MONCHO ALPUENTE
No vienen con el cuchillo entre los dientes para abordar nuestras costas, no son bárbaros, ni piratas, el cuchillo lo llevan para cortar una parte del pastel que les adeudamos desde la otra ribera del Mediterráneo.
Una porción del continente africano, troceado, repartido y saqueado por bárbaros cristianos, piratas occidentales, colonialistas despiadados, explotadores y esclavistas.
Los muertos y los náufragos, los ahogados y los esqueletos vivientes que por fin arribaron a la tierra prometida, famélicos y exhaustos, solo venían para reclamar lo que era suyo, pero los antiguos «bwanas» blancos que ahora les siguen esquilmando a distancia, sin mancharse las manos de sangre, no pasan por sus mejores momentos. En la isla de Lampedusa y en la fortaleza de Melilla les esperan, empobrecidos y celosos de sus arrumbados privilegios los supervivientes de la Gran Crisis, inventada para despojarles también de los derechos adquiridos. Entre ellos cunden el racismo y la xenofobia, no hay pobreza para repartir entre todos y primero han de comer los pobres de casa. Las fronteras, ese maldito invento, vuelven a blindarse contra los invasores. Fronteras, razas, religiones, culturas, se invocan para dejar fuera a los foráneos. Subsaharianos y gitanos del Este al asalto de la otrora próspera Europa. Un ministro «socialista» francés, hijo del exilio republicano español, se ha convertido en el inesperado adalid de esta infame cruzada, y en la autodenominada Unión Europea se buscan soluciones por la vía militar, una flota con la bandera europea de la Cristiandad patrulla el Mediterráneo para capturar, o al menos disuadir con el argumento de las armas a tan indeseables pasajeros en sus frágiles pateras.
Los parias de la Tierra, más divididos que nunca se entregan a una lucha fratricida ante los ojos encantados de sus líderes políticos, meros intermediarios de unos poderes económicos que ya tienen dentro de sus fronteras suficiente mano de obra y carne de cañón para satisfacer su desmedido afán de lucro y de poder. El cristianismo exige amar al prójimo, al próximo, pero no da instrucciones sobre como comportarse con los que vienen de lejos.
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