Por estos días en Argentina los medios de comunicación nos
bombardean sin parar con las bondades del nuevo papa. Por todos lados se hace
énfasis en su humildad, carisma, generosidad, capacidad de comunicación,
tolerancia y un largo etcétera de excelsas virtudes. Pero en especial, se
resalta su preocupación por la pobreza y se subraya su proclamado objetivo de
“Promover la Iglesia
pobre y para los pobres”. Casi todo el arco político local también se ha sumado
a la exaltación. Algunos incluso hablan de una “revolución”, que está por
cambiar al mundo. Los kirchneristas, pasados los primeros días de desconcierto
-Néstor Kirchner había calificado a Bergoglio como “el jefe de la oposición”-
empezaron a encolumnarse detrás del discurso hegemónico y también están encontrando
virtudes en Bergoglio-Francisco. Después de todo, se afirma, el nuevo papa se
pronunció contra el “imperio del dinero con sus demoníacos efectos”; dijo que
los mercados no pueden estar por encima de los hombres; y denunció la trata de
personas, la explotación de los niños, la miseria de miles de millones, la
corrupción de los políticos… ¿Cómo no estar de acuerdo con estos mensajes? “La
opción por los pobres” de Francisco, explicaba hace poco un kirchnerista por
TV, “abre la posibilidad para la movilización de fuerzas sociales frescas
contra los sectores conservadores”. Palabras más o menos, el discurso se va
unificando: don Fancisco es una esperanza de mejora para los pueblos del mundo.
Pues bien, en este punto quiero reivindicar el rol del
marxismo, la única corriente de pensamiento que ha planteado una crítica al
contenido esencial de este mensaje, y a su función en tanto sostén ideológico
del orden dominante. A fin de agregar elementos para el análisis, en esta nota
presento primero unos pasajes tomados del conocido libro del historiador
marxista Maxime Rodinson, Islam y capitalismo, (Buenos Aires, Siglo XXI, 1973),
y luego hago algunas reflexiones en torno al texto en el que Marx define a la
religión como el opio de los pueblos. La de Marx es una posición que muchos
considerarán “anticuada” -después de todo, no entra en las sutilezas
geopolíticas de algunos ideólogos K stalinistas- pero, en mi humilde opinión,
dice lo que verdaderamente importa. El mensaje de estos días es ideológico, y
hay que responder en ese terreno. Aclaro que lo que sigue se refiere solo a la
iglesia institucionalizada (o a las grandes religiones consagradas).
Si no se trata la
pobreza, no sirve
La idea clave que se encierra en los pasajes de Rodinson
que cito a continuación es que está en la misma naturaleza del mensaje
religioso tomar las cuestiones candentes de la pobreza, la opresión y el
sufrimiento de los pueblos. Escribe: “… cuando los males sociales agobian a
algunos de sus miembros, esa sociedad no puede callar. Por lo menos, debe
‘tratar el problema’. Si deja hacer sin decir nada, traiciona de manera
evidente su misión ante las víctimas; éstas no pueden hacer otra cosa que
verificar ese hecho y la verificación es grave para la fe de las masas en la
ideología que inspira a esta sociedad”. Luego de referirse a que el Antiguo
Testamento y Aristóteles condenaban los males generados por la economía
mercantil, y len oponía el ideal de la comunidad igualitaria, la fraternidad
ideológica y el desprecio por las riquezas, Rodinson agrega:
“Hay ideólogos revolucionarios que piensan que Dios quiere
la destrucción pura y simple de una sociedad injusta (y por ende impía) y su
reemplazo por una sociedad conforme a su voluntad, y por eso, a la justicia.
Entonces fundan movimientos disidentes, sectas”. Es un hecho histórico que
movimientos sociales han encontrado en la religión recursos ideológicos en sus
luchas contra el orden existente, cualquiera sea éste. Pero no es el caso de la Iglesia católica, ni de
las iglesia en general. Sigue Rodinson: “Los ideólogos no revolucionarios -y
éstos siempre son mayoría- sólo pueden exhortar a los gobernantes a inspirarse
al máximo en la norma divina, estigmatizar a los que la contravienen, exhortar
(por lo menos implícitamente) a las masas a la resignación y el consuelo
extraído de la conciencia de su piedad y su justicia ante Dios, o a lo sumo a
reivindicaciones respetuosas. Es la única vía posible si no quieren correr el
peligro de impulsar a trastornar o derribar un orden ligado a la ideología que
defienden. En este sentido, todas las religiones y, más en general, todas las
ideologías de estado, son opio para el pueblo.
Si la sociedad civil (en su opinión pública dominante) se
vuelve cada vez más severa con una categoría de males sociales y la capa social
que es responsable de ellos, si la rebelión contra esas prácticas se difunde
cada vez más entre las masas, también los ideólogos se armarán de una creciente
severidad. De esta manera, desde hace un siglo, la Iglesia católica,
impulsada por la situación social a tratar el problema de los trabajadores
asalariados, se ha mostrado cada vez más dura con respecto a los males causados
por el funcionamiento del sistema capitalista, cada vez más inclinada a
reprochar a los capitalistas sin llegar (¿aún?) a una condena del sistema. Lo
mismo ocurre con su actitud hacia el colonialismo y, más antiguamente, hacia la
esclavitud” (p. 65).
Pero los cuestionamientos de la iglesia, por supuesto,
tienen sus límites: las bases mismas del sistema no se tocan. Juan XXXIII lo
estableció con claridad cuando dijo, en su mensaje Mater et Magistra, que la
propiedad privada es parte del orden natural. La idea se prolonga hasta el
presente; no se trata de condenar al sistema de trabajo asalariado, sino a los
“abusos” del mercado, al afán excesivo (¿cuánto?) de lucro, a la “extrema”
(¿cuánta?) pobreza y a las injusticias más flagrantes, como la trata de
personas, o la explotación del trabajo infantil. En síntesis, se condena al
“neoliberalismo inhumano” (y Bergoglio-Francisco criticó a Menem), pero no al
sistema capitalista. La realidad es que la “doctrina social” de la Iglesia, en lo que tiene
de “transformador”, no es más que un rosario de los lugares comunes del burgués
bienpensante habitual. Por eso, no es de extrañar que autores profundamente
reaccionarios, como Durkheim y Parsons, destacaran el rol de la religión en el
mantenimiento del orden social. Incluso en Estados relativamente seculares, la
religión juega un papel importante. Pero para esto, es necesario que ponga en
el primer lugar la preocupación por los pobres y las injusticias sociales.
Así, el mensaje religioso, como también dice Rodinson, se
construye con los materiales que se encuentran a disposición, pero según una
lógica enmarcada en la doctrina más general sobre Dios, el mundo y el hombre. Y
Bergoglio-Francisco cumple con las generales de la ley: se formó en las ideas
de León XIIII, la
Acción Católica y Cristo Rey, con el condimento “nac &
pop” de la vieja, criolla y peronista Guardia de Hierro, y “Las veinte verdades
peronistas” (una serie de consejos para que los trabajadores mantengan una
mansedumbre ovejuna frente al capital). Por eso también, hay una unidad
ideológica profunda entre el nuevo papa y prácticamente todo el espectro
político burgués; esto, al margen de si dio alguna ayuda a la dictadura, si
apoyó a la ley de medios, o si retó a los K por la corrupción.
Rodinson también explica que la presión de los ideólogos y
de las autoridades ideológicas sobre la práctica política y jurídica adopta
diferentes formas según su posición con respecto al estado, pero “siempre se
efectúa según las mismas grandes líneas: proponer un ideal y llamar a atenerse
a él concediendo desde el inicio que este ideal es demasiado elevado para la
debilidad humana; tratar de impedir los abusos de los poderosos mediante
amonestaciones o, a lo sumo, cuando las circunstancias lo permiten, sanciones
raras, pero ejemplares; proteger a los débiles en la medida compatible con la
salvaguardia del orden social y mantener su confianza ideológica evitando que
sus rencores y reivindicaciones tomen un giro violento y hostil a la ideología
dominante y a la sociedad cuya alma es en última instancia, elaborar soluciones
teóricas que frente a los múltiples casos concretos en que los individuos transgreden
las directivas surgidas de la ideología, dosifiquen la condena, la reprobación
y la indulgencia para permitir infringir prácticamente el ideal, sin dejar de
salvaguardar la pureza de éste” (p. 66).
La última observación alude a la necesidad de que los
discursos de la Iglesia,
y la ideología, se adapten a las exigencias que emanan de la evolución de las
sociedades, sin alterar lo fundamental del mensaje. “La ideología no puede
querer detener a la sociedad de la que emana y la inspira. Esto no equivale
forzosamente a un maquiavelismo o a la impostura, pero sí, más en profundidad a
una sumisión más o menos reticente a las exigencias de la vida social” (ídem).
No puedo más que coincidir: la iglesia no cumpliría con su misión si no se
sometiera, aun con reticencias, a las exigencias de la vida social. De ahí el
pedido de muchos, de que vaya aceptando las nuevas realidades, para proteger el
núcleo de “verdad divina”.
Opio y fundamentos
terrenales
La afirmación de Rodinson acerca de que las religiones son
opio para el pueblo hace referencia, obviamente, a la conocida afirmación de
Marx, “la religión es el opio del pueblo”, que está en “En torno a la crítica
de la filosofía del derecho de Hegel” (Escritos de juventud, México, FCE, pp.
491-502).
Es indudable que este famoso dictum muchas veces se lo ha
interpretado como un llamado a combatir la religión en cuanto tal. Sin embargo,
si se lee el escrito completo, aparece una visión bastante distinta. Lo que
dice Marx en ese texto es que la religión tiene un fundamento terrenal, y que
por lo tanto la crítica debe partir de que el hombre hace la religión, y no la
religión al hombre. “Este Estado, esta sociedad, producen la religión, una
conciencia del mundo invertida, porque ellos son un mundo invertido”. Esto es,
la religión, según Marx, es una expresión de la vida terrenal desgarrada por
las contradicciones. Es el reflejo, invertido, del mundo real. “Es la
realización fantástica de la esencia humana, porque la esencia humana carece de
verdadera realidad”. La religión es “la teoría general de este mundo”, su
“razón general para consolarse y justificarse”. En un mundo en que existen la
opresión, la explotación, los sufrimientos derivados de la falta de trabajo, de
la desposesión y del poder de los poderosos, la religión brinda consuelo y
alivio, hace más llevadero el sufrimiento. Y encierra una protesta contra este
orden de cosas: “La miseria religiosa es, por una parte, la expresión de la
miseria real y, por otra, la protesta contra la miseria real. La religión es el
suspiro de la criatura agobiada, el estado alma de un mundo desalmado, porque
es el espíritu de los estados carentes de alma”. A continuación de esta
afirmación, encontramos la frase de Marx acerca del opio. El opio hace más
llevadero el dolor, y la religión hace más sufrible el sufrimiento. La idea
implicada es que, si bien éste es un mundo de lágrimas, prepara a los
sufrientes para la felicidad eterna, y por eso proporciona una dicha, aunque
ilusoria. En otras palabras, la religión es consuelo, pero también
amortiguadora del conflicto, al menos en el plano ideológico. De aquí que la
crítica, dice Marx, deba dirigirse a sus fundamentos terrenales: “Sobreponerse
a la religión como la dicha ilusoria del pueblo es exigir para éste una dicha
real. El pugnar por acabar con las ilusiones acerca de una situación, significa
pedir que se acabe con una situación que necesita ilusiones”. Por la misma
razón, Marx critica a Feuerbach porque éste atacaba a la religión, y no a la
sociedad que la había producido. La religión es perjudicial, en tanto lleva a
poner esperanzas en el más allá, antes que en la lucha “por el más acá”; pero
en sí misma no es el mal, sino el producto del mal.
Precisiones
En primer lugar, precisemos que cuando se habla del rol de
la Iglesia en
tanto sostén del orden social, no se está defendiendo necesariamente una
explicación funcionalista acerca de su origen o desempeño. No se sostiene que la Iglesia existe porque es
funcional al mantenimiento de la explotación. Si se afirma que su rol está
funcionalmente de acuerdo con la perpetuación de la sociedad de explotación, al
margen de lo que la alta curia, incluido el papa, piensen de sí mismos y de su
función en este valle de lágrimas.
En segundo término, sostener que la religión es un sistema
ideológico vinculado estructuralmente a las relaciones sociales, no implica
defender una tesis mecánico-determinista (del tipo, tal relación social
determina tal forma de religión o de iglesia). Simplemente se sostiene que la
vida material -la actividad de los seres humanos bajo ciertas relaciones
sociales, para procurarse sus medios de vida- conforma el marco en que se
desarrollan sus acciones conscientes, incluida la religión. Éste es el sentido
en que tomamos la expresión “buscar el fundamento de la religión en el mundo
material”. Por eso, las instituciones y las formas de conciencia dominantes,
deben adaptarse a las relaciones estructurales. Cito de nuevo a Rodinson: “La
organización y la conciencia de la sociedad deben por lo menos no trabar las
tareas esenciales, primarias, y a menudo tampoco las secundarias. Un proceso
que no tiene nada de abstracto, que se divide en presiones múltiples de ‘la
naturaleza de las cosas” tiende a eliminar las formas de organización y
conciencia que, por su propia evolución, hubieran podido llegar a ser una traba
para la realización de esas tareas” (pp. 202-3). Pero por esto también, la
religión no es un “reflejo mecánico” de las relaciones sociales, ni un mero
epifenómeno. Tiene “espesor propio”, y como una forma de conciencia social,
incide a su vez en las relaciones sociales materiales.
En tercer lugar, y vinculado con el punto anterior, la
explicación del rol de la
Iglesia no implica que el mismo se garantice de forma más o
menos directa o automática. Por el contrario, se trata de un proceso que ocurre
“no sin dificultades, luchas y ‘desprolijidades’, no sin tensión entre la
voluntad de los grupos particulares de perpetuarse y maximizar sus ventajas propias,
y la necesidad de la sociedad global de proseguir un proyecto análogo a su
escala” (ídem). Las tensiones y luchas por el poder que recorren a todas las
grandes instituciones religiosas son una expresión natural de este hecho.
Algunas conclusiones
provisorias
De lo anterior se desprende, en primer lugar, que muchos
de los problemas que hoy enfrenta la
Iglesia, no tienen su origen en problemas de “comunicación”,
o de “estilo papal”, como comentan varios comentaristas. Es que no hay discurso
que pueda construir unidades, o totalidades, por fuera o por encima de las
realidades sociales, las clases sociales y las fuerzas productivas alcanzadas
(lo siento por Laclau y sus “construcciones discursivas”). Por eso, en la
medida en que la Iglesia
es una institución de conservación y propaganda de ideología (¿forma parte del
Estado ampliado, en sentido althusseriano?) necesariamente estará atravesada, e
inmersa, en relaciones mercantiles y capitalistas. Puede haber más o menos
corrupción, mayor o menor prolijidad en el manejo de las cuentas, pero de
alguna manera, la “Iglesia-empresa” seguirá existiendo.
De la misma manera, en tanto se desarrollen las relaciones
capitalistas, y con ellas evolucione la vida material, seguirán erosionándose
las bases del tradicionalismo y la autoridad religiosa. Son procesos de larga
duración, posiblemente inherentes al capitalismo. “Todo lo sólido se desvanece
en el aire”, decía El Manifiesto Comunista, y todo lo sólido se sigue
desvaneciendo hoy en día, a medida que se internacionalizan las fuerzas
productivas, se desarrolla, tendencialmente, la productividad del trabajo, y
avanzan la ciencia y la tecnología. Los cambios penetran por todos los poros. La Sagrada Familia ya
no es el simple reflejo de la familia terrenal tradicional “típica”, porque
ahora no se sabe qué es “lo típico” en materia de familia. Por todas partes se
abren fisuras en los dogmas religiosos establecidos, y se agrietan autoridades
iluminadas por el Espíritu Santo y todo otro tipo de poderes extra terrenales.
Durante siglos, la Iglesia
católica tuvo poder y control sobre las conciencias -la confesión fue un medio
privilegiado- pero hoy cada vez son menos los que abren su alma al cura del
barrio. Incluso la movilidad internacional del trabajo abre nuevos puntos de vista,
y las conciencias se secularizan.
Por otra parte, y más sustancial, los sectores mejor
organizados de la clase obrera han ido accediendo, tendencialmente, a un modo
de vida que puede prescindir del consuelo del más allá (sin que por ello
desaparezca la explotación). Los niveles de consumo real de amplias capas de
asalariados no son los mismos que en 1850, por caso. Por eso, no debería
asombrar que los bautismos o las asistencias a las iglesias se hayan desplomado
en casi todos los países europeos, y en buena parte del Tercer Mundo, incluida
Argentina. Para millones, hace falta menos opio y Dios empieza a desaparecer de
sus vidas cotidianas. Y no hay papa Francisco que pueda detener estos procesos,
por más que viaje en autobús y utilice zapatos de calle. Por fuera, o por
encima, de las superficialidades con que nos saturan los grandes medios, son
los fundamentos mismos de la religión los que están debilitándose.
Por último, y tal vez la conclusión más importante, es que
la lucha del socialismo no pasa por la lucha contra la religión en sí, sino por
revolucionar el mundo que la hace posible. En este respecto, la crítica debe ir
al fondo: al rol de la religión en relación al sostenimiento de las relaciones
sociales explotadoras. Entretenerse con especulaciones sobre la unidad
latinoamericana, la patria grande y similares tópicos del ideario nacional y
popular, invisibiliza esta cuestión central.
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