Por Richard Milner
Cuando Charles Darwin hablaba en sus escritos de una «lucha por la existencia», no se refería simplemente a que los individuos se enfrentan entre a todos los demás en un duelo por la «eficacia». A partir de sus estudios sobre plantas e insectos realizados en su propio invernadero y huerto. Darwin descubrió que la evolución implica también una colaboración mutuamente beneficiosa entre especies relacionadas. Así, por ejemplo, observó que los órganos sexuales de las orquídeas mimetizan los colores y olores sexuales de las avispas que las polinizan. Las estructuras de todos los organismos, escribía en El origen de las especies (1859), están «relacionadas de la manera más esencial, aunque desconocía todavía, con la de todos los demás seres orgánicos con los que compiten por el alimento o el lugar de residencia o de los que tienen que huir o a los que depredan…»
En la década de 1960, los biólogos poblacionales Paul R. Ehrlich y Peter H. Raven acuñaron el término coevolución para describir los cambios evolutivos recíprocos que se dan cuando especies no relacionadas se influyen provocando cambios mutuos. Esta idea surgió de una combinación entre antiguas nociones que habían preocupado a la biología evolucionista y otras más recientes, propias de la ecología y la genética poblacionales.
En la década de 1920, dos brillantes biólogos matemáticos —el norteamericano Alfred Lotka y el italiano Vito Volterra— desarrollaron ecuaciones para describir los ciclos naturales de las relaciones ecológicas. Volterra ideó fórmulas que precederían los ciclos anuales de abundancia y escasez en los peces marinos y Lotka mostró cómo las poblaciones de zorros y conejos afectaban al número de individuos de cada especie. Más tarde, los científicos pudieron demostrar que, en realidad, conejos y zorros influían mutuamente no solo en el tamaño de sus respectivas poblaciones, sino también en su evolución física y en la vegetación de su hábitat.
La coevolución puede afectar a los animales que cazan a otros (predación), a la competición por alimentos, cobijo u otros recursos, o a la simbiosis, una asociación estrecha entre dos especies que puede ser beneficiosa mutuamente o sólo para una de ellas (como el parasitismo).
Las relaciones de predación actúan en la naturaleza como la carrera de armamentos entre los seres humanos. Cualquier arma nueva inspira una defensa o un arma opuesta. Cuando los dinosaurios carnívoros desarrollaron dientes y mandíbulas más potentes, sus presas herbívoras adquirieron placas acorazadas y púas. Los felinos predadores desarrollaron una mayor capacidad para cazar sus presas cuando los antílopes lograron mayor velocidad. Las carreras de alta velocidad entre guepardos e impalas a 110 km por hora y más por las llanuras africanas se acercan a los límites superiores posibles para animales cuadrúpedos. De manera similar, los cascos y patas de los caballos evolucionaron en una interacción relacionada con la velocidad de sus enemigos carnívoros, al igual que los dientes de los caballos y su sistema digestivo coevolucionaron con las hierbas que constituían sus pasto.
En el norte de Alaska, las liebres americanas alcanzan grandes picos poblacionales cada once años aproximadamente, cuando miles de ellas devastan la corteza y ramaje de los abedules y sauces jóvenes. Pero los árboles se defienden segregando una resina que bloquea las bacterias digestivas de los intestinos de las liebres. Si una liebre come una cantidad suficiente de corteza y ramaje, morirá de hambre. Cada año las plantas responden al ramoneo de las liebres produciendo concentraciones de resina progresivamente superiores, hasta que la población de liebres decae y el ciclo recomienza. Otro componente de la compleja relación de la coevolución afecta a los zorros, los linces y otros depredadores, cuyo número aumenta también durante los años de la abundancia de liebres, en que se dan auténticos banquetes, y declina a medida que disminuye su población. Durante la marea baja del ciclo de población de las liebres, la mayoría de los linces hembra se vuelve infértil.
Un ejemplo clásico de coevolución es el de la mariposa monarca y el algodoncillo. El algodoncillo desarrolló desde muy atrás una defensa contra la mayoría de los pájaros, insectos y mamíferos —un látex tóxico lechoso tan mortal que los indios suramericanos untaban con él las puntas de sus flechas—. Pero la mariposa monarca ha desarrollado una defensa contra el veneno: las hembras depositan sus huevos en el algodoncillo, donde sus larvas se han adaptado a alimentarse de las hojas eliminando simultáneamente el ingrediente activo letal en células corporales especialmente aisladas. Al tiempo que el veneno no daña a las larvas, hace al insecto desagradable para los predadores.
Más tarde, cuando las larvas se transforman en mariposas, utilizan el tóxico para repeler a los pájaros que intentan comérselas. Los experimentos han demostrado que los arrendajos azules regurgitan al momento las mariposas que comen y evitan posteriormente alimentarse de ellas. Pero la historia no acaba aquí. Otra mariposa, la ninfálida virrey, ha coevolucionado hasta mimetizar a la monarca en dibujo y color, de modo que —a pesar de ser comestible— los pájaros confunden esta especie con la tóxica y la dejan en paz.
DICCIONARIO DE LA EVOLUCIÓN, 1995.
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