sábado, 18 de febrero de 2012

Ecrasez l'infáme o desertemos de esta Iglesia

por Karlheinz Deschner


«Desde tiempos inmemoriables es sabido cuán provechosa
nos ha resultado esta fábula de Jesucristo.»

PAPA LEÓN X

¿Por qué seguimos prestando atención a un cadáver? ¿Al cadáver descomunal de un engendro histórico? ¿A los despojos de un monstruo que ha perseguido, destrozado y devorado a un sinnúmero de personas (hermanos, prójimos, criaturas hechas a semejanza de Dios) con la mejor conciencia y el más sano de los apetitos y eso a lo largo de milenio y medio a impulsos del ansia de sus fauces o por consideraciones de utilidad. Todo para mayor gloria de su Moloch y para cebarse a sí mismo con creciente voracidad: padres y madres, niños y ancianos, enfermos y tullidos, pobres de espíritu y genios, millones de paganos, millones de judíos, millones de brujas, millones de indios (¡por lo menos 15 millones en una sola generación!), millones de africanos, de cristianos. Todos dados al demonio, matados y digeridos, así a lo largo de la historia y hasta casi nuestros días con la matanza en los años 40 de casi 700 mil ortodoxos serbios en la que tuvo parte activa el mismo clero católico ¡con los franciscanos a la cabeza! y no sin la bendición y el beneplácito de Eugenio Pacelli, el Papa Pío XII, esa aparición tan perfectamente seráfica, este asceta tan ampliamente venerado, casi divinizado, tan austero y altruista, por lo demás, tan entregado de por vida al ideal de pobreza evangélico que él (no puedo menos de repetirlo incesantemente) no dejó sobre la tierra más que un mínimo peculio, un óbolo de San Pedro o, por así decir, de Eugenio, de Pacelli, por un monto de 80 millones de marcos en oro y divisas —propiedad estrictamente privada, penosamente ganada por la propia laboriosidad y el ahorro (pues sólo una cosa es necesaria, ¿no es verdad?)— por lo que, como premio a tan apostólico estilo de vida, a tan hermosa imitación de Cristo, tiene también en perspectiva una canonización cada vez más próxima ¡Ay!, ¿Qué sátira de la literatura mundial es mejor o tan buena, o siquiera, la mitad de buena que la vida del más famoso de los papas de nuestro tiempo? Y mientras el tío Eugenio, santo hasta los dedos tenues, delgados y largos, (¡Oh! ¡Qué inolvidable era el modo como solía usarlos para bendecir!) metía en sus sacos los 80 millones, sus tres sobrinos, dotados de óptimas prebendas tanto en la Santa Sede como en el big business se embolsaban 120 millones. ¿Y cuántos católicos tuvieron que sucumbir entonces a la miseria, morir de hambre o reventar de mala manera?

¿No se hace con ello más comprensible nuestra pregunta preliminar, nuestra, aparentemente, tan anacrónica autopsia: la de por qué permanecemos todavía junto a esa abominación de lenguas angélicas que lleva ya doscientos años muerta, limpiamente abatida por algunas de las mejores cabezas del mundo, pero que, en último término, espichó por culpa de sí misma, por causa de su temible sed de sangre (mientras la Buena Nueva enseña el amor al prójimo y a los enemigos) y por causa de su falsedad sin igual (mientras ella se autoalaba como hontanar de la verdad, que dispensa en exclusiva la Bienaventuranza)? Seguimos junto a ella porque su estómago prodigioso —lo único prodigioso en ella— está aún presente por doquier, se pudre a la vista de todos, más mimada y cebada que las vacas sagradas de la India (que al menos están vivas y llenas de candidez); porque su olor llena por todas partes el aire, el mundo; porque sus vaharadas nos llegan aún desde los hábitos y las sotanas, desde las catedrales y los cuarteles, desde los parlamentos, desde los artículos de la ley, desde los textos escolares, desde las hojas de pacotilla y las emisoras. Por todas partes pervive aún la Edad Media, por todas partes se oye el pío lloriqueo, los jubilosos aleluyas y los clamores de Pascua. Y después: despojarse del yelmo para la plegaria y sumirse en la fosa nuclear común, pues incluso la guerra atómica es legítima para los cristianos tipo catch as can catch; hasta las bombas atómicas pueden ponerse al servicio del amor al prójimo —según ellos proclaman— y hacer de buhoneros del espíritu de San Francisco y de la teología de la cruz aunque sea hasta el hundimiento colectivo. «Pues, opina el Pater Gundlach, profesor y rector de la universidad papal bajo Pío XII, cuyas visiones atómicas (aprés nous le déluge) propagó con elocuencia, tenemos, en primer lugar, la certidumbre de que el mundo no durará y, en segundo lugar, no tenemos la responsabilidad del fin del mundo. En tal caso podemos decir que Dios nuestro Señor...».

¿Podrán decirlo realmente después del fin del mundo? ¿A quién podrían decírselo? Es igual, en ellos no hay ningún absurdo que sea imposible, ni tampoco ningún crimen. Lo que cuenta: que se efectúe con ayuda de Dios nuestro Señor. Generación tras generación, han mentido, torturado y masacrado en su nombre. Con su ayuda han teñido de rojo, a fuerza de sangre, ríos y arroyos, y han levantado túmulos de cadáveres a través de la historia. Con Dios contra los paganos. Con Dios contra los judíos. Con Dios contra los lombardos, los sajones, los sarracenos, los húngaros, los británicos, los polacos. Con Dios contra los albigenses, los valdenses; contra los campesinos rebeldes de Steding; contra los husitas; contra los rebeldes de Flandes, los hugonotes; contra la revuelta campesina alemana. Con Dios contra los protestantes y con Dios contra los católicos. Con Dios, sobre todo, en las propias luchas intestinas. Con Dios en la Primera y la Segunda Guerra mundial. Seguro que también con él en la Tercera. Fiestas sacrificiales y ecuménicas sin parangón: pues incluso en el trecho final del siglo XX se siguen celebrando por doquier, con un máximo de medios destructivos y un mínimo de humanidad. Todavía en el umbral de la era atómica impera el más puro ethós caníbal. Impera aún por todas partes, cuando el hombre ha asentado ya su pie en la luna (desde luego para, llegado el día, seguir matando allí o desde allí), una mentalidad de matarife propia de la Edad Media. Por todas partes ese olor cristiano a carroña, entreverado de incienso, de Palestrina y de la facundia del Pater Leppich. Cuatrocientos años después de Bruno, trescientos después de P. Bayle, doscientos después de Voltaire, cien después de Nietzsche, cincuenta después de Freud, el número de los que abandona esta Iglesia es vergonzosamente escaso, fatalmente escaso. Una Iglesia que, generación tras generación, no sólo entregó sus antepasados al matadero del Estado —si es que no los mató ella directamente— sino que además los depauperó del modo más horrendo durante un milenio y medio, una Iglesia a la que ya Karl Kautsky llamó la «máquina de explotación más gigantesca que el mundo haya visto jamás».

¡Tiene su razón de ser el que precisamente los Papas, los vicarios de Cristo —testimoniando desde luego con ello la más tremenda indigencia de espíritu de la historia universal, algo que los deja completamente en evidencia— hayan prohibido severamente, de siglo en siglo, la lectura de la Biblia en los idiomas vernáculos y que hasta 1897 la haya hecho depender de la Inquisición romana! Pues así como todas las masacres, las campañas genocidas, las matanzas de paganos, los pogroms contra los judíos, las persecuciones de herejes, las hogueras, los postes de tormentos, los calabozos de brujas, las cámaras de tormentos, las cruzadas, todas las degollinas que se pretendían fuesen gratas a Dios, las incontables guerras, grandes y pequeñas, en las que la Iglesia estuvo directa o indirectamente envuelta (¿y en cuántas guerras europeas no lo estuvo?) así como todos esos modos de asesinar nada en absoluto tienen que ver con aquel que sólo quería la paz y el amor a los enemigos, así también la política clerical de explotación, que extendió desde la antigüedad una miseria inimaginable, está en crasa contradicción con aquel Jesús que, según la Biblia, vive en una pobreza total, fustiga acremente al «Injusto Mammon» (Dios de la opulencia) y el «engaño de la riqueza», exige de sus discípulos la venta de todos sus bienes y la predicación del Evangelio sin llevar dinero en el cinto.

Sin embargo, ya en el siglo III los obispos se conceden a sí mismos el derecho de cubrir todas sus necesidades a costa del erario de la Iglesia. En el siglo IV se convierten en aliados de un estado que sangra a sus súbditos como una sanguijuela. En el V, el obispo de Roma se convierte ya en el mayor latifundista del Imperio Romano. Durante mucho tiempo se sofocan por doquier protestas políticas, se reprimen los disturbios sociales entre los cristianos de Africa, España y las Galias y con gran elocuencia se promete a los pobres la felicidad en el más allá, una razón, y no la última, para extraerles mejor el jugo en el más acá. Ya en el VI se recauda el diezmo eclesiástico —motivo de interminables lamentos— legalizado después por Carlos «Matasajones» (Carlomagno) y que la Iglesia ha venido percibiendo hasta el siglo XIX. En el siglo VIII obtiene, mediante dolo, el Estado Pontificio, confirmado y aumentado una y otra vez por los soberanos francos y sajones, capaz, finalmente, de combatir por sí mismo, armado hasta los dientes, con ejército y marina propios. La Iglesia hace presa de todo cuanto se deja apresar, desde castillos aislados hasta ducados enteros. Roba todo cuanto esté al alcance de su mano: ya en el siglo IV el patrimonio de los templos paganos, en el VI el patrimonio de todos los paganos en general. Después las posesiones de millones de judíos expulsados o asesinados; los bienes y enseres de los herejes carbonizados en la hoguera y, a menudo, también los de los brujos y brujas que corrieron igual suerte. Y si la Iglesia trata abusivamente a quienes discrepan de ella, también hace lo propio con los mismos fieles, imponiendo a cada paso nuevos impuestos elevando los antiguos, cobrando arriendos, intereses. Por medio de extorsiones, indulgencias, patrañas de milagrerías y el fraude de las reliquias. Y se daba más de una vez el caso de que el dinero se recaudaba mediante la excomunión, los interdictos o por la fuerza de la espada. Comprensiblemente el pueblo italiano fue el más expoliado y Roma se convirtió en la ciudad más miserable y más levantisca del Occidente. El número de sus habitantes disminuyó de dos millones, en la época pagana, a 20.000 en el siglo XIV.

La Iglesia posee en la Edad Media —no sólo, desde luego, gracias al pillaje y la guerra, sino también gracias a las donaciones de aquellos con quienes se alió para esas fechorías— un tercio de todo el suelo europeo, que ella hacía cultivar por siervos a quienes tenía con frecuencia en menos estima que al ganado. ¡No es casual que en la época de máximo florecimiento del cristianismo un campesino de esa condición social apenas valía la mitad de un caballo! Tampoco lo es el que la Iglesia, necesitada de mano de obra barata para sus cada vez más extensas posesiones a partir del siglo IV, consolida y endurece la esclavitud, llegando a ser muy probablemente la mayor propietaria de esclavos. Ni lo es el que fuese ella quien hizo imposible la manumisión —algo que no se dio en ningún otro lugar— en cuanto que «bienes de la Iglesia», mientras que, de siglo en siglo, impone nuevos procedimientos de esclavización. No es, consecuentemente, casual que el «obsequio de Dios» como la llama el Doctor de la Iglesia Ambrosio, la «Institución Cristiana» como Tomás de Aquino y tras él Egidio Romano, denominaron a esta esclavitud, adquiera un nuevo auge en el Sur de Europa a finales de la Edad Media. Ni lo es el que el esclavismo moderno, el de los negros en América del Norte —continuación inmediata de la esclavitud de la Edad Media— se apoye en los mismos argumentos teológicos el de la igualdad de los derechos religiosos y el del designio divino. Con otras palabras: mientras que el esclavo obedecía otrora por pura impotencia y mero temor, ahora la Iglesia cristiana le imponía su obediencia de cadáver viviente como una obligación moral. (Y en el fondo no sólo a él sino igualmente a todos los soldados, a todos los civiles, a los cristianos en general).

Pues la Iglesia, sea de ésta o aquella confesión, estuvo siempre del lado de los esclavistas, de los explotadores. La Católica, que ya desde la Antigüedad alabó por boca de San Agustín el ideal de la «pobreza cargada con las fatigas del trabajo» consolaba a los esclavos con la idea de que su destino era designio divino, al tiempo que hacía ver a sus señores cuántas ventajas se derivaban para ellos de aquella influencia consoladora. También la Iglesia de Lutero, que no tardó él mismo en traicionar, como sólo sabe hacerlo un curángano, a los campesinos sometidos a una sangrante explotación, a quienes vendió a los príncipes de la nobleza. Éstos fortalecieron con ello su poder que duró así hasta el siglo XX. Asimismo la cúpula dirigente de la Iglesia de Inglaterra a quien dejaba totalmente fría la horrible miseria de los obreros agrícolas y fabriles —en bastantes aspectos peor que la de la antigua esclavitud— y que como dice Marx: «estaba antes dispuesta a perdonar un ataque a 38 de sus 39 artículos de fe que a una 1/39 parte de sus rentas». Y lo mismo vale decir de la Iglesia Ortodoxa Rusa que poseía, incluso hasta 1917, un tercio del suelo y que estrujaba al pueblo no menos que el Zar a cuyo poder había que someterse porque, según rezaba el primer artículo del Código Imperial «Dios mismo lo ordena». Ya se ha dicho más arriba: todo en el nombre de Dios. Las guerras en el nombre de Dios. La pobreza en el nombre de Dios. Hoy igual que ayer, pues aunque los métodos hayan, ciertamente, variado (por la fuerza de las cosas, que conste) la explotación ha permanecido.

¿Pues de dónde proviene el enorme capital que atesoran hoy las iglesias? A la cabeza de todas la Iglesia Católica, que sigue siendo la mayor propietaria en tierras de todo el orbe cristiano, cuyas acciones y otras participaciones en capital se estimaron en 50.000 millones de marcos, eso hace un decenio; que tan solo en Roma controla una docena de bancos y a la que también pertenece de facto el banco privado más grande del mundo, el Bank of America, del que posee el 51% de las acciones, a la vez que guarda grandes reservas en oro en Fort Knox e invierte capital en empresas de las más diversas clases, en grandes firmas españolas, en compañías petrolíferas francesas, en centrales de gas y de energía argentinas, en minas de estaño bolivianas, en factorías de caucho brasileñas, en las industrias norteamericanas del acero, en la General Motors, en Alitalia, la mayor de las compañías aéreas italianas y en la empresa automovilística Fiat. Asimismo en una larga lista de compañías italianas de seguros y de la construcción, en compañías alemanas de seguros de vida y bienes, en la Fábrica de Anilina y Soda de Baden (BASF), en las fabricas de colorantes de Leverkusen, en la Sociedad Alemana de Petróleos, en las Centrales Eléctricas de Hamburgo, en la Industria Minera de la Hulla de Essen, en las Acererías Renanas, en la Unión de Factorías Alemanas del Acero, en la Sociedad Azucarera del Sur de Alemania, en la Sociedad de Máquinas de Hielo Linde, en la Siemens & Haske SA, en la Mannesmann SA, en la BMW etc, etc, [esto en Alemania, figúrese el lector la lista completa mundial] para no hablar de los bancos de su propiedad.

Iglesia, guerra y capital van tan unidos desde Constantino hasta hoy, se han amalgamado de modo tan evidente en una única historia del espanto, que sus mismos defensores reconocen hoy abiertamente que no todo en ellos es ideal y divino; que precisamente su historia terrenal transcurre a veces de forma muy humana, quizá demasiado humana. Ahora bien, el concepto de lo humano, incluso el de lo demasiado humano, resulta un tanto forzado por una religión que, justamente como religión resueltamente partidaria del amor al prójimo y a los enemigos, ha degollado o ha hecho degollar a su prójimo y a sus enemigos peor que si fuese ganado. Y no una, diez o cien veces, sino a lo largo de milenio y medio. Que, directamente o indirectamente, ha matado más personas que cualquier otra religión del mundo y, presumiblemente, más que todas las restantes juntas. Y también se hace cierta violencia al concepto de lo humano e incluso al de lo demasiado humano cuando quien toma cabalmente como «ejemplo» a aquel que, con todo rigor, continuó el rudo anticapitalismo de los profetas judíos y de los esenios, que vivían con todos sus bienes en común; aquel que enseñó «no alleguéis tesoros en la tierra...», «vended vuestras posesiones y dádselas a los pobres», «quien quiera seguirme, que renuncie a todo cuanto posee» y otras cosas parecidas, se convierte, para decirlo una vez más con palabras de Kautsky, en «la máquina de explotación más gigantesca del mundo». Y también se fuerzan aquellos conceptos cuando, tras cuantiosas pérdidas en tiempos más ilustrados, alcanza nuevamente en nuestro siglo las riquezas mas colosales en alianza con Dios y con los supergánsteres del fascismo —desde Mussolini hasta Pavelic pasando por Hitler y Franco—. Riquezas que aumenta sin cesar gracias a las limosnas, los donativos, los impuestos y a una enorme participación en la industria europeo-americana, incluida la industria del armamento. Riquezas que se ve incluso, obligada a aumentar, como concede gustosa porque, descontadas la acción pastoral castrense y la estupidez humana, únicamente el dinero constituye la roca de San Pedro, el fundamento sobre el cual descansa actualmente el cristianismo (no sólo el de Roma) y sobre el cual se pudre, insignificante salvo para los cráneos primitivos y para los aprovechados.

Se admite que el ideal del Evangelio ha puesto el listón muy alto, que uno no está ya legitimado para condenar al cristianismo y a la Iglesia por el hecho de que no lleguen a satisfacer plenamente, ni a medias, ni en menor proporción aún ese ideal. Pero, repitamos, tampoco se puede estirar el concepto de lo humano o de lo demasiado humano tanto como lo hace quien, de siglo en siglo, de milenio en milenio realiza exactamente lo contrario, en una palabra, quien a través de toda su historia se ha acreditado como compendio, encarnación verdadera y cima absoluta de una criminalidad de dimensiones histórico-mundiales. De una criminalidad en comparación con la cual incluso un sanguinario perro de presa hipertrofiado como Hitler aparece como un caballero, puesto que él siempre predicó la violencia desde un principio y no, como la Iglesia, la paz.

Por lo demás, el contraste estridente entre ideal y realidad generó pronto la inconfundible marca distintiva de todos los cristianismos eclesiásticos: el factor ya dominante en él desde la antigüedad y que envenenó la existencia de 66 generaciones cristianas, a saber, el de una prolongada hipocresía. Aquel contraste propició asimismo una habilidad exegética verdaderamente inconcebible para tergiversar y retorcer todas las palabras de Jesús éticamente esenciales. Se usó de la mentira para añadirles un nuevo sentido, para eludir o falsear el que ya tenían o bien para escaparse de sus implicaciones, siempre al dictado de sus necesidades, con más cinismo y falta de carácter que honestidad y humanidad en la mente.

Pues las iglesias cristianas no sólo se han desacreditado de un modo absoluto desde una perspectiva pacifista y social sino también a la vista de un tercer aspecto que hemos de considerar aún. Me refiero a la cuestión de la verdad, pues ya los propios fundamentos de su fe están completamente en desacuerdo con aquella. Incluso suponiendo, por lo tanto, que esas iglesias después de tantos siglos de pillaje y asesinato se regenerasen convirtiéndose en comunidades éticamente intactas, en el summum de la humanidad (lo cual está prácticamente excluido de antemano, pues viven de la sangre que entregan al Estado): incluso en un caso así, carecerían de toda credibilidad dogmática, pues apenas tienen nada en común con Jesús, sino que todo las separa de él —algo que sabemos, afortunadamente, no por los malvados librepensadores, sino por generaciones enteras de teólogos cristianos de cuyo eminente trabajo y rigurosa meticulosidad apenas sí puede hacerse una idea el profano.

No sabemos con seguridad si la figura de Jesús de Nazaret, silenciada por todas la fuentes históricas no cristianas de su siglo (a pesar de los ciegos que ven, los paralíticos que caminan y los muertos que resucitan), es histórica. Lo que sí sabemos seguro es que el Jesús bíblico, cuyo ethos radical merece alto respeto, por muy irrealizable que aquel pueda ser para las masas, se equivocó en su convicción básica e inquebrantable, la del próximo final del mundo y de la pronta llegada del Juicio: como pasó con todos los restantes vocingleros de la alarma apocalíptica, los profetas escatológicos judíos e iranios anteriores a él y toda la cristiandad primitiva tras él.

Sabemos con seguridad que los evangelios —a los que los más prominentes teólogos de nuestro siglo caracterizan como una colección de anécdotas no interesada en una narración histórica y que ha de ser utilizada con extremada prudencia— no proceden de uno de los primeros apóstoles ni tampoco de un testigo ocular. Por lo demás, fueron compuestos decenios después de la presunta muerte de Jesús, a partir de narraciones que circulaban de boca en boca y de la propia inventiva de los evangelistas. Hasta muy adentrado el siglo II, la propia cristiandad no los consideró santos e inspirados. De ninguno de ellos, y eso vale también para todos los escritos bíblicos, nos consta su texto original, su redacción primigenia, sino que sólo disponemos de copias de copias. Es asimismo seguro que los copistas efectuaron alteraciones intencionadas e inintencionadas, armonizaciones, ampliaciones, correcciones, por lo que el texto bíblico original no puede ser fijado con seguridad, ni a veces, con verosimilitud. Las posibles versiones han crecido, en cambio, hasta llegar a una cifra que se evalúa en unas 250 mil variantes de posible lectura.

Sabemos con seguridad que en el cristianismo, como en toda la cultura de la Antigüedad, se permitió desde el comienzo la mentira pía, algo perteneciente en cierto modo a los usos del tiempo, de manera que no es únicamente Pablo —bajo cuyo nombre circulaban algunas cartas total o parcialmente falsas— quien confiesa que de lo que se trata es única y esencialmente de predicar a Cristo «de cualquier manera, sea hipócrita, sea sinceramente» (Filipenses 1,18), sino que también Doctores de la Iglesia como Juan Crisóstomo, patrón de los predicadores, aboga abiertamente por la necesidad de la mentira en aras de la salud del alma y hasta se remite para ello a ejemplos del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento. Incluso Orígenes, uno de los cristianos más eminentes y más nobles, permite abiertamente el engaño y la mentira como «recursos salvíficos». La definición que Nietzsche hace del cristianismo como arte de mentir sagradamente queda también confirmada por toda la investigación bíblica del cristianismo protestante. «Las falsificaciones —escribe en nuestros días el teólogo C. Schneider en su gran obra Historia Cultural del Cristianismo Antiguo— se inician en la época neotestamentaria y no han cesado ya nunca».

Sabemos con seguridad que Jesús resulta gradualmente divinizado desde el Evangelio más antiguo, el de Marcos, hasta el más reciente de Juan pasando por los de Mateo y Lucas, sin que, en general, se le identificase con Dios hasta bien entrado el siglo III. Se le subordinaba claramente a él y esa subordinación constituía doctrina universal de la Iglesia. Con igual seguridad sabemos que los Evangelios más recientes corrigen sistemáticamente a los más antiguos, idealizando gradualmente, no sólo la figura de Jesús sino también la de sus discípulos, aumentando también el número y el rango de los milagros de aquél.

Sabemos con seguridad que tampoco los primeros apóstoles tenían por Dios a Jesús y que la llamada profesión de fe apostólica no procede de los apóstoles, ni corresponde a sus convicciones religiosas, sino que fue compuesta en Roma, hacia finales del siglo II y que durante el siglo III aún poseía, según en qué región, distintas variantes textuales hasta que fue definitivamente fijada ya en la Edad Media.

Sabemos con seguridad que Pablo, el auténtico fundador del cristianismo, ignora ampliamente la persona de Jesús y que modificó su doctrina hasta los fundamentos. Que no solamente introdujo en la concepción cristiana el ascetismo, el desprecio fatal de la mujer y la difamación del matrimonio, sino que también estableció una serie de dogmas completamente nuevos, estrictamente contrarios al mensaje de Jesús, tales como la doctrina de la predestinación, la de la redención y la totalidad de la cristología. Que entre él y los apóstoles de Jerusalén surgieron conflictos teológicos que duraron toda una vida y que en el cristianismo no hubo nunca una concepción unitaria de la fe, ni siquiera en la comunidad primigenia y sí, por el contrario, muchas docenas de «confesiones» en el siglo III y cientos de ellas en el siglo IV, todas las cuales rivalizaron entre sí hasta que se impuso como vencedor el catolicismo. Ello fue así porque este último adoptó todo cuanto se le acomodaba de las otras grandes «herejías» evitando, con habilidad, ciertos extremos. También porque era el mejor organizado y el más brutal en la lucha por sobrevivir. La historia del dogma no es otra cosa que una interminable cadena de intrigas y violencias, de denuncias, sobornos, falsificación de documentos, excomuniones, proscripciones y asesinatos.

Y con todo —y también esto lo sabemos con seguridad y es tragicómico hasta la saciedad— no hay nada absolutamente en el cristianismo que pueda reivindicar mínimamente para sí el valor de la originalidad espiritual o histórico-religiosa. Pues comenzando por sus dogmas centrales y acabando por sus usos más periféricos, todo ello fue tomado prestado de los «paganos» o de los judíos: la predicación de la inmediata venida del Reino, la filiación divina, el amor al prójimo y a los enemigos, la idea del mesías y del salvador, las profecías acerca del redentor, su descenso a la tierra, su milagroso alumbramiento por una virgen, la adoración de los pastores, su persecución ya desde la cuna, sus tentaciones por Satán, su magisterio, su pasión y muerte (incluso en la cruz), su resurrección (también al tercer día o después de tres días, es decir, al cuarto día, pues incluso esa vacilación de los evangelios tiene manifiestamente su explicación en el hecho de que la resurrección del dios Osiris comenzó el tercer día y la de Atis, el cuarto día después de su muerte), su aparición corporal ante testigos, su viaje a los infiernos y al cielo, la doctrina del pecado original, la de la predestinación, la Trinidad, el bautismo, la confesión, la comunión, el número siete de los sacramentos, el que los apóstoles sean doce, los cargos de apóstol, obispo, sacerdote y diácono, la sucesiones en los cargos, las cadenas de la tradición, la Madre de Dios, el culto a las imágenes de la virgen, los lugares de peregrinaje, las tablas votivas, la veneración de reliquias, el don profético, los milagros tales como el de caminar sobre las aguas, conjurar tormentas, multiplicar los alimentos o la resurrección de muertos. ¿Para qué seguir enumerando? Nada de esto es original. Todo esto es mero retorno en el cristianismo y retorna no solamente según su forma externa, como una analogía formal, como mero paralelismo de los ritos, sino con los mismos contenidos significativos. Es la pura continuidad bajo otro nombre y a veces ni aun éste ha cambiado.

Dado lo precario de los fundamentos de la fe de la Iglesia, la cuestión, hoy tan debatida, de su reforma se resuelve por sí misma. Pues si realmente se desea retornar a Jesús —¡esa sería la condición irrenunciable de toda reforma!— lo cual significa en nuestros días, obviamente, retornar al Jesús que 200 años de investigación de teólogos críticos han entresacado librándolo de toda la broza a él adherida, habría que renunciar y desprenderse también de todo cuanto se es, de lo que constituye el propio fundamento, de los sacramentos, de los dogmas, de los obispos y del papa. Cualquier reforma cristiana no podía quedar en modo alguno en mera reforma. Tendría que convertirse en revolución, en subversión de todas las relaciones humanas. El mero mandamiento del amor a los enemigos tendría ya, por sí solo, ese efecto, con absoluta independencia de los resultados de la teología crítica. Lo causaría ya propiamente el amor al prójimo que el Padre de la Iglesia Basilio, una de las figuras más preclaras de la antigüedad cristiana (quien regaló de inmediato a los pobres y sin guardar lo más mínimo para sí todo su patrimonio y todas sus posesiones, siendo estas tan extensas que debía satisfacer impuestos a tres príncipes) comentaba con esta frase: «Quien ama al prójimo como a sí mismo no debe poseer más que el prójimo». (Es, lamentablemente, ridículo analizar ni un solo momento más las implicaciones de esa idea y lo es, concedamos, a la vista de la situación en la cristiandad y en la «comunidad»).

No obstante, y para tratar someramente ideas de reforma menos utópicas: ¿No se han aplicado reformas desde siempre? ¿No se reformó la segunda generación de cristianos respecto a la primera, la posconstantiniana respecto a la preconstantiniana? Reformó Bonifacio y también Hugo de Cluny; se reformó en Gorze, Brogne, Hiersau, Siegburg, Einsiedeln; también en Constanza, Basilea y Trento. Roma misma no fue la última en reformarse.

Inocencio III, quien no sólo se anticipó a Hitler con la estrella judía e introdujo en el Derecho Canónico todo un conjunto de sanciones virulentamente antisemitas y atizó los odios de la cristiandad contra albigenses y valdenses —«... álzate y cíñete la espada», lenguaje familiar a los cristianos, a raíz de lo cual tan solo en Beziers se abatió a más de 20.000 habitantes y se dio comienzo a una guerra de 20 años («santa», por supuesto)— sino que estaba tan absolutamente implicado en negocios bélicos y financieros que el obispo Jacobo de Vitry se quejó de que apenas se permitía una conversación sobre cuestiones espirituales, pasa por ser uno de los grandes reformadores papales. Y Lutero reformó en la única perspectiva decisiva, siendo, como es sabido más papista que el Papa, haciendo quemar un número de brujas más bien superior, convirtiéndose en un antisemita todavía mucho más fanático (hasta el punto de que, en el proceso de Nuremberg, Streicher se remitió a él) pues exigía respecto a los judíos: «Que se prenda fuego a sus sinagogas y escuelas... que se derrumben y destruyan igualmente sus casas... que se les arrebaten todos sus libros de oraciones y los Talmudes... que se les prohiba alabar, dar gracias o rezar a Dios en nuestra presencia y también el enseñar, bajo pena de pérdida de su cuerpo y de su vida». Lutero, que también exhortó a la nobleza a «estrangular, acuchillar en privado o en público, quien quiera que pueda hacerlo, como se ha de hacer con un perro rabioso» a los campesinos explotados. Reformador de tan gran estilo que él mismo confesó: «Los predicadores son los peores homicidas... Yo, Martín Lutero, he matado a todos los campesinos de la revuelta pues ordené que los abatiesen a golpes; toda su sangre me llega al cuello, pero los remito a Dios Nuestro Señor, quien me ordenó hablar así».

¡Como siempre, por supuesto: con Dios! Las peores acciones gangsteriles de la historia siempre son perpetradas en su nombre. Y así, con Dios, siguieron renovándose y perfeccionándose, una incesante reformatio in capite et membris hasta hoy: con masacres cada vez mayores desde el punto de vista ético, hasta las guerras mundiales celebradas como «cruzadas» y conducidas con el máximo apoyo por parte de la Iglesia (¡aunque con simultáneas apelaciones papales a la paz!). Desde el punto de vista dogmático con fábulas cada vez mayores, hasta la declaración como dogma de la asunción corporal de María (negada durante siglos por la misma Roma) por parte del tristemente famoso Pacelli quien, ciertamente, aunque nada inclinado por lo demás a los proletarios, tenía tan excelentes relaciones con la esposa del carpintero galileo (como con los dirigentes fascistas, asesinos e incendiarios, y con el Gran Capital) que aquélla se le apareció tres días seguidos, a las cuatro de la tarde, en el año 1950, año de la definición del dogma.

¡Dios!, no tengo más remedio que exclamar así, ¿reformadores a estas alturas? ¿Los impulsores y practicantes del ecumenismo? ¿Las sirenas de la Una y Santa? ¿Los corifeos del «diálogo con el mundo»? ¿Los portadores del Evangelio a los ateos? ¿Los aperturistas de izquierda y de derecha? Pero, ¿cómo vienen? ¿de qué ejercen? Está claro: de continuadores de la desgracia, de cómplices de la jerarquía, la cual podrá, gracias precisamente a ellos, seguir existiendo, en el fondo, en su integridad y exactamente como hasta ahora: con las prebendas y el poder de los dispensadores en exclusiva de la bienaventuranza, con obispos castrenses y curas de campaña, con un ejército de asistentes expertos en teología de la «moral» y con un Papa que cuando todo se derrumbe, implorará emotivamente ¡paz, paz! (al tiempo que apremia a cumplir con el juramento ante la bandera). ¿Reformadores? Meros maquilladores de cadáveres. Conservadores a sueldo de un cadáver que ya huele y no necesita ya de la reforma sino tan sólo del desollador.

Karlheinz Deschner
Opus Diaboli (La obra del diablo)

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