Luego se llega a cuestiones morales. A mi juicio, hay un grave defecto en el carácter moral de Cristo, y es que creía en el infierno. No opino que nadie que sea en realidad profundamente humano pueda creer en un castigo eterno. Pero Cristo, tal y como se le pinta en los Evangelios. Creía en ese castigo, y hallamos repetidamente una furia vindicativa contra la gente que no prestaba oído a sus predicaciones, actitud nada infrecuente en los predicadores, pero que aminora un tanto la excelencia superlativa. Esa actitud no se encuentra, por ejemplo, en Sócrates. Le vemos amable y cortés con quienes no le escuchan; y, a mi modo de ver, es más meritorio para un sabio adoptar esa actitud que la actitud de la indignación. Probablemente todos ustedes recordarán las cosas que Sócrates dijo al ir a morir, y las que generalmente decía a la gente que no estaba de acuerdo con él.
Nos encontramos con que Cristo dice en los Evangelios: «¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo evitaréis la condenación del infierno?» Esto se lo dijo a gentes a quienes no agradaban sus predicaciones. A mi juicio, no es el tono más apropiado, y hay otras muchas cosas de éstas acerca del infierno. Por supuesto, tenemos el conocido texto acerca del pecado contra el Espíritu Santo: «Quienquiera que hablare en contra del Espíritu Santo, no será perdonado ni en este mundo ni en el venidero.» Semejante texto ha producido una indescriptible cantidad de desgracias en el mundo, porque toda clase de gentes imaginaron haber pecado con el Espíritu Santo y pensaban que no serían perdonadas ni en este mundo ni en le venidero. La verdad, no creo que alguien que poseyera una proporción adecuada de bondad en su naturaleza hubiera puesto tales temores y terrores en el mundo.
También dijo: «Enviará el Hijo del Hombre sus ángeles y tomarán de su reino todo cuanto ofende y aquellos que hacen iniquidad para echarlos en el horno de fuego y allí será el llorar y el rechinar de dientes», y continúa hablando de alaridos y rechinar de dientes en un versículo y en otro, resultando evidente para el lector que hay cierto placer en contemplar esos alaridos y rechinamientos de dientes, pues, de no ser así, no lo repetiría tantas veces. También recordarán todos ustedes lo referente a las ovejas y las cabras; cómo en la segunda venida, para separar las ovejas de las cabras, Él dirá a las cabras: «Apartaos de mí, malditas, e id al fuego eterno.» Y continúa: «e irán al fuego eterno». Luego vuelve a decir: «Si tu mano derecha te fuere ocasión de pecar, córtatela y deséchala de ti: pues mejor es que entres en la horda eterna manco que seas echado al infierno con todo tu cuerpo.» Eso también lo repite una y otra vez. Debo decir que considero toda esa doctrina del fuego del infierno como castigo del pecado, una doctrina cruel. Una doctrina que impone la crueldad en el mundo y que trae al mundo generaciones de cruel tortura; y al Cristo de los Evangelios, si se le acepta tal como lo presentan sus cronistas, hay que considerarlo, en parte, responsable de eso.
Hay otras cosas de menor importancia. Está el ejemplo de los cerdos de los gergesenos donde no resultaba muy agradable para los cerdos que se introdujera en ellos a los demonios y se les precipitara desde el monte al mar. Recordarán ustedes que Él era omnipotente y podía haber hecho, simplemente, que los demonios se marcharan; pero prefirió enviarlos dentro de los cerdos. Después está la curiosa historia de la higuera, que siempre me ha dejado un tanto confuso: «Tuvo hambre y viendo una higuera cerca del camino, vino a ella y no halló nada sino hojas, pues no era tiempos de higos. Y Jesús le dijo: "Que nadie coma frutos de ti ahora en adelante"…, y Pedro le dijo: "Maestro, ¡mirad!, la higuera que maldeciste se ha secado".» Ésta es una historia muy curiosa, pues no siendo tiempo de higos, no se podía, en realidad, culpar al árbol. Tampoco considero que ni respecto a la sabiduría ni respecto a la virtud esté Cristo a la altura de algunas otras personas conocidas por la historia. Creo que habría que poner a Buda y a Sócrates por encima de Él en esas cuestiones.
BERTRAND RUSSELL,
Por qué no soy cristiano, 1927.
Por qué no soy cristiano, 1927.
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