viernes, 1 de febrero de 2013

El cebro, un enigma zoológico


La toponimia ha conservado en Ibias, Salas, Gijón y Piloña la memoria de un équido salvaje ibérico que se extinguió en el siglo XVI y cuya identidad ha estado rodeada de misterio  

LUIS MARIO ARCE

7 de noviembre de 2012

Las praderas de la Asturias medieval albergaron a un gran herbívoro que desapareció sin dejar apenas rastro. Su huella fue más consistente en otros puntos de la península Ibérica, pero, aún así, este animal se extinguió en el siglo XVI sin que la Ciencia tuviese conocimiento de su existencia. Fray Martín Sarmiento intuyó de qué se trataba en un trabajo escrito en 1571 pero que permaneció inédito —y, por tanto, ignorado— hasta el año pasado. Así, el primero en reivindicarlo públicamente, en los años cincuenta del siglo pasado, fue el destacado naturalista y microbiólogo barcelonés Dimas Fernández-Galiano, cuya propuesta fue recibida con incredulidad y fue desechada. Ahora, el zoólogo Carlos Nores, profesor titular del departamento de Organismos y Sistemas de la Universidad de Oviedo, recoge el testigo y desentraña, en un libro ya muy avanzado, este interesante caso de criptozoología: el cebro [también zebro o encebro].

«Lo más importante de este animal es que existió y nadie se enteró», subraya Nores. Durante mucho tiempo, el cebro se identificó como «Equus hydruntinus», una especie de équido descrita en 1904 en Otranto (Italia) que parecía un pequeño asno, de edad pleistocena, diferente del que introdujeron los fenicios. «La mayor parte de lo que aparece de este animal son restos de extremidades y dientes, no se conoce ningún esqueleto completo hasta el siglo XXI. Todo lo que, por tamaño, no podía ser de caballo se asignaba a Equus hydruntinus, explica Nores. Esa asimilación del cebro con los asnos no es exclusiva de los paleontólogos del siglo XX. Así, Alfonso X el Sabio identifica al cebro con el onagro, el asno salvaje asiático (que nunca habitó aquí), denominándolo «asno montés», y el mismo Nikolai Przewalski, coronel de Caballería, explorador y descubridor, en el último tercio del siglo XIX, del caballo mongol que lleva su apellido, pensó que debía tratarse de un onagro. La investigadora Eva-Maria Geigl, del Instituto Jacques Monod de París, deshizo el equívoco el año pasado a partir del estudio de ADN mitocondrial de restos de équidos de hasta 100.000 años de antigüedad: dictaminó que el Equus hydruntinus nunca existió y que el cebro era un caballo, no un asno.


«Ahora pensamos que el cebro era un caballo salvaje similar al tarpán de estepa, descrito a finales del siglo XVIII en el sur de Rusia y en Ucrania, que se extinguió a finales del XIX, y al que llamaban tarpán de bosque, que vivió en Bialowieza, en Polonia, y desapareció hacia 1810». Nores opina que los dos tarpanes y el cebro eran un mismo tipo de caballo adaptado a ambientes diferentes, «y suponemos que también está relacionado con el sorraia portugués, descrito cerca de Lisboa, en el meollo de la distribución del cebro, pero no lo sabemos». Su aspecto sería similar al del caballo de Przewalski, que ha sobrevivido en algunos núcleos zoológicos; un caballo menudo, de patas finas, con crines enhiestas, de capa gris o isabelina, uniforme, salvo por la «raya de mulo» que recorría su espina dorsal, con el extremo distal de las patas negruzco y, en ocasiones, con cebraduras en la parte alta de las patas.


«Hemos hecho la reconstrucción a partir de información suelta. No hemos podido demostrar inequívocamente lo que es, pero sí dar forma a una hipótesis que encaja con lo que sabemos», señala Nores. «Pasamos de la hipótesis del Equus hydruntinus a la de que es un caballo, pero no como los domésticos. Es posible que hubiese híbridos, pero no debió quedar domesticado», añade. Nores ha recopilado más de un centenar de topónimos que hacen referencia al cebro y que se remontan, al menos, hasta el siglo IX. Cuatro están en Asturias: el monte Cebreiro, en el límite de Ibias con León; la vega Cebrón, en Salas; el arroyo de Cebreros, en Gijón, y el alto de Cebrandi, entre Piloña y Caso. A esta fuente se suman las menciones en la literatura de los siglos XII y XIII al «onagri» o al «zebro», en 65 foros portugueses y 15 fueros españoles, así como las traducciones de textos latinos que identifican la palabra onagro con cebro. Una asimilación que consagra, en 1275, la Historia General de Alfonso X: «onager dezimos nós que es en la nuestra lengua por asno montés o enzebro».

Esta información, puesta sobre un mapa, permite representar el área de distribución del cebro, que en el siglo XII ocupaba Portugal, parte de Galicia, Asturias y la Meseta Norte y todo el centro peninsular, llegando por el Este hasta Murcia, y ver cómo se contrajo casi a la mitad en el siglo XIII, perdiendo los territorios más septentrionales, y quedó reducida a tres «islas» en el siglo XIV y a un último refugio en el XVI, en el área de Chinchilla, en Albacete. A esa última población se refiere un texto de 1576, que habla del cebro ya en pasado: «En esta tierra había muchas cebras, las cuales eran a la manera de yeguas cenizosas, de color de pelo de las ratas, (...) y corrían tanto que no había caballo que las alcanzara». Tres años más tarde, otro dato, procedente del pueblo de La Roda, también en Albacete, aproxima la fecha de extinción de este caballo salvaje al decir que «acabose hace unos 40 años» la caza de «las cebras». No obstante, parece que algún ejemplar aislado pervivió, pues más de un siglo después, en 1682, se cita en Badajoz la existencia de lo que llaman «jumento cebro»


«Veloz como una cebra»


La historia del cebro ibérico tiene muchas ramificaciones interesantes. Por ejemplo, este caballo fue el que dio nombre a las cebras africanas, aunque ya se había extinguido cuando fueron descubiertas. Carlos Nores lo cuenta así: «El primer dato sobre las cebras africanas aparece en un libro de 1591 del geógrafo y matemático Filippo Pigafetta. La información procede de Duarte Lopes, un mercader portugués que estuvo en el norte del Congo (actual Angola) y viajó desde allí a España y a Roma como embajador del rey Álvaro I del Congo, convertido al cristianismo, para entrevistarse con Felipe II y establecer relaciones estatales, y con el Papa Sixto V, para que enviase misioneros. Ninguno le hizo caso, pero en Roma conoció a Pigafetta y le contó cosas, y luego aquél publicó un libro, que fue el único que existió durante mucho tiempo sobre el África transahariana. Ahí describe a la cebra africana».

Lopes llama cebra al équido africano, un nombre que también utilizan los misioneros portugueses que van a Mozambique, mientras todas las demás referencias a estos animales los designan como asnos o caballos rayados. «Acababa de extinguirse el cebro, pero persistía la tradición», aclara Nores. Así, cuando Pigafetta, por boca de Lopes, describe la velocidad y ligereza de las cebras, hace referencia al dicho «veloz como una cebra» que se utilizaba en Portugal y en Castilla, obviamente en referencia al cebro.

El «bautismo» científico de las cebras le corresponde a Ulisse Aldrovandi, autor de una enciclopedia de fauna, cuyo tomo relativo a los mamíferos solípedos (équidos), publicado en 1616, recoge su descripción de un libro del holandés Jan Huyghen van Linschoten, secretario del Obispo de Goa (India), quien, a su vez, la había tomado de Pigafetta. La referencia de Aldrovandi será utilizada por Carl von Linné en su Systema naturae. Llegados a este punto, Nores hace notar un equívoco en el tipo de cebra al que se refiere la primera descripción de la especie. «Se pensó que era la Equus zebra, la cebra de montaña, la que hay en El Cabo, porque de ahí venían los datos que se tenían —era parada obligada en la ruta de las Indias—, pero la referencia corresponde a otra cebra al sur de Angola [el cuaga] Equus quagga quagga, ya extinguida, cuyo aspecto se asemeja más al que se le supone al cebro ibérico. 


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