sábado, 17 de septiembre de 2011

¿Quién decide quién está loco?

Cada hombre es una puerta entreabierta
que conduce a una habitación común a todos.

La personalidad de los escritores, sus tensiones internas y la incomprensión que a veces sufren, ha sido tratada en multitud de películas. En muchas de ellas, el artista acepta el rol de genio incomprendido, de persona al margen de la sociedad. En otras, sin embargo, el escritor no acepta ese alejamiento y busca que los demás le acepten tal como es. Un ejemplo de este último tipo de actitud nos lo ofreció la directora Jane Campion con Un ángel en mi mesa, basada en la vida de la escritora neozelandesa Janet Frame.

Un ángel en mi mesa comenzaba con la infancia de Janet. Vemos cómo la protagonista, una niña hija de humildes granjeros, obesa, sucia y con una estupenda cabeza aureolada por una inmensa y encrespada mata de cabellos pelirrojos, empieza a escribir poesía. Vemos cómo se convierte en una adolescente tímida y silenciosa, que se aísla, por culpa de su fealdad, de todos cuantos la rodean. Y vemos cómo en poco tiempo la protagonista es internada en un psiquiátrico. Janet se convierte así en una adolescente víctima de la falta de visión de los médicos. Ellos intentan normalizarla rompiendo su original forma de ser. Y no se dan cuenta de que probablemente sea la mejor forma de escapar de la sociedad ramplona que le rodea.

Ha pasado tiempo desde que Janet Frame sufriera las consecuencias de este error, pero las repercusiones del inevitable etiquetado que supone el diagnóstico psiquiátrico siguen resultando inquietantes. Por las mismas fechas en que Janet huía de su país natal para tratar de encontrarse a sí misma al margen de etiquetas, David Rosenhan (1975), de la Universidad de Stanford, realizó un transgresor experimento para averiguar cuánto influye el etiquetado psiquiátrico en la forma en que interpretamos lo que hacen los demás; ¿qué pasaría si un grupo de personas, completamente cuerdas, trataran de ingresar en un hospital psiquiátrico fingiendo padecer alguno de los síntomas de la locura, ¿se les clasificaría de locos? Y en caso de ser admitidos en el hospital, ¿se darían cuenta los doctores de que se trataba de una impostura?

En el experimento realizado por Rosenhan, los ocho participantes (psicólogos, psiquiatras, pediatras, un ama de casa…) acudieron al hospital contando algo que en realidad no ocurría: dijeron que oían voces. Ocultaron su verdadera profesión y, a partir de ahí, nunca más mintieron: contaron sus sentimientos reales, sus pensamientos y los acontecimientos significativos de su vida. En cuanto estuvieron ingresados, dejaron de decir que oían voces y se convirtieron en las mismas personas que eran en la vida diaria. Además, se mostraron ansiosos por cooperar y decían querer «curarse» para salir lo más pronto posible. Sin embargo, todos ellos fueron diagnosticados de esquizofrenia, exceptuando uno de los participantes: a éste se le diagnosticó psicosis maniaco-depresiva. Cuando se les dio de alta, en el informe figuraba: esquizofrénico en remisión. La impostura no había sido descubierta por ninguno de los expertos en salud mental.

De hecho, sólo hubo un grupo de personas capaces de darse cuenta del engaño: los pacientes reales. Muchos hacían a los pseudopacientes comentarios de este tipo: «Tú no estás loco. Eres un periodista o un profesor. Estás investigando lo que ocurre en el hospital.»

Como nueva vuelta de tuerca, Rosenhan hizo el experimento contrario: dijo al personal médico que un grupo de falsos pacientes intentaría ingresar en el hospital en los meses siguientes. Lo que consiguió fue que, a partir de entonces, los médicos se volvieron muy susceptibles y sospechaban de todos los pacientes. De hecho, diagnosticaron como falsos enfermos mentales a uno de cada cuatro.

El experimento demostró algo sumamente inquietante para los psicólogos y psiquiatras: una vez que alguien recibe un diagnóstico, cualquier cosa que haga será interpretada en contra suya. De hecho, ésa fue la sensación que tuvieron los falsos pacientes de Rosenhan: cualquier comportamiento que tuvieran (estuviera o no dentro de la norma) se interpretaba como síntoma de enfermedad mental.

Dylan Thomas decía que un alcohólico es alguien que no te cae demasiado bien y bebe tanto como tú. El problema es que, una vez que le calificas de alcohólico, todo lo que hace será interpretado desde ese diagnóstico.

Otro tipo de investigaciones demuestran que el etiquetado tiene también gran poder en la vida real. En otro experimento clásico (Ross, 1977) se proporcionó a un grupo de psicólogos y psiquiatras una serie de historias clínicas verdaderas. Cuando después se les pidió que interpretaran acontecimientos que habían ocurrido en la vida de esas personas, los psicólogos y psiquiatras explicaban, a partir de la historia clínica, cualquier cosa que el paciente hubiera hecho. No importaba que fuera un intento de suicidio, un episodio de violencia de género o una relación sana y equilibrada con un hijo: ellos encontraban que todo se explicaba fácilmente a partir del diagnóstico del paciente. Es lo que, en la vida cotidiana, se traduce en la frase «ya sabía yo que acabaría así».

Los profesionales de la salud mental, acostumbrados a la falsa certidumbre que da una profesión en la que siempre estamos explicando e interpretando, debemos tener especial cuidado con esa tendencia a la autoconfirmación del diagnóstico. Todos los seres humanos usamos etiquetas continuamente y a todos nos cuesta cambiarlas. Pero el riesgo de un diagnóstico rígido, en nuestro caso, es demasiado grave.

La escritora Janet Frame, después de vivir el apogeo del movimiento hippy en Londres y en Ibiza, acabó por volver a su tierra natal. Allí consiguió la paz que buscaba, dedicándose definitivamente a escribir y viendo cómo el diagnóstico psiquiátrico que se le había impuesto en su juventud era revisado y corregido. Se convirtió así en una de esas personas que supo liberarse de la cárcel que supone haber sido falsamente etiquetada.


Janet Frame fue víctima de una lobotomia,
tras la experiencia logró escapar de su país.

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