En estos tiempos en los que se habla mucho del cambio climático —posiblemente producido por causas humanas—, uno de los argumentos más utilizados en defensa tales causas antropogénicas es el ritmo acelerado, que dicen, con el que está aumentado las temperaturas medias del planeta,—debido al incremento de los niveles de CO2 expulsado a la atmósfera—, pues si fuese natural tendría que ser más lentamente. En el pasado también hubo cambios climáticos, porque el clima cambia, ha cambiado y cambiará siempre. Durante la ultima glaciación hubo un descenso rápido de las temperaturas, y la actividad humana no tuvo nada que ver. ¿Tal vez, el llamado «efecto invernadero» tenga también causas naturales? El médico Sharon Moalem, junto al escritor Jonathan Prince, nos cuenta en su libro La ley del más débil. Un médico inconformista descubre por qué son necesarias las enfermedades algo sobre uno de esos cambios rápidos del clima mundial:
Hasta hace cincuenta años, los científicos que estudiaban los cambios climáticos globales pensaban que esos cambios a gran escala ocurrían con mucha lentitud. Hoy en día, gente como Al Gore o Julia Roberts se han propuesto la misión de dejar claro que la humanidad tiene la capacidad de provocar cambios cataclísmicos en el curso de pocas generaciones. Pero antes de 1950, la mayoría de científicos creían que el cambio climático requería miles, tal vez cientos de miles de años.
Eso no significa que no aceptasen la idea de que el hielo y los glaciares habían cubierto hacía tiempo el hemisferio norte, sino que estaban felizmente convencidos de que los glaciares se movían pausadamente, que tardaban eones en descender y eras en retroceder. Ciertamente, la humanidad no tenía por qué preocuparse; nadie iba a ser atropellado por un glaciar descendiendo a toda velocidad. Si un cambio climático generalizado nos estaba conduciendo a una nueva Edad de Hielo, aún tendríamos algunos miles de años para hacer algo al respecto.
También surgieron, por supuesto, algunas voces discordantes, pero la mayor parte de la comunidad científica no les prestó atención. El astrónomo Andrew Ellicott Douglass, que trabajaba en Arizona en 1895, empezó a talar árboles para examinarlos, buscando evidencias de algún posible efecto de las erupciones solares, también llamadas «manchas solares», que ocurren cíclicamente. Nunca encontró esas evidencias pero, a cambio, fue el precursor de la dendocronología, la técnica científica que estudia los anillos de los árboles para obtener información sobre hechos pasados. Una de sus primeras observaciones fue la de que los anillos eran más estrechos en los años fríos o secos y más anchos en los años húmedos o cálidos. Contando los anillos uno por uno, descubrió lo que parecía ser un cambio climático de un siglo de duración que ocurrió aproximadamente en el siglo diecisiete, con un descenso importante de la temperatura. La reacción de la comunidad científica fue un desdén colectivo. Douglass era, a ojos de los científicos que estudiaban el cambio climático, alguien que talaba árboles en el bosque. Según el doctor Lloyd Burckle, de la Universidad de Columbia, Douglass no sólo tenía razón, sino que el hechizo centenario que había desentrañado era el causante de mucha música bella. Burckle añadía que el sonido sublime de los instrumentos de cuerda de los grandes artesanos europeos, como los Stradivarius, era el resultado de la alta densidad de la madera proveniente de árboles que crecieron durante ese siglo frío. La densidad de la madera se debía a que creció poco durante los períodos fríos y, por consiguiente, sus anillos estaban muy próximos unos de otros.
Las evidencias de la posibilidad de un cambio climático rápido se iban acumulando. En Suecia, los científicos que estudiaban los estratos de lodo de los fondos de los lagos encontraron pruebas de que el cambio climático estaba ocurriendo mucho más rápidamente de lo que se pensaba en esos momentos. Esos científicos hallaron grandes cantidades de polen de una flor silvestre ártica llamada Dryas octopetala en capas de iodo de hace 12.000 años. El hábitat habitual de la Dryas es el Ártico; sólo floreció en el continente europeo en períodos de frío considerable. Su propagación generalizada en Suecia hace 12.000 años parece indicar que el clima templado que había seguido a la última Edad de Hielo había sido interrumpido bruscamente por temperaturas mucho más frías. En agradecimiento a la flor silvestre delatora, se le dio el nombre de Dryas Reciente a esa reincidencia de frío ártico. Por supuesto, a causa del pensamiento dominante, incluso esos científicos creyeron que la «rápida» llegada de la Dryas Reciente había durado unos 1.000 años.
Es difícil infravalorar el efecto glacial, y nunca mejor dicho, que el pensamiento establecido puede tener sobre la comunidad científica. Los geólogos creían que el presente era la clave para entender el pasado; si así es como el clima se comporta en la actualidad, así es como se comportaba en el pasado. La teoría del uniformismo, tal y como el físico Spencer Weart señala en su libro The Discovery of Global Warming (2003), era el principio directriz entre los científicos:
Durante casi todo el siglo veinte, el principio uniformista fue valorado por los geólogos como fundamental para su ciencia. Según la experiencia humana, las temperaturas no cambiaron radicalmente en todo un milenio, y en eso se basaba el principio uniformista, que afirmaba que cambios tan drásticos no habían sucedido en el pasado.
Si uno está seguro de que algo no existió, no va a ponerse a buscarlo, ¿no es así? Y como todo el mundo estaba seguro de que los cambios climáticos globales tardaron al menos mil años, nadie se molestó en comprobar la evidencia que podría haber revelado cambios más rápidos. Los científicos suecos que estudiaron los estratos de lodo del fondo del lago y que fueron los primeros en postular el «rápido» florecimiento milenario de la Dryas Reciente tenían entre manos trozos de lodo que abarcaban siglos; nunca investigaron muestras lo suficientemente pequeñas como para poder demostrar un cambio más acelerado. La prueba de que la Dryas Reciente descendió sobre el hemisferio norte mucho más rápidamente de lo que pensaban estaba justo delante de sus ojos, pero ellos estaban cegados por sus suposiciones.
En las décadas de los cincuenta y sesenta, la teoría uniformista empezó a deshincharse, o al menos a perder fuelle, a medida que los científicos empezaron a comprender el potencial de los acontecimientos catastróficos para provocar cambios rápidos. A finales de la década de los cincuenta, Dave Fultz, de la Universidad de Chicago, construyó una maqueta de la atmósfera de la Tierra, con fluidos giratorios que simulaban el comportamiento de los gases atmosféricos. Los fluidos se desplazaban siguiendo una pauta estable y repetitiva, a no ser, por supuesto, que fuesen interrumpidos. En ese experimento, incluso la interferencia más sutil provocaba cambios enormes en las corrientes. No podía considerarse una prueba, pero era ciertamente un indicio convincente de que la atmósfera real era susceptible de cambios significativos. Otros científicos desarrollaron modelos matemáticos que indicaban posibilidades similares de cambios súbitos.
A medida que se iban descubriendo nuevas evidencias y que las anteriores se iban reexaminando, el consenso científico evolucionó. En la década de los setenta existía el consenso generalizado de que los cambios climáticos que provocaban la aparición y desaparición de los glaciares podían ocurrir en sólo algunos cientos de años. Ya no se pensaba en milenios, sino en siglos. Los siglos eran la nueva medida de «rápido».
Había un nuevo consenso sobre el cuándo, pero una total falta de acuerdo respecto al cómo. Puede que el metano hubiera emergido burbujeante de las ciénagas de la tundra y hubiera almacenado el calor del sol, o tal vez se desgajaron capas de hielo de los polos y enfriaron los océanos. Podría haber sucedido que un glaciar se hubiera fundido en el Atlántico Norte, creando un enorme lago de agua dulce que hubiese interrumpido abruptamente la corriente oceánica de agua cálida tropical que se desplaza hacia el norte.
Resultó muy apropiado que la prueba dura y fría terminó por encontrarse en el hielo duro y frío.
A principios de la década de los setenta, los climatólogos descubrieron que algunos de los mejores registros históricos de pautas climatológicas estaban archivados en los glaciares y plataformas de hielo de Groenlandia. Fue un trabajo duro y peligroso; nada más alejado de la típica imagen estereotipada del investigador en su laboratorio, ataviado con una bata blanca. Esto era un deporte de riesgo: expediciones multinacionales avanzando trabajosamente por el hielo, escalando, transportando toneladas de peso en máquinas y soportando los efectos de la altitud y del frío inconcebible, con el único objetivo de perforar hasta más de tres mil metros en el hielo. La recompensa era un registro prístino e inequívoco de las precipitaciones anuales y la temperatura en el pasado, que había permanecido intacto durante milenios y que esperaba revelar sus secretos con sólo unos pocos análisis químicos. Aunque antes había que ir a buscarlo, claro está.
En la década de los ochenta, esas barras extraídas del hielo confirmaron la existencia de la Dryas Reciente: un serio descenso de las temperaturas que empezó alrededor de 14.000 años atrás y que duró aproximadamente cien años. Pero eso era sólo la punta del iceberg.
En 1989, Estados Unidos organizó una expedición para perforar hasta el fondo de la capa de hielo de Groenlandia, de un total de tres kilómetros de grosor, y que representaba 110.000 años de historia climática. A sólo treinta kilómetros de allí, un equipo europeo estaba llevando a cabo un estudio similar. Cuatro años más tarde, ambos equipos llegaron hasta el fondo, lo que cambiaría nuevamente el significado de rápido.
Las barras de hielo revelaron que la Dryas Reciente (la última Edad de Hielo) duró sólo tres años. De la Edad de Hielo a la normalidad, no en tres mil o en trescientos años, sino sólo en tres años. También revelaron que el comienzo de la Dryas Reciente se produjo en sólo una década. Esta vez la prueba era clara como el agua, el rápido cambio climático era muy real. Era tan rápido que los científicos dejaron de usar el término rápido para describirlo y empezaron a utilizar palabras como abrupto y violento. El doctor Weart lo resumió en un libro publicado el año 2003:
Ahora sabemos que la oscilación de las temperaturas, que según las estimaciones de los científicos en los años cincuenta requería decenas de miles de años, en los setenta miles de años y en los ochenta siglos, sólo tarda décadas.
De hecho, ha habido varios cambios climáticos abruptos desde hace 110.000 años; el único período realmente estable han sido los últimos 11.000 años. Así pues, resulta que el presente no es la clave para entender el pasado, sino la excepción.
El factor más probable del comienzo de la Dryas Reciente y la súbita reaparición de bajas temperaturas en toda Europa fue la perturbación que sufrió en el océano Atlántico la corriente oceánica, o circulación termohalina. Cuando se comporta normalmente, o al menos de la manera en que estamos acostumbrados, la corriente transporta superficialmente agua tropical cálida hacia el norte, la cual, al enfriarse, se hunde hacia el fondo y vuelve a los trópicos en dirección sur. Ése es el motivo de que Gran Bretaña tenga un clima templado aunque, de hecho, esté en la misma latitud que Siberia. Sin embargo, cuando la corriente se interrumpe, por ejemplo, por una gran afluencia de agua dulce cálida que se haya derretido de las capas de hielo de Groenlandia, podría tener un impacto significativo sobre el cambio climático y convertir Europa en un lugar muy, muy frío.
SHARON MOALEM y JONATHAN PRINCE
La ley del más débil, 2006.
La ley del más débil, 2006.
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