domingo, 11 de noviembre de 2012

Darwin y después




Por HILARY ROSE y STEVEN ROSE
Hoy un darwinismo mutante empapa cada vez más la cultura. Generado en la academia, es aceptado con entusiasmo acrítico para una amplia gama de propósitos, que van desde los propios de The Economist cuando presta su consejo a los responsables políticos, a los de los novelistas que buscan escenarios para sus argumentos. El halago es devuelto por biólogos evolucionistas como John Maynard Smith, que recurre a la teoría económica de Chicago para aplicar la teoría de juegos, la gestión óptima de recursos y las ideas de la «elección racional» al comportamiento animal. Pero, cada vez más, son las variantes de la teoría evolucionista las que intentan redibujar las fronteras existentes entre las ciencias biológicas y las ciencias sociales y las humanidades. Hoy nos topamos con una ética evolucionista, una psiquiatría y una medicina evolucionistas, una estética evolucionista, una economía evolucionista y una crítica literaria evolucionista. En su influyente libro de 1975 Sociobiology, el entomólogo E.O. Wilson postuló que la «sociología y otras ciencias sociales así como las humanidades son las últimas ramas de la biología a la espera de ser incluidas en la síntesis moderna». En 1998, en Consilience, fue más allá abogando por una epistemología unitaria y por la subordinación de las ciencias sociales y las humanidades a lo biológico y a lo físico[1].

Wilson no está solo. El filósofo Daniel Dennett describe la selección natural darwiniana como un «ácido universal» que corroe todos los aspectos de la vida material e intelectual en el que las teorías y artefactos menos aptos sin reemplazados por sus más aptos descendientes. Su colega David Hull ha sostenido que la historia de las teorías científicas puede considerarse como un proceso evolutivo impulsado por la selección natural. Los antropólogos Peter Richerson y Robert Boyd han empleado el mismo argumento para describir el cambiante diseño de las herramientas del Paleolítico y adoptar el concepto de memes elaborado por Dawkins como elementos culturales análogos a los genes[2]. El giro de W.G. Runciman hacia la teoría evolucionista es más sorprendente. A diferencia de algunos marxistas convertidos en psicólogos evolucionistas, como Herbert Gintis o Geoffrey Hodgson, que abogan todavía por un determinismo totalizante, Runciman da la bienvenida al indeterminismo evolucionista de Darwin, que implica la negación de un telos y de las etapas inexorables de la historia[3].

Tales intentos de transferir la lógica de la selección natural a otros dominios traicionan una ignorancia tanto de los debates entre biólogos sobre su funcionamiento, como de la sociología del conocimiento científico. En el resto de este artículo discutiremos sobre Darwin en el contexto de su tiempo, sobre los conflictos subsecuentes y actuales en el seno de la teoría evolucionista y sobre su extrapolación en un «darwinismo universal».El marco para nuestra discusión lo ofrece el concepto de coproducción de ciencia y sociedad. Desde su nacimiento a mediados del siglo XVII, la ciencia asumió un punto de vista epistemológico al margen y por encima de la sociedad, recibiendo la autorización cultural para decir la verdad sobre la naturaleza. La publicación de La estructura de las revoluciones científicas de Thomas Kuhn en 1962 marcó el comienzo de un dilatado proceso de cambio en la teoría de la ciencia. Inicialmente recibida con hostilidad por Karl Popper y su escuela, la liberadora influencia de Kuhn se diseminó en los campos de la historia, la filosofía y la sociología de la ciencia. En resumen, la ciencia ya no era neutral[4]. Hoy la teoría de la ciencia entiende que las fronteras entre naturaleza y cultura se hallan en permanente negociación y que el conocimiento científico refleja y constituye tanto la cultura como la sociedad. En esta coproducción de ciencia y orden social, las instituciones sociales, las subjetividades, las prácticas políticas y las teorías y constructos sociales se producen conjuntamente, al tiempo que los órdenes natural y social se sostienen recíprocamente[5].

En este marco, el darwinismo se caracteriza mejor como una metáfora, como Marx reconoció sin tardanza. En una carta enviada a Engels tres años después de la publicación de El origen de las especies, Marx prefigura la tesis de la coproducción:

Resulta notable cómo Darwin redescubre, entre las bestias y las plantas, la sociedad de Inglaterra con su división del trabajo, su competencia, la apertura de nuevos mercados, sus «innovaciones» y su «lucha por la existencia» maltusiana. Es la bellum omnium contra omnes de Hobbes y recuerda a la Fenomenología de Hegel, en la que la sociedad civil figura como un «reino animal intelectual», mientras que, en Darwin, el reino animal se presenta como sociedad civil[6].

Esta no es la forma, por supuesto, como los biólogos acomodaticios leen la teoría de la evolución de Darwin, dado que eluden su adhesión a la economía política capitalista y los pasajes que muestran su sexismo y su racismo, concentrándose prioritariamente en su meticuloso estudio del orden natural y de la luz que la teoría arroja sobre él. Y como los humanos son parte de ese orden natural, la teoría se aplica también a ellos. Ubicar a Darwin en su propio contexto histórico ofrece un correctivo necesario respecto a tales opiniones.


Darwin en su tiempo

La conmemoración el año pasado del bicentenario del nacimiento de Darwin y del 150 aniversario de la publicación de El origen de las especies mostró cómo el célebremente modesto biólogo se convertía en ese fenómeno tan característico del siglo XXI, la celebridad global. El bombo publicitario de las celebraciones de 2009 estuvo diametralmente alejado de las tranquilas ceremonias del centenario de El origen de las especies. Los tiempos han cambiado de verdad en la cultura de la ciencia. Por supuesto, no ha sido únicamente ésta la que ha sido tan profundamente transformada durante las últimas décadas, sino la totalidad de su sistema de producción. Lo que fue tanto nuevo como demasiado conspicuo el año pasado fue que la comunidad científica ocupó un lugar central, no marginal, respecto a este circo mediático. La construcción de Darwin como el único autor del texto fundacional de toda la biología desbarata el paciente trabajo de los historiadores de la ciencia y nos devuelve a la teoría del progreso del «gran hombre», que pensábamos que estaba muerta y enterrada.

La propia práctica de las citas utilizada por el propio Darwin no nos ayuda. El único reconocimiento teórico que realizó en El origen de las especies fue el rendido a «la doctrina de Malthus» —el crecimiento natural inexorable de las poblaciones humanas hasta que sobrepasan el suministro de alimentos, con su correlato político de que los más débiles deben perecer— «aplicada», como Darwin escribió, «al conjunto de los reinos animal y vegetal». No hubo ninguna otra mención en las primeras cinco ediciones, ni siquiera de su abuelo Erasmo ni de su eminente predecesor francés Lamarck, ni de las diversas corrientes evolucionistas que habían fluido a través de los debates de la primera parte del siglo XIX. Darwin remachó constantemente, por el contrario, que se trataba de «mi» teoría.

Hasta la edición final de El origen de las especies en 1872, Darwin no corrigió la elisión de sus predecesores, lo cual remedió añadiendo como prefacio un «bosquejo histórico». La introducción a la primera edición realiza un cortés reconocimiento de Alfred Russel Wallace, quien había «llegado a casi exactamente las mismas conclusiones generales que yo sobre el origen de las especies». Wallace, que había trabajado como recolector de especímenes en el archipiélago malayo, había enviado su manuscrito a Darwin para su publicación, precipitando el pánico de éste último sobre la posibilidad de que se le adelantara. Darwin comenzó a escribir con enorme urgencia, completando El origen de las especies tan sólo unos meses después. La reivindicación de precedencia por parte de Wallace fue amablemente eludida y el hombre socialmente más débil, en vez de contestar al más poderoso Darwin, expresó únicamente su gratitud y deferencia. El socialismo y el protofeminismo de Wallace fueron educada, pero contundentemente, eliminados.

Sin embargo, la selección natural darwiniana debe analizarse en el contexto victoriano. A mediados del siglo XIX las ideas evolucionistas eran de curso corriente y un materialismo totalmente reductor había sentado sus reales en las ciencias de la vida. La evolución ocupaba un lugar central en el ambicioso proyecto de Herbert Spencer —que prefiguraba el concepto de consiliencia de Wilson— de reescribir las disciplinas en el seno de un marco unitario. La «electricidad animal», el mesmerismo y la frenología intentaban también localizar los atributos mentales, y en realidad la vida misma, en el ámbito explicativo de las ciencias naturales. Los análisis materialistas de la naturaleza y de la naturaleza humana producidos por los filósofos encontraron una audiencia receptiva entre los intelectuales.

En 1845, cuatro prometedores fisiólogos alemanes y franceses, Von Helmholtz, Ludwig, Du Bois-Reymond y Brucke, hicieron un juramento conjunto para probar que todos los procesos corporales podían explicarse en términos físicos y químicos. El fisiólogo holandés Jacob Moleschott expresó esa posición de modo más contundente afirmando que «el cerebro segrega el pensamiento como el riñón segrega la orina», mientras que el «genio es una cuestión de fósforo»[7]. Para el zoólogo Thomas Huxley la mente era un epifenómeno, como «el silbido respecto al tren de vapor». Para todos ellos, la selección natural darwiniana fue decisiva. La tesis de Darwin, derivada de Malthus, está clara. (1) En un entorno de recursos limitados, todos los organismos producen más descendencia de la que puede sobrevivir y llegar a la vida adulta; (2) aunque la descendencia se asemeja a sus progenitores, existen variaciones las que menores entre sus miembros; (3) de esas variaciones las que mejor se adaptan a su entorno son las que sobrevivirán y a su vez se reproducirán con mayor probabilidad; (4) así, tales variaciones favorables es probable que se preserven en futuras generaciones. Esto es la selección natural. En el siglo y medio transcurrido, los biólogos han continuado inspirándose en Darwin insistiendo en un análisis físico de la naturaleza en general y de la naturaleza humana en particular, de nuestra fisiología básica a nuestros poderes cognitivos, nuestras emociones y nuestras creencias.


Árboles y jerarquías

La publicación de El origen de las especies precipitó y simbolizó una transformación en la comprensión de la sociedad occidental de los orígenes humanos. Las resonancias del libro se hicieron sentir ampliamente: a pesar de las objeciones religiosas y de las dudas alegadas por los biólogos colegas de Darwin, que indicaron la ausencia de un mecanismo de transmisión de las variaciones mejor adaptadas a las ulteriores generaciones, la teoría evolucionista llegó a formar parte de la cultura generalmente aceptada.

Para Spencer, la selección natural darwiniana proporcionaba la explicación de por qué el liberalismo del laissez-faire exigía una continua «lucha por la existencia». Darwin, a pesar de considerar el trabajo de Spencer como especulativo, adoptó posteriormente el término, si bien se lamentó más tarde de ello. Si hubiera adoptado la «lucha por la vida» de Kropotkin, en cuya opinión la ayuda mutua era un factor en la evolución, la pesimista naturalización del darwinismo podría haberse evitado. En el plazo de una década desde la primera edición, su primo Francis Galton había publicado Hereditary Genius, una teoría de la transmisión que operaba puramente a través de la línea masculina; Galton introduciría posteriormente el concepto de eugenesia. Darwin dio la bienvenida a sus ideas y se inspiró en las mismas en su obra The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex (1871).

Para Darwin, la evolución era un proceso continuo carente de punto final. Aunque la selección natural rechazaba la concepción de Linneo de la gran cadena del ser, en la que todos los organismos vivos se alineaban en una jerarquía ordenada por Dios, la evolución se contemplaba todavía como progresista, con organismos inferiores que daban lugar a otros superiores. Darwin representó esto como el árbol multirramificado de la vida, en el cual el Homo sapiens ocupaba el punto más elevado. (Los biólogos evolucionistas de nuestros días prefieren la metáfora del matorral, con la totalidad de las especies actualmente existentes igualmente «evolucionadas».) Sin embargo, a pesar de su insistencia en que la selección natural carece de objetivo alguno, Darwin siguió siendo de algún modo un progresista del siglo XIX y especuló en las últimas páginas de El origen de las especies sobre la civilización maravillosa del futuro a medida que la especie evolucionara: «Y como la selección natural únicamente opera por y para el bien de cada ser, todas las dotaciones corporales y mentales tenderán a progresar hacia la perfección»[8]. Teóricos evolucionistas posteriores —de Henry Bergson a Teilhard de Chardin— iban a reafirmar la teleología evolucionista que la tradición anglófona rechazaba. Baste como muestra la muy citada declaración efectuada en 1974 por el sociólogo Donald Campbell de que la selección natural darwiniana constituye una «explicación universal no teleológica de los logros teleológicos»[9].

El origen de las especies tan sólo apunta a la importancia de la teoría de la evolución para los humanos; hasta la publicación de The Descent of Man Darwin no localiza las diferencias humanas en el interior de un marco evolucionista. Aunque divide la humanidad en innumerables razas distintas. Darwin insiste en que existe un único origen humano, habiéndose separado las razas de su matriz común en el curso de los milenios. Sin embargo, como el resto de su círculo, Darwin compartía la confianza de los caballeros victorianos en el ápice del poder imperial de Gran Bretaña de que existía una jerarquía racial que se desplazaba de los supuestamente menos evolucionados y degradados salvajes de la Tierra del Fuego, a quienes observó en su largo viaje en The Beagle en la década de 1830, hasta la superior civilización europea, ejemplificada en su domicilio de Down House en el condado de Kent, conocido también como el Jardín de Inglaterra. Darwin fue más allá, sosteniendo que las razas negras evolutivamente inferiores serían superadas evolutivamente y derrotadas por las blancas.

A pesar de sus concepciones monogénicas de los orígenes humanos, Darwin se enmarañó en la idiosincrásica concepción decimonónica que afirmaba la existencia de jerarquías fijas raciales y sexuales. Así, pues, aunque su odio por la esclavitud fue intenso, su concepto de raza esencializaba la diferencia, de modo que la variación dentro de la especie le deslizaba hacía la jerarquía entre las razas. El reciente esfuerzo acometido por los historiadores Moore y Desmond, que sostienen que la teoría evolucionista de Darwin surgió del odio que sentía frente a la esclavitud, es valiente pero poco convincente[10]. El texto de J.F.M. Clark, Bugs and the Victorians, llega a localizar una cita de Darwin en la que describe su excitación cuando encontró la «poco frecuente hormiga esclavizadota y contempló las pequeñas hormigas negras sometidas en las redes de su ama»[11].

La selección sexual es casi tan central para la evolución darwiniana como su selección natural, porque explica tanto las diferencias entre los sexos en el seno de una misma especie y algunas de las características extremas y de otro modo aparentemente no adaptativas, como la belleza de la cola del pavo real. La selección sexual explica el hecho de que machos y hembras de la misma especie con frecuencia difieren en forma y tamaño. Los machos compiten por las hembras; pueden luchar como los ciervos o jactarse como los pavos reales. Las hembras escogen entonces a los machos más bellos o más fuertes[12]. Ello sirve para asegurar la reproducción y la selección de las características del macho que la hembra encuentra más atractivas. Dado que la selección sexual es tan sólo de los machos, son únicamente éstos los que evolucionan a fin de satisfacer los criterios escogidos de fuerza y poder.

Cuando Darwin se ocupa de los seres humanos, su concepción de las diferencias existentes entre hombres y mujeres es enteramente la de su tiempo. Así, afirma que el resultado de la selección sexual es que el hombre «tiene más coraje, es más luchador y enérgico que la mujer y goza de un genio más inventivo. Su cerebro es absolutamente mayor […] la formación del cráneo de la mujer se cree que se halla entre la del niño y la del hombre»[13]. La comprensión de los biólogos del siglo XIX de la diferenciación entre los sexos fue crucial a la hora de proporcionar el fundamento biológico para afirmar la superioridad del varón y la subordinación de las mujeres. La androcentridad de Darwin no pasó desapercibida a las intelectuales feministas de la época. Cinco años después de la publicación de The Descent of Man, la feminista estadounidense Antoinette Brown Blackwell, aunque daba la bienvenida a la teoría evolucionista, criticaba a Darwin por asumir que únicamente evolucionaban los hombres[14], Aun reconociendo que las mujeres de su generación carecían de formación, contemplaba el futuro en el que las biólogas feministas, entonces mejor pertrechadas, se involucrarían en la batalla.


La síntesis neodarwiniana

A principios del siglo XX la evolución era ampliamente aceptada, pero entre los biólogos la teoría de la selección natural arrostraba dificultades considerables. A lo largo de décadas de investigación Darwin fue incapaz de explicar cómo las variaciones favorecidas podían preservarse a través de las generaciones. Cuando los ahora célebres estudios de Gregor Mendel fueron redescubiertos en 1900, se comprobó que éstos sugerían un mecanismo de cambio evolutivo que Darwin no había tenido en cuenta. Los «determinantes ocultos» hereditarios postulados por Mendel, que transmitían el color y la forma de los guisantes de generación en generación, se denominaron «genes» y su estudio «genética»[15]. Se descubrió que los genes podían mutar y que su mutación ofrecía una explicación de la emergencia de nuevas variedades —e incluso de nuevas especies— y por consiguiente del cambio evolutivo. En ausencia de mutación, los genes se consideraban inmortales, inmunes a las alteraciones somáticas e impulsores inmodificables que determinaban el conjunto de las funciones corporales. Hasta la década de 1930, y gracias al trabajo de los genetistas J.B.S. Haldane y Ronald Fisher en Inglaterra y Sewall Wright en Estados Unidos, no se estableció la síntesis moderna de Mendel y Darwin, que desde entonces pasó a denominarse neodarwinismo, la cual postulaba la rearticulación de la genética y la selección natural como el mecanismo explicativo aceptado de la evolución.

Sin embargo, la rotunda prioridad concedida por la síntesis moderna a los genes sobre los organismos en los que se encuentran insertos tuvo una consecuencia teóricamente desastrosa. Hasta principios del siglo XX, el desarrollo (ontogenia) y evolución (filogenia) fueron considerados como dos lados de una disciplina unificada. El giro genético privó al término «evolución» de uno de sus significados originales predarwinianos: desarrollo, el despliegue del ciclo vital de toda criatura viva. La genética devino la ciencia de las diferencias. Por el contrario, la biología del desarrollo es el estudio de las similitudes: los procesos biológicos que generan todas las criaturas vivas, de las transiciones entre la oruga y la mariposa a la extraordinaria uniformidad de cómo los seres humanos se desarrollan de un óvulo fertilizado a través de un embrión, un feto y un niño hasta llegar al adulto. El desarrollo se concentra, pues, en la dinámica típica de la especie del ciclo vital de todo organismo. Ignorar esto posibilitó que una genética inexorablemente reduccionista se convirtiese en el estudio de las diferencias entre organismos, que se presumía que se hallaba codificada en los genes.

La biología del desarrollo, menos reconducible a los intereses crecientemente moleculares de los genetistas, se transformó ya en la década de 1930 en la preocupación primordial de un grupo de biólogos «sistémicos», deliberadamente antirreduccionistas y radicados básicamente en Cambridge, entre los que se contaban Joseph Needham y Conrad Waddington. Al carecer de herramientas moleculares, sin embargo, su proyecto era más sólido teórica que prácticamente. Recibió no obstante un golpe decisivo cuando la Fundación Rockefeller rechazó su proyectado instituto de investigación en pro de una importante inversión en lo que luego se convertiría en la biología molecular. Únicamente en la pasada década, estos problemas teóricos que preocuparon a estos biólogos de la década de 1930 se convirtieron de nuevo en objeto de investigación.

Entre tanto, la síntesis de genética y teoría evolucionista se mostraba cada vez más poderosa, situación condensada en las siguientes palabras del genetista Theodosius Dobzhansky: «Nada tiene sentido en biología excepto a la luz de la evolución»[16]. Desde la década de 1930, y con una certidumbre al alza tras el descubrimiento de la función del ADN como el material genético, el triunfo del darwinismo parecía asegurado. Y, sin embargo, aunque en su bicentenario el apotegma de Dobzhansky parece reinar incuestionado, es curioso constatar que la evolución por mor de la selección natural sea considerada masivamente como un proceso totalmente comprendido. Para los biólogos evolucionistas existen todavía controversias fundamentales en torno a los procesos de la evolución y los mecanismos de especiación. Cuando las celebraciones del aniversario se desvanecen, estas dificultades permanecen. Incluso las cuestiones más básicas —qué evoluciona, qué es adaptación, y si la selección es el único motor del cambio evolutivo— siguen sometidas a debate. Estos problemas, sin embargo, son casi totalmente ignorados por aquellos que desean transferir sin más matices las ideas genéticas reduccionistas de la síntesis moderna de la década de 1930 a las ciencias sociales y a las humanidades del siglo XXI.


Conflictos actuales

¿Qué evoluciona? Para Darwin y sus inmediatos seguidores esto era obvio: los organismos o fenotipos, como se denominaron posteriormente. Sin embargo, con la síntesis moderna la definición formal de evolución es entendida como «el cambio en la frecuencia de los genes en una población». Los organismos habían desaparecido del análisis; lo que importaba no era siquiera el genoma —la dotación integral de los genes en un organismo— sino los genes individuales. Este vaciamiento del organismo alcanzó su apogeo en la célebre descripción de Richard Dawkins de los genes como los «replicadores» insertos en los organismos, a quienes controlan  y a quienes convierten en vehículos pasivos cuya única función es asegurar la transmisión del gen a través de las generaciones[17].

Pero si son los genes y no los organismos quienes están sujetos a selección, cualquier mecanismo que perpetúe los genes en la siguiente generación bastará, y de ahí la ocurrencia de Haldane de que él sacrificaría su vida por dos hermanos (cada uno portando la mitad de sus genes) u ocho primos. William Hamilton matematizó posteriormente la broma en su teoría de «selección parental» y ofreció el fundamento de la Sociobiology de Wilson, en el que la selección natural favorece el parentesco genético en las especies sociales. La síntesis moderna formalizaba un fundamento genético para la selección natural, pero no exigía referencia alguna ni a los constituyentes moleculares del gen ni a los procesos bioquímicos mediante los cuales aquéllos podrían controlar la actividad celular. Así pues, los creadores de modelos evolucionistas podían tratar los «genes» como unidades de cuenta abstractas, al margen de su materialidad. Podría haber más genes «responsables» del altruismo, de la preferencia sexual, de una mala dentadura o de cualquier otra cosa que uno deseara introducir en el modelo de cambio evolutivo. Se trata, como Gould y Lewontin observaban ácidamente, de nada más que hipótesis ad hoc.

Esta concepción abstracta del gen se ha mostrado sorprendentemente indiferente a la nueva genética molecular. Cuando Watson y Crick mostraron que la doble hélice del ADN con su frecuencia de nucleótidos —los As, Cs, Gs y Ts— hacía posible la replica fiel del ADN durante la división celular, todo pareció obvio. Los genes eran trozos del ADN que proporcionaban el prototipo a partir del cual las proteínas, y por consiguiente las células y los organismos, podían ser sintetizados. La mutación de un gen (una sustitución o supresión de una o más letras nucleótidas en la secuencia) cambiaría la estructura de la proteína para la cual codificaba y, gracias a ello, por una larga cadena de efectos, el fenotipo sobre la cual podría actuar la selección. La «biología húmeda» del laboratorio molecular parecía coincidir con las predicciones de los evolucionistas. Fue esta descripción la que sostuvo el mito del ADN como el impulsor inalterado, el portador de la información y el controlador de los procesos celulares. A pesar de esto, los teóricos neodarwinistas no han vinculado su análisis de los genes con la estructura material del ADN; para ellos, los mecanismos moleculares sin irrelevantes e incluso constituyen un obstáculo para una augusta teorización.

La descripción molecular demostró ser más compleja, sin embargo. Las células humanas contienen hasta cien mil proteínas diferentes, pero la secuenciación del genoma humano mediante el formidable Proyecto del Genoma Humano auspiciado internacionalmente ha revelado tan sólo en torno a 20.000-25.000 genes, un número aproximadamente similar al de la Drosophila, la mosca de la fruta. Más del 95 por 100 de los tres mil millones de pares de base de nucleótidos presentes en el genoma humano no codifican en absoluto las proteínas. Alguno desempeña tares importantes en la regulación del ritmo del momento en que otros genes codificadores se conectan, pero la función de buena parte del restante del denominado ADN «basura» todavía tiene que ser comprendida. Son las mutaciones individuales en este ADN no codificador las que suministran el fundamento para las técnicas de impresión de las huellas digitales mediante el ADN. Pero cuánto es realmente «basura» y cuánto tiene funciones imprevistas actualmente espera todavía los resultados de los intentos realizados por el Proyecto Genoma Humano, propuesto inicialmente por Craig Venter y otros investigadores, de construir organismos sintéticos a partir de secuencias de ADN generadas artificialmente[18].

Una mayor complejidad se nos presenta porque estas series de ADN que codifican las proteínas no se hallan dispuestas en una secuencia continua, sino dispersas entre otras no codificadoras. Hoy, cuando los genetistas moleculares nos informan sobre el descubrimiento de un gen «de» la longevidad, por ejemplo, ellos se refieren al grupo de secuencias del ADN conectadas entre sí y activadas por mecanismos celulares durante el desarrollo, que influyen sobre la probabilidad de la prolongación de la vida individual. Tales afirmaciones se han hecho cada vez más frecuentes desde la secuenciación del genoma humano. El genoma, se afirma, constituye el «libro de la vida» de cada persona que predice los riesgos de enfermedad y de mortalidad[19]. El gen del biólogo molecular es, pues, notablemente diferente del gen «unidad de cuenta» del constructor del modelo evolutivo.


Epigenética

En la reconceptualización de la genética y la evolución que ha seguido a la secuenciación del genoma humano, se comprende cada vez mejor que la función fundamental es desempeñada por los procesos reguladores celulares que controlan qué genes son activados y cuándo. No se trata tanto de que el ADN gobierne la actividad celular, sino que la interacción entre el ADN y la célula en la que el genoma se halla inserto es la que determina cuándo, cómo y qué fragmentos de ADN se utilizan para construir determinadas proteínas durante la secuencia de desarrollo que conduce de la fertilización al organismo adulto. Este proceso es conocido como epigénesis, término acuñado por Waddington en la década de 1950, siendo hoy la epigenética uno de los campos más intensamente disputados de la biología molecular. Aborda ésta dos problemas fundamentales. En primer lugar, ¿cómo pueden 20.000 genes, presentes todos ellos en cada célula del cuerpo humano, estar involucrados en la diferenciación de aproximadamente 250 tipos de células, cada una dotada de una estructura y una función característica, y cada una conteniendo un subconjunto diferente de las 100.000 proteínas presentes en el cuerpo? Para añadir más complejidad, los diferentes tipos de células «nacen» en diferentes momentos de lo que en su debido momento de convertirá en el cuerpo totalmente formado del niño recién nacido. En segundo lugar, ¿cómo pueden acontecimientos aparentemente menores en etapas cruciales del desarrollo producir una cascada de cambios en el epigenoma de un organismo, y como pueden estos cambios transmitirse a través de la herencia?

Los estudios epigenéticos están descubriendo una asombrosa gama de procesos reguladores mediante los cuales las moléculas señaladotas actúan como conectores, conectando o desconectando fragmentos particulares de ADN a fin de asegurar que las proteínas específicas se sinteticen en el momento apropiado en la secuencia de desarrollo. Las alteraciones en el ritmo de estas conexiones pueden provocar grandes cambios en el fenotipo adulto, produciendo nuevas variaciones sobre las que puede actuar la evolución. Interpretar el epigenoma supone, pues, una vuelta al programa de investigación antirreduccionista de Needham, Waddington y sus seguidores, pero ahora pertrechado con las herramientas de la biología molecular y de la imagen celular que no se hallaban a nuestra disposición —en realidad eran casi inconcebibles— hace medio siglo. En este marco teórico, la «información» no se considera simplemente ubicada «en el gen». Más bien, como indica la filósofa Susan Oyama, la información se genera mediante el proceso de desarrollo[20]. El objeto de estudio se amplía más allá de los genes para así incluir las células y los organismos en que se halla incrustada la «información», el ADN se convierte en un elemento —si bien vital— del proceso mediante el cual las células y los organismos en que se construyen a sí mismos. Las criaturas vivas dejan de ser concebidas como vehículos pasivos, meras portadoras para todos los replicadores esenciales, para ser contempladas como autoorganizadoras y activamente implicadas en la búsqueda de objetivos. Para evitar la impresión de que tal búsqueda de objetivos es verdaderamente propositiva —esto es, teleológica— los biólogos se refieren a ella como teleonómica: emerge de procesos moleculares y celulares carentes de propósito.

La otra implicación importante de la epigenética molecular es prestar su apoyo a la insistencia de que la selección natural debe operar sobre la totalidad de los ciclos vitales, no únicamente sobre el adulto. El propio Darwin comprendió esto concretamente, pero ello fue en gran medida olvidado por sus seguidores neodarwinistas. La importancia de esta concepción más amplia es obvia. Imaginemos, por ejemplo, un gen que permite a los antílopes correr más rápido y escapar de los leones depredadores. Pero si el mismo gen afecta al desarrollo de modo que el antílope madura más lentamente, haciéndole más vulnerable en la infancia, entonces su potencial beneficio se convierte en un déficit. Para parafrasear a Dobzhansky, «nada en la evolución tiene sentido excepto a la luz del desarrollo». Únicamente en los últimos años se ha insistido en la integración de desarrollo y evolución; ambos incluso se han fusionado y encontrado un nombre recientemente de moda: «evo-devo».


Selección y contingencia

¿Cuáles son las implicaciones de estos nuevos planteamientos para la teoría evolucionista? La selección puede operar únicamente si existen formas variantes de un fenotipo con un diverso grado de calidad en el seno de una población. Esa variación fenotípica puede producirse en diversos niveles de organización, que van de una secuencia particular del ADN mediante su localización en la totalidad del genoma a la fisiología, anatomía y el comportamiento del organismo. Por otro lado, con 20.000 genes y varios billones de células en el cuerpo humano, resulta evidente que no existe una correspondencia uno-a-uno entre un cambio en la secuencia del ADN y un cambio en el fenotipo. Un cambio específico puede no sólo tener efectos múltiples en un gran número de sistemas orgánicos —las células utilizan el ADN de múltiples modos durante el desarrollo—, sino que ese cambio puede quedar también sin efecto, compensado por los mecanismos de reserva existentes en la célula.

Los cambios en la frecuencia del gen no producen necesariamente un cambio fenotípico sobre el cual puede actuar la selección. En realidad, esos cambios en el ADN pueden hallarse ocultos en el organismo, acumulándose hasta que sean capaces de provocar un súbito cambio fenotípico. Este mecanismo molecular pone de relieve la observación efectuada por Eldredge y Gould de que el registro fósil muestra millones de años de estabilidad seguidos de periodos de rápido cambio evolutivo. Se trata del «equilibrio puntuado» («evolución mediante contracciones» para sus oponentes) que ha enfurecido a la comunidad evolucionista ortodoxa, aferrada al gradualismo darwiniano («evolución por gateo» para los puntuacionistas); todo ello generó acusaciones de que Gould estaba importando las ideas revolucionarias marxistas a la biología. Sus acusadores optaron por eludir la posibilidad de que Darwin hubiera incorporado la pesimista y reaccionaria visión maltusiana a la biología un siglo antes, o que la evolución por gateo pudiera leerse como un gradualismo fabiano.

En los medios de comunicación, y no infrecuentemente cuando los genetistas se dirigen a la opinión pública, el organismo y el entorno se presentan como dos entidades distintas. Para los teóricos evolucionistas, particularmente para aquellos comprometidos con la biología y la etología «húmedas», la situación es mucho más compleja. Lejos de responder pasivamente a un entorno fijado, los organismos —incluso aquellos que a primera vista pueden parecer simples, como las bacterias— modifican sus entornos. Póngase una bacteria E. coli en un vaso de agua y añádase una solución azucarada, el microorganismo nada hacía el azúcar, la digiere y se aleja para deshacerse de los materiales de desecho que genera su digestión. De modo similar, como señala Richard Lewontin, depende del organismo qué características del mundo constituyen un entorno pertinente[21]. Las bacterias son tan pequeñas que pueden ser constantemente vapuleadas por el movimiento browniano de las moléculas del agua que las rodean, pero en buena medida no son afectadas por la fuerza de la gravedad. Los barqueros, indiferentes al movimiento browniano, se deslizan por la superficie del lago soportados por la tensión de su superficie.

Los organismos y los ecosistemas en los cuales subsisten evolucionan simbióticamente. La presa de un castor comienza con la llegada de éste y una extraordinaria actividad de construcción. Incluso cuando la presa se está construyendo, ya se convierte en un ecosistema complejo poblado por muchos habitantes y dotado de una gran actividad interdependiente. Estas interacciones mutuas significan que la presa y sus habitantes coevolucionan a través de sus generaciones. Al mismo tiempo, el cambio radical en virtud del cual pueden sucumbir especies enteras es susceptible de producirse con independencia de qué bien adaptados se hallen los individuos a las condiciones antes de la catástrofe. Si la humanidad fuera a perecer, por ejemplo, a causa de nuestro fracaso para responder al cambio climático, la población de ratas urbanas y el SIDA, que dependen ambos de nosotros, también desaparecerían. Por otro lado, como señala Lynn Margulis, las amebas serían con toda probabilidad los organismos que resistirían y que florecerían. Así opera la supremacía de las especies.

Eva Jablonka y Marion Lamb rechazaron el genocentrismo de modo terminante en su libro de 2005 Evolution in Four Dimensions. En este texto las autoras discuten la evolución en virtud de cuatro amplias rúbricas conceptuales —genética, epigenética, conductista, cultural— a fin de replantear la cuestión de si puede existir un cambio evolutivo, a tenor de la selección natural independiente del cambio genético. Ello se relaciona también con el amplio debate sobre si y cómo Lamarck puede ser reformulado de un modo que sea compatible con la biología moderna. Un ejemplo sería el uso de herramientas por algunas especies de pájaros, en el cual el comportamiento originalmente aprendido puede ser transmitido a través de varias generaciones sin que se produzca cambio alguno en los genes. Con suficiente tiempo, la mutación aleatoria puede permitir que los genes se pongan al día y consoliden tal cambio fenotípico[22].

Los debates más intensos, sin embargo, versan sobre las mismas cuestiones que preocuparon a Darwin, quien destacó que la selección natural no es el único mecanismo del cambio evolutivo. Para él, la selección sexual explicaba muchos rasgos aparentemente no adaptativos del mundo vivo. La separación geográfica —como la de los famosos pinzones de las diferentes islas del archipiélago de Galápagos— fue otro proceso mediante el cual puede producirse el cambio, cuando poblaciones separadas gradualmente se alejan por variación casual o azarosa de modo muy independiente de cualesquiera otras presiones adaptativas.

¿Pero qué entendemos por adaptación en todo caso? Los neodarwinistas intransigentes insisten, por ejemplo, en que todas las variaciones sutiles que pueden encontrarse en las pautas de las bandas de las conchas del caracol son adaptativas. Dependiendo de su entorno, diferentes bandas camuflarán a los caracoles más o menos efectivamente contra sus depredadores. Tal adaptacionismo rígido fue objeto de un célebre ataque por parte de Gould y Lewontin, que lo describieron como un «paradigma panglossiano»[23]. Estos autores señalaron que determinados aspectos aparentemente funcionales de un organismo pueden ser consecuencias accidentales de otra característica muy distinta, como sucede, en su ejemplo, con las enjutas o embecaduras (o espacios) existentes entre los arcos que sustentan la cúpula de la catedral de San Marcos en Venecia. Las embecaduras se hallan cubiertas con bellísimos mosaicos, que dan la impresión de que las primeras fueron diseñadas para albergar a éstos últimos, pero arquitectónicamente aquéllas no tienen ninguna función necesaria. Así sucede también con las características biológicas que podrían parecer a primera vista adaptativas —como por ejemplo las bandas de la concha de un caracol—, pero que son en realidad consecuencias accidentales de la química y la física de la construcción de la mencionada concha.

Fue Gould, también, quien señaló otro potencial factor del cambio evolutivo: exaptación. La exaptación es cierta característica de un organismo originalmente seleccionada para desempeñar una función que puede servir también como base para otra. El ejemplo favorito es el de las plumas, que se pensaba que habían evolucionado entre los pequeños dinosaurios como un medio de regular la temperatura del cuerpo, pero también permitían el vuelo en los precursores de los pájaros modernos. Para Gould tales exaptaciones constituyen un indicador de la naturaleza aleatoria o azarosa de la evolución. Si, como se ha puesto de relieve regularmente, pudiéramos «rebobinar la cinta de la evolución» hasta el Precámbrico u otro periodo geológicamente remoto y le permitiéramos avanzar de nuevo, es muy improbable que aparecieran mamíferos conscientes como los humanos. Es decir, el futuro evolutivo es indeterminado.

Esta sugerencia resulta inaceptable para aquellos neodarwinistas que optan por un determinismo más rígido. La forma mejor adaptada —siempre que se conforme a las leyes físicas y químicas— emergerá siempre, de acuerdo con esta concepción[24]. Desde que la vida comenzó en la Tierra hace aproximadamente 3.500 millones de años, podría haberse predicho que algo similar a los seres humanos conscientes habrían debido evolucionar a su debido tiempo, un argumento extrañamente próximo al de aquellos que postulan un «principio antrópico» mediante el cual el conjunto del universo es concebido como el hábitat humano, ya que las posibilidades de que éste emerja por azar son demasiado altas. Tales debates, aunque centrados fundamentalmente sobre el pasado, se han extendido al futuro con la discusión de la vida, la inteligencia y el contacto humano con extraterrestres. Cuando ya concluían las celebraciones darwinianas, esta hipótesis se tomó lo suficientemente en serio como para hacer posible un encuentro de dos días organizado por la London Royal Society. ¿Predice la selección natural que los seres extraterrestres serán humanoides inteligentes o la indeterminación es tal que no puede efectuarse predicción alguna sobre las formas de vida que evolucionarán?


Mentes y cerebros

Pocos de estos debates acaecidos en el seno de la teoría evolucionista han obstaculizado en realidad la difusión de la metáfora evolucionista más allá de sus dominios biológicos, sobre todo en los que repetidos intentos de, al menos, domesticar y limitar —y en el peor de los casos erradicar— lo social de la teorización de humanidad y, por consiguiente, de biologizar la condición humana. Dos iconos instantáneamente reconocibles han incrementado enormemente el atractivo de estas afirmaciones. La doble hélice y el cerebro multicolor en le cráneo adornan anuncios, cubiertas de libros y sobrios artículos en las revistas dirigidas a clases pudientes. La secuenciación del genoma humano hizo que hablar sobre los genes se convirtiese en artificio retórico de moda, de los anuncios de coches a la política. El diseño de Dios se halla aparentemente «en el ADN» del BMW, al igual que los valores familiares se hallan, de acuerdo con David Cameron, insertos en el ADN del Partido Conservador. En ese mismo periodo, las extraordinarias imágenes en falso color de las regiones del cerebro aparentemente implicadas en todo, desde la resolución de un problema matemático hasta el amor romántico pasando por el éxtasis religioso, obtenidas de la imagen por resonancia magnética funcional, se han convertido en moneda común de los dominicales de los periódicos. No sólo las relaciones sociales, sino los productos de la cultura humana, del arte a la música, las creencias religiosas y los códigos éticos, se afirma que son manifestaciones de un proceso de selección natural basado en los genes, con sus correspondientes ubicaciones neuronales reveladas gracias a la imagen por resonancia magnética funcional.

De nuevo, el punto de partida es Darwin, quien hizo algo más que localizar a los seres humanos en un continuum evolutivo anatómico y fisiológico. Él fundamentó los «poderes mentales» firmemente en la biología humana: las emociones humanas y sus expresiones reampara Darwin descendientes evolutivos de aquellos de sus ancestros similares a los simios[25]. La psicología evolucionista, la manifestación más reciente de la sociobiología de la década de 1970, se ha inspirado en estas premisas y en la tesis hamiltoniana de la selección parental, basándose no únicamente en que la naturaleza humana constituye una cualidad evolucionada, sino también en la afirmación profundamente no darwiniana de que aquella —en oposición al resto de la naturaleza— se fijó en el Pleistoceno no habiendo transcurrido suficiente tiempo evolutivo para que haya cambiado ulteriormente.

A partir de Wilson, el argumento es que la evolución biológica no ha podido mantener el paso siguiendo el ritmo del cambio cultural, diferencial que fomenta la contradicción de «mentes de la Edad de Piedra en el siglo XXI». Sin embargo, la evidencia apunta a la velocidad con lo cual la cultura ha impulsado el cambio biológico humano, desde la fisiología digestiva a la estructura cerebral. Por ejemplo, originalmente, la mayoría de los seres humanos adultos, como la mayoría de otros mamíferos adultos, tenían dificultades para digerir la leche. La enzima presente en los niños que hace posible digerir el azúcar de la leche, la lactosa, se desactiva cuando el niño crece. Sin embargo, durante los últimos tres mil años, en las sociedades que domesticaron ganado, proliferaron las mutaciones que permitieron la tolerancia de la lactosa en los adultos. Hoy la mayoría de éstos en las sociedades occidentales, a diferencia de los asiáticos, son portadores de la mutación y los productos lácteos forman parte de su dieta habitual.

Ni el conjunto de pruebas sobre el grado en que la psicología y la anatomía humanas han evolucionado durante el millar de generaciones que aproximadamente nos separan de nuestros ancestros del Pleistoceno, ni el hecho de que no tengamos idea alguna de su psicología —y ningún modo de conocerla— disuaden a los teóricos. Consideremos las afirmaciones del psicólogo evolutivo Marc Hauser en su libro Moral Minds, reveladoramente subtitulado «Cómo la naturaleza diseñó nuestro sentido universal del bien y el mal»[26]. No se trata únicamente de que los requerimientos de vivir de acuerdo con las especificidades de uno mismo o las respuestas emocionales innatas a las necesidades de los otros puedan haber contribuido a conformar los códigos morales. En realidad, del mismo modo que Chomsky sostiene que existe una gramática lingüística universal, para Hauser la humanidad se halla dotada de un conjunto universal de principios morales, independientes del contexto cultural o social. Hauser reconoce variaciones culturales, tales como matar por honor o la homofobia, en el modo en que se expresan los principios, pero sostiene que a pesar de la variación existen universales subyacentes. Sin embargo, si la expresión de estos principios es tan variada, invocar un imperativo evolutivo no explica nada. Las recomendaciones políticas que derivan de este imperativo son perturbadoras: Hauser quiere que los «expertos políticos» «escuchen con más atención a nuestras intuiciones y redacten políticas que tomen en cuenta eficazmente la voz moral de nuestra especie». En la siguiente sentencia juega a dos bandas al sugerir que los expertos no deberían aceptar ciegamente esta moralidad universal, ya que algunas de nuestras intuiciones evolucionadas han «dejado de ser aplicables a los problemas societales actuales». Una teoría omnicomprensiva dotada de una cláusula de exoneración tan enorme como ésta escasamente merece ser objeto de consideración. Se nos presenta un enigma más: ninguno de los teóricos de la sociobiología o de la psicología evolucionista, del psicólogo Steven Pinker a Wilson, Hauser y Dawkins, cree que sea evidentemente obligatorio obedecer las demandas de nuestros genes egoístas. Las sentencias que cierran El gen egoísta de Dawkins explican que «nosotros» los humanos, a diferencia de otras especies, podemos escapar a su tiranía. Para Wilson, una sociedad menos sexista puede lograrse si «nosotros» la deseamos, aunque pagando el precio de una pérdida de «eficiencia»[27].

Para Pinker, «incluso las explicaciones evolucionistas de la división del trabajo tradicional [sic] en virtud del sexo no implican que sea inmodificable o “natural” en el sentido de buena o algo que debería ser impuesto a las mujeres u hombres individuales que no se muestren de acuerdo con la misma»[28]. Cuando Pinker nos dice que ha decidido no tener hijos, ¿mediante qué proceso niega este imperativo genético? ¿Existe una ubicación en el cerebro, un gen para el libre albedrío? El teórico de la mente guarda silencio. El sentido de su agencia personal es siempre evidente, pero su teoría no proporciona explicación alguna al respecto; él escapa como por ensalmo. A pesar de ello, como Pinker o Wilson, nosotros nos comprendemos como seres pensantes, morales, emocionales y capaces de decisión, siendo imposible ignorar el problema de la agencia humana.


Renaturalizar a las mujeres

Un proyecto fundamental del feminismo ha sido excluir a las mujeres de la naturaleza para incluirlas en la cultura, permitiéndolas que se conviertan en sujetos en vez de objetos de la historia. El impulso predominante del feminismo de la década de 1970 apuntó a un fuerte construccionismo social; la referencia al cuerpo fue dejada de lado como esencialista. Las biólogas feministas tenían dificultades a la hora de suscribir este planteamiento. Para aquellas más predispuestas a la teoría, la biología sexista y la sociedad patriarcal se sostenían recíprocamente, mientras que para aquellas con inclinaciones más empíricas, la biología sexista era el resultado de una ciencia mal concebida y sesgada. El asalto de los deterministas biológicos elevó los envites políticos, cuando biólogos feministas de todo tipo empezaron a enfrentarse a los mismos.

Una preocupación primordial de la sociobiología y de la psicología evolucionista ha sido la selección sexual darwiniana y por ende las diferencias físicas y psicológicas existentes entre mujeres y hombres. Cuando se publicó Sociobiology, la segunda ola del feminismo estaba en su ápice y la hostilidad ante cualquier tipo de reducción de las mujeres a su biología conocía su momento más intenso. Un colectivo constituido por 35 miembros, que incluía a la bióloga Ruth Hubbard, al genetista de las poblaciones Richard Lewontin y al paleontólogo Stephen Jay Gould, todos ellos colegas en Harvard de Wilson, publicaron el influyente texto Biology as a Social Weapon, en el que acusaban a éste último de un grueso determinismo genético que naturalizaba las jerarquías existentes de poder y control sobre los recursos entre clases y géneros, y estimulaba el racismo[29].

La psicología evolucionista pretende adscribir todas las características de género existentes en la sociedad contemporánea a la diferencia biológica, universalizando el comportamiento de la totalidad de las hembras/madres y de los varones/padres. Políticamente, intenta desbaratar los logros del feminismo de la década de 1970 optando por ignorar las teorías más matizadas de la actualidad, que reconocen la importancia del cuerpo. Como respuesta a ello, las biólogas feministas volvieron sus ojos a las preocupaciones de Antoinette Brown Blackwell, pero ahora totalmente pertrechadas[30]. Ruth Hubbard desafió la androcentricidad y el determinismo biológico de la teoría darwiniana, preguntándose: «¿Únicamente han evolucionado los hombres?»[31]. Primatólogas feministas como Jeanne Altmann, Nancy Tanner y Linda Marie Fedigan, aún reconociendo la importancia de los monos en la narrativa de la evolución, comenzaron a dar una respuesta a esta cuestión mediante su trabajo de campo. Fundamentalmente, Adrienne Zhilman destronó el mito del «hombre cazador» como suministrador de alimento, demostrando que la recolección, básicamente realizada por mujeres, proporcionó la mayor parte de la nutrición esencial durante la transición a la sociedad humana primigenia.

Las recolectoras-cazadoras reemplazaron al hombre cazador en la explicación de los orígenes humanos y así el género subordinado ocupó el centro de la escena. La importancia del estudio de los primates como campo de batalla de los orígenes humanos fue reconocida por la historiadora de la ciencia feminista Donna Haraway. Para ella, como para Marx, el análisis de la naturaleza de los científicos refleja y constituye la sociedad y la cultura. Haraway reconstruye la narrativa primatológica presente en los dioramas de los museos de historia natural, que celebran al hombre como cazador y restringen las actividades de las mujeres a cocinar y cuidar de los hijos, así como la narrativa imperial de la raza blanca naturalmente dominante[32].

Para la mayoría de las feministas, especializadas en las ciencias de la vida o en otro campo del conocimiento, la sociobiología feminista es un oxímoron, siendo su determinismo hostil al feminismo. Existe no obstante una contracorriente feminista dentro de la sociobiología que, aunque todavía explica las relaciones humanas como determinadas por la naturaleza, lee el orden natural de modo diferente. A diferencia de otras primatólogas feministas, Sarah Blaffer Hrdy es una sociobióloga declarada, pero igualmente comprometida con la reestructuración de la primatología. Los estudios de Hrdy de los langures y otros monos se centran en las hembras y sus prácticas de crianza, celebrando la función de éstas como fuerza motriz de la evolución humana. Hrdy hace hincapié en el carácter único del cuidado de niños por parte de los humanos: las madres chimpancés, bonobús y gorilas también deben cuidar de su prole durante largos periodos de tiempo, pero se muestran reticentes a compartir estas tareas con terceros. Por el contrario, las madres humanas permiten que terceros en quienes confían —se hallen unidos por vínculos de parentesco o no— cuiden a sus bebes y compartan el cuidado, la crianza y la educación de los niños[33]. Hrdy denomina a esto «crianza aloparental», pero aunque su concepto nos distingue de otros primates las ciencias sociales todavía tienen que documentar, en un contexto social específico dado, en qué grado esta actividad compartida es ayuda mutua y en qué grado la explotación de los trabajadores mal pagados son fundamentalmente mujeres.

Como Hrdy, la etóloga feminista Patricia Gowaty es sociobióloga. Lo que Darwin consideró como «avidez» masculina, y la masculinista psicología evolucionista salazmente rebautizó como «promiscuidad», Gowaty lo denomina «ardor», un término menos cargado, señalando que en muchas especies que ha estudiado tanto los machos como las hembras muestran esta característica[34]. De modo similar, si bien tanto Darwin como la psicología evolucionista invocan la «timidez» femenina en la selección de compañeros sexuales, las etólogas feministas sostienen a partir de sus observaciones de campo, que la timidez es un mito y que las hembras al igual que los machos toman la iniciativa. Pero si la reflexión se extrapola a los humanos, incluso estos avances importantes llevan aparejada la vulnerabilidad a la cooptación en una diferencia binaria sexual y de género preordenada. Conscientes de este peligro, las biólogas feministas han luchado para eliminar los conceptos extraídos del comportamiento humano, reemplazándolos por términos que describen más precisa y menos salazmente el comportamiento animal. Así, han cosechado éxito al eliminar el concepto «violación» de las revistas de comportamiento animal y reemplazarlo por el de «sexo forzado». Tal redenominación eliminó el lenguaje sexista institucionalizado de las revistas.

La obsesión de la psicología evolucionista y de la sociobiología con el sexo humano en ocasiones linda lo pornográfico. Tomemos como ejemplo la sugerencia de que las mujeres experimentarán más orgasmos cuando practiquen el sexo adúltero con un varón bien proporcionado que lleve un reloj Rolex. Que tales datos puedan ser recopilados y su consistencia verificada es difícil de creer. En esa misma línea se afirma que los hombres prefieren tener relaciones con mujeres más jóvenes que presenten ratios bajos de cintura-cadera (una señal de fertilidad, según determinadas opiniones), mientras que las mujeres optan por más viejos, ricos y poderosos, lo cual plantea dudas metodológicas similares. El antropólogo evolucionista Robin Dunbar cita un estudio de 1.000 anuncios de personas en busca de pareja procedentes de Estados Unidos, Holanda e India en apoyo de estas afirmaciones universales[35]. Las mujeres de Rubens y las figuras venusianas carentes de cintura de las culturas del Paleolítico se dejan al margen junto con las semejantes a Victoria Beckhan y Kate Moss, mientras que Orgullo y prejuicio de Jane Austen es citado como un manual elemental de psicología evolucionista en cuestiones de política sexual. El arte, la literatura y la música, respecto a los cuales no puede determinarse una función biológica inmediatamente obvia, se presentan como equivalentes humanos de la atracción sexual de la cola del pavo real. Parece que en Lascaux, Pech Merle y Altamira, los hombres del Pleistoceno (que eran varones se da por supuesto) entraban con sus antorchas hasta las profundidades de las cuevas, enfrentándose valerosamente a los osos que allí habitaban, para pintar bisontes y caballos sobre sus paredes para impresionar y atraer a las mujeres de este periodo geológico.

Tales afirmaciones dan por cierto que la única función biológicamente evolucionada del sexo es la procreación, ignorando la evidencia sustantiva, inicialmente recopilada por las etólogas feministas, de que la actividad sexual entre uno de los parientes más próximos de los humanos, los bonobos, puede divorciarse de la reproducción, teniendo lugar mediante todo tipo de pautas de comportamiento y de combinación de parejas como parte de la vida cotidiana del grupo[36]. La investigación de las ciencias sociales relativa a la diversidad de las prácticas sexuales humanas (espoleada por la crisis del VIH/SIDA) ha sostenido y profundizado este análisis, pero ni la psicología evolucionista ni la sociobiología, sean feministas o de otro tipo, están preparadas para reconocer las ciencias sociales, y mucho menos su contribución al conocimiento. El proyecto de la sociobiología, tan nítidamente establecido por Wilson, es hacer las ciencias sociales innecesarias.


Leyes de la naturaleza

Para los biólogos, la evolución es un hecho, sin embargo, desde los días de Darwin a la actualidad, el proceso, el tiempo y el ritmo del cambio evolutivo ha sido objeto de continuo debate. La selección natural de Darwin, incluso fortalecida por la selección sexual (y dejando de lado las críticas efectuadas previamente de reducir lo social a lo natural), no le permitió ofrecer un mecanismo para la preservación de las características favorecidas. Su teoría se desbarató y fue temporalmente reemplazada por la teoría de la mutación basada en Mendel y la nueva ciencia de la genética, lo cual dio lugar a la síntesis moderna o neodarwinistas en la década de 1930. Su ampliación con la «nueva síntesis» de la sociobiología y la selección parental en la década de 1970 parecía ofrecer un cierre profundamente afín al individualismo posesivo de la economía política neoliberal. El determinismo genocéntrico, el «mito del gen», triunfaba. Y sin embargo, incluso en el momento en que se establecían los fundamentos de la «nueva síntesis», el concepto mismo de gen sobre el que se basaba la teoría fue desafiado por mor del nacimiento de la genética molecular. El neodarwinismo, con su intento de expulsar al organismo para reducir incluso el entorno a un aspecto de un «fenotipo extendido» y, por consiguiente, en definitiva, a un epifenómeno del gen, comenzó a ser objeto de disputa. ¿Se trataba de una teoría zombi, muerta sin saberlo?

Una síntesis todavía más reciente emerge en la actualidad, cerrando un desajuste que ha durado un siglo entre genética y biología del desarrollo mediante la epigenética y la evo-devo. La explicación biológica genocéntrica, con su determinismo inherente, es desafiada por la crítica del adaptacionismo y el reconocimiento de que pueden existir niveles de selección distintos del gen individual. La concentración androcéntrica en la selección sexual y la función que ha desempeñado en la evolución humana ha sido desafiada y radicalmente modificada por el trabajo de las paleontólogas feministas. Lo que podría haberse contemplado como un fundamento sólido de la teoría biológica sobre la que otras disciplinas podrían inspirarse se demuestra inestable, incluso traicionero. La metáfora de la evolución despega de este zócalo inestable, impulsada por certidumbres que ya no son válidas.

Las ciencias naturales han asumido y les ha sido otorgada la autoridad cultural de hablarnos sobre el mundo natural, sobre quiénes somos y de dónde venimos. No es únicamente una visión particular de la selección natural la que se ha convertido en el ácido universal, sino la propia competencia explicativa de la ciencia misma. Aquellos que avanzan afirmaciones tan preñadas de consecuencias harían bien en recordar la observación de Darwin contenida en The Voyage of the Beagle: «Si la miseria de nuestros pobres fuera causada no por las leyes de la naturaleza, sino por nuestras instituciones, grande sería nuestro pecado»[37]. En el contexto de la actual crisis del capitalismo global, esta reflexión es tan crucial como cuando fue escrita.


New Left Review
Nº 63, Julio/Agosto 2010


[1]  Edward O. Wilson, Sociobiology. The New Synthesis, Cambridge (MA), 1975 [ed. cast.: Sociobiología: la nueva síntesis, Barcelona, Omega, 1980]; y Consilience. The Unity of Knowledge, Cambridge (MA), 1998.
[2]  Véanse respectivamente Daniel Dennett, Darwin’s Dangerous Idea. Evolution and the Meanings os Life, 1996; David Hull, Science as a Process. An Evolutionary Account of the Social and Conceptual Development of Science, Chicago, 1988; y Peter Richerson y Robert Boyd, Not hy Genes Alone. How Culture Transformed Human Evolution, Chicago, 2005.
[3] Véase W.G. Runciman, «The “Triumph” of Capitalism as a Topic in the Theory of Social Selection», NLR 1/210 (1995); véase también Herbert Gintis, The Bounds of Reason. Game Theory and the Unification of the Behavioural Sciences, Pricenton, 2009; y Geoffrey Hodgson, Economics and Evolution, Cambridge, 1993.
[4] Hilary Rose y Steven Rose; «The Radicalization of Science», en The Radicalization of Science, Londres, 1976.
[5] Sheila Jasanoff (ed.), States of Knowledge. The Co-Production of Science and Social Order, Londres, 2004.
[6] Karl Marx, 18 de junio de 1862, en Marx-Engels Collected Work, vol. 41, Moscú, 1985, p. 380.
[7] Jacob Moleschott (1852), citado en la introducción de Donald Fleming al libro de Jacques Loeb, The Mechanistic Conception of Life [1912], Cambridge (MA), 1964.
[8] C. Darwin, On the Origin of Species [1859], Oxford, 1996, p. 395 [ed. cast.: El origen de las especies, Madrid, Akal, 1995].
[9] Citado por Ian Gough, «Darwinian Evolutionary Theory and the Social Science», Twenty-First Century Society III, 1 (2008), p. 65.
[10] Adrian Desmond y James Moore, Darwin’s Sacred Cause, Londres, 2009.
[11]  C. Darwin a J.D. Hooker, 6 de mayo de 1858; citado en J.F.M. Clark, Bugs and the Victorians, New Haven, 2009.
[12] Aunque los biólogos en la actualidad contemplan la selección sexual como una de las características esenciales de la teoría de la evolución y los divulgadores —especialmente los psicólogos evolucionistas— la aceptan incuestionablemente, los intentos de demostrarla empíricamente entre, por ejemplo, los pavos no se han revelado totalmente exitosos. Por otro lado, puede demostrarse que ambos sexos tienen otras potenciales estrategias sexuales. Así, mientras ciervos magníficamente dotados de cornamenta están encelo, las hembras pueden optar por aparearse discretamente con machos menos dotados.
[13] C. Darwin, Descent of Man, and Selection in Relation to Sex, Londres, 2004, p. 622 [ed. cast.: El origen del hombre y la selección en relación al sexo, Madrid, Edaf, 1999].
[14] Antoinette Brown Blackwell, The Sexes through Nature, Nueva York, 1875.
[15] El término fue acuñado por William Bateson, aunque el biólogo botánico danés Wilhelm Johannsen había denominado «genes» a los «determinantes ocultos» de Mendel.
[16] Theodosius Dobzhansky, «Nothing in Biology Makes Sense except in the Light of Evolution», American Biology Teacher XXXV, 3 (1973).
[17] Richard Dawkins, The Selfish Gene, Oxford, 1976 [ed. cast.: El gen egoísta, Barcelona, Salvat, 1986].
[18] Los primeros resultados de este esfuerzo se anunciaron en Science el 20 de mayo de 2010.
[19] Francis Collins, The Language of Life, 2010.
[20] Susan Oyama, The Ontogeny of Information, Cambridge, 1985.
[21] Steven Rose, Richard Lewontin y Leo Kamin, Not in Our Genes, 1984 [ed. cast.: No está en los genes. Crítica del racismo biológico, Barcelona, Crítica, 1996].
[22] Un proceso denominado «canalización» por Waddington.
[23] Stephen Jay Gould y Richard Lewontin «The Spandrels of San Marco and the Panglossian Paradigm» [«Las enjutas de San Marcos y el paradigma panglossiano»], Proceedings of the Royal Society of London, Biological Sciences CCV, 1161 (1979).
[24] Véase Simon Conway Morris, Life’s Solution, Cambridge, 2003.
[25] Por el contrario, Wallace, el coproponente de la selección natural, se opuso a la extensión del principio a la emergencia de los seres humanos.
[26] Marc Hauser, Moral Minds, Londres, 2006 [ed. cast.: La mente moral,  Barcelona, Paidós, 2008].
[27] E. O. Wilson, On Human Nature, Cambridge (MA), 1979.
[28] Steven Pinker, How the Mind Works, Londres, 1998 [ed. cast.: Cómo funciona la mente. Barcelona, Destino. 2001].
[29] Ann Arbor Science for the People Editorial Collective, Biology as a Social Weapon, Minneapolis, 1977 [ed. cast.: La biología como arma social, Alhambra, Madrid, 1982].
[30] Véase, por ejemplo, la serie Genes and Gender, editada por Ethel Tobach, Betty Rosoff, Ruth Hubbard, Marion Lowe y Anne Hunter, Nueva York, 1978-1994.
[31] Cuestión incluida en Ruth Hubbard, Mary Sue Henifin y Barbara Fried (eds.), Women Look at Biology Looking at Women, Boston, 1979, pp. 7-36.
[32] Donna Haraway, Primate Visions, Londres, 1989. Haraway denomina a estas narrativas «cuentos», sean los de la primatología androcéntrica y racista dominante o los de la nueva primatología feminista. Bien recibida por los postestructuralistas y los posmodernos que negaban la posibilidad de la verdad, su análisis se topó con una recepción hostil no únicamente de los primatólogos masculinistas sino inicialmente también feministas. La postura epistemológica de Haraway es ambigua, por decirlo suavemente: tras haber dejado de lado los análisis arduamente elaborados de los primatólogos (incluidos los suyos) como «cuentos», ella observa que algunos cuentos son mejores que otros.
[33] Sarah Blaffer Hrdy, The Woman that Never Evolved, Cambridge (MA), 1981, y Mothers and Others, Cambridge (MA), 2009.
[34] Patricia Gowaty, «Sexual Natures», Signs XXVIII, 3 (2003), pp. 901-921.
[35] Robin Dunvar, How Many Friends Does One Person Need?, Londres, 2010.
[36] Frans de Waal, Our Inner Ape, Nueva York, 2005 [ed. cast.: El mono que llevamos dentro, Barcelona, 2007].
[37] C. Darwin, Voyage of the Beagle, Nueva York, 1909, p. 526.

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