A mediados de marzo, a medida que los estadounidenses iban recibiendo las noticias cada vez más alarmantes de la fusión de la central nuclear japonesa de Fukushima Daiichi y se preguntaban: «¿Puede suceder también aquí algo semejante?», se evidenciaba que, en realidad, ya conocían la respuesta. Como solía decir irónicamente el gran ambientalista David Brower, «las centrales nucleares son dispositivos tecnológicos increíblemente complejos para localizar las fallas que dan lugar a terremotos». A lo largo de gran parte de la costa occidental de Estados Unidos corre el llamado Anillo de Fuego, que rodea toda la placa tectónica del Océano Pacífico desde Australia, pasando hacia el norte por Japón, hasta llegar a Rusia, Alaska y descender de nuevo hasta la costa de Chile. Alrededor del 90 por 100 de los terremotos del mundo tienen lugar en ese Anillo de Fuego.
En Estados Unidos, actuando según la sarcástica predicción de Brower, se han construido cuatro centrales nucleares en las inmediaciones de las líneas de fractura del Anillo de Fuego, entre ellas dos todavía activas en el estado de California, en el que vivo. En Eureka, a algo más de 60 km por carretera desde donde escribo, había un reactor de agua hirviente que se cerró en 1976 a raíz de un terremoto en una «falla antes desconocida» a poca distancia de la costa. Ahora se almacenan allí barras gastadas de combustible nuclear —excepto una que no pudieron encontrar— justo a lo largo de la costa: espléndidamente situadas para recibir un tsunami como el que inhabilitó los generadores diésel diseñados para llevar a cabo una refrigeración de emergencia en la planta de Fukushima. En la Triple Conjunción junto al cabo Mendocino, a pocos kilómetros al noroeste de aquí, coinciden tres placas tectónicas; en 1992 tuvimos un terremoto de 7,1 grados en la escala de Richter. La regla número uno del negocio nuclear es mantener los ojos bien cerrados en todo momento y negar lo previsible.
Un poco más al sur, a medio camino entre San Francisco y Los Ángeles, está la central nuclear del Cañón del Diablo, planificada en 1968, cuando nadie conocía todavía la Falla de San Gregorio o de Hosgri —parte de la de San Andrés y del Anillo de Fuego—, a pocos kilómetros de la costa. Una investigación posterior descubrió que cuarenta años antes había habido un terremoto de 7,1 grados a poca distancia de la central, cuya construcción se completó en 1973. La empresa propietaria, Pacific Gas & Electric, dijo que ampliaría las medidas de seguridad, pero las prisas por terminarla le hicieron abandonar el proyecto de reforzar los dos reactores «a prueba de terremotos », de forma que la mejora no fue tan categórica como aseguraba. La regla número dos en el negocio de las nucleares, como en cualquier otra empresa humana, es que siempre se comete alguna equivocación en algún momento: se supone que San Diablo está construida y revisada para resistir indemne un terremoto de 7,3 grados, pero en 1906 San Francisco quedó destruida por un terremoto de 7,7 grados que rasgó la falla de San Andrés a lo largo de 500 km, al norte y al sur de la ciudad. Volviendo a la primera regla, «negar lo previsible»: las autoridades del Cañón del Diablo descubrieron recientemente otra falla y ahora se muestran preocupadas por la eventual «licuefacción del suelo» en caso de un gran terremoto. En 2008 hubo allí una irrupción de bandadas de medusas que obstruyeron la entrada de agua fría; la central estuvo cerrada un par de días. En el último recuento se habían detectado cuatro líneas de fractura frente a la costa, a poca distancia de San Diablo.
Otros 250 km más al sur está la central de San Onofre, justo en la costa, donde trabajan 2.000 operarios y a la que se ha calificado como «el centro de trabajo más terrorífico de Estados Unidos». Alguna vez me he bañado allí, en aguas muy apreciadas por los pescadores porque los peces acuden en tropel para disfrutar de su elevada temperatura; hay también quien asegura que allí crecen más rápidamente y alcanzan mayor tamaño. Existen depósitos de almacenamiento para el combustible usado en una unidad fuera de servicio, un contenedor esférico de hormigón y acero con paredes de dos metros de espesor, exactamente el mismo que las del contenedor que se resquebrajó en una de las plantas de Fukushima. Una nueva ilustración de la regla número dos, la relativa a la inevitabilidad de las «equivocaciones», se constata en una de las dos plantas activas en San Onofre: la poderosa empresa de ingeniería y construcción Bechtel instaló allí, en la parte de atrás, una vasija de 420 toneladas para un gran reactor nuclear. La falla más cercana es la de Cristianitos, considerada inactiva; véase la regla número uno. La empresa eléctrica dice que San Onofre está construida para resistir hasta un terremoto de 7 grados. Hay un muro frente al mar de 7,5 m de altura, la mitad de los que se derrumbaron como si fueran de arena a lo largo de la costa nordeste de Japón el 11 de marzo, bajo el efecto del tsunami que siguió a un terremoto de 9,0 grados. La central de San Onofre se enfría con agua del mar; a los ecologistas no les parecía suficiente, por lo que se planeó construir dos torres de refrigeración al otro lado de la autopista interestatal número 5, la principal carretera en dirección Norte-Sur de California; pero si bien serían inmunes a los ataques de las medusas, estarían expuestas a otras catástrofes. Según la previsión oficiosa UCERF, la probabilidad de que la zona de Los Ángeles sufra en los próximos treinta años un terremoto de intensidad 6,7 o mayor es del 67 por 100, y en San Francisco del 63 por 100. Aquí donde vivo yo, en la zona de Cascadia —donde el borde de una placa se introduce bajo otra, como ocurre al nordeste de Japón—, tenemos una probabilidad del 10 por 100 de un terremoto de intensidad 8 o 9; es casi seguro que pronto se producirá una gran sacudida.
Estados Unidos produce más energía nuclear que ningún otro país. Dispone de 104 centrales, muchas de ellas antiguas, proclives a innumerables filtraciones y otras averías; todas ellas peligrosas. Veinticuatro de ellas tienen el mismo diseño —de General Electric— que los reactores de Fukushima. Consideremos la central Sharon Harris de Carolina del Norte, en la que también se almacenan barras de combustible usado, altamente radiactivas, de otras dos centrales nucleares. No haría falta un terremoto o un tsunami, sino que bastaría que un terrorista moderadamente ingenioso traspasara las endebles defensas de Sharon Harris y saboteara los sistemas de refrigeración. Un estudio de los Laboratorios Brookhaven estima que un incendio en aquel depósito podría causar 140.000 cánceres y contaminar miles de kilómetros cuadrados a su alrededor.
Las reacciones de los cómplices de la industria nuclear frente a la catástrofe de Fukushima eran incursiones absolutamente previsibles —aunque casi increíbles— en la disonancia cognitiva. Valga como ejemplo la de Paddy Reagan, profesor de Física Nuclear de la Universidad de Surrey: «Tuvimos un terremoto apocalíptico en un país con 55 centrales nucleares y todas ellas se detuvieron perfectamente, aunque en tres surgieran problemas posteriormente. Fue un terremoto espantoso y, como prueba de la resistencia y solidez de las centrales nucleares, cabe decir que éstas lo han superado extraordinariamente».
También se han subido al carro destacados ecologistas, como George Monbiot, que ha aprovechado la oportunidad de uno de los peores desastres en la historia de la energía nuclear en «tiempo de paz» para anunciar en The Guardian su respaldo a la energía atómica:
La explosión en 1986 del cuarto reactor de la central nuclear de Chernobil, en Ucrania, sigue siendo, sin duda, la peor catástrofe entre los desastres nucleares en tiempos de paz. Negar que causó y sigue causando la muerte de centenares de miles de personas es uno de los principales empeños del lobby nuclear. En plena crisis de Fukushima, Fergus Walsh, el corresponsal médico de la BBC, consoló a su audiencia con la afirmación absurda de que hasta 2006 sólo había provocado sesenta muertes por cáncer; esa misma estupidez se ha repetido muchas veces desde la catástrofe de Fukushima, basada en un informe vergonzoso, supervisado por el lobby nuclear de las Naciones Unidas [3]. En 2009 la Academia de Ciencias de Nueva York publicó Chernobyl: Consequences of the Catastrophe for People and the Environment, un texto de 327 páginas redactado por los científicos Alexey Yablokov, Vassily Nesterenko y Alexey Nesterenko que constituye el análisis más completo hasta la fecha, con estadísticas sanitarias muy detalladas. En el resumen del capítulo «Mortality After the Chernobyl Catastrophe», Yablokov demuestra que más del 4 por 100 de los fallecimientos producidos en los territorios contaminados de Ucrania y Rusia entre 1990 y 2004 se debieron a la catástrofe de Chernobil:
Monbiot escribe como si no existiera el complejo nuclear académico-industrial, uno de los lobbies más poderosos del mundo, que viene funcionando desde hace setenta años y cuyos efectos en el mundo real son bastante evidentes. El presidente Obama, por ejemplo, recibió para su campaña presidencial mucho dinero de la industria nuclear, concretamente de Exelon Corporation. En su discurso sobre «el estado de la Unión» del pasado mes de enero reafirmó su compromiso con una energía nuclear «limpia y segura», una declaración tan insensata como comprometerse con una forma de sífilis benéfica y pulcra. Después del terremoto de Japón, el portavoz de Obama confirmó que la energía nuclear «sigue formando parte del plan energético general del presidente». Cuando la central de Fukushima Daiichi amenazaba fundirse el 16 de marzo, Obama encontró tiempo para grabar una entrevista televisiva para un informativo del suroeste de Nuevo México con motivo de su propuesta de 2010 sobre armas nucleares, cuya piedra angular es la financiación, con seis mil millones de dólares, de una enorme fábrica de detonadores para armas termonucleares en el complejo nuclear de Los Álamos, a 80 km de Santa Fe. ¿Por qué escogió Obama el preciso instante del accidente de Fukushima para dirigirse al público de Nuevo México? Como dejó claro el entrevistador, la región alberga poderosos donantes potenciales de fondos para su campaña: Lockheed Martin (que gestiona el Sandia National Laboratory), Bechtel, Babcock & Wilcox y la URS Corporation (que administra Los Álamos conjuntamente con la Universidad de California) [4].
A raíz del desastre de Fukushima se han producido en Alemania y Francia grandes manifestaciones contra la energía atómica, pero en Estados Unidos sólo un puñado de verdes se ha pronunciado al respecto. ¿Por qué no los hemos visto a las puertas de cada una de las 104 centrales nucleares estadounidenses? Una de las razones es que las organizaciones ecologistas firmaron hace mucho tiempo un pacto diabólico con la industria nuclear, que desde principios de la década de 1970 se ha esforzado por presentar el dióxido de carbono como el auténtico problema medioambiental y la energía nuclear como su única solución. Sus principales epígonos, obsesionados por modelos antropogénicos especulativos cada vez más desautorizados del calentamiento global —como el Natural Resources Defense Council, el World Wildlife Fund o el Sierra Club, que forzaron la dimisión de David Brower cuando se opuso a la construcción de la central del Cañón del Diablo; gente como John Holdren, asesor de Obama; y equipos supuestamente progresistas como los del Bulletin of Atomic Scientists y la Union of Concerned Scientists—, optaron por la energía nuclear. En Estados Unidos no ha habido grandes campañas contra la energía nuclear porque los progresistas estadounidenses siguen en su mayoría apiñados bajo el paraguas tóxico del plan energético de Obama. Cuando la Cámara de Representantes (aunque no el Senado) votó en 2009 un proyecto de Ley del Clima, parte del pacto era crear un «banco de energía limpia» para proporcionar financiación a la producción de más energía, incluida la nuclear.
En términos políticos, la energía nuclear siempre ha sido una guerra contra la gente, empezando por las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, pasando por los habitantes de las islas Marshall, los campesinos y demás habitantes de los lugares donde se han realizado pruebas nucleares, los indígenas norteamericanos, los latinos y los afroamericanos pobres (habituales vecinos involuntarios de los vertederos), la gente que «casualmente» resultaba dañada por «accidentes» o experimentos secretos deliberados, hasta llegar a los habitantes de Fukushima; pero no a los directivos de la Tokyo Electric Power Company, tranquilos en sus casas de Tokio o que han escapado hacia el sur, sino a los «heroicos trabajadores» que saben muy bien que están condenados. A quienes habría que enviar a reparar los daños es a los miembros del Consejo de Administración de TEPCO.
Prestemos atención a las falsas predicciones, a los errores garrafales. Recordemos la verdad elemental de que la naturaleza se cobra venganza y que la insensatez y la codicia son rasgos inevitables de la condición humana. ¿Por qué empeñarnos en fingir que vivimos en un mundo en el que no hay terremotos de intensidad 8 o 9, tsunamis, maquinaria estropeada, trabajadores olvidadizos, propietarios de centrales empeñados en recortar gastos, corporaciones inmensamente poderosas, autoridades reguladoras permisivas y políticos y presidentes ansiosos de dólares para sus campañas? ¿Son éstos los arrecifes donde ha embarrancado el movimiento progresista estadounidense? Hay que poner fin de una vez al vergonzoso pacto entre la industria nuclear y los engreídos archipámpanos verdes.
En Estados Unidos, actuando según la sarcástica predicción de Brower, se han construido cuatro centrales nucleares en las inmediaciones de las líneas de fractura del Anillo de Fuego, entre ellas dos todavía activas en el estado de California, en el que vivo. En Eureka, a algo más de 60 km por carretera desde donde escribo, había un reactor de agua hirviente que se cerró en 1976 a raíz de un terremoto en una «falla antes desconocida» a poca distancia de la costa. Ahora se almacenan allí barras gastadas de combustible nuclear —excepto una que no pudieron encontrar— justo a lo largo de la costa: espléndidamente situadas para recibir un tsunami como el que inhabilitó los generadores diésel diseñados para llevar a cabo una refrigeración de emergencia en la planta de Fukushima. En la Triple Conjunción junto al cabo Mendocino, a pocos kilómetros al noroeste de aquí, coinciden tres placas tectónicas; en 1992 tuvimos un terremoto de 7,1 grados en la escala de Richter. La regla número uno del negocio nuclear es mantener los ojos bien cerrados en todo momento y negar lo previsible.
Un poco más al sur, a medio camino entre San Francisco y Los Ángeles, está la central nuclear del Cañón del Diablo, planificada en 1968, cuando nadie conocía todavía la Falla de San Gregorio o de Hosgri —parte de la de San Andrés y del Anillo de Fuego—, a pocos kilómetros de la costa. Una investigación posterior descubrió que cuarenta años antes había habido un terremoto de 7,1 grados a poca distancia de la central, cuya construcción se completó en 1973. La empresa propietaria, Pacific Gas & Electric, dijo que ampliaría las medidas de seguridad, pero las prisas por terminarla le hicieron abandonar el proyecto de reforzar los dos reactores «a prueba de terremotos », de forma que la mejora no fue tan categórica como aseguraba. La regla número dos en el negocio de las nucleares, como en cualquier otra empresa humana, es que siempre se comete alguna equivocación en algún momento: se supone que San Diablo está construida y revisada para resistir indemne un terremoto de 7,3 grados, pero en 1906 San Francisco quedó destruida por un terremoto de 7,7 grados que rasgó la falla de San Andrés a lo largo de 500 km, al norte y al sur de la ciudad. Volviendo a la primera regla, «negar lo previsible»: las autoridades del Cañón del Diablo descubrieron recientemente otra falla y ahora se muestran preocupadas por la eventual «licuefacción del suelo» en caso de un gran terremoto. En 2008 hubo allí una irrupción de bandadas de medusas que obstruyeron la entrada de agua fría; la central estuvo cerrada un par de días. En el último recuento se habían detectado cuatro líneas de fractura frente a la costa, a poca distancia de San Diablo.
Otros 250 km más al sur está la central de San Onofre, justo en la costa, donde trabajan 2.000 operarios y a la que se ha calificado como «el centro de trabajo más terrorífico de Estados Unidos». Alguna vez me he bañado allí, en aguas muy apreciadas por los pescadores porque los peces acuden en tropel para disfrutar de su elevada temperatura; hay también quien asegura que allí crecen más rápidamente y alcanzan mayor tamaño. Existen depósitos de almacenamiento para el combustible usado en una unidad fuera de servicio, un contenedor esférico de hormigón y acero con paredes de dos metros de espesor, exactamente el mismo que las del contenedor que se resquebrajó en una de las plantas de Fukushima. Una nueva ilustración de la regla número dos, la relativa a la inevitabilidad de las «equivocaciones», se constata en una de las dos plantas activas en San Onofre: la poderosa empresa de ingeniería y construcción Bechtel instaló allí, en la parte de atrás, una vasija de 420 toneladas para un gran reactor nuclear. La falla más cercana es la de Cristianitos, considerada inactiva; véase la regla número uno. La empresa eléctrica dice que San Onofre está construida para resistir hasta un terremoto de 7 grados. Hay un muro frente al mar de 7,5 m de altura, la mitad de los que se derrumbaron como si fueran de arena a lo largo de la costa nordeste de Japón el 11 de marzo, bajo el efecto del tsunami que siguió a un terremoto de 9,0 grados. La central de San Onofre se enfría con agua del mar; a los ecologistas no les parecía suficiente, por lo que se planeó construir dos torres de refrigeración al otro lado de la autopista interestatal número 5, la principal carretera en dirección Norte-Sur de California; pero si bien serían inmunes a los ataques de las medusas, estarían expuestas a otras catástrofes. Según la previsión oficiosa UCERF, la probabilidad de que la zona de Los Ángeles sufra en los próximos treinta años un terremoto de intensidad 6,7 o mayor es del 67 por 100, y en San Francisco del 63 por 100. Aquí donde vivo yo, en la zona de Cascadia —donde el borde de una placa se introduce bajo otra, como ocurre al nordeste de Japón—, tenemos una probabilidad del 10 por 100 de un terremoto de intensidad 8 o 9; es casi seguro que pronto se producirá una gran sacudida.
Estados Unidos produce más energía nuclear que ningún otro país. Dispone de 104 centrales, muchas de ellas antiguas, proclives a innumerables filtraciones y otras averías; todas ellas peligrosas. Veinticuatro de ellas tienen el mismo diseño —de General Electric— que los reactores de Fukushima. Consideremos la central Sharon Harris de Carolina del Norte, en la que también se almacenan barras de combustible usado, altamente radiactivas, de otras dos centrales nucleares. No haría falta un terremoto o un tsunami, sino que bastaría que un terrorista moderadamente ingenioso traspasara las endebles defensas de Sharon Harris y saboteara los sistemas de refrigeración. Un estudio de los Laboratorios Brookhaven estima que un incendio en aquel depósito podría causar 140.000 cánceres y contaminar miles de kilómetros cuadrados a su alrededor.
Las reacciones de los cómplices de la industria nuclear frente a la catástrofe de Fukushima eran incursiones absolutamente previsibles —aunque casi increíbles— en la disonancia cognitiva. Valga como ejemplo la de Paddy Reagan, profesor de Física Nuclear de la Universidad de Surrey: «Tuvimos un terremoto apocalíptico en un país con 55 centrales nucleares y todas ellas se detuvieron perfectamente, aunque en tres surgieran problemas posteriormente. Fue un terremoto espantoso y, como prueba de la resistencia y solidez de las centrales nucleares, cabe decir que éstas lo han superado extraordinariamente».
También se han subido al carro destacados ecologistas, como George Monbiot, que ha aprovechado la oportunidad de uno de los peores desastres en la historia de la energía nuclear en «tiempo de paz» para anunciar en The Guardian su respaldo a la energía atómica:
A nadie le sorprenderá que los acontecimientos en Japón hayan cambiado mi opinión sobre la energía nuclear; pero podría sorprenderle en qué sentido ha cambiado. Como consecuencia del desastre de Fukushima, ya no soy neutral frente a la energía nuclear; ahora apoyo esa tecnología. Una central vieja y destartalada, con medidas de seguridad inadecuadas, se ha visto golpeada por un terremoto monstruoso y un tsunami descomunal. El suministro de electricidad falló y eso afectó al sistema de refrigeración. Los reactores comenzaron a estallar y a fundirse. El desastre ha puesto de manifiesto el legado habitual de diseño deficiente y recorte de gastos; pero, por lo que sabemos hasta ahora, nadie ha recibido una dosis letal de radiación [1].¿En qué país de fábula vive Monbiot? Dice que «por sensatos que sean los fundamentos del movimiento antinuclear, no podemos permitir que el sentimentalismo tradicional nos oculte la imagen global [...] Por mal que funcionen las centrales nucleares, causan menos daños al planeta que las centrales térmicas de carbón [...] La fusión de Chernobil fue horrenda y traumática. Hasta el momento la cifra oficial de muertos parece situarse entre 28 y 43 trabajadores en los primeros meses, a los que se añadieron después, hasta el año 2005, unos 15 civiles» [2].
La explosión en 1986 del cuarto reactor de la central nuclear de Chernobil, en Ucrania, sigue siendo, sin duda, la peor catástrofe entre los desastres nucleares en tiempos de paz. Negar que causó y sigue causando la muerte de centenares de miles de personas es uno de los principales empeños del lobby nuclear. En plena crisis de Fukushima, Fergus Walsh, el corresponsal médico de la BBC, consoló a su audiencia con la afirmación absurda de que hasta 2006 sólo había provocado sesenta muertes por cáncer; esa misma estupidez se ha repetido muchas veces desde la catástrofe de Fukushima, basada en un informe vergonzoso, supervisado por el lobby nuclear de las Naciones Unidas [3]. En 2009 la Academia de Ciencias de Nueva York publicó Chernobyl: Consequences of the Catastrophe for People and the Environment, un texto de 327 páginas redactado por los científicos Alexey Yablokov, Vassily Nesterenko y Alexey Nesterenko que constituye el análisis más completo hasta la fecha, con estadísticas sanitarias muy detalladas. En el resumen del capítulo «Mortality After the Chernobyl Catastrophe», Yablokov demuestra que más del 4 por 100 de los fallecimientos producidos en los territorios contaminados de Ucrania y Rusia entre 1990 y 2004 se debieron a la catástrofe de Chernobil:
Desde 1990, la tasa de mortalidad entre los «liquidadores» [nombre con el que se conocía a los miembros de los equipos de limpieza] ha excedido con mucho la de los correspondientes grupos de población. Hasta 2005 murieron entre 112.000 y 125.000 —esto es, alrededor del 15 por 100— de los 830.000 miembros de los equipos de limpieza. Los cálculos sugieren que la catástrofe de Chernobil ha matado ya a varios cientos de miles de seres humanos de los cientos de millones que, desgraciadamente para ellos, vivían en los territorios afectados por la lluvia radiactiva.Fukushima puede llegar a situarse junto a Chernobil y sus prolongadas consecuencias letales; pero comparemos ahora su situación con la del sur de California o Carolina del Norte. El experto nuclear Robert Alvarez, asesor de Clinton, escribió a mediados de marzo que un solo estanque de barras de combustible usado, como las del reactor número 4 de Fukushima o las de Shearon Harris, contiene más Cesio-137 que el que liberaron a la atmósfera todas las pruebas de armamento nuclear realizadas en el hemisferio norte; la explosión de ese depósito podría emitir «entre tres y nueve veces la cantidad de material radiactivo liberada por la catástrofe del reactor de Chernobil». Los verdes pronucleares, como Monbiot, parlotean acerca de «mayores garantías», sin que les entre en la cabeza que toda la historia de la energía nuclear está jalonada de quebrantamientos sistemáticos de garantías supuestamente fiables. Protegiendo buena parte de las costas de Japón hay muros de contención de 12 metros de altura, pero el reciente tsunami pasó por encima de ellos como si se tratara de castillos de arena construidos por un niño en la playa.
Monbiot escribe como si no existiera el complejo nuclear académico-industrial, uno de los lobbies más poderosos del mundo, que viene funcionando desde hace setenta años y cuyos efectos en el mundo real son bastante evidentes. El presidente Obama, por ejemplo, recibió para su campaña presidencial mucho dinero de la industria nuclear, concretamente de Exelon Corporation. En su discurso sobre «el estado de la Unión» del pasado mes de enero reafirmó su compromiso con una energía nuclear «limpia y segura», una declaración tan insensata como comprometerse con una forma de sífilis benéfica y pulcra. Después del terremoto de Japón, el portavoz de Obama confirmó que la energía nuclear «sigue formando parte del plan energético general del presidente». Cuando la central de Fukushima Daiichi amenazaba fundirse el 16 de marzo, Obama encontró tiempo para grabar una entrevista televisiva para un informativo del suroeste de Nuevo México con motivo de su propuesta de 2010 sobre armas nucleares, cuya piedra angular es la financiación, con seis mil millones de dólares, de una enorme fábrica de detonadores para armas termonucleares en el complejo nuclear de Los Álamos, a 80 km de Santa Fe. ¿Por qué escogió Obama el preciso instante del accidente de Fukushima para dirigirse al público de Nuevo México? Como dejó claro el entrevistador, la región alberga poderosos donantes potenciales de fondos para su campaña: Lockheed Martin (que gestiona el Sandia National Laboratory), Bechtel, Babcock & Wilcox y la URS Corporation (que administra Los Álamos conjuntamente con la Universidad de California) [4].
A raíz del desastre de Fukushima se han producido en Alemania y Francia grandes manifestaciones contra la energía atómica, pero en Estados Unidos sólo un puñado de verdes se ha pronunciado al respecto. ¿Por qué no los hemos visto a las puertas de cada una de las 104 centrales nucleares estadounidenses? Una de las razones es que las organizaciones ecologistas firmaron hace mucho tiempo un pacto diabólico con la industria nuclear, que desde principios de la década de 1970 se ha esforzado por presentar el dióxido de carbono como el auténtico problema medioambiental y la energía nuclear como su única solución. Sus principales epígonos, obsesionados por modelos antropogénicos especulativos cada vez más desautorizados del calentamiento global —como el Natural Resources Defense Council, el World Wildlife Fund o el Sierra Club, que forzaron la dimisión de David Brower cuando se opuso a la construcción de la central del Cañón del Diablo; gente como John Holdren, asesor de Obama; y equipos supuestamente progresistas como los del Bulletin of Atomic Scientists y la Union of Concerned Scientists—, optaron por la energía nuclear. En Estados Unidos no ha habido grandes campañas contra la energía nuclear porque los progresistas estadounidenses siguen en su mayoría apiñados bajo el paraguas tóxico del plan energético de Obama. Cuando la Cámara de Representantes (aunque no el Senado) votó en 2009 un proyecto de Ley del Clima, parte del pacto era crear un «banco de energía limpia» para proporcionar financiación a la producción de más energía, incluida la nuclear.
En términos políticos, la energía nuclear siempre ha sido una guerra contra la gente, empezando por las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, pasando por los habitantes de las islas Marshall, los campesinos y demás habitantes de los lugares donde se han realizado pruebas nucleares, los indígenas norteamericanos, los latinos y los afroamericanos pobres (habituales vecinos involuntarios de los vertederos), la gente que «casualmente» resultaba dañada por «accidentes» o experimentos secretos deliberados, hasta llegar a los habitantes de Fukushima; pero no a los directivos de la Tokyo Electric Power Company, tranquilos en sus casas de Tokio o que han escapado hacia el sur, sino a los «heroicos trabajadores» que saben muy bien que están condenados. A quienes habría que enviar a reparar los daños es a los miembros del Consejo de Administración de TEPCO.
Prestemos atención a las falsas predicciones, a los errores garrafales. Recordemos la verdad elemental de que la naturaleza se cobra venganza y que la insensatez y la codicia son rasgos inevitables de la condición humana. ¿Por qué empeñarnos en fingir que vivimos en un mundo en el que no hay terremotos de intensidad 8 o 9, tsunamis, maquinaria estropeada, trabajadores olvidadizos, propietarios de centrales empeñados en recortar gastos, corporaciones inmensamente poderosas, autoridades reguladoras permisivas y políticos y presidentes ansiosos de dólares para sus campañas? ¿Son éstos los arrecifes donde ha embarrancado el movimiento progresista estadounidense? Hay que poner fin de una vez al vergonzoso pacto entre la industria nuclear y los engreídos archipámpanos verdes.
New Left Review, 68
(mayo/junio 2011)
(mayo/junio 2011)
NOTAS:
[1] George Monbiot, «Why Fukushima made me stop worrying and love nuclear power», The Guardian, 21 de marzo de 2011.
[2] G. Monbiot, «Japan nuclear crisis should not carry weight in atomic energy debate», The Guardian, 16 de marzo de 2011.
[3] «Chernobyl’s Legacy: Health, Environmental and Socio-economic Impacts», Agencia Internacional de la Energía Atómica, Viena, 2006.
[4] Véase Will Parrish, «How Obama Flacked for Plutonium as Fukushima Burned», CounterPunch, 1 de marzo de 2011.
¡BRAVO! Ahora que están cayendo uno tras otro tantos mitos y embustes, alguien por fin se digna a hablar desde la izquierda del timo del siglo: cómo la preocupación por un supuesto apocalipsis climático por CO2 sirve para ocultar lo verdaderamente peligroso, la radiactividad. En este blog ya lo llevamos diciendo bastante tiempo. El ecologismo imperante, heredero de la New Age, es un fraude financiado por el lobby nuclear (aunque muchos ecologistas no sean conscientes de ello... otros sí: ahí está Lovelock o el mencionado Monbiot). Por eso, el ecologismo posmoderno habla bien poco de la energía nuclear (tan sólo cuando hay un accidente muy grave y sale en los medios... ¡Pero escapes e incidentes dentro de las centrales hay casi todos los meses!). Tampoco hablan de que en cada guerrita imperialista que pagamos (como la actual guerra de Libia) se contamina el medio ambiente con armamento que contiene uranio y plutonio, que son mucho más peligrosos que el CO2. ¡Y sus efectos son para siempre!
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