Por Rodolfo Alonso *
La Historia, generalmente trágica, no siempre se repite como farsa. A mí, al menos, me tocó descubrirla (en ciertos, pocos, momentos deslumbrantes) como metáfora.
Me conmovió por ejemplo, y me conmueve aún, que los mismos Pirineos fronterizos que un año antes, en 1939, don Antonio Machado cruzaba hacia Francia acongojado, dejando atrás al franquismo injustamente victorioso (junto a su anciana madre, pero ambos mezclados, hechos uno, con los dignísimos milicianos que habían defendido hasta el final la República española), se vieran al año siguiente, 1940, encarados en el sentido inverso nada menos que por Walter Benjamin, refugiado en París huyendo de los nazis alemanes y entonces, a su vez, intentando volver a librarse de esos mismos nazis que ya estaban ocupando Francia.
Como si no fuera completa la metáfora, Machado iba a morir pronto a pocos pasos, exiliado en el pueblecito de Collioure, y Benjamin no dudaría en empuñar contra sí mismo su pequeña pistola, en Port Bou, desesperado al no atinar con su intento de fuga hacia España.
En los últimos tiempos, sobre la misma Península Ibérica, otra metáfora histórica se me impone con fuerza. Porque el joven dirigente Pablo Iglesias (1978) que junto con sus compañeros de Podemos lograron incluir y encauzar una sanamente arrolladora fuerza política, enfrentada no sólo al derechista Partido Popular sino, incluso, a la alianza contra natura que, bajo el ominoso paraguas de la deletérea plaga neoliberal, había confundido y enredado con aquel al Partido Socialista Obrero Español.
Ese mismo legendario PSOE, fundado clandestinamente el 2 de mayo de 1879 por otro Pablo Iglesias (1850-1925), un joven tipógrafo gallego, en la taberna madrileña Labra. No sólo el más antiguo partido de España sino, también, el que había nacido capaz de sostener ideas marxistas al mismo tiempo que libertades profundamente democráticas.
Es decir, un joven Pablo Iglesias recompone y encabeza hoy, bajo otro (y muy similar) emblema, los mismos ideales que inspiraron no menos vehementemente a otro Pablo Iglesias, un auténtico líder obrero convincente y honesto. No sólo el mismo nombre, entonces, sino en la práctica similares ideales, similares objetivos y similares diagnósticos político-sociales.
Esa deslumbradora intensidad de las metáforas históricas fue resaltada a comienzos del siglo pasado por la fotografía, mediante la genialidad de Robert Capa y precisamente en medio de la legendaria Guerra Civil Española, cuyas imágenes indelebles y heroicas recorrieron el mundo al mismo tiempo que la histórica consigna antifascista del Madrid duramente asediado: «¡No pasarán!».
Desde muy joven perduró en mí el impacto de una vieja foto donde hablaba al pueblo en un mitin político un canoso Pablo Iglesias, aquel tipógrafo que fundó el PSOE pero también la UGT, la central obrera socialista, y cuya imagen de anciano sabio y confiable, en el aire de Unamuno, transmitía una indeleble dignidad.
Y la contundente evidencia de esa foto se me reiteró, no menos encendida cuando, releyendo una antigua edición que reúne textos dispersos de Machado (Los complementarios), reencontré aquella nota suya: «Lo que yo recuerdo de Pablo Iglesias», legítima e imborrable reminiscencia también infantil, publicada en el diario La Vanguardia de Barcelona, en plena guerra civil, el 16 de agosto de 1938.
Dice allí Machado: «Recuerdo haberle oído hablar entonces —hacia 1889— en Madrid, probablemente un domingo (¿un 1º de Mayo?), acaso en los jardines del Buen Retiro. (...) De lo único que puedo responder es de la emoción que en mi alma iban despertando las palabras encendidas de Pablo Iglesias. Al escucharle, hacía yo la única honda reflexión que sobre la oratoria puede hacer un niño: 'Parece que es verdad lo que ese hombre dice'».
Para agregar más adelante: «Yo lo oí por segunda y última vez la tarde en que pedíamos amnistía para los ilustres encarcelados de Cartagena. Llegados al monumento a Castelar, donde la manifestación debía disolverse, encaramado en el alto pedestal vimos aparecer a Pablo Iglesias, que nos dirigía la palabra. Las multitudes aplaudíamos. La voz del orador, algo parda y enronquecida, con aliento difícil de fuelle viejo, era todavía —para mí, al menos— la voz del compañero Iglesias, porque en ella aún vibraba aquel su acento inconfundible de humanidad auténtica».
Para concluir, magníficamente: «En cuanto a la voz de Pablo Iglesias, del compañero Iglesias, o, si queréis, del abuelo, yo prefiero escucharla en mi recuerdo o, mejor todavía, en la voz de otros hombres no menos auténticos, no menos verdaderos, que aún nos hablan al corazón y a la inteligencia».
¿Cómo no emocionarse entonces de que el nombre del actual dirigente de Podemos, ese hijo de aquellos espontáneos «indignados» que es el joven Pablo Iglesias, de ese mismo Podemos que viene a recuperar las viejas banderas traicionadas que flameaba en su nacimiento el PSOE, sea justamente el mismo que el de aquel otro joven, otro Pablo Iglesias, el obrero que hace más de 135 años, lleno de sana indignación y justos ideales encabezara con otros 25 compañeros el nacimiento de ese mismo PSOE?
¿Puede dejar de considerarse, algo así, como otra cosa que no sea un acto de justicia poética?
* Poeta, traductor, ensayista.
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