Escrito por Rolando Astarita
“YPF recuperada. Patria sí, colonia no”. El cartel, colgado en una avenida muy transitada del sur del Gran Buenos Aires, y firmado por el partido Comunista, resume el entusiasmo que ha despertado en la población, y en amplios sectores de la izquierda, la expropiación de parte del paquete accionario de YPF. Dado que personalmente no comparto este entusiasmo, en lo que sigue presento algunas reflexiones sobre el significado de esta medida. Mi objetivo es, en primer lugar, ubicar la estatización de YPF en tendencias que están operando a nivel mundial, y en su perspectiva histórica. En segundo término, analizar la medida en relación al “modelo K” de crecimiento. En tercer lugar, argumentar por qué no estamos ante la vuelta del estatismo anterior a las privatizaciones del 90. Esta nota se complementa con otras que he escrito sobre el capitalismo de Estado (ver aquí).
¿Qué es una empresa capitalista de Estado?
El primer punto a señalar es que se ha producido un giro bastante importante en la noción misma de qué se entiende por una empresa capitalista de Estado (en adelante, ECE). Hace algunas décadas atrás el tema parecía claro: una ECE era propiedad del Estado, y la dirigía un directorio nombrado por el Estado. En Argentina, los ejemplos típicos eran YPF, ENTEL, Aerolíneas Argentinas, y similares. Por eso, todavía a fines de los años 1980, cualquier apertura de la propiedad al capital privado era entendida como una “privatización”. Así, por ejemplo, la propuesta de Rodolfo Terragno, ministro del gobierno de Alfonsín, de que YPF, y otras ECE, salieran a bolsa y colocaran el 49% de sus stocks accionarios entre inversores privados, para que el Estado retuviera el 51%, fue considerada, lisa y llanamente, una privatización (y por muchos, una traición a la patria). Hoy, sin embargo, la compra por parte del Estado del 51% de las acciones de YPF parece habilitar para calificarla de “empresa estatal”, y saludar la medida como un acto de liberación nacional. Esto muestra entonces que en la actualidad existen diversos grados de injerencia estatal, y que los límites entre lo privado y estatal, en alguna medida, se han difuminado. Según algunos criterios, son ECE aquellas empresas en las que el Estado tiene un control significativo. La UNCTAD, por ejemplo, considera ECE a las empresas en que el Estado tiene más del 10% del paquete accionario. Por eso, y de acuerdo a este criterio, Sudáfrica tendría más empresas multinacionales estatales que China (54 contra 50), e YPF habría sido una ECE hasta 1999. Otros consideran ECE aquellas empresas que son totalmente propiedad del Estado. Es el criterio que aplica la OCDE para analizar la situación en China. Y otros solo consideran estatales a las empresas en que el Estado es propietario de más del 50% de las acciones. En definitiva, y volviendo a YPF, se la consideraría “estatal” según los criterios actuales, pero no de acuerdo a los parámetros “estatistas” anteriores a los 90. Algo así como que la “patria” que hoy reivindica el PC es una patria “al 51%” (y cotizando en bolsa, dicho sea de paso).
ECE y globalización
La segunda cuestión a analizar se relaciona con la idea que tienen muchos sectores de la izquierda progresista, de que el conflicto fundamental de la época está planteado en términos “Estado versus mercado”, y más precisamente, “Estado nacional versus globalización”. Según este enfoque, la acción del Estado se opone a la voracidad sin límites de los mercados y los capitales privados. Las ECE, en particular las que pertenecen a los países atrasados, pondrían vallas al hambre incesante de ganancias de las compañías transnacionales, que se despliegan a nivel planetario, arrasando con las naciones. Por lo cual la estatización de YPF sería una medida casi revolucionaria.
Pero esto es lo que dice el mito, no lo que sucede. De hecho, las ECE, incluidas las de los países atrasados, son partícipes activas de la globalización. En este terreno no hay contradicción ni enfrentamiento, sino complementación. Según la UNCTAD, en 2010 había unas 650 empresas multinacionales estatales, que poseían 8.500 afiliadas externas a lo largo del planeta. A pesar de representar el 1% de las empresas transnacionales, estas grandes empresas fueron responsables por el 11% de las inversiones extranjeras directas. En este universo, las ECE de los países atrasados y de las economías “en transición” tienen un peso significativo: abarcan el 56% de las transnacionales estatales. Esto nos está mostrando que estas ECE se integran perfectamente en la mundialización del mercado. No hay aquí un conflicto de fondo con el mercado y las leyes de la valorización. Las ECE de los países atrasados explotan mano de obra y participan de la extracción de plusvalía en combinación con las empresas privadas, de países adelantados y atrasados, en los más diversos países.
Además, el núcleo de estas ECE está conformado por petroleras. Éstas poseen la mayor parte de las reservas mundiales: las 13 principales petroleras de países tradicionalmente considerados no imperialistas controlan el 75% de las reservas mundiales (The Economist (21/01/12)). Exxon Mobil, la más grande de las que son totalmente privadas, ocupa el lugar undécimo. Las compañías estatales de Irán, Arabia Saudita, Venezuela, Kuwait, Rusia, Qatar, Irak, Unión de Emiratos Árabes, Libia, China y Nigeria figuran entre las principales propietarias de las reservas probadas de gas y petróleo. Aramco de Arabia Saudita y NIOC de Irán poseen, cada una, aproximadamente el 10% de las reservas totales. A esto habría que agregar las estatales Pemex, de México, Petrobrás de Brasil y Petronas de Malasia. Estas compañías más o menos rutinariamente hacen tratos con gobiernos y capitalistas locales, con los que acuerdan las condiciones en que realizan sus inversiones. Se trata de relaciones entre Estados y empresas capitalistas, de fuerza desigual, que negocian sus participaciones en la plusvalía generada en el negocio. Las relaciones que establecía Repsol con Argentina no eran cualitativamente distintas de las que establece Petrobrás con Argentina, o con cualquier otro país latinoamericano, o las que pudieran haber establecido los chinos si éstos hubieran terminado comprando Repsol (China habría llegado a un acuerdo con Respsol para comprar YPF, poco antes del anuncio del gobierno K).
En este marco, no hay lugar para que se desarrolle un conflicto “capitalismo mundial – Estado nacional” que pudiera derivar en algún tipo de régimen burocrático estatista (los “socialismos reales”), y menos aún en la aplicación de algún programa de transición al socialismo, con que especulan algunos. No va a haber ruptura de fondo.
La cuestión en perspectiva histórica
Vinculados a la expropiación, por estos días circulan discursos que nos presentan una historia argentina plagada de “patriotas” y “vendepatrias”, según los funcionarios de turno hayan favorecido al capitalismo estatista, o las privatizaciones. En algunos casos habrían sido “entreguistas” en los 90, pero patriotas (o parcialmente patriotas) hoy. Así, incluso Menem, que ahora votará a favor de la expropiación, estaría por redimirse.
La visión que defiendo es un poco distinta a este relato de “eternautas” y villanos. Según mi punto de vista, aquí hubo cambios de orientación que afectaron al conjunto de las clases capitalistas de los países atrasados, y que estuvieron condicionados por circunstancias históricas y sociales. Si bien hay matices y diferencias, a grandes rasgos podemos decir que durante décadas, y hasta la crisis de la industrialización por sustitución de importaciones, el Estado fue considerado una palanca para la acumulación. En los 1980 y 1990 el giro privatista fue generalizado Y ahora estaríamos en una fase en la que se acepta como “normal” la participación de las ECE en la mundialización, pero con diferencias marcadas con respecto a la anterior etapa “estatista”. Aunque con virajes más abruptos, la suerte de YPF tuvo que ver con estos derroteros.
Recordemos que históricamente las empresas estatales cumplieron un rol en la consolidación de capitalismos locales en América Latina y otras regiones del tercer mundo. Es que en estos países el capitalismo privado no estaba en posición de establecer empresas capaces de asumir las inversiones necesarias en infraestructura, energía y similares. De ahí que la clase dominante apelara a las palancas del Estado. Marx decía que en tanto el capitalismo es débil, utiliza las “muletas” del Estado, y que las deja cuando se siente lo suficientemente poderoso. Más en general, y contra lo que dice el relato neoliberal, la realidad es que los mercados nacionales nunca se construyeron espontáneamente. Desde que el capitalismo es capitalismo, siempre hubo participación del Estado en la economía, y esto se aplica a los países atrasados. La vasta red de empresas estatales, y de intervencionismo estatal, al menos en América Latina y en muchos países de Asia, tuvo su razón, histórica y social, en la necesidad de crear condiciones para la acumulación del capital, e impulsarla. Esto explica que en Argentina, por ejemplo, tanto gobiernos conservadores, nacionalistas, como progresistas, hayan promovido empresas como YPF, las telefónicas, los ferrocarriles o la energía nuclear.
Por otra parte, en este largo período, hubo también fases de mayor participación privada. En lo que respecta al petróleo, se pueden señalar los acuerdos de Perón con la Standard Oil, a principios de los 50, luego los contratos petroleros de Frondizi, y más tarde el plan Houston, aplicado por Alfonsín. Lo importante es que estos vaivenes eran la expresión de un problema más profundo, que consistía en que las empresas del Estado, al permanecer relativamente al margen de la “disciplina” que impone la ley del valor, y de la valorización, en muchos casos se descapitalizaban, y terminaron enfrentando crecientes dificultades. La historia de YPF es ilustrativa. Por ejemplo, bajo la dictadura 1976-83 la obligaron a endeudarse (y no para realizar inversiones), y posteriormente le impidieron tomar seguros de cambio. Como resultado, en 1983 YPF estaba fuertemente endeudada. Además, se privatizaron muchos servicios periféricos, lo cual dio pie al negocio de contratistas, que hicieron fortunas a costa de YPF. En otras ocasiones, se dispuso una política de precios ruinosa para la empresa, con el objetivo de “anclar” la inflación. También se la obligaba a comprar a empresas nacionales insumos a un precio muy superior al internacional; era transferencia de plusvalía para grupos locales. En definitiva, el capitalismo estatal no fue un canto a “la defensa de la patria”, como ahora se lo quiere presentar. Dio lugar a muchos negocios, que favorecieron a determinadas fracciones de la clase dominante. Esta situación terminaría por hacer crisis, en Argentina, hacia finales de los 80 y principios de los 90.
Privatizaciones y la ley del mercado
La agravación de los déficits fiscales, el peso de las deudas, el reconocimiento de que muchas empresas estatales estaban tecnológicamente atrasadas, y la circunstancia de que los capitales locales enfrentaban una creciente presión del mercado mundial, generaron las condiciones para el viraje hacia las privatizaciones. En los años 1980 esta presión aumentó con la caída de la URSS y de los “socialismos realmente existentes”. La decadencia de muchas ECE, palpable a fines de los 80, creó el clima para que las privatizaciones fueran aceptadas por la población. YPF, en particular, estaba descapitalizada, tenía baja productividad y ya se había avanzado en su desarticulación.
En esta coyuntura se impuso entonces el “no hay alternativa al mercado”, y se desató la ola de privatizaciones, con el apoyo mayoritario de los capitalismos locales. A mediados de los 90 el Banco Mundial calculaba que se habían privatizado unas 15.000 empresas estatales. Como en otras partes, en Argentina las privatizaciones también tuvieron el beneplácito de prácticamente toda la clase dominante. Había discrepancias en cuanto a las formas (el plan de Terragno y Alfonsín no era el mismo que el de Menem), pero no en contenido. Los capitales exigían que todos los sectores productivos se sometieran a la ley del valor, y las privatizaciones se visualizaban como la vía más rápida y expeditiva para lograrlo. De ahí la ferocidad con que se despidieron trabajadores, se anularon beneficios sociales, se dejaron pueblos enteros en la desolación. Cuando Menem, con el apoyo de los Kirchner, y de tantos “patriotas” de hoy, impulsaba las privatizaciones, estaban respondiendo a intereses de clase bien definidos. Hubo apoyo del Congreso, de cámaras empresarias, de los grandes medios y, por supuesto, de los organismos internacionales. En estas operaciones participaron capitales privados, nacionales y extranjeros, asociados de las más diversas formas. Compraron a precio de liquidación los activos, e hicieron fortunas con su posterior valorización. No hubo una “imposición” colonial para que actuaran de la manera que actuaron. Es hora de terminar con ese cuento, la burguesía argentina y sus gobernantes no son “oprimidos”. Son explotadores, que reclaman lo suyo de la manera que más les conviene en cada coyuntura.
La venta de las acciones de YPF de 1999 también evidencia que las relaciones entre el capital extranjero y el Estado argentino fueron de naturaleza puramente “capitalista”. Y el tema tiene trascendencia, porque de alguna manera estableció, al menos parcialmente, las condiciones que regirían en los 2000. Es que en 1999 el gobierno argentino aceptó que Repsol comprara las acciones de YPF endeudándose. En consecuencia, Repsol estaba casi obligada a tener una política de alta distribución de utilidades, y baja inversión, porque debía pagar a sus acreedores internacionales. Para adquirir la empresa, Repsol ofreció 45 dólares por acción, cuando estaban a 33 dólares. Sin embargo, en ese momento los precios del petróleo estaban deprimidos. De manera que se quedó con YPF por poco dinero (1.600 millones de dólares), y la empresa pasó a ser el apéndice de un grupo trasnacional. A su vez, el ingreso de eso dólares le permitió al Estado cubrir el déficit fiscal. Muchos de los que hoy hablan de la estatización de YPF como de un acto de liberación nacional, aplaudieron a rabiar esa venta.
Petróleo y modelo K
Repetidas veces se ha señalado que YPF invirtió poco, con la consecuencia de la baja de la producción y de las reservas; estas últimas cayeron 18% entre 1998 y 2010. El año pasado el país debió importar petróleo y gas por más de 9.000 millones, y en 2012 la cuenta sería más pesada. Esta es la razón por la cual el gobierno terminó optando por la expropiación. Pero la caída de la inversión en petróleo y gas debe inscribirse en la dinámica del “modelo productivo K”. Como hemos señalado en otras notas (aquí; también en Economía política de la dependencia y el subdesarrollo) una característica del “crecimiento sustentado en el tipo de cambio alto” que promovieron los gobiernos K fue la caída relativa de la inversión en infraestructura, y no sólo energética. El caso del transporte ferroviario, que se puso bajo la luz a raíz de la tragedia de Once, es parte del mismo fenómeno (ver aquí). En buena medida la renta agraria y petrolera (y ahora la minera, en crecimiento) no se ha reinvertido en ampliar la matriz productiva. Por diversos canales, una parte ha ido al exterior (los giros de utilidades de Repsol son solo parte del problema); otra se ha canalizado hacia la inversión inmobiliaria; y hacia el gasto corriente del Estado. En este último respecto, las provincias, reciben, en promedio, el 12% de lo facturado por las empresas; y el Estado nacional se hace de otra parte de la renta petrolera, por medio de las retenciones. Globalmente, la diferencia entre el precio internacional del barril y 42 dólares queda en manos del Estado. Cuando desde distintos sectores, tanto de la derecha como de la izquierda, se señalaba que el proceso de acumulación era estructuralmente débil, la respuesta de los K-defensores era que no había por qué preocuparse, ya que estimulando el consumo (y el Estado jugaba un rol en esto), la inversión se daría casi automáticamente. Pero la realidad no confirmó el K-diagnóstico; y no pudo seguir ocultándose.
En el área del petróleo y gas la debilidad de inversión tiene efectos catastróficos. Es que a medida que se agotan los pozos en existencia, es necesario realizar fuertes inversiones en exploración y también, por supuesto, en la puesta en funcionamiento de los yacimientos encontrados. Para desarrollar la producción de Vaca Muerta, en Neuquén (contiene grandes reservas de gas), sería necesaria, según los especialistas, una inversión de unos 5.000 millones de dólares anuales, durante una década. Pero no solo Repsol no invirtió (o invirtió poco), sino tampoco lo hicieron las otras compañías que tienen áreas concesionadas. Después de todo, YPF maneja solo el 34% de la producción, y la caída de las reservas es generalizada. Lo cual indicaría que en todos lados tendió a prevalecer la mecánica de sacar la máxima ganancia con la mínima inversión, cuando no una lógica puramente especulativa. Como se ha señalado repetidas veces, el grupo Petersen entró a YPF, en 2007, comprando primero el 10% de las acciones, y luego otro 15%, prácticamente sin poner un dólar. Simplemente tomó préstamos de un sindicato de bancos, con la promesa de devolverlos con las utilidades que reportaría YPF. Los españoles aceptaron porque en contrapartida el gobierno permitiría subir los precios (cosa que sucedió). Pero entonces Repsol profundizó la política de girar dividendos a sus accionistas. No solo se repartieron todas las utilidades, sino también reservas contables por 850 millones de dólares. En esencia, era la misma operatoria de 1999, cuando Repsol compraba la tenencia accionaria del Estado tomando créditos. Todo esto se hizo con el visto bueno del gobierno nacional. El acuerdo entre Respsol y Petersen fue aprobado por Guillermo Moreno. Los balances de Repsol fueron aceptados por el representante del Estado en el directorio. El movimiento nacional y popular K, a todo esto, se rompía en elogios por la “argentinización” de YPF. Pero se trataba de un vaciamiento, liso y llano. Y fue una operación realizada con el pleno acuerdo de un Estado soberano. Aquí hubo fabulosos negociados de capitalistas de todos los colores y nacionalidades. Un festín de plusvalía que se reparte a dentelladas entre lobos. Luego, y aprovechando su carácter multinacional, Repsol apuró la transferencias de utilidades y, en los últimos tiempos, buscó salir de Argentina definitivamente.
El repaso de las concesiones de explotación que adjudicaron las provincias en los últimos seis años arroja el mismo resultado: hubo una lógica especulativa, casi de saqueo. De las 190 áreas que se concedieron, 87 correspondieron a grupos económicos que no tenían la menor relación con el petróleo (pero sí con el gobierno). Lázaro Baez, Vila y Manzano y Raúl Moneta (Cristóbal López también recibió áreas). Todo indica que estos personajes se metieron en el asunto para obtener ganancias especulativas. Ninguno se preocupó por la inversión productiva. Agreguemos todavía que Enarsa, la empresa estatal creada por los K, posee desde hace años el monopolio de la exploración en el mar argentino. Pero casi no invirtió en ello. Aunque sí se dedicó a importar gas (metiendo al amigo Cirigliano, de paso). A todo esto, en fin, se le llama “el modelo productivo”.
El nuevo escenario, capitalismo de Estado y globalización
Luego de la etapa estatista y de la fiebre privatizadora de los 90, en los últimos años ha tendido a estabilizarse un nuevo capitalismo de Estado que, como vimos, participa activamente en la mundialización. Miles de empresas que antes eran estatales se privatizaron, pero algunas estatales adquirieron dimensiones de gigantes transnacionales, y como tales son aceptadas por el capital en general. Se pueden discutir detalles y aspectos de su funcionamiento, pero prácticamente nadie duda de que son parte integrante del modo de producción capitalista. Organismos como el Banco Mundial hoy reconocen su “aporte”. Lo más significativo, para lo que nos ocupa, es que en su inmensa mayoría se rigen más y más por las leyes de la valorización que le caben a cualquier capital. Esto es, sean estatales o privadas, todas las unidades productivas se sostienen en la explotación del trabajo. Las recomendaciones de la OCDE para el “buen gobierno” de las ECE expresan esta necesidad. Según la OCDE, el Estado no debe interferir en la marcha de la empresa estatal, ni involucrarse en el día a día de su gestión. Debe separar su función en cuanto regulador del mercado, de su rol de propietario, a fin de no “distorsionar la competencia”. Tiene que permitir que los consejos de directorios de las ECE actúen con independencia; el ejercicio de sus derechos de propiedad debe estar claramente identificado. Las ECE deben aceptar auditorías externas y la inspección de los órganos de control estatal específicos. Tienen que disponer esquemas de remuneración que acerque personal de conducción capacitado. El Estado y las ECE deben reconocer los derechos de todos los accionistas, y que éstos reciban un trato igualitario. Es necesaria una política de transparencia e información plena a los accionistas. Los directores deben ser plenamente responsables por el desempeño de las ECE. Y si se admiten representaciones de los trabajadores en los directorios, las mismas deben contribuir a la buena marcha de la empresa.
Las ECE cada vez cumplen más estrechamente con estas pautas. Además, son regidas por directores que se entrenan en las mismas escuelas de negocios que entrenan al personal jerárquico de las privadas. La valorización y los balances son puestos bajo escrutinio de los inversores, que “votan” en las bolsas de valores. Estamos muy lejos del viejo estatismo vinculado a la industrialización por sustitución de importaciones. Los nuevos criterios para definir qué es una ECE, y las ambigüedades que surgen al tratar de establecer los límites entre lo privado y lo estatal, tienen que ver con este giro.
Es en este marco en el que debería analizarse a la “estatizada” YPF y sus perspectivas. Naturalmente, en lo inmediato va a haber fuertes tensiones y disputas por el precio a pagar al grupo español (en el cual también está implicada Pemex). Pero por encima de esto, el gobierno intentará renegociar con el capital internacional. La propia burguesía argentina lo está pidiendo. El gobierno ya ha solicitado a Petrobrás que aumente su participación en el mercado del 8% actual al 15%, y se apresta a iniciar conversaciones con Exxon, Conoco Phillips y Crevron.
En conclusión, en medio de un clima de exaltación patriótica, es conveniente recordar que por debajo de estos giros subyace la explotación del trabajo. El conflicto no es entre “patria y colonia”, sino entre distintos grupos de explotadores. Lo que negociará el gobierno con Petrobrás, Chevron o Total son las porciones que corresponden a los respectivos explotadores, sean estatales o privados, nacionales o extranjeros. Es la “liberación nacional” de los tiempos que corren. La clase trabajadora y el pueblo no deberían depositar esperanzas en ninguna de estas fracciones. La crítica desde la perspectiva socialista, parece imprescindible.
“YPF recuperada. Patria sí, colonia no”. El cartel, colgado en una avenida muy transitada del sur del Gran Buenos Aires, y firmado por el partido Comunista, resume el entusiasmo que ha despertado en la población, y en amplios sectores de la izquierda, la expropiación de parte del paquete accionario de YPF. Dado que personalmente no comparto este entusiasmo, en lo que sigue presento algunas reflexiones sobre el significado de esta medida. Mi objetivo es, en primer lugar, ubicar la estatización de YPF en tendencias que están operando a nivel mundial, y en su perspectiva histórica. En segundo término, analizar la medida en relación al “modelo K” de crecimiento. En tercer lugar, argumentar por qué no estamos ante la vuelta del estatismo anterior a las privatizaciones del 90. Esta nota se complementa con otras que he escrito sobre el capitalismo de Estado (ver aquí).
¿Qué es una empresa capitalista de Estado?
El primer punto a señalar es que se ha producido un giro bastante importante en la noción misma de qué se entiende por una empresa capitalista de Estado (en adelante, ECE). Hace algunas décadas atrás el tema parecía claro: una ECE era propiedad del Estado, y la dirigía un directorio nombrado por el Estado. En Argentina, los ejemplos típicos eran YPF, ENTEL, Aerolíneas Argentinas, y similares. Por eso, todavía a fines de los años 1980, cualquier apertura de la propiedad al capital privado era entendida como una “privatización”. Así, por ejemplo, la propuesta de Rodolfo Terragno, ministro del gobierno de Alfonsín, de que YPF, y otras ECE, salieran a bolsa y colocaran el 49% de sus stocks accionarios entre inversores privados, para que el Estado retuviera el 51%, fue considerada, lisa y llanamente, una privatización (y por muchos, una traición a la patria). Hoy, sin embargo, la compra por parte del Estado del 51% de las acciones de YPF parece habilitar para calificarla de “empresa estatal”, y saludar la medida como un acto de liberación nacional. Esto muestra entonces que en la actualidad existen diversos grados de injerencia estatal, y que los límites entre lo privado y estatal, en alguna medida, se han difuminado. Según algunos criterios, son ECE aquellas empresas en las que el Estado tiene un control significativo. La UNCTAD, por ejemplo, considera ECE a las empresas en que el Estado tiene más del 10% del paquete accionario. Por eso, y de acuerdo a este criterio, Sudáfrica tendría más empresas multinacionales estatales que China (54 contra 50), e YPF habría sido una ECE hasta 1999. Otros consideran ECE aquellas empresas que son totalmente propiedad del Estado. Es el criterio que aplica la OCDE para analizar la situación en China. Y otros solo consideran estatales a las empresas en que el Estado es propietario de más del 50% de las acciones. En definitiva, y volviendo a YPF, se la consideraría “estatal” según los criterios actuales, pero no de acuerdo a los parámetros “estatistas” anteriores a los 90. Algo así como que la “patria” que hoy reivindica el PC es una patria “al 51%” (y cotizando en bolsa, dicho sea de paso).
ECE y globalización
La segunda cuestión a analizar se relaciona con la idea que tienen muchos sectores de la izquierda progresista, de que el conflicto fundamental de la época está planteado en términos “Estado versus mercado”, y más precisamente, “Estado nacional versus globalización”. Según este enfoque, la acción del Estado se opone a la voracidad sin límites de los mercados y los capitales privados. Las ECE, en particular las que pertenecen a los países atrasados, pondrían vallas al hambre incesante de ganancias de las compañías transnacionales, que se despliegan a nivel planetario, arrasando con las naciones. Por lo cual la estatización de YPF sería una medida casi revolucionaria.
Pero esto es lo que dice el mito, no lo que sucede. De hecho, las ECE, incluidas las de los países atrasados, son partícipes activas de la globalización. En este terreno no hay contradicción ni enfrentamiento, sino complementación. Según la UNCTAD, en 2010 había unas 650 empresas multinacionales estatales, que poseían 8.500 afiliadas externas a lo largo del planeta. A pesar de representar el 1% de las empresas transnacionales, estas grandes empresas fueron responsables por el 11% de las inversiones extranjeras directas. En este universo, las ECE de los países atrasados y de las economías “en transición” tienen un peso significativo: abarcan el 56% de las transnacionales estatales. Esto nos está mostrando que estas ECE se integran perfectamente en la mundialización del mercado. No hay aquí un conflicto de fondo con el mercado y las leyes de la valorización. Las ECE de los países atrasados explotan mano de obra y participan de la extracción de plusvalía en combinación con las empresas privadas, de países adelantados y atrasados, en los más diversos países.
Además, el núcleo de estas ECE está conformado por petroleras. Éstas poseen la mayor parte de las reservas mundiales: las 13 principales petroleras de países tradicionalmente considerados no imperialistas controlan el 75% de las reservas mundiales (The Economist (21/01/12)). Exxon Mobil, la más grande de las que son totalmente privadas, ocupa el lugar undécimo. Las compañías estatales de Irán, Arabia Saudita, Venezuela, Kuwait, Rusia, Qatar, Irak, Unión de Emiratos Árabes, Libia, China y Nigeria figuran entre las principales propietarias de las reservas probadas de gas y petróleo. Aramco de Arabia Saudita y NIOC de Irán poseen, cada una, aproximadamente el 10% de las reservas totales. A esto habría que agregar las estatales Pemex, de México, Petrobrás de Brasil y Petronas de Malasia. Estas compañías más o menos rutinariamente hacen tratos con gobiernos y capitalistas locales, con los que acuerdan las condiciones en que realizan sus inversiones. Se trata de relaciones entre Estados y empresas capitalistas, de fuerza desigual, que negocian sus participaciones en la plusvalía generada en el negocio. Las relaciones que establecía Repsol con Argentina no eran cualitativamente distintas de las que establece Petrobrás con Argentina, o con cualquier otro país latinoamericano, o las que pudieran haber establecido los chinos si éstos hubieran terminado comprando Repsol (China habría llegado a un acuerdo con Respsol para comprar YPF, poco antes del anuncio del gobierno K).
En este marco, no hay lugar para que se desarrolle un conflicto “capitalismo mundial – Estado nacional” que pudiera derivar en algún tipo de régimen burocrático estatista (los “socialismos reales”), y menos aún en la aplicación de algún programa de transición al socialismo, con que especulan algunos. No va a haber ruptura de fondo.
La cuestión en perspectiva histórica
Vinculados a la expropiación, por estos días circulan discursos que nos presentan una historia argentina plagada de “patriotas” y “vendepatrias”, según los funcionarios de turno hayan favorecido al capitalismo estatista, o las privatizaciones. En algunos casos habrían sido “entreguistas” en los 90, pero patriotas (o parcialmente patriotas) hoy. Así, incluso Menem, que ahora votará a favor de la expropiación, estaría por redimirse.
La visión que defiendo es un poco distinta a este relato de “eternautas” y villanos. Según mi punto de vista, aquí hubo cambios de orientación que afectaron al conjunto de las clases capitalistas de los países atrasados, y que estuvieron condicionados por circunstancias históricas y sociales. Si bien hay matices y diferencias, a grandes rasgos podemos decir que durante décadas, y hasta la crisis de la industrialización por sustitución de importaciones, el Estado fue considerado una palanca para la acumulación. En los 1980 y 1990 el giro privatista fue generalizado Y ahora estaríamos en una fase en la que se acepta como “normal” la participación de las ECE en la mundialización, pero con diferencias marcadas con respecto a la anterior etapa “estatista”. Aunque con virajes más abruptos, la suerte de YPF tuvo que ver con estos derroteros.
Recordemos que históricamente las empresas estatales cumplieron un rol en la consolidación de capitalismos locales en América Latina y otras regiones del tercer mundo. Es que en estos países el capitalismo privado no estaba en posición de establecer empresas capaces de asumir las inversiones necesarias en infraestructura, energía y similares. De ahí que la clase dominante apelara a las palancas del Estado. Marx decía que en tanto el capitalismo es débil, utiliza las “muletas” del Estado, y que las deja cuando se siente lo suficientemente poderoso. Más en general, y contra lo que dice el relato neoliberal, la realidad es que los mercados nacionales nunca se construyeron espontáneamente. Desde que el capitalismo es capitalismo, siempre hubo participación del Estado en la economía, y esto se aplica a los países atrasados. La vasta red de empresas estatales, y de intervencionismo estatal, al menos en América Latina y en muchos países de Asia, tuvo su razón, histórica y social, en la necesidad de crear condiciones para la acumulación del capital, e impulsarla. Esto explica que en Argentina, por ejemplo, tanto gobiernos conservadores, nacionalistas, como progresistas, hayan promovido empresas como YPF, las telefónicas, los ferrocarriles o la energía nuclear.
Por otra parte, en este largo período, hubo también fases de mayor participación privada. En lo que respecta al petróleo, se pueden señalar los acuerdos de Perón con la Standard Oil, a principios de los 50, luego los contratos petroleros de Frondizi, y más tarde el plan Houston, aplicado por Alfonsín. Lo importante es que estos vaivenes eran la expresión de un problema más profundo, que consistía en que las empresas del Estado, al permanecer relativamente al margen de la “disciplina” que impone la ley del valor, y de la valorización, en muchos casos se descapitalizaban, y terminaron enfrentando crecientes dificultades. La historia de YPF es ilustrativa. Por ejemplo, bajo la dictadura 1976-83 la obligaron a endeudarse (y no para realizar inversiones), y posteriormente le impidieron tomar seguros de cambio. Como resultado, en 1983 YPF estaba fuertemente endeudada. Además, se privatizaron muchos servicios periféricos, lo cual dio pie al negocio de contratistas, que hicieron fortunas a costa de YPF. En otras ocasiones, se dispuso una política de precios ruinosa para la empresa, con el objetivo de “anclar” la inflación. También se la obligaba a comprar a empresas nacionales insumos a un precio muy superior al internacional; era transferencia de plusvalía para grupos locales. En definitiva, el capitalismo estatal no fue un canto a “la defensa de la patria”, como ahora se lo quiere presentar. Dio lugar a muchos negocios, que favorecieron a determinadas fracciones de la clase dominante. Esta situación terminaría por hacer crisis, en Argentina, hacia finales de los 80 y principios de los 90.
Privatizaciones y la ley del mercado
La agravación de los déficits fiscales, el peso de las deudas, el reconocimiento de que muchas empresas estatales estaban tecnológicamente atrasadas, y la circunstancia de que los capitales locales enfrentaban una creciente presión del mercado mundial, generaron las condiciones para el viraje hacia las privatizaciones. En los años 1980 esta presión aumentó con la caída de la URSS y de los “socialismos realmente existentes”. La decadencia de muchas ECE, palpable a fines de los 80, creó el clima para que las privatizaciones fueran aceptadas por la población. YPF, en particular, estaba descapitalizada, tenía baja productividad y ya se había avanzado en su desarticulación.
En esta coyuntura se impuso entonces el “no hay alternativa al mercado”, y se desató la ola de privatizaciones, con el apoyo mayoritario de los capitalismos locales. A mediados de los 90 el Banco Mundial calculaba que se habían privatizado unas 15.000 empresas estatales. Como en otras partes, en Argentina las privatizaciones también tuvieron el beneplácito de prácticamente toda la clase dominante. Había discrepancias en cuanto a las formas (el plan de Terragno y Alfonsín no era el mismo que el de Menem), pero no en contenido. Los capitales exigían que todos los sectores productivos se sometieran a la ley del valor, y las privatizaciones se visualizaban como la vía más rápida y expeditiva para lograrlo. De ahí la ferocidad con que se despidieron trabajadores, se anularon beneficios sociales, se dejaron pueblos enteros en la desolación. Cuando Menem, con el apoyo de los Kirchner, y de tantos “patriotas” de hoy, impulsaba las privatizaciones, estaban respondiendo a intereses de clase bien definidos. Hubo apoyo del Congreso, de cámaras empresarias, de los grandes medios y, por supuesto, de los organismos internacionales. En estas operaciones participaron capitales privados, nacionales y extranjeros, asociados de las más diversas formas. Compraron a precio de liquidación los activos, e hicieron fortunas con su posterior valorización. No hubo una “imposición” colonial para que actuaran de la manera que actuaron. Es hora de terminar con ese cuento, la burguesía argentina y sus gobernantes no son “oprimidos”. Son explotadores, que reclaman lo suyo de la manera que más les conviene en cada coyuntura.
La venta de las acciones de YPF de 1999 también evidencia que las relaciones entre el capital extranjero y el Estado argentino fueron de naturaleza puramente “capitalista”. Y el tema tiene trascendencia, porque de alguna manera estableció, al menos parcialmente, las condiciones que regirían en los 2000. Es que en 1999 el gobierno argentino aceptó que Repsol comprara las acciones de YPF endeudándose. En consecuencia, Repsol estaba casi obligada a tener una política de alta distribución de utilidades, y baja inversión, porque debía pagar a sus acreedores internacionales. Para adquirir la empresa, Repsol ofreció 45 dólares por acción, cuando estaban a 33 dólares. Sin embargo, en ese momento los precios del petróleo estaban deprimidos. De manera que se quedó con YPF por poco dinero (1.600 millones de dólares), y la empresa pasó a ser el apéndice de un grupo trasnacional. A su vez, el ingreso de eso dólares le permitió al Estado cubrir el déficit fiscal. Muchos de los que hoy hablan de la estatización de YPF como de un acto de liberación nacional, aplaudieron a rabiar esa venta.
Petróleo y modelo K
Repetidas veces se ha señalado que YPF invirtió poco, con la consecuencia de la baja de la producción y de las reservas; estas últimas cayeron 18% entre 1998 y 2010. El año pasado el país debió importar petróleo y gas por más de 9.000 millones, y en 2012 la cuenta sería más pesada. Esta es la razón por la cual el gobierno terminó optando por la expropiación. Pero la caída de la inversión en petróleo y gas debe inscribirse en la dinámica del “modelo productivo K”. Como hemos señalado en otras notas (aquí; también en Economía política de la dependencia y el subdesarrollo) una característica del “crecimiento sustentado en el tipo de cambio alto” que promovieron los gobiernos K fue la caída relativa de la inversión en infraestructura, y no sólo energética. El caso del transporte ferroviario, que se puso bajo la luz a raíz de la tragedia de Once, es parte del mismo fenómeno (ver aquí). En buena medida la renta agraria y petrolera (y ahora la minera, en crecimiento) no se ha reinvertido en ampliar la matriz productiva. Por diversos canales, una parte ha ido al exterior (los giros de utilidades de Repsol son solo parte del problema); otra se ha canalizado hacia la inversión inmobiliaria; y hacia el gasto corriente del Estado. En este último respecto, las provincias, reciben, en promedio, el 12% de lo facturado por las empresas; y el Estado nacional se hace de otra parte de la renta petrolera, por medio de las retenciones. Globalmente, la diferencia entre el precio internacional del barril y 42 dólares queda en manos del Estado. Cuando desde distintos sectores, tanto de la derecha como de la izquierda, se señalaba que el proceso de acumulación era estructuralmente débil, la respuesta de los K-defensores era que no había por qué preocuparse, ya que estimulando el consumo (y el Estado jugaba un rol en esto), la inversión se daría casi automáticamente. Pero la realidad no confirmó el K-diagnóstico; y no pudo seguir ocultándose.
En el área del petróleo y gas la debilidad de inversión tiene efectos catastróficos. Es que a medida que se agotan los pozos en existencia, es necesario realizar fuertes inversiones en exploración y también, por supuesto, en la puesta en funcionamiento de los yacimientos encontrados. Para desarrollar la producción de Vaca Muerta, en Neuquén (contiene grandes reservas de gas), sería necesaria, según los especialistas, una inversión de unos 5.000 millones de dólares anuales, durante una década. Pero no solo Repsol no invirtió (o invirtió poco), sino tampoco lo hicieron las otras compañías que tienen áreas concesionadas. Después de todo, YPF maneja solo el 34% de la producción, y la caída de las reservas es generalizada. Lo cual indicaría que en todos lados tendió a prevalecer la mecánica de sacar la máxima ganancia con la mínima inversión, cuando no una lógica puramente especulativa. Como se ha señalado repetidas veces, el grupo Petersen entró a YPF, en 2007, comprando primero el 10% de las acciones, y luego otro 15%, prácticamente sin poner un dólar. Simplemente tomó préstamos de un sindicato de bancos, con la promesa de devolverlos con las utilidades que reportaría YPF. Los españoles aceptaron porque en contrapartida el gobierno permitiría subir los precios (cosa que sucedió). Pero entonces Repsol profundizó la política de girar dividendos a sus accionistas. No solo se repartieron todas las utilidades, sino también reservas contables por 850 millones de dólares. En esencia, era la misma operatoria de 1999, cuando Repsol compraba la tenencia accionaria del Estado tomando créditos. Todo esto se hizo con el visto bueno del gobierno nacional. El acuerdo entre Respsol y Petersen fue aprobado por Guillermo Moreno. Los balances de Repsol fueron aceptados por el representante del Estado en el directorio. El movimiento nacional y popular K, a todo esto, se rompía en elogios por la “argentinización” de YPF. Pero se trataba de un vaciamiento, liso y llano. Y fue una operación realizada con el pleno acuerdo de un Estado soberano. Aquí hubo fabulosos negociados de capitalistas de todos los colores y nacionalidades. Un festín de plusvalía que se reparte a dentelladas entre lobos. Luego, y aprovechando su carácter multinacional, Repsol apuró la transferencias de utilidades y, en los últimos tiempos, buscó salir de Argentina definitivamente.
El repaso de las concesiones de explotación que adjudicaron las provincias en los últimos seis años arroja el mismo resultado: hubo una lógica especulativa, casi de saqueo. De las 190 áreas que se concedieron, 87 correspondieron a grupos económicos que no tenían la menor relación con el petróleo (pero sí con el gobierno). Lázaro Baez, Vila y Manzano y Raúl Moneta (Cristóbal López también recibió áreas). Todo indica que estos personajes se metieron en el asunto para obtener ganancias especulativas. Ninguno se preocupó por la inversión productiva. Agreguemos todavía que Enarsa, la empresa estatal creada por los K, posee desde hace años el monopolio de la exploración en el mar argentino. Pero casi no invirtió en ello. Aunque sí se dedicó a importar gas (metiendo al amigo Cirigliano, de paso). A todo esto, en fin, se le llama “el modelo productivo”.
El nuevo escenario, capitalismo de Estado y globalización
Luego de la etapa estatista y de la fiebre privatizadora de los 90, en los últimos años ha tendido a estabilizarse un nuevo capitalismo de Estado que, como vimos, participa activamente en la mundialización. Miles de empresas que antes eran estatales se privatizaron, pero algunas estatales adquirieron dimensiones de gigantes transnacionales, y como tales son aceptadas por el capital en general. Se pueden discutir detalles y aspectos de su funcionamiento, pero prácticamente nadie duda de que son parte integrante del modo de producción capitalista. Organismos como el Banco Mundial hoy reconocen su “aporte”. Lo más significativo, para lo que nos ocupa, es que en su inmensa mayoría se rigen más y más por las leyes de la valorización que le caben a cualquier capital. Esto es, sean estatales o privadas, todas las unidades productivas se sostienen en la explotación del trabajo. Las recomendaciones de la OCDE para el “buen gobierno” de las ECE expresan esta necesidad. Según la OCDE, el Estado no debe interferir en la marcha de la empresa estatal, ni involucrarse en el día a día de su gestión. Debe separar su función en cuanto regulador del mercado, de su rol de propietario, a fin de no “distorsionar la competencia”. Tiene que permitir que los consejos de directorios de las ECE actúen con independencia; el ejercicio de sus derechos de propiedad debe estar claramente identificado. Las ECE deben aceptar auditorías externas y la inspección de los órganos de control estatal específicos. Tienen que disponer esquemas de remuneración que acerque personal de conducción capacitado. El Estado y las ECE deben reconocer los derechos de todos los accionistas, y que éstos reciban un trato igualitario. Es necesaria una política de transparencia e información plena a los accionistas. Los directores deben ser plenamente responsables por el desempeño de las ECE. Y si se admiten representaciones de los trabajadores en los directorios, las mismas deben contribuir a la buena marcha de la empresa.
Las ECE cada vez cumplen más estrechamente con estas pautas. Además, son regidas por directores que se entrenan en las mismas escuelas de negocios que entrenan al personal jerárquico de las privadas. La valorización y los balances son puestos bajo escrutinio de los inversores, que “votan” en las bolsas de valores. Estamos muy lejos del viejo estatismo vinculado a la industrialización por sustitución de importaciones. Los nuevos criterios para definir qué es una ECE, y las ambigüedades que surgen al tratar de establecer los límites entre lo privado y lo estatal, tienen que ver con este giro.
Es en este marco en el que debería analizarse a la “estatizada” YPF y sus perspectivas. Naturalmente, en lo inmediato va a haber fuertes tensiones y disputas por el precio a pagar al grupo español (en el cual también está implicada Pemex). Pero por encima de esto, el gobierno intentará renegociar con el capital internacional. La propia burguesía argentina lo está pidiendo. El gobierno ya ha solicitado a Petrobrás que aumente su participación en el mercado del 8% actual al 15%, y se apresta a iniciar conversaciones con Exxon, Conoco Phillips y Crevron.
En conclusión, en medio de un clima de exaltación patriótica, es conveniente recordar que por debajo de estos giros subyace la explotación del trabajo. El conflicto no es entre “patria y colonia”, sino entre distintos grupos de explotadores. Lo que negociará el gobierno con Petrobrás, Chevron o Total son las porciones que corresponden a los respectivos explotadores, sean estatales o privados, nacionales o extranjeros. Es la “liberación nacional” de los tiempos que corren. La clase trabajadora y el pueblo no deberían depositar esperanzas en ninguna de estas fracciones. La crítica desde la perspectiva socialista, parece imprescindible.
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