso, depende casi por completo del tráfico de armas desde América del Norte y Europa. Basándose en datos del Instituto Internacional de Investigaciones sobre la Paz de Estocolmo referidas al periodo 2001-2016, Yemen in Crisis sitúa a Estados Unidos como el mayor suministrador de armas de Riad, seguido por las antiguas potencias coloniales, Gran Bretaña y Francia. Lackner indica que todas las ventas de armas anteriores son «insignificantes» en comparación con los 110 millardos de dólares en acuerdos alardeados por Trump en su visita a Riad en mayo del año pasado, pero se trata de una falsa comparación: el «acuerdo» alcanzado por Trump representa meramente una lista de peticiones saudí basada en conversaciones que se remontan al mandato de Obama. Según William Hartung, del Center for International Policy con sede en Washington, Obama ofreció vender armamento a los saudíes por valor de 115 millardos de dólares mediante cuarenta y dos acuerdos independientes. Desde hace mucho tiempo, Riad ha podido comprar lo que quisiera en la tienda estadounidense. En este aspecto, la actuación de Obama no se diferencia en absoluto de la de Trump.
Como señala Lackner, ambas administraciones también han proporcionado una información esencial sobre objetivos militares, además del abastecimiento en el aire de los aviones de la coalición. En febrero de 2017 el Pentágono había registrado mil ochocientas salidas de aviones cisterna transfiriendo 24,5 millones de litros de fuel. Lackner continúa diciendo que «habida cuenta de que muchas de las salidas de los bombarderos no podrían haberse producido sin esa colaboración, la Fuerza Aérea de Estados Unidos debe ser considerada una participante activa en los ataques aéreos que han matado civiles y destruido instalaciones civiles». Una gran mayoría de las 16.400 bajas civiles registradas por la ONU entre marzo de 2015 y mayo de 2018 se atribuyen a ataques aéreos de la coalición. Decenas también han muerto por ataques de la aviación y los drones estadounidenses, que apuntan a las fuerzas de Al-Qaeda. Como representantes (penholders) para Yemen en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, los gobiernos británicos de David Cameron y Theresa May se han asegurado de que numerosos crímenes de guerra no sean condenados.
Las continuas maquinaciones de las potencias occidentales y del Golfo contribuyen a una competencia feroz por el dinero y otros recursos que ha fracturado a las fuerzas políticas de ambos lados del conflicto. A finales de enero de este año fuerzas leales al Consejo de Transición del Sur, un frente secesionista patrocinado por los EAU, rodearon el palacio presidencial en Adén para exigir la dimisión del gobierno nombrado por Hadi acusándolo de corrupción y mala administración. Semanas antes se habían producido violentos enfrentamientos en Saná provocados por la renuncia de Saleh a su alianza con los hutíes en respuesta a las propuestas efectuadas por Riad y Abu Dabi. Saleh y otras figuras importantes del Congreso General del Pueblo murieron en la lucha. El sobrino de Saleh, Tareq, encabezó los restos de las fuerzas de su fallecido tío, uniéndose a la coalición saudí que actualmente está tratando de abrirse camino hasta la costa del Mar Rojo. El 14 de junio, la aviación de Arabia Saudí y de los EAU empezó a bombardear intensamente las posiciones hutíes situadas en el mayor puerto de Yemen y en sus alrededores. Apoderarse de Hodeida fortalecería su dominio del norte «rebelde», cerrando a los hutíes el acceso al mar.
El clamor de las masivas protestas de estos días a menudo queda ahogado por los bombardeos aéreos y los constantes ataques de drones. A pesar de todo esto, un pueblo hambriento y atormentado sigue movilizándose mayoritariamente para protestar contra el asalto saudí y contra los que proporcionan a la coalición las últimas tecnologías en material militar: los grandes monopolios del comercio global de armas en Europa y Estados Unidos y los políticos que presionan en su favor, incluyendo al aproximadamente centenar de diputados laboristas que recientemente se negaron a apoyar la resolución de su propia dirección parlamentaria pidiendo el final de este sangriento comercio, y a la judicatura inglesa, que estampa su sello en el armamento.
Los capítulos que cierran Yemen in Crisis dejan de lado la actual destrucción para analizar las tendencias a largo plazo en la evolución social del país: la génesis del separatismo sureño; la distorsión de las estructuras sociales bajo el dominio patrimonial de Saleh debido a que el acceso al patronazgo del Gobierno central pasa por encima de la tradicional autoridad tribal; la mala administración y sobreexplotación de los recursos naturales (en Saná podrían agotarse en cualquier momento las reservas subterráneas de agua); el derrumbe de la economía por la austeridad que impone el consenso de Washington y las dinámicas de una urbanización incontrolada y del empobrecimiento rural. El análisis tiene un tono desarrollista y formula pacientemente la miríada de desafíos que tendrá que afrontar cualquier futuro gobierno yemení, suponiendo que el país se mantenga unido. Pero como reconoce la sección final, «es bastante improbable que al final de la guerra Yemen se parezca a la República de Yemen que existió desde 1990». En vez de ello,
es más probable que, en el mejor de los casos, un acuerdo de paz con respaldo internacional ponga fin a la intervención militar exterior mientras que dentro del propio Yemen la lucha continúe, con mayor o menor intensidad, entre numerosas entidades de pequeño tamaño por el acceso a los limitados recursos naturales del país. Esto podría conducir a luchas entre pequeños grupos en el sudeste, reminiscentes de los emiratos rivales del periodo de los Protectorados, y a una división chafeí-zaidí en las zonas del norte que carecen de grandes recursos y apoyo económico, mientras que las zonas ricas en estos podrían convertirse en uno o más feudos separados.
En todo el Oriente Próximo la potencias imperiales han procurado que las ganancias democráticas de la Primavera Árabe —ahora parece realmente un nombre poco apropiado— resultaran efímeras. La principal demanda de los movimientos de masas era el final de la autocracia. El anticapitalismo, el antiimperialismo, la solidaridad entre los países árabes y la libertad para Palestina apenas aparecían en la agenda, pero incluso su programa mínimo ha quedado sofocado, excepto en Túnez, la cuna de la Revolución, aunque allí su soberanía económica ha quedado en manos del G-8 y del FMI bajo la erróneamente denominada «asociación» Deauville. En Egipto, el Ejército, que ha recibido miles de millones de dólares del Pentágono, está firmemente de nuevo en el poder. Al mariscal de campo Al-Sisi se le recibe calurosamente en Washington y en todas las capitales europeas, mientras preside un Estado si cabe más profundamente implicado en la tortura, el encarcelamiento arbitrario y el servilismo institucional que en tiempos de Mubarak. En Libia, el movimiento original por la democracia fue rápidamente absorbido por las potencias de la OTAN que bombardearon el país durante siete meses, impulsando un caótico conflicto que se ha llevado entre veinte mil y treinta mil vidas. Gadafi fue pública y brutalmente linchado sin ni siquiera la farsa de juicio que se montó para Sadam, pero para satisfacción de la secretaria de Estado Clinton: «Vinimos, vimos y él murió». Siete años después el país permanece roto por las luchas de gobiernos beligerantes y milicias combatientes, que incluyen a grupos yihadistas.
En Siria, igualmente, Estados Unidos, flanqueado por Gran Bretaña, Francia, Israel, Turquía y Arabia Saudí se movió muy rápidamente tras la irrupción de la revuelta de masas, armando a Al-Qaeda y a otros grupos yihadistas para que se enfrentaran al régimen baazista. En cuestión de semanas, las fuerzas seculares habían quedado marginadas. Huyeron a países vecinos o intentaron llegar a Europa; muchos se ahogaron en el Mediterráneo. Con el respaldo de Moscú y Teherán y un sorprendente grado de apoyo local —habida cuenta de su historial— Bashar al-Assad se mantuvo en el poder. Gran parte de las zonas rurales y la totalidad de las ciudades más importantes están de nuevo bajo control baazista, pero Siria ha quedado devastada y las cicatrices son profundas. Las ilusiones kurdas de que el Pentágono les protegería de las represalias de Turquía, un aliado de la OTAN, se han desvanecido cruelmente.
La rapidez con la que los amigos se convierten en adversarios y de nuevo en amigos otra vez, de acuerdo con el cambio de prioridades del imperio, ha creado cierta nostalgia por las simples dicotomías de la Guerra Fría. En estos días, Rusia y China son medio amigos y medio enemigos. Demasiado grandes para poder engullirlos, su soberanía sigue más o menos intacta. Cuando se trata de los Estados que les rodean las cosas cambian por completo. Aquí la ruta a la hegemonía estadounidense ya está establecida: cualquier país díscolo puede ser reducido a la abyecta condición de Yemen. A pesar de los muchos actos de resistencia contra el Nuevo Orden Mundial a uno u otro nivel, en varias partes del globo cualquier alteración estructural del capitalismo centrado en Estados Unidos sigue siendo solamente una esperanza. Hace siglos, el Fausto de Goethe planteaba la cuestión de la capacidad de acción:
¿Quién lo alcanzará?
Oscura pregunta
a la que el destino pone
una máscara
cuando en el día del gran
infortunio,
sangrando, todo el género humano cae mudo.
Pero revivid con nuevas canciones,
no sigáis postrados
porque la tierra les engendra
de nuevo
como siempre ha hecho.
Nº 111 - JULIO/AGOSTO 2018
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