Por HELENO SAÑA
Disminuye el número de personas que consideran la cultura como parte inseparable de su vida y aumenta el número de quienes viven de espaldas a ella y no tienen otra preocupación que la de acumular y consumir bienes materiales. La ocupación central del individuo medio no es la lectura, sino la de ir de compras y detenerse ante los escaparates, y de ahí que mientras la gente invade los supermercados, las librerías están cada vez más vacías. En muchos hogares hay más pares de zapatos y prendas de vestir que libros, y los pocos o muchos que existen son, en su mayoría, literatura de pacotilla, destinada más a embrutecer que a instruir. Lo que por inercia mental sigue denominándose cultura se ha convertido en una variante más del proceso de comercialización a que ha conducido la sociedad tardocapitalista, es, en realidad, una pseudocultura al servicio de los intereses creados del sistema. Este fenómeno, que se inició en los EEUU y que fue detectado ya en sus orígenes por Horkheimer-Adorno y por Herbert Marcuse, se ha extendido, entretanto, a los cinco continentes, incluido el europeo. Junto a la globalización de la dinámica económica estamos asistiendo desde hace tiempo a una globalización de la cultura de masas surgida en Norteamérica y exportada hacia el exterior en forma del american way of life, con toda la chabacanería y el primitivismo que esta denominación implica. Sin el ocaso de los valores culturales clásicos no hubiera podido surgir el culto al consumo material hoy predominante. Para reducir al individuo a la exigua y humillante categoría de homo consumens, los estrategas del sistema han tenido primero que despojarle de su dimensión espiritual y degradarlo a pura fisiología. Elegir el lleno material como forma suprema de autorrealización es el resultado directo de la alineación del hombre, entendida como pérdida de la conciencia de ser y como renuncia a formas superiores de existencia. Lo que llamamos sociedad de consumo no es, en efecto, más que el reflejo de una sociedad profundamente alienada.
Cultura es un concepto integral que lejos de limitarse a la acumulación de conocimientos o sapientia, incluye la cultura ética, cívica, política e interhumana, como se deduce de las enseñanzas de Platón y Aristóteles y de lo que ambos entendían por paideia o educación. Y no es ciertamente una casualidad que el retroceso de la cultura haya conducido a un deterioro cada vez más dramático de estos valores, sin los cuales ninguna sociedad puede funcionar. Lo que Georg Simmel llamó en su día 'tragedia de la cultura' se gesta ya en los centros docentes, destinados hoy a la enseñanza tecnocrática y utilitaria, no a formar personas cultas. De ahí el papel secundario que juega hoy la enseñanza de Humanidades, como pude comprobar una vez más visitando recientemente los inmensos recintos de la Ciudad Universitaria de Roma. Allí donde no existe un sistema pedagógico de base humanista, tampoco puede florecer una cultura digna de este nombre. Mientras que el objetivo básico de la pedagogía clásica era el de convertir al alumno o estudiante en un homo humanus, la que hoy predomina se contenta con fabricar técnicos, lo que ya de por sí denota el desprecio que la sociedad actual siente por la cultura.
No necesito recordar que el amor a la cultura ha sido, a partir de los maestros griegos, uno de los signos distintivos de Occidente y lo que ha permitido a Europa alcanzar un rango histórico, intelectual y axiológico del que han carecido y siguen careciendo otras zonas del globo. Ha sido también gracias a esta herencia cultural que nuestro continente ha podido superar una y otra vez la dimensión innoble y cainita de su historia, desde la esclavitud y la persecución de los cristianos en la Roma imperial al fanatismo religioso de la Edad Media y a las innumerables y sangrientas guerras de la Modernidad. Todo esto está en trance de irse a pique. Empezando por sus élites dirigentes, Europa es cada vez más infiel al legado cultural de que es portadora desde hace milenios. Infiel al patrimonio griego, al mensaje de Cristo, al humanismo renacentista, a la Ilustración, a las doctrinas sociales del siglo XIX y al liberalismo de que tanto presume. De ahí que viva por debajo de sus posibilidades histórica y se esté convirtiendo en una gran falsificación de lo que debiera y podría ser. Los personajes que hoy dirigen los destinos del continente son la negación más crasa de la cultura tanto política como ética. De ahí que no sirvan más que para mentir y lustrar las botas al amo de Washington.
La Clave
Número 126 (13-18 septiembre 2003)
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