Harry Braverman
Esta tarde abordaré el tema de la «degradación del trabajo en el siglo XX». Existe un punto de vista general por el que debemos comenzar: que la humanidad es una especie trabajadora. Nuestra relación con la naturaleza no consiste meramente en recolectar alimentos y buscar abrigo en las grietas que la naturaleza nos ofrece. La humanidad, más bien, toma los materiales que le entrega la naturaleza alterándolos y haciendo de ellos los instrumentos que le son más útiles. La humanidad trabaja para vivir, para proporcionarse medios y recursos de vida. Por eso, aún cuando los hombres y mujeres tienen a menudo razones para quejarse de que el trabajo es un castigo que debe soportar la especie, no hay duda, en ningún caso, de que el trabajo, como característica de la especie, es tan natural para la vida humana como es pacer o cazar para otros seres. No obstante, sería un grave error tomar por verdad indiscutible un axioma tan simple como éste —ya sea concebido en forma de lamentos bíblicos o de condicionamientos biológicos o evolutivos—, y hacer de él la base para un análisis del trabajo en la sociedad moderna. Entre la biología y la sociología interviene la civilización, con todas sus instituciones y relaciones sociales. En la sociedad capitalista, que es la sociedad en la que vivimos, el trabajo nos organiza en instituciones que desde hace tiempo nos han apartado de la simple producción para nuestro propio consumo; y, desde luego, la base de su actividad es algo muy diferente a cualquier clase de producción para el uso propio.
El propósito de una empresa capitalista es apropiarse de la plusvalía que puede extraerse del proceso de producción. Así, mientras que los seres humanos trabajan para satisfacer sus necesidades, en la sociedad capitalista nadie trabaja sin al mismo tiempo satisfacer las necesidades del capital. Sólo creando plusvalía para las corporaciones se nos permite cubrir nuestras propias necesidades. Esta es la regla número uno de la sociedad capitalista. Como quiera que se llame, es la ley subyacente a todo el sistema.
Es verdad que ha habido otras formas por las cuales los grupos dominantes han obtenido beneficio del pueblo trabajador. En las sociedades esclavistas, los amos se apropiaban directamente del trabajo de los demás. En las sociedades feudales, los señores tomaban lo que les era necesario de la producción de los demás, mediante reglas que obligaban al campesino a entregar al señor feudal una parte de su producción o de su trabajo. Por ello se ha dicho que en el feudalismo la nobleza defendía todo, el clero rezaba por todos y el pueblo alimentaba a todos. Pero, en la sociedad capitalista, la forma de obtener plusvalía es muy especial, y durante los últimos 200 años ha tenido las consecuencias más extraordinarias. La más notable es que los capitalistas han tomado en sus propias manos el control directo de todos los procesos del trabajo y la producción; y ello constituye, de por sí, un cambio enorme en relación a cualquier forma de explotación de las sociedades anteriores. En las sociedades precedentes, el trabajo de los artesanos, o de esa inmensa masa de la población ocupada entonces en actividades agropecuarias, como hacendados, campesinos o siervos, tenía un funcionamiento autónomo. En lo que se refiere a procesos directos de trabajo, los artesanos y campesinos trabajaban de acuerdo a métodos tradicionales que, por lo general, quedaban bajo su propio control. Sólo bajo las condiciones del capitalismo, los patrones se hacen con todo el proceso, reformándolo y reorganizándolo repetidamente para acondicionarlo a sus propias necesidades, dividiéndolo en diferentes tareas que deben realizar los trabajadores, los cuales quedan alejados del proceso como totalidad.
El trabajo que se somete a esas condiciones es llamado, en ocasiones, trabajo alienado. Hoy en día, éste es un concepto vago, y su vaguedad ha crecido en paralelo con su popularidad. De hecho, podemos sospechar que su popularidad actual en la sociología oficial y el periodismo proviene precisamente de su vaguedad. Por ello, su conexión con las condiciones específicas de las relaciones sociales capitalistas y la producción capitalista ha, cuando menos, desaparecido, y el trabajo alienado se entiende meramente como aquel que provoca en el trabajador un sentimiento de molestia, de malestar como aquel que da algo así como náuseas. Pero el término todavía puede ser de utilidad si se le devuelven sus contenidos significativos y es entendido con claridad.
Antes que nada, debe ser entendido de acuerdo con la primera definición del verbo alienar, esto es, transferir la propiedad a otro. La propiedad de las herramientas y medios de producción queda, en la sociedad capitalista, alienada, es decir, transferida a otros. La propiedad del producto es alienada de la misma manera. Lo mismo sucede con la propiedad de la venta del producto; y, finalmente, el proceso de producción también es alienado. También es transferido al control ajeno y se convierte en propiedad de otros. Al final, todo lo que tiene que ver con el proceso productivo, se hace ajeno al trabajador, en el sentido de que todo queda fuera de sus intereses, reivindicaciones y control: el salario es lo único que recibe el trabajador por su tarea.
Así, en la sociedad capitalista, la producción se desarrolla en una atmósfera de hostilidad o indiferencia para toda una masa de trabajadores que ha perdido todo interés o preocupación por el proceso. O lo que hace necesario, a su vez, ciertas medidas extraordinarias de control y administración hace acto de presencia, traída al mundo por la sociedad capitalista. Todo ello requiere de medios de control y administrativos aún más extraordinarios, así como de una reorganización del trabajo y la producción aún más alienante. Aquí nos encontramos con una alienación que se alimenta de sí misma y se hace cada vez más profunda, hasta que emerge bajo la forma de un hondo antagonismo entre quienes trabajan y quienes les administran. En esta situación, no es sorprendente que el trabajo sea visto como una maldición; lo que sorprende es que sea tolerado. De qué modo esta gradual alienación del proceso de producción del trabajador se ha desarrollado históricamente es un tema demasiado extenso como para ser tratado en una corta intervención. Baste señalar que sólo en circunstancias excepcionales existió en las sociedades antigua y medieval; que creció rápidamente en los talleres de los siglos XVI, XVII y XVIII durante el surgimiento del capitalismo temprano; que se generalizó en los talleres y las fábricas, molinos, almacenes, oficinas, haciendas, establecimientos de comercio al detalle y por mayor, hospitales, oficinas de administración pública y hasta cierto punto, en las escuelas, en los países del capitalismo desarrollado del siglo XX.
Ahora, una vez que los capitalistas se han hecho con el control del proceso de producción, buscan todos los medios para que la capacidad de producción aumente de modo que puedan obtener con ello una plusvalía aún mayor. Al comienzo, esto se logró prolongando la jornada laboral; pero, en tiempos más recientes, los métodos intensivos han reemplazado a los métodos extensivos. Esto significa que se reduce el tiempo de trabajo requerido por el proceso de producción, lo que implica, al mismo tiempo, la depredación de la fuerza de trabajo. ¿Cómo se abarata la fuerza de trabajo? Hay una amplia variedad de formas. La división de los procesos complejos en tareas simples, realizadas por trabajadores cuya capacitación es prácticamente nula y cuya preparación es escasa (pudiendo por lo tanto ser tratados como piezas intercambiables), es, de lejos, la más importante en la producción moderna. De este modo, las exigencias de la producción satisfacen, no a través de pequeños grupos de trabajadores altamente cualificados en cada especialidad, sino a través de los trabajos más elementales. La consecuencia es que, para la mayoría de las tareas, el conjunto de la sociedad se convierte en un fondo de reclutamiento laboral utilizable, lo cual contribuye a mantener el valor de la fuerza de trabajo a un nivel de subsistencia para la familia.
Al hablar de esta manera de los capitalistas o de la organización corporativa del capitalismo, no es mi intención atacarles personalmente por falta de conciencia, o considerarles culpables a nivel personal. Tomados como clase son, sin duda como todos nosotros, simplemente lo que la sociedad hace de ellos. Pero la cosa es que nosotros no tenemos que tratar con el capitalista como persona, sino con la forma mediante la que opera el modo de producción capitalista y con la conducta que ello impone sobre los propios capitalistas. Cuando Henry Ford introdujo la cadena de montaje (entre 1912 y 1914) como forma de ensamblaje y terminación de automóviles, ninguno de los cientos de firmas automovilísticas que entonces existían podían esperar poder mantenerse en el negocio sin adoptar ese proceso. Desde el mismo momento en que la primera organización de venta al público de alimentos adoptó los métodos de autoservicio en la exposición y cobro de los productos de sus almacenes, ninguna otra organización de venta de alimentos podía esperar prosperar y aún sobrevivir sin adoptar tales métodos. O, para tomar como ejemplo un proceso que ahora se está poniendo en marcha, todo jefe de oficina entiende que en estos momentos, dados los medios que están a su alcance, se puede repartir el trabajo de secretaría en unidades de producción especializadas, conectadas a las oficinas ejecutivas mediante teléfonos y equipos de grabación. Ninguna oficina que requiera un grupo numeroso de secretarias diseminadas puede permitirse por mucho tiempo el lujo de no tomar en cuenta esta innovación; y muchas oficinas comienzan a reorganizar el trabajo de secretaría de la misma forma que se estructura el trabajo en una fábrica.
Por lo tanto, la tendencia de la forma capitalista de producción, desde sus tiempos más remotos hace unos 250 o 200 años hasta la actualidad, apunta a dividir de manera sistemática el proceso laboral en operaciones simplificadas que se enseñan al trabajador como tareas concretas. Esto conduce a la conversión de la mayor cantidad posible de empleos en tareas elementales, tareas de las cuales se han eliminado todos los elementos intelectuales y, con ellos, la mayor parte de la capacidad, conocimiento y comprensión del proceso de producción. Así, cuanto más complejo se hace el proceso, menos lo comprenderá el trabajador. Cuanta más ciencia se incorpore a la tecnología, menos ciencia poseerá el trabajador; y cuanta más maquinaria se haya desarrollado como ayuda al trabajo, más trabajo se hará servidor de la maquinaria.
Pese a que existe la impresión general —amparada por la opinión de académicos oficiales y de la prensa— de que esto sucede debido al crecimiento de la tecnología científica y al desarrollo de las maquinarias, este proceso de degradación del trabajo no depende en modo alguno de la tecnología. Se recordará que esta forma de organización laboral apareció en los talleres del primer capitalismo en una época en la que la tecnología moderna no existía. Basta leer a Adam Smith y su descripción de la división del trabajo en la fábrica de alfileres para ver que la clave del asunto es la organización del trabajo. En la industria moderna, los más graves ejemplos de la división laboral se encuentran todavía en los vacíos que la tecnología no llena, aquellos procesos que no se pueden mecanizar o que no pueden ser mecanizados de forma económica por los capitalistas con los actuales salarios. Recordemos solamente que una de las formas más abominables de trabajo —aquella que de hecho a menudo se toma erróneamente como ejemplo de los horrores de la maquinaria moderna (la cadena de montaje)—, es justamente uno de esos casos que tienen poco o nada que ver con la maquinaria, ya que es un proceso manual de lo más brutal, y su dimensión tecnológica se reduce simplemente a un aparato primitivo que sirve para transportar el trabajo. Este aparato es incluso eliminable, y así ocurre en el caso de unidades más pequeñas y livianas, que pueden ser empujadas a lo largo de la mesa de trabajo hasta el próximo trabajador. Como regla, sin embargo, la cadena de montaje es preferida por la administración no solamente en tanto que ayuda al trabajo, sino principalmente porque permite el control de la marcha de la producción.
De hecho, la tecnología moderna tiene una tendencia poderosa a romper las antiguas divisiones laborales reunificando los procesos de producción. Los alfileres de Adam Smith, por ejemplo, ya no los hace un trabajador que estira los alambres, otro que corta las medidas, un tercero que da forma a las cabezas, el cuarto que las fija a los alfileres, el quinto que afila la punta, el sexto que les da un baño de estaño y los blanquea, el de más allá que los coloca en un papel, etc. El proceso total se reunifica en un sola máquina que transforma cada vez grandes rollos de alambre en millones de alfileres, preparados en su papel y listos para la venta. Ahora retrocedamos y leamos los argumentos que daba Adam Smith para la división del trabajo, argumentos que tenían que ver con la habilidad a la que se podía llegar mediante la constante ejecución de una operación manual, repetida una y otra vez. Veréis que la tecnología ha destrozado del todo aquellos argumentos. Hoy, ninguno conserva validez. El proceso reunificado, en el cual la ejecución de todos los pasos corresponde al mecanismo operativo de una sola máquina, parecería conveniente ahora aplicarlo a un colectivo de productores asociados, ninguno de los cuales deberá dedicar el resto de sus vidas a una sola función, siendo posible que todos ellos participaran en la ingeniería, diseño, mejora, reparación y operación de máquinas cada vez más productivas. Tal sistema no implicaría pérdida en la producción y representaría la reunificación del artesanado en un cuerpo de trabajadores muy superior a los antiguos trabajadores artesanales. Los trabajadores podrían convertirse hoy en maestros de la tecnología de su proceso en el terreno de la ingeniería, pudiendo aportar todos ellos su esfuerzo de manera equitativa a las diversas tareas conectadas con esta forma de producción, que se ha automatizado tanto y que requiere tan poco esfuerzo.
Sin embargo, la división del trabajo en una sociedad capitalista tiene que ver con muchas otras cosas aparte del ritmo de la producción, que en la mayoría de los casos no se vería dañado si se suprimiera. Tiene que ver, como señalaba Charles Babbage al comienzo del siglo XIX, con los salarios diferenciados, que determinan la ignorancia de las grandes masas de trabajadores y la concentración de los conocimientos de ingeniería en unos pocos especialistas sea deseable, y de hecho, condición esencial, y no como parecería desde un punto de vista humano, una aberración. Por lo tanto, la forma capitalista de producción implica, de cara a los nuevos procesos aportados por la tecnología, una división del trabajo aún más profunda, sin importar cuántas posibilidades de otro tipo queden potencialmente abiertas con el progreso de la maquinaria. De este modo, se crean dos mundos laborales: un mundo en el que un puñado de administradores e ingenieros se apoderan del conjunto del proceso, como monopolio especial, y el mundo de los encargados de inventarios, cronometradores, operadores de maquinarias, reparadores de maquinarias, encargados de existencias, operadores de maquinarias de transporte, empleados de almacenes, etc., cada uno de los cuales realiza una tarea simple al servicio de la maquinaria compleja y de quienes se espera una vida laboral de cuarenta a cincuenta años realizando tareas parceladas, ninguna de las cuales puede mantener el interés o realizar plenamente las capacidades de un ser maduro, o aún de un niño, por más de unas pocas semanas o unos pocos meses, a partir de los cuales se convierten en simple tarea vil, sin contenido. Así, podemos decir que, mientras la producción se ha vuelto colectiva y el trabajador individual ha sido incorporado al cuerpo colectivo de trabajadores, éste es un cuerpo al que se le ha lobotomizado el cerebro, o, lo que es peor, extirpado del todo. Su propio cerebro ha sido separado de su cuerpo, y ha pasado a ser propiedad de la administración, como forma de control y abaratamiento de la fuerza de trabajo y de los procesos de trabajo.
Hemos considerado brevemente el proceso de producción. Examinemos ahora los resultados. Permitidme afirmar algo que no se puede negar y que es, de hecho, el principal papel histórico del capitalismo: el inquebrantable esfuerzo por parte de los capitalistas para conseguir de la población trabajadora una plusvalía aún mayor; un impulso en el que los poderes inmensos de la ciencia y la tecnología han sido enrolados al servicio de la acumulación del capital. Este impulso ha producido un desarrollo extraordinario de la capacidad de producción. La productividad del trabajo, y de ahí la plusvalía que permite una expansión mayor, se ha elevado de manera muy considerable en los países de capitalismo desarrollado. Los dueños de las corporaciones no se cansan nunca de recordarnos que necesitan grandes plusvalías para cumplir su deber, que es el constante aumento de la producción. Y esto es muy cierto. Ningún cambio de la estructura social puede suprimir ese hecho. Si se quiere que la producción crezca, una parte del producto debe ser reinvertida en el proceso de producción, en vez de ser consumida en el acto. Debemos ver este dato como una ley natural: pero lo que no es ley natural es que dicha plusvalía deba llegar a ser y quedar como propiedad de una minúscula clase dominante. Ello es más bien una ley del capitalismo, y de su funcionamiento ha resultado una acumulación inmensa de propiedad en un solo polo de la sociedad, mayor que en cualquier otro período de la historia humana.
¿Y qué hay de la población trabajadora? Me refiero a aquella porción de la población de la que se excluyen los administradores y los propietarios de industrias, y aún el estrato intermedio privilegiado, que realiza labores profesionales, y los mandos medios que hoy conforma lo que podríamos llamar una nueva clase media. La masa restante, a la que he llamado población trabajadora, pero a la que se podría llamar trabajadores o clase obrera, esa clase restante, que posiblemente constituye las tres cuartas partes de todos los ocupados de los EEUU, es descrita por el censo y las estadísticas del Departamento del Trabajo USA, bajo seis encabezamientos: artesanos, obreros especializados, operarios y afines, jornaleros, oficinistas, trabajadores de servicios y vendedores. Aquí nos encontramos con cerca de 60 de los 80 millones de personas, propietarios incluidos, que el censo de 1970 incluía en la población activa, y aquí también nos encontramos con esas ocupaciones del tipo que he estado caracterizando. Ahora bien, al comienzo de esta charla anotaba que la reducción del trabajo típico a unas pocas tareas simplificadas es una de las formas principales para abaratar la fuerza de trabajo, y añadía que ello contribuye a mantener el valor de la fuerza de trabajo a nivel de subsistencia para el individuo, o por debajo del nivel de subsistencia para el grupo familiar.
Para que no parezca exagerado, permitidme fundamentar mi afirmación en cálculos basados en salarios correspondientes a trabajadores de esas seis clasificaciones en 1971 y con cálculos oficiales de los costes de mantenimiento de una familia de cuatro personas por encima de niveles de pobreza en el mismo año. Vale la pena anotar que la situación desde entonces sólo puede haber empeorado, no sólo a causa de la crisis económica, sino también porque durante estos cuatro años la inflación ha sobrepasado el incremento de los salarios, reduciendo así los salarios reales. Alrededor del 80 por ciento de los trabajadores de servicios y de los trabajadores de negocios de ventas al detalle no recibieron una paga que les permitiera mantener una familia de cuatro personas por encima de los niveles de pobreza. Esto mismo puede aplicarse respecto a los empleados y jornaleros: ambos grupos fueron pagados más o menos de la misma forma; tal vez los jornaleros algo mejor que los oficinistas. También es cierto en el caso de casi un 70 por ciento de los operarios y afines. Sólo los artesanos especializados ganaron en su mayoría lo suficiente como para mantener una familia de cuatro personas por encima de los niveles oficiales de pobreza, e incluso en este grupo los salarios del 40 por ciento estaban por debajo de esos niveles.
Ahora bien, una consecuencia de estos niveles de ingreso es que buen número de familias viven, en efecto, más allá de las fronteras de la pobreza. Que una buena parte de las familias no se vea en esa situación, se debe simplemente a la pluralidad de empleos existentes dentro de la misma familia. Esto lo sabemos. Pero lo que trato de evidenciar es el alarmante hecho de que una importante mayoría de los trabajos en la economía se hayan visto transformados en la actualidad, debido al funcionamiento de la división del trabajo capitalista, en la clase de trabajos que uno considera como segundo empleo: los míticos trabajos «extra» que se supone que sólo las mujeres y los adolescentes están dispuestos a realizar para incrementar el ingreso familiar. El resultado es que la mayoría de la gente, tanto si son jefes de familia como si obtienen las ganancias suplementarias que precisa la unidad familiar, tienen hoy lo que se llama «un segundo empleo», con sus penosas y degradantes obligaciones y su escasa retribución. Que esto sea así no sólo se debe al tipo de división del trabajo que hemos estado exponiendo, sino también a las variaciones laborales e industriales que han resultado de la acumulación de capital en los EEUU.
Permitidme tratar de aclarar la cuestión. En la lucha por economizar tiempo de trabajo, las corporaciones también luchan por reducir el número de trabajadores requeridos para una cantidad dada de producción o —lo que viene a ser lo mismo— por conseguir una capacidad de producción creciente, sin un crecimiento proporcional en el número de trabajadores. Por usar la memorable forma que utilizó Marx para expresar este asunto: al contrario que los generales que ganan guerras reclutando ejércitos, los capitanes de la industria ganan sus guerras licenciando ejércitos. Las consecuencias prácticas de esto se pueden ver en cualquier análisis del empleo en la industria manufacturera de los EEUU, tomando cualquier período razonable de tiempo. Así, en los EEUU, entre 1947 y 1964 (un período de 17 años), la producción de las industrias textiles creció por encima del 40 por ciento, pero el empleo se redujo en un tercio. Otras industrias, tales como las fundiciones de hierro y acero, las madereras, las de licores malteados y calzado, mostraban crecimientos de la producción del 15 al 40 por ciento para el mismo período, acompañado de caídas del empleo del 10 al 25 por ciento. La industria petrolera produjo 5/6 más al terminar ese período, pero el empleo era 1/4 inferior. Incluso la industria de la construcción, que por la naturaleza de sus procesos de producción es notablemente resistente a los cambios tecnológicos, dobló su producción añadiendo sólo un 50 por ciento a su fuerza de trabajo. Sólo las industrias de crecimiento más rápido mostraron aumentos sustanciales del empleo. La maquinaria eléctrica y los fletes por tierra añadieron un 50 por ciento y 70 por ciento respectivamente a su empleo, pero aproximadamente triplicaron su producción. La industria del aluminio sobrepasó el doble del empleo, pero ello fue resultado de una producción cuadriplicada. Un caso extremo es el del transporte aéreo, que aumentó su producción unas ocho veces, mientras que aumentó su empleo en sólo un tercio.
Ahora bien, las cifras que he expuesto sólo se refieren a un plazo de 17 años; pero, observando un período mucho más largo, podréis ver claramente la tendencia, centrándose en los cambios producidos en la industria manufacturera y las industrias relacionadas, como la construcción. Por lo menos durante un siglo, estas industrias ocupaban casi la mitad de todo el empleo no-agrícola, habitualmente entre el 45 por ciento y el 50 por ciento. Pero, tras el censo de 1920, casi 50 años atrás, esto comenzó a cambiar. Y en el censo más reciente, el de 1970, estas industrias sólo ocupaban un tercio del empleo no-agrícola. Por lo tanto, ha habido un inmenso movimiento de trabajo, que se ha apartado de la manufactura tradicional, la minería y la construcción y las industrias de transporte, y se ha dirigido a las crecientes áreas de bienes raíces, seguros, finanzas, servicios y negocios de ventas al por mayor y al detalle. Pero estos campos de la industria rápidamente crecientes son precisamente los sectores de bajos salarios de la economía; mientras que los sectores de más altos ingresos están en una posición estancada o declinante. Nada de esto es accidental: hay profundas razones estructurales para que el crecimiento más rápido del capital se haya producido en las áreas de bajos ingresos y también en el crecimiento del trabajo no productivo, en oposición al trabajo productivo. De cualquier modo, esta tendencia no es objeto de duda, y es una tendencia —junto con el rápido crecimiento de las ocupaciones de más bajos ingresos, tales como oficinistas, servicios y ventas al detalle— que en buena medida demuestra el hecho de que vivimos en una economía de lo que llamamos segundo empleo y que los verdaderos empleos básicos, en el sentido tradicional —trabajos que compensan en sí mismos y por los que se paga lo suficiente como para mantener una familia—, son más escasos que nunca.
Si los capitanes de la industria ganan esa guerra, como dijo Marx, licenciando ejércitos, ¿cómo tendremos garantías de que el ritmo de acumulación del capital se mantendrá a la par, y que nuevos productos, servicios e industrias no-productivas se desarrollaran con la suficiente rapidez como para absorber toda la fuerza de trabajo liberada por el impulso capitalista que apunta hacia una mayor productividad? Bueno, no las tenemos. Y de hecho, en la sociedad capitalista existe siempre un remanente de fuerza de trabajo sin ocupar, un ejército industrial de reserva. En la historia económica de los EEUU, casi siempre ha sido una masa cuantificable, por lo menos, durante este siglo. Y su tamaño se hace pequeño sólo en las raras ocasiones en que los vaivenes alcistas del ciclo capitalista son desacostumbradamente fuertes, correspondiendo también a vaivenes alcistas a largo plazo en el proceso de acumulación capitalista, especialmente durante las guerras.
Fuera del crecimiento natural de la población, la manumisión de algunos trabajadores de sus empleos por la continua revolución en la producción crea, por usar nuevamente las palabras de Marx, un ejército industrial disponible que pertenece al capital de un modo absoluto, como si éste lo hubiera alimentado a sus propias expensas. Si tratamos de verificar este hecho viendo las estadísticas de los EEUU, nos toparemos con la dificultad de que para determinar las cifras de desempleo se usan criterios muy distintos de los que implica el concepto del ejército industrial de reserva; sin embargo, estas estadísticas tienen el valor que confiere cualquier conjunto de cifras que se obtiene mediante principios más o menos constantes por un largo período de tiempo. El factor más llamativo que emerge del examen de las estadísticas desde la Segunda Guerra Mundial hasta la actualidad es la permanente tendencia a un, gradual pero persistente, crecimiento del fondo de desempleo con el que se cuenta oficialmente. Durante la totalidad de este período hubo un ciclo capitalista con vaivenes, pero cuya línea tendía al fin y a la postre siempre hacia arriba. Los niveles de desempleo, que al comienzo del período implicaban recesión, ahora se ven como niveles de prosperidad perfectamente aceptables. Recorté del New York Times de ayer un artículo que lleva este titular: «Se espera la persistencia de un alto desempleo en los EEUU durante la década». Este artículo señala que, aunque comenzamos inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial tratando de alcanzar un promedio de desempleo del 2 o 3 por ciento, pronto renunciamos a ello; que el objetivo del 4 por ciento que trató de alcanzar el presidente Kennedy en 1962 fue abandonado; y que la meta del 5 por ciento de la Administración Nixon y sus economistas también ha perdido apoyo. La mayoría de los economistas de hoy, independientemente de su filiación política, creen que un 5,5 por ciento o un 6 por ciento de desempleo es probablemente la cifra más baja que el Gobierno pueda alcanzar sin desencadenar nuevamente una inflación virulenta, y aún esa modesta meta está bien lejos de ser alcanzada. En otras palabras, la meta del desempleo y la prosperidad de hoy en día es más alta de lo que se consideraba como síntoma de recesión —en relación al promedio de desempleo— hace sólo 25 años.
Decía hace un momento que estos promedios de desempleo no son lo mismo que el concepto de ejército de reserva industrial; que éste último es mucho mayor. Esto resulta así porque el recuento de los parados se hace de un modo relativamente restrictivo. Daré un ejemplo muy gráfico: cuando se dieron a conocer, hace uno o dos meses, las cifras de desempleo del mes de febrero, resultaban ser de alrededor de 8,3 millones, lo que era sólo ligeramente diferente a los 8,2 millones del anterior mes de enero. Pero al mismo tiempo se nos dijo que el desempleo había bajado en medio millón de personas. ¿Cómo se explica la paradoja? La respuesta dada es que, en términos oficiales, entre un mes y otro casi 600 mil personas habían dejado de representar fuerza de trabajo. ¿Cuál es el significado de esta notable estadística? Simplemente, significa lo siguiente: dado que el capitalismo no reconoce que toda persona capacitada adulta tiene, o bien la responsabilidad, o bien la oportunidad de trabajar y contribuir al desarrollo de la sociedad, la teoría es que no se puede distinguir al parado del que no quiere o no necesita trabajar, excepto si se le pregunta a esa persona si él o ella ha buscado empleo activamente durante las cuatro semanas previas. Los que no pueden demostrar que lo han hecho —en la gran mayoría de los casos han perdido la esperanza de encontrar trabajo— dejan de contarse como parte de la fuerza de trabajo y, por lo mismo, ya no se contabilizan como desempleados. Nada en las estadísticas oficiales les distingue del ama de casa que jamás ha trabajado o del millonario de Palm Springs. De ahí que haya, claramente, una masa de personas que no trabajan y que constituyen el ejército de reserva de trabajadores, del que sólo se contabiliza una parte. Aquellos que emergen a la superficie buscando trabajo activamente se cuentan como desempleados; los que van a pique, forzados a vivir del subsidio social, se contabilizan como indigentes. El volumen de la masa de indigentes anda ahora por los 14 o 15 millones de personas; alcanzó ya un enorme tamaño en 1970 y aparentemente crecerá bastante más. De todo esto podemos colegir que la acumulación de riqueza en un polo de la sociedad en el sistema capitalista tiene una contrapartida, en el otro polo, en forma de acumulación de más miseria.
(Mayo 1982)
* Este artículo es la versión corregida de una conferencia que Harry Braverman pronunció en la primavera de 1975 en el Instituto de Tecnología de Virginia Occidental (EEUU). Por lo que sabemos, ésta fue su última intervención pública registrada.
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